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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (56 page)

Se encogió de hombros y escondió la cara entre las manos.

—Seguir el ejemplo de Otelo no te llevará a nada —dijo lady Horrocks, con cierta ternura en la voz—. Naturalmente, no podíais seguir viviendo juntos; teníais que separaros por un tiempo. Bueno, ya pasó. Tómalo como algo inevitable. Te comportaste de una forma totalmente absurda, ya te lo dije; me temía que fuera a haber problemas. No tendrías que haberte casado, ésa es la verdad. Muchos estaríamos mejor si nos abstuviéramos del matrimonio. Hay gente que tiene buenas razones para casarse, otros no tan buenas, pero al final todo termina igual. Pero en fin, ahora eso da lo mismo. Anímate, querido. Es una estupidez eso de que ya no sientes nada por ella. No me cabe duda de que te carcome lo mucho que la deseas. Y deja que te diga lo que pienso: es muy probable que Monica se salvara justo a tiempo cuando descubrió… (¿me entiendes?) que era más tuya que de ningún otro. Podría contarte cosas de gente que… pero no creo que quieras oírlas. Tómate esto con humor… todos deberíamos hacerlo. La vida es como uno se la toma: totalmente lúgubre o moderadamente brillante.

Y así siguió hablando, intentando consolar a Widdowson. Durante un rato, él se sintió un poco aliviarlo. De todas formas, salió de la casa con sensación de gratitud hacia lady Horrocks. Y entonces se acordó de que ni siquiera había salido de su boca una mera formalidad a propósito de sir William. Pero la esposa de sir William, por alguna razón, tampoco había mencionado en ningún momento el nombre del baronet.

Sólo habían pasado unos días cuando Widdowson recibió la llamada que había estado esperando. Llegó en forma de telegrama, rogándole que se apresurara a ir a ver a su esposa; nada más. El mensaje llegó mientras daba su paseo vespertino, lo que hizo difícil que pudiera llegar a Paddington a tiempo de coger el tren de las seis y veinte, el último que salía para Clevedon esa noche. Consiguió cogerlo por sólo dos o tres minutos.

No pudo concentrarse en el final de aquel viaje hasta que estuvo sentado en el vagón. En ese momento le asaltó una tremenda repugnancia. Le habría alegrado que el tren tuviera algún accidente, recibir alguna herida que le impidiera ver a Monica en ese momento. A menudo, al anticiparlo, el acontecimiento que estaba a punto de producirse le había confundido y apesadumbrado. Odiaba pensar en él. Si el niño, que quizá ya había nacido, era de verdad suyo, tendría que pasar mucho tiempo hasta que fuera capaz de mostrar por él el menor indicio de interés paternal. Sin duda la incertidumbre a la que estaba condenado lo convertiría en objeto de su aversión de por vida.

Llegó a Bristol a las nueve y cuarto. Allí tuvo que tomar un tren lento, que a las diez le dejó en Yatton, el pequeño empalme con Clevedon. La noche estaba plagada de estrellas, aunque hacía frío. Durante los breves minutos de espera caminó nervioso por el andén. Tenía miedo de que Monica no estuviera bien. Tanto si llegaba a creerla como si no, sería terrible que ella muriera antes de que él pudiera oír sus explicaciones. La angustia del remordimiento se apoderaría de él.

A solas en su compartimento, Edmund no se sentó, sino que no dejó de andar de un lado a otro y, antes de que el tren se detuviera, saltó al andén. No había ningún taxi. Dejó la maleta en la estación y fue a toda prisa en busca de la dirección que recordaba. Pero ante tanto cruce pronto terminó confundiéndose. Como no encontró a nadie que pudiera orientarle, tuvo que llamar a la puerta de una casa. Empapado en sudor, por fin tuvo su propia casa a la vista. El reloj de una iglesia dio las once.

Alice y Virginia estaban en el vestíbulo cuando se abrió la puerta. Le condujeron a una habitación.

—¿Ya? —preguntó Widdowson, alternando su mirada entre la una y la otra.

—A las cuatro de la tarde —respondió Alice, apenas capaz de pronunciar palabra—. Una niña.

—Necesitó cloroformo —dijo Virginia, que estaba deshecha, como sin vida, y que temblaba como una hoja.

—¿Y todo ha salido bien?

—Eso creemos… esperamos —tartamudearon a la vez.

Alice añadió que el médico iba a pasar otra vez esa noche. Tenían una buena enfermera. La niña parecía sana, pero era muy, muy pequeña, y sólo se la había oído unos minutos.

—¿Sabe ella que me habéis llamado?

—Sí. Y tenemos algo para ti. Teníamos que dártelo en cuanto llegaras.

La señorita Madden le entregó un sobre sellado. A continuación las dos hermanas le dejaron solo, como si temieran las consecuencias de lo que acababan de hacer. Widdowson apenas echó un vistazo al sobre en blanco y se lo metió en el bolsillo.

—Necesito comer algo —dijo, enjugándose la frente—. Veré al médico cuando llegue.

