Read Mujeres sin pareja Online

Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (42 page)

No se habría acostado junto a ella de no haber tenido un propósito determinado. Al meterse en la cama se alejó de ella lo más que pudo, y durante toda esa horrible noche su cuerpo se encogió, evitando el contacto con el de Monica.

Se levantó una hora antes que de costumbre. Hacía mucho rato que Monica estaba despierta, pero estaba tan quieta que él no podía saberlo con seguridad. Ella tenía la cabeza vuelta hacia el otro lado. Cuando Widdowson volvió a la habitación, después de darse un baño, Monica se incorporó, apoyándose en un codo, y le preguntó por qué se había levantado tan temprano.

—Quiero estar en la City a las nueve —replicó, mostrándose alegre—. Tengo que ocuparme de un asunto de dinero.

—¿Algo no va bien?

—Eso me temo. Tengo que ocuparme de ello de inmediato. ¿Qué planes tienes para hoy?

—Ninguno.

—Es sábado. Le prometí a Newdick que nos veríamos esta tarde. Quizá le invite a cenar a casa.

A mediodía había vuelto. Volvió a marcharse a las dos, después de anunciar que no regresaría antes de las siete, quizá incluso un poco más tarde. Los movimientos de Widdowson no extrañaron a Monica; para ella no eran más que consecuencia lógica de su estado alterado. Pero después del almuerzo, en cuanto él se fue, ella subió a su habitación y empezó, con lentitud e incertidumbre, a preparar las cosas para marcharse.

Esa misma mañana había intentado escribir una carta a Bevis, aunque en vano. No sabía qué decirle. Dudaba de sus propios deseos y de lo que el destino le deparaba. Sin embargo, si a partir de ese momento decidía comunicarse con él, era imprescindible que esa misma tarde encontrara una dirección donde pudieran recibir sus cartas, y hacérsela saber. No podía dejarlo para el día siguiente, puesto que era domingo, y quizá le fuera imposible salir sola el lunes. Además, era muy arriesgado que una carta llegara al piso de Bevis