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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (53 page)

Pero cuando se encontró en la puerta de la señorita Barfoot las fuerzas le flaquearon. Sólo pudo pronunciar el nombre de la señorita Nunn ante la criada que salió a abrirle. Afortunadamente ésta había recibido instrucciones precisas, y la acompañó directamente a la biblioteca. Esperó allí casi cinco minutos. ¿Estaba Rhoda haciéndola esperar a propósito? Cuando por fin apareció, su rostro así parecía indicarlo; una fría dignidad, rayana en una ofensiva arrogancia, se dibujaba en su mirada. No le ofreció la mano y tampoco hizo gala de ninguna forma de cortesía más allá de invitarla a que tomara asiento.

—Me marcho de Londres —empezó Monica cuando el silencio la obligó a tomar la palabra.

—Sí, eso me ha dicho.

—Veo que no entiende por qué he venido.

—Su nota decía que quería verme.

Sus miradas se encontraron y Monica supo en ese instante que la estaba examinando de pies a cabeza. Tuvo la sensación de haberse hecho cargo de una tarea para la que le faltaban fuerzas. Estuvo a punto de inventarse una excusa que requiriera una mínima conversación y perderse a continuación en la oscuridad de la calle. Pero la señorita Nunn volvió a hablar.

—¿Puedo ayudarla en algo?

—Sí. Quizá. Pero… me resulta muy difícil decir lo que…

Rhoda esperó, sin ofrecer ninguna ayuda, ni siquiera una mirada que denotara interés.

—¿Puede decirme, señorita Nunn, por qué se muestra tan fría conmigo?

—Estoy segura de que eso no necesita ninguna explicación, señora Widdowson.

—¿Quiere decir que cree usted todo lo que ha dicho el señor Widdowson?

—El señor Widdowson no me ha dicho nada. Pero he visto a su hermana, y no veo que haya ninguna razón para dudar de lo que ella me ha contado.

—No ha podido decirle la verdad, porque no la sabe.

—Supongo que por lo menos no me habrá mentido.

—¿Qué le ha dicho Virginia? Creo que tengo derecho a saberlo.

Rhoda pareció dudar. Volvió la mirada hacia la estantería más cercana y reflexionó durante unos segundos.

—Sus asuntos no son de mi incumbencia, señora Widdowson —dijo por fin—. Me he visto forzada a prestarles atención y quizá esté considerándolos desde un punto de vista erróneo. A menos que haya venido a defenderse contra una acusación falsa, ¿hay alguna razón para que hablemos de esto?

—A eso he venido.

—Entonces no soy tan injusta como para negarme a escucharla.

—Mi nombre se ha visto mezclado con el del señor Barfoot. Eso es falso. Se debe a un error.

Monica no podía articular sus frases. En su intento por expresar lo que iba a terminar con la antipatía que por ella sentía la señorita Nunn, se agarraba a las primeras palabras que le venían a la boca.

—El día que fui a Bayswater no iba a ver al señor Barfoot. Iba a ver a otra persona.

Rhoda prestó más atención. No podía dudar de las muestras de sinceridad que distinguía en la voz y en el rostro de Monica.

—¿Alguien —preguntó con frialdad— que vivía con el señor Barfoot?

—No. Alguien que vivía en su mismo edificio; en otro piso. Cuando llamé a la puerta del señor Barfoot, sabía, o estaba segura, de que nadie me abriría. Sabía que el señor Barfoot se había ido ese día… a Cumberland.

La mirada de Rhoda estaba clavada en el rostro de Monica.

—¿Sabía que se marchaba a Cumberland? —preguntó en voz baja y calmada.

—Eso me dijo. Me encontré con él por casualidad el día antes.

—¿Dónde se encontró con él?

—Cerca de su casa —contestó Monica sonrojándose—. Acababa de salir. Bueno, le vi salir. Tenía una cita allí esa tarde y caminé un trecho con él para que no pudiera…

Le falló la voz. Se dio cuenta de que Rhoda había empezado a desconfiar de ella y a pensar que estaba mintiendo. El tenso silencio fue roto por la señorita Nunn, que de repente dijo:

—Recuerde que no le he pedido que me haga partícipe de sus confidencias.