La visita del médico tuvo lugar mientras él cenaba. Después de ver a la paciente, le aseguró que todo iba «bastante bien». Probablemente podría hablar con mayor certeza por la mañana. Widdowson tuvo otra breve conversación con las hermanas y a continuación les dio las buenas noches y subió a la habitación que le habían preparado. Cuando cerró la puerta pudo oír un débil gemido, y se quedó escuchando hasta que éste cesó. Procedía de una habitación de la planta baja.

Cuando, tras muchos esfuerzos, consiguió por fin abrir el sobre que había recibido, encontró en él varias hojas, una de las cuales, como en seguida pudo ver, estaba escrita con la letra de un hombre. Fue ésa la que leyó primero, y ya desde un principio pudo ver que se trataba de una carta de amor dirigida a Monica. La dejó de lado y se centró en el resto de las páginas, que contenían una larga carta de su mujer. Estaba fechada hacía dos meses. En ella Monica le contaba, con escrupulosa sinceridad, toda la verdad de sus relaciones con Bevis:

Sólo hago esta confesión —concluía—, por el bien de esta pobre criatura que nacerá pronto. El niño es tuyo, y no tiene por qué sufrir mis errores. La carta adjunta te probará que digo la verdad, si todavía hay algo que pueda hacerlo. No pido nada para mí. No creo que vaya a vivir. Si lo hago aceptaré lo que propongas. Sólo te pido que actúes sin pretensiones; si no puedes perdonarme, no finjas hacerlo. Di lo que hayas decidido y con eso bastará.

Esa noche Widdowson no durmió. La chimenea de la habitación estaba encendida, y así la mantuvo hasta el amanecer, momento en que bajó silenciosamente al vestíbulo y salió de la casa.

Paseó durante una o dos horas a merced de un fuerte viento que soplaba del noroeste, sin importarle a dónde le llevaban los caminos que elegía a su paso. Su único deseo era alejarse de la casa, de su odioso silencio y de ese débil lloriqueo que a duras penas podía considerarse un sonido. La necesidad de regresar, de pasar allí unos días, le oprimía el pecho como una pesadilla.

No creía ni dejaba de creer la confesión de Monica. Simplemente no podía decidirse al respecto. Le había mentido con demasiada firmeza anteriormente. ¿Acaso no era capaz de elaborar otra mentira para salvar su reputación y proteger a su hija? La carta de Bevis bien podía ser consecuencia de la conspiración urdida entre ambos.

En un principio le había dejado atónito que fuera Bevis el hombre contra el que debía dirigir sus celos. A esas alturas ya se había dado perfecta cuenta de su estupidez por no haber considerado esa posibilidad. La revelación había sido una segunda ofensa recientemente descubierta, puesto que le era imposible ignorar sus sospechas, tanto tiempo albergadas, contra Barfoot, e incluso llegó a pensar en la posibilidad de que Monica se hubiera dejado cortejar por él antes de sus relaciones con Bevis. Odiaba el recuerdo de su vida desde el día de su boda; en cuanto a perdonar a su esposa, tenía tantas probabilidades como de perdonar y sonreír al autor de esa carta adjunta enviada desde Burdeos.

Pero tenía que volver a la casa. Si obedecía a sus impulsos, y regresaba directamente a Londres, podía ser causa de un desenlace fatal de la enfermedad de Monica. Su integridad humana le obligaba a quedarse hasta que estuviera fuera de peligro. Pero no podía verla, y tenía que salir de esas insoportables circunstancias lo antes posible.

Cuando entró en la casa, a las ocho y media, Alice, que parecía haber dormido tan poco como él, le salió al encuentro. Pasaron al comedor.

—Ha estado preguntando por ti —empezó la señorita Madden, temerosa.

—¿Cómo está?

—Sigue igual, creo. Pero está muy débil. Quiere que te pregunte…

—¿Qué?

Su tono no animó a la pobre mujer.

—Tengo que decirle algo. Si no le digo nada caerá en un estado peligroso. Quiere saber si has leído la carta y si… si quieres ver a la niña.

Widdowson se volvió, sin saber qué hacer. Sintió la mano de la señorita Madden en su brazo.

—¡Oh, por favor! Déjame que la consuele.

—¿Es por la niña por quien está tan inquieta?

Alice así lo admitió, mirando a su cuñado con una triste súplica en los ojos.

—Dile que pasaré a verla —respondió— y llévala a otra habitación. Luego dile que la he visto.

—¿Puedo llevarle alguna palabra de perdón?

—Sí, dile que la perdono. ¿No quiere que pase a verla?

Alice negó con la cabeza.

—Entonces dile que la perdono.

Se hizo como él ordenó. En el curso de la mañana la señorita Madden comunicó a Widdowson que su hermana se sentía muy aliviada. Estaba dormida.

Pero el médico creyó necesario hacer dos nuevas visitas antes del anochecer, y ya de noche volvió a pasar. Explicó a Widdowson que había algunas complicaciones que bien podían ser peligrosas y, finalmente, sugirió que, si por la mañana no se observaba una definitiva mejoría, consultaran a un segundo médico. Así lo hicieron. Por la tarde Virginia se acercó sollozando a su cuñado y le dijo que Monica deliraba. Esa noche todos estuvieron en vilo. Pasaron otro día en medio de la más extrema incertidumbre, y hacia la noche el médico no pudo seguir ocultando su opinión de que la señora Widdowson se moría. Poco después cayó inconsciente, y a primera hora de la mañana dio su último suspiro.

