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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (55 page)

—Me interpretas mal. Estaba segura de que no sufrías en absoluto.

—Ah, ya veo. Me imaginabas totalmente tranquilo, seguro de que algún día vendría a justificarme.

—Tenía mil y una razones para imaginarlo así —admitió Rhoda—. Si hubiera sido de otro modo me habrías dado alguna señal.

No había duda de que la había ofendido profundamente con su persistente silencio. En un principio ésa había sido su intención; y después… había pensado que por qué no dejarlo así. Ahora que había superado la primera dificultad del encuentro disfrutaba de su sensación de seguridad. No tenía ni idea de cómo iba a terminar aquella cita, aunque por su parte no pensaba actuar de forma precipitada, desconsiderada o meramente emocional. ¿Tenía Rhoda entre sus recursos algún aspecto nuevo de su personalidad? Ésa era la cuestión. Si era así, él estaría encantado de verlo. Si no… en fin, sería tan sólo el final que en otro tiempo tanto había deseado.

—No tenía por qué darte ninguna señal —apuntó él.

—Y sin embargo acabas de decir que siempre es mejor tener la razón de parte de uno.

Quizá había una pizca de dulzura en esas palabras. Fuera como fuera, desde luego no eran tan sólo irónicas.

—Admite entonces que esperabas de mí un acercamiento. Ya lo he hecho. Aquí estoy.

Rhoda no dijo nada. Sin embargo tampoco parecía esperar nada. Tenía una mirada grave, quizá triste, como si por el momento hubiera olvidado lo que estaba en juego y se hubiera perdido en pensamientos más remotos. Mientras la observaba, Everard sintió en el rostro de ella una nobleza que justificaba ampliamente todo lo que había sentido y hecho. Pero ¿había algo más… un nuevo poder?

—Así que volvamos —continuó— al día que pasamos en Wastwater. El día perfecto, ¿no te parece?

—Nunca lo olvidaré —dijo Rhoda, reflexiva.

—Y estamos de nuevo en el momento en que te dejé aquella noche, ¿no?

Ella le miró.

—Me parece que no.

—Entonces ¿cuál es la diferencia?

Él esperó unos segundos y repitió la pregunta antes de que Rhoda contestara.

—¿De verdad crees que no hay ninguna diferencia? —preguntó Rhoda.

—Han pasado algunos meses. Somos diferentes porque somos más viejos, pero hablas como si fueras consciente de un cambio más profundo.

—Sí, has cambiado mucho. Creía que te conocía. Quizá fuera cierto. Ahora tendré que volver a conocerte desde el principio. Me resulta muy difícil estar a tu altura. Tus oportunidades son mucho mas amplias que las mías.

Barfoot se sintió confundido. ¿Estaba Rhoda celosa o es que manifestaba una visión mucho más profunda de las cosas? La voz de Rhoda tenía incluso algo de pathos, como si sólo hubiera expresado un pensamiento, sin ninguna intención cáustica.

—Intento no desperdiciar mi vida —respondió Everard con seriedad—. He conocido gente nueva.

—¿Quieres hablarme de ellos?

—Háblame primero de ti. Dices que no habrías vuelto a escribirme. Eso quiere decir, creo, que nunca me amaste. Cuando descubriste que te habías equivocado al sospechar de mí, si me hubieras amado me habrías pedido perdón.

—Tengo razones parecidas para dudar de tu amor. Si me hubieras amado no habrías esperado tanto tiempo para intentar derribar el obstáculo que existía entre nosotros.

—Fuiste tú la que puso ahí ese obstáculo —dijo Everard con una sonrisa.

—No. Fue culpa de la mala suerte. O de la buena. Quién sabe.

Everard empezó a pensar. Si esa mujer hubiera gozado de los privilegios sociales a los que Agnes Brissenden y la gente de su círculo debían gran parte de su encanto, ¿no habría sido Rhoda su igual, o quizá superior a ellos? Por primera vez sintió compasión por ella. Era una mujer valiente y las circunstancias no le habían sido favorables. En ese momento ¿no estaba ella luchando consigo misma? ¿No estaban su honradez y su dignidad luchando contra los impulsos de su corazón? El amor de Rhoda valía mucho más que el suyo, y sería el único de su vida. Quizá era una reflexión fatua, pero cuanto más la observaba más acertada le parecía.