—No… y si intentara imaginar lo que significa para mí decirle esto… No me avergüenzo. He sufrido mucho para decidirme a venir a hablar con usted. Si fuera usted más humana… si intentara creer…

El nerviosismo de estas palabras tuvo su efecto en Rhoda. Muy a su pesar, se sintió conmovida por esa muestra de desesperación femenina.

—¿Por qué ha venido? ¿Por qué me cuenta esto?

—Porque no sólo yo he sido injustamente acusada. Tenía que decirle que el señor Barfoot nunca… que nunca ha habido nada entre nosotros. ¿Cómo se tomó la acusación del señor Widdowson contra él?

—Simplemente la negó.

—¿No ha expresado el deseo de apelar a mí?

—No lo sé. No he oído que expresara en ningún momento tal deseo. No veo por qué debe tomarse usted ninguna molestia por el señor Barfoot. Él tendría que ser capaz de proteger su propia reputación.

—¿Lo ha hecho? —preguntó Monica impaciente—. ¿Le creyó usted cuando él negó…?

—Pero ¿qué importa si le creí o no?

—Para él habría sido muy importante.

—¿Para el señor Barfoot? ¿Por qué?

—Me dijo lo mucho que deseaba causarle una buena impresión. De eso era de lo que solíamos hablar. No sé por qué hizo de mí su confidente. La primera vez fue cuando íbamos en tren, el mismo tren por mera coincidencia, después de haber estado los dos aquí. Me hizo muchas preguntas sobre usted y por último dijo… que la amaba… o algo que significaba lo mismo.

Rhoda bajó la mirada.

—Después de eso —continuó Monica— hablamos varias veces de usted. Lo hicimos cuando nos encontramos cerca de su casa, como ya le he dicho. Me dijo que se iba a Cumberland con la esperanza de verla, y yo entendí que lo que pretendía era pedirle que…

El repentino y notable cambio en la expresión de la señorita Nunn hizo callar a Monica. La austeridad desdeñosa había dado paso a una sonrisa sin duda tensa, aunque exultante. Se le había iluminado el rostro. Sus labios se movían y se relajaban; cambió de postura en la silla, como disponiéndose a un diálogo más íntimo.

—Es lo único que hubo entre nosotros —siguió Monica, seria—. Si me interesaba por el señor Barfoot era sólo por usted. Esperaba que las cosas le salieran bien. Y he venido a verla porque temía que creyera a mi marido… como veo que ha ocurrido.

Rhoda, aunque no creía estar comportándose de forma admirable, dejó claro que la explicación de ningún modo la había dejado satisfecha. Resistiéndose a hacer la pregunta crucial, esperó, con una seriedad que nada tenía que ver con la dureza del principio, a que la señora Widdowson dijera lo que le quedaba por decir. Una doliente mirada de súplica la obligó a romper el silencio.

—Lamento muchísimo que haya cargado con esa tarea…

Monica siguió mirándola, hasta que por fin murmuró:

—Ojalá pudiera estar segura de haber hecho algún bien…

—Pero —dijo Rhoda, con una mirada interrogante— si fuera capaz de hacerle saber al señor Barfoot que ya no tiene usted ningún…

De los ojos de Rhoda Nunn salió un destello de aguda inteligencia.

—Entonces ¿le ha visto? —preguntó con brusca franqueza.

—No desde entonces.

—¿Le ha escrito? —preguntó todavía con la misma voz.

—Claro que no. El señor Barfoot nunca me escribió. No sé nada de él. Nadie me ha pedido que venga a verla. Nadie sabe nada de lo que le he estado contando.

Rhoda volvió a sentirse oprimida ante la dificultad de determinar cuánto crédito podría dar a esas afirmaciones. Monica entendió la expresión de su rostro.

—Como ya le he contado mucho tengo que terminar. Después de esto sería terrible irme sin convencerme de que me ha creído.