Widdowson estaba en la habitación y al final se sentó en la cama casi una hora. Pero no miró en ningún momento a su mujer a la cara. Cuando le dijeron que Monica había dejado de respirar, se levantó y se fue a su habitación, pálido pero sin asomo de lágrimas en el rostro.

El día después del funeral (Monica fue enterrada en el cementerio, junto a la vieja iglesia), Widdowson y la hermana mayor de la fallecida tuvieron una larga conversación en privado. Hablaron en primer lugar de la huerfanita. El deseo de Widdowson era que la señorita Madden se hiciera cargo del cuidado de la niña.

Ella y Virginia podían vivir donde eligieran. Sus gastos correrían de su cuenta. Alice apenas había esperado una propuesta semejante… teniendo en cuenta que concernía a la niña. Aceptó encantada.

—Pero hay algo que quiero que sepas —dijo con una mirada de súplica y vergüenza a la vez—: la pobre Virginia quiere ir a una institución.

Widdowson se la quedó mirando, sin comprender: Alice rompió entonces a llorar y le contó que su hermana era tan adicta al alcohol que ninguna de las dos confiaba ya en que pudiera recuperarse a menos que tomaran la medida que acababa de indicarle. Había oído que había gente que cuidaba de los alcohólicos.

—Ya sabes que tenemos dinero —sollozó Alice—. Podemos cubrir ese gasto sin dificultades. Pero ¿nos ayudarás a encontrar un buen sitio?

Widdowson prometio actuar de inmediato al respecto.

—Y cuando esté curada —dijo la señorita Madden— vendrá a vivir conmigo. Y cuando el bebé haya cumplido los dos años haremos lo que llevamos años planeando. Abriremos una escuela para niños, aquí o en Weston. Eso tendrá ocupada a mi hermana. De hecho, a las dos nos irá bien dedicarnos a eso, ¿no crees?

—No me cabe la menor duda.

Iban a dejar la casa grande; se llevarían todos los muebles que necesitaran a una más pequeña en otra parte de Clevedon, ya que Alice había decidido quedarse allí a pesar de los dolorosos recuerdos que le traería. Adoraba aquel lugar y no veía la hora de disfrutar de la vida que le esperaba. Los libros de Widdowson volverían a Londres, aunque no a las habitaciones de Hampstead. Temeroso de la soledad, le había propuesto a su amigo Newdick vivir juntos, haciéndose él cargo de la mayor parte de los gastos. Y también ese plan se hizo realidad.

Pasaron tres meses y un día de verano, en la plenitud de las frondosas colinas, los verdes senderos y las ricas praderas de Clevedon, cuando el Canal estaba todavía azul, y las montañas de Gales asomaban entre un halo de sol, Rhoda Nunn llegó de las Mendips para ver a la señorita Madden. No se trataba de una reunión feliz, pero Rhoda estaba resplandeciente: había vuelto a ser quien era, y su conversación tan inspiradora como siempre. Tomó al bebé en brazos y caminó con él por el jardín durante largo rato, murmurando una y otra vez: «Pobrecilla, pobrecilla». Habían temido por su vida, pero el verano parecía darle fuerzas. Era evidente que Alice había descubierto su vocación; tenía mejor aspecto que nunca: Rhoda jamás la había visto así. Tenía la piel mucho menos cetrina y manchada. Caminaba con paso ligero y alegre.

—¿Y dónde está su hermana? —preguntó la señorita Nunn.

—En esté momento está en casa de unos amigos. Estará aquí dentro de poco, espero. Y tan pronto como la niña empiece a andar vamos a plantearnos lo de la escuela muy en serio. ¿Recuerda?

—¿La escuela? ¿De verdad van a intentarlo?

—Nos hará mucho bien a las dos. Mire —añadió con una carcajada—, aquí tiene a nuestra primera alumna.

—Haga de ella una mujer valiente —dijo Rhoda con ternura.

—Lo intentaremos. ¡Ya lo creo! ¿Le va tan bien en su trabajo como siempre?

—¡Mejor! —replicó Rhoda—. No paramos de crecer. Tendremos que ampliar las oficinas. Por cierto, tiene que leer el periódico que estamos a punto de publicar. El primer número sale dentro de un mes, aunque todavía no hemos decidido con qué nombre. La señorita Barfoot está animadísima… tanto como yo. ¡El mundo avanza!

Mientras la señorita Madden entraba en la casa para preparar algo de comer, Rhoda, sin dejar de acunar al bebé, se sentó en uno de los bancos del jardín. Observó atentamente esos rasgos diminutos, plácidos y tranquilos, envueltos en una suave modorra. Aquellos ojos oscuros y brillantes eran los de Monica. Y cuando el bebé por fin se quedó dormido, a Rhoda se le nubló la vista. Un suspiró hizo que sus labios temblaran y de nuevo murmuró: «Pobrecilla».

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