—Bueno —dijo—, hay algo que debemos decidir. Si crees que la oportunidad fue afortunada…

Rhoda no dijo nada.

—Tenemos que saber lo que piensa cada uno.

—Ah, ¡eso es algo muy difícil! —murmuró Rhoda, levantando la mano y bajándola de nuevo.

—Sí, a menos que nos ayudemos mutuamente Imaginemos que hemos vuelto a Seascale y que estamos junto a la orilla. (¡Qué frío y gris debe de estar ahora!) Te repito lo que dije entonces: Rhoda, ¿quieres casarte conmigo?

Ella le miró fijamente.

—Eso no es lo que dijiste.

—¿Qué importan las palabras?

—Eso no es lo que dijiste.

Everard vio el nerviosismo en el rostro de Rhoda; al mirarle, ésta pareció sentirse obligada a moverse. Avanzó hacia la chimenea y apartó una rejilla que estaba demasiado cerca del fuego.

—¿Por qué quieres que repita exactamente lo que dije? —le preguntó Everard, levantándose y siguiéndola.

—Hablas del «día perfecto». ¿Acaso no terminó la perfección de ese día antes de que se dijera una sola palabra sobre matrimonio?

Everard la miró sorprendido. Ella había hablado sin volver el rostro, que ahora sólo se adivinaba gracias al resplandor del fuego. Sí, lo que decía era cierto, pero una verdad que él ni esperaba ni deseaba oír. ¿Estaba a punto de ser testigo de la nueva revelación?

—¿Quién dijo primero esa palabra, Rhoda?

—Yo.

Hubo un silencio. Rhoda seguía inmóvil mientras el resplandor del fuego le iluminaba la cara. Barfoot la miraba.

—Quizá —dijo él por fin— no hablaba del todo en serio cuando…

Rhoda se volvió de repente con un destello de indignación en los ojos.

—¿Qué no hablabas del todo en serio? Sí, eso pensaba. ¿Y realmente algo de lo que dijiste iba en serio?

—Te amaba —respondió Everard con sequedad, enfrentándose a su firme mirada.

—Pero querías ver si…

No pudo terminar la frase. Se le había hecho un nudo en la garganta.

—Te amaba, eso es todo. Y creo que todavía te amo. —Rhoda volvió a mirar hacia el fuego.

—¿Quieres casarte conmigo? —preguntó él, dando un paso adelante.

—No creo que lo estés diciendo en serio.

—Te lo he pedido dos veces. Te lo pido por tercera vez.

—No me casaré contigo según las fórmulas del matrimonio —respondió Rhoda en tono brusco y seco.

—Ahora eres tú quien juega con algo muy serio.

—Has dicho que los dos hemos cambiado. Ahora me doy cuenta de que nuestro «día perfecto» se echó a perder en última instancia por culpa de mi debilidad. Si deseas regresar en tu imaginación a aquella noche de verano, volver a ponerlo todo en su sitio, sólo te pido que me digas cuál es mi papel en todo este asunto.

Everard meneó la cabeza.

—Imposible. O regresamos los dos o no regresamos ninguno.

—¿Acaso el matrimonio legal —dijo Rhoda, mirándole— tiene ahora para ti un nuevo sentido?

—Quizá.

—Naturalmente. Pero no me casaré nunca, así que no volvamos a hablar del asunto.

Como si finalmente hubiera dado la cuestión por zanjada, Rhoda avanzó y se colocó enfrente del hogar; allí se volvió hacia su compañero con una fría sonrisa en los labios.

—En otras palabras, ¿has dejado de amarme?

—Sí, ya no te amo.

—Pero, si hubiera estado dispuesto a revivir contigo esa fantástica utopía, tal y como tú la imaginabas…

Ella le interrumpió sin miramientos.