La calidad humana de Rhoda la impulsaba a declarar que no le quedaba ninguna duda. Pero no fue capaz de hablar. Sabía que sus palabras sonarían forzadas y poco sinceras. El pesar que le producía causar pesar le obligó a bajar la cabeza. Ya hacía mucho que guardaba silencio.

—Se lo contaré todo —estaba diciendo Monica en voz baja y temblorosa—. Si nadie más me cree, por lo menos usted lo hará. No soy culpable de…

—No, no quiero oírlo —la interrumpió Rhoda, profundamente afectada por la voz de Monica—. La creo sin que me lo cuente.

Monica se echó a llorar. Ese último esfuerzo la había extenuado.

—No hablaremos más de esto —dijo Rhoda, intentando dar un tono amable a sus palabras—. Ha hecho todo lo que cabía esperar de usted. Le agradezco que haya venido.

Monica consiguió controlarse.

—Escuche lo que tengo que decirle, señorita Nunn. Escúcheme como amiga. Quiero que deje de pensar en mí como lo ha hecho hasta ahora. Me sentiré más aliviada si me escucha. Mi marido se enterará de todo dentro de poco… aunque quizá para entonces ya no siga viva…

Algo en el rostro de la señorita Nunn sugirió a Monica que había comprendido sus intenciones. Quizá, a pesar de haberlo negado, Virginia había contado más de lo que debía.

—¿Por qué quiere contármelo? —preguntó Rhoda, incómoda.

—Porque es usted muy fuerte. Me dirá algo que pueda ayudarme. Ya sé que cree que he cometido un pecado vergonzoso. Pero no lo he hecho. Si fuera así nunca aceptaría vivir en la casa de mi marido.

—¿Vuelve con él?

—Olvidaba que no se lo había dicho.

Y Monica relató el acuerdo al que se había llegado. Cuando habló del tiempo que quería que pasase antes de confesarse ante su marido, de nuevo le pareció que la señorita Nunn la entendía.

—Tengo una razón para aceptar que me mantenga —continuó—. Si fuera verdad que he pecado, como él sospecha, me suicidaría antes de seguir fingiendo ser su esposa. El día antes de que empezara a vigilarme pensé que le había dejado para siempre. Creí que si volvía a la casa sería sólo para coger algunas cosas que necesitaba. Era alguien que vivía en el mismo edificio que el señor Barfoot. Usted le conoce…

Alzó la mirada durante un instante, y sus ojos se encontraron con los de Rhoda. Ésta no dudó un segundo acerca del nombre omitido. Se dio cuenta de lo sencillas que se estaban volviendo las cosas.

—Se ha ido de Inglaterra —continuó Monica con voz acelerada aunque clara—. Pensé entonces en irme con él. Pero… fue imposible. Le amaba… o pensaba que le amaba; pero sólo fui culpable de aceptar dejar a mi marido. ¿Me cree?

—Sí, Monica. La creo.

—Si todavía le queda alguna duda, puedo enseñarle una carta que él me escribió desde el extranjero que probará…

—La creo del todo.

—Pero deje que siga. Tengo que explicarle cómo el malentendido…

Y rápidamente le contó los incidentes de aquel fatídico sábado por la tarde. Cuando terminó, de nuevo había perdido el dominio de sí misma; sollozaba y murmuraba, suplicando cariño.

—¿Qué puedo hacer, señorita Nunn? ¿Cómo voy a vivir hasta que…? Ya sé que será sólo por muy poco tiempo. Mi terrible vida pronto habrá terminado.

—Monica, hay algo que debe recordar.

La voz de Rhoda era tan amable, aunque firme… tan diferente de la voz que esperaba oír… que Monica alzó la mirada con agradecimiento.

—La vida le parece una carga tan pesada que está usted desesperada. Pero ¿no es su deber vivir como si le quedara todavía alguna esperanza?

Monica la miró, insegura.

—Quiere usted decir que…

—Creo que me entiende. No estoy hablando de su marido. No puedo saber si tiene usted algún deber con él. Eso es algo que deben decidir su cabeza y su corazón. Pero ¿no es cierto que su salud es mucho más importante que si sólo fuera usted la afectada?

—Sí… me ha entendido perfectamente.

—¿No es su deber recordar en todo momento que sus pensamientos y sus actos pueden afectar a otra vida… que al caer en la desesperación puede ser responsable de un sufrimiento que tiene en su poder evitar?

Profundamente emocionada, Rhoda jamás había hablado de forma tan impresionante; tampoco se había comprometido nunca tanto al dar un consejo. Se sentía poderosa de una forma nueva, sin el menor indicio de vanidad, sin necesidad de poses ni de trivial arrogancia. Cuando menos lo esperaba se le había presentado la oportunidad de ejercer la influencia moral de la que tanto se enorgullecía y que esperaba convertir en la fuerza motriz que ennobleciera su vida. Y aún mejor: se trataba de un caso que requería valor y un desafío a las reticencias más vulgares. El alma combativa que llevaba dentro se hacía fuerte al afrontar esas condiciones. Al ver que sus palabras no eran inútiles, se acercó a Monica y le habló con una dulzura aún mayor.

—¿Por qué alimenta ese miedo de que su vida termine?

—La mayor parte del tiempo es más esperanza que miedo. No soy capaz de ver un futuro. No deseo seguir viviendo.

—Eso es morboso. No es usted la que habla, sino el peso de sus dificultades. Es usted fuerte y joven y dentro de un año gran parte de esta infelicidad habrá pasado.

—Lo he sentido como una certeza… como si alguien lo hubiera predicho… desde el momento en que supe…

—Creo que es muy común entre las esposas jóvenes tener a menudo ese miedo. Es algo físico, Monica, y en su caso no encontrará ningún alivio pensando así. Pero le recuerdo que no debe olvidar su responsabilidad. Vivirá usted, porque la pobre criatura necesitará de sus cuidados.

Monica volvió la cabeza y soltó un gemido.

—No querré a mi hijo.

—Ya lo creo que sí. Y ese amor, ese deber, es la vida que debe desear. Ha sufrido usted mucho, pero después de un sufrimiento así llega la calma y la resignación. La naturaleza la ayudará.

—¡Oh, si pudiera darme parte de su fuerza! Nunca he podido enfrentarme a la vida como usted. Nunca me habría casado con él de no haber sido tentada por la posibilidad de tener una vida fácil… y tenía tanto miedo a… quedarme sola. Mis hermanas son muy desgraciadas; me aterraba pensar que iba a tener que luchar por mi vida como ellas.

—Su único error fue fijarse en las mujeres débiles. Tenía otros ejemplos en los que fijarse, chicas como la señorita Vesper y la señorita Haven, que viven sus vidas con valentía y que trabajan de firme y se enorgullecen del lugar que ocupan en el mundo. Pero de nada sirve hablar del pasado, igual que es estúpido hablar como si no hubiera esperanza para su desgracia. ¿Qué edad tiene, Monica?

—Veintidós.

—Bien, yo tengo treinta y dos, y no me considero vieja. Cuando tenga mi edad se reirá de lo desesperada que estaba diez años antes. A su edad se habla con tanta ligereza de una «vida desgraciada», de un «futuro sin esperanza» y de todas esas cosas… Querida niña, puede usted llegar a ser una de las mujeres más felices y útiles de Inglaterra. Su vida no es en absoluto desgraciada. ¡Tonterías! Ha pasado usted por una tormenta, eso es cierto; pero lo más probable es que haya sido lo mejor para usted. No piense ni hable de pecados; simplemente decida no dejarse vencer por las dificultades ni por las penas. Puede estar segura de que va a vivir durante los próximos meses. Su deber está más que claro. Hágase fuerte en cuerpo y alma. Tiene usted un cerebro, lo que no puede decirse de muchas mujeres. Piense en usted con valor y nobleza. Dígaselo: ¡lo que debo hacer es esto y aquello! ¡Y hágalo!

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