—¿Qué utopía era ésa?

—Oh, sin duda era una utopía. Estaba demasiado obcecado en asegurarme de que me amabas.

Ella se echó a reír.

—Después de todo, la perfección de nuestro día fue en parte una farsa. Nunca me amaste con total sinceridad. Y nunca amarás a ninguna mujer… ni siquiera como me has amado a mí.

—Estoy convencido de ello, Rhoda. E incluso ahora…

—E incluso ahora podemos decirnos adiós siendo algo parecido a amigos. Aunque no si sigues hablando. No lo estropeemos. Las cosas han quedado tan claras…

Acabó cediendo a un débil sollozo, pero consiguió sobreponerse y tendió la mano a Everard.

Everard volvió andando al hotel, y la noche fría y cerrada le ayudó a recuperar la ecuanimidad. Dos semanas después, junto con un regalo de Navidad que envió al señor y señora Micklethwaite, escribía lo siguiente:

Estoy a punto de cumplir con mi deber, como usted decía. Es decir, estoy a punto de casarme. El nombre de mi futura esposa es Agnes Brissenden La boda será en marzo, creo. Pero nos veremos antes y le contaré con todo detalle lo que me ha ocurrido en este tiempo.

CAPÍTULO XXXI
UN NUEVO PRINCIPIO

Widdowson probó dos o tres pisos. Por fin se instaló en una pequeña casa de Hampstead, en la que alquiló dos habitaciones. Allí iba a verle, con muy poca frecuencia, su amigo Newdick. Nadie más. Se había llevado una selección de volúmenes de su biblioteca y pasaba la mayor parte del día concentrado en ellos. La verdad era que no ponía gran celo en su estudio; la lectura de obras que exigieran una profunda atención era su única medida contra la melancolía. No sabía emplear su tiempo de ningún otro modo. La obra clásica de Adam Smith, estudiada al detalle, le tuvo ocupado un par de meses; después se dedicó de lleno a los volúmenes de Hallam.

Su casera, y los vecinos que le observaban cuando al llegar la tarde iba a dar sus dos horas de paseo, le tomaban por un viejo caballero de unos sesenta y cinco años. Ya no iba erguido, y cuando salía a la calle pocas veces despegaba la mirada del suelo; mechones canos habían empezado a teñirle el cabello de gris. Tenía el rostro más amarillo y arrugado. Empezó a descuidar su aspecto, incluso su higiene, y a veces se quedaba leyendo o dormitando en la cama toda la mañana, en un estado de absoluto vacío mental.

Hacía mucho que no veía a su pariente, la viuda alegre, pero sí había sabido de ella. A punto de irse de Inglaterra de vacaciones de verano, la señora Luke le envió una breve nota, apremiándole para que viviera de forma más razonable y para que dejara que su esposa se saliera con la suya de vez en cuando; sería mucho mejor para los dos. Llegaron entonces malos tiempos, y no volvió a acordarse de la señora Luke durante mucho tiempo. Pero ya casi a finales de año, un día recibió en la casa de Herne Hill cierta revista de sociedad. Reconoció la letra del remitente. Descubrió en sus páginas el siguiente párrafo, marcado con lápiz de color rojo:

Entre los ingleses que este año han elegido venir a descansar y a recrearse en Trouville no ha habido figura más brillante que la de la señora Luke Widdowson. Esta señora es famosa en el
monde
en el que no existe el aburrimiento; allí donde se junta la gente elegante está la encantadora viuda. Podemos anticipar que, antes de irse de Trouville, la señora Widdowson se ha comprometido con el capitán William Horrocks, que no es otro que el «capitán Bill», el favorito universal, tan apreciado por las anfitrionas por sus dotes de bailarín. Desde la llorada muerte de su padre, este gran caballero se ha convertido en sir William, y todo hace pensar que la boda se celebrará después del debido tiempo. ¡Felicidades!

Poco después llegó una revista en la que se hablaba de la boda. La señora Luke era ahora lady Horrocks; por fin había conseguido el título que tanto anhelaba.

Pasaron dos meses más y llegó una carta (reenviada, como de costumbre, desde la oficina de correos) en la que la esposa del baronet declaraba sus deseos de tener noticias de sus amigos. Se había enterado de que se habían ido de Herne Hill; si recibía esa carta, ¿iría a verla a la casa de Wimpole Street?

La acuciarte soledad y el deseo del consejo y de la compasión de una mujer llevaron a Widdowson a aprovechar esa oportunidad, por poco prometedora que le pareciera. Fue a Wimpole Street y tuvo una larga conversación con lady Horrocks, quien, de algún modo que él no llegaba a entender, ya no era la misma. Empezó mostrándose frívola, aunque su actitud no era del todo sincera. Cuando Widdowson le dijo que se había separado de su mujer, cuando unas cuantas expresiones vagas e infelices le sugirieron el drama doméstico que tan familiar le resultaba, no tardó en ponerse sobria, serena y compasiva, como si de verdad se alegrara de tener algo serio de lo que hablar.

—Vamos a ver, Edmund. Cuéntamelo todo desde el principio. Eres de esos hombres que suelen meter la pata en un caso así. Cuéntamelo todo. Sabes que no soy una mala mujer y que también yo tengo mis problemas (no me importa confesarlo). Las mujeres cometemos errores que… bueno, qué más da. Háblame de ella y veamos si de alguna manera podemos aclarar las cosas.

Widdowson tuvo que luchar consigo mismo para empezar a hablar, pero al fin lo contó todo; su relato fue a menudo interrumpido por agudas preguntas.

—¿Nadie te escribe? —preguntó por último lady Horrocks.

—Estoy esperando a que lo hagan —respondió Widdowson, sentándose en su posición habitual, con las manos entre las rodillas y la cabeza baja.

—¿Para oír qué?

—Creo que me van a pedir que vaya a verlas.

—¿Ir a verlas? ¿Para reconciliaros?

—Monica va a tener un hijo.

Lady Horrocks asintió dos veces, pensativa, y en sus labios se dibujó una débil sonrisa.

—¿Cómo te has enterado?

—Hace tiempo que lo sé. Su hermana Virginia me lo dijo antes de que se marcharan. Ya lo sospechaba, así que la obligué a que lo confesara.

—¿Y si te piden que vayas, irás?

Widdowson pareció murmurar una afirmación, y añadió:

—Quiero oír lo que tenga que decirme, tal como me prometió.

—¿Es posible… es posible que…?

La pregunta de lady Horrocks quedó en el aire. Widdowson, aunque la entendió, no replicó nada. Su rostro expresaba un intenso sufrimiento, y por fin habló con vehemencia.

—Diga lo que diga… ¿cómo puedo creerla? Una vez que una mujer ha mentido, ¿cómo se puede volver a confiar en ella? Ya no puedo estar seguro de nada.

—Todas esas mentirijillas —apuntó lady Horrocks— me dan mala espina. Mejor admitirlo. Creo que de alguna forma acabó viéndose atrapada en ellas. Pero creo que tendrías que convencerte de que ha sabido rectificar a tiempo.

—Ya no la amo —continuó Widdowson con desesperación en la voz—. Todo terminó en esos días horribles. Hice lo imposible por creer que todavía la amaba. Seguí escribiéndole, pero mis cartas no tenían ya ningún valor, o quizá eran sólo una señal de que mi desgracia me estaba llevando a la locura. Prefiero que sigamos viviendo como hasta ahora. Dios sabe que no me hace feliz, pero sería mucho peor intentar comportarme como si pudiera llegar a olvidarlo todo. Sé que sus explicaciones no me dejarán satisfecho. Sea lo que sea no dejaré de sospechar de ella. No sé si ese niño es mío. Quizá a medida que crezca habrá entre él y yo algún parecido que me ayude a estar seguro. ¡Qué vida ésta! Cualquier tontería, cualquier detalle, me hará sentir inseguro, y si descubro alguna mentira nueva podría hacer algo terrible. No sabes lo cerca que estuve de…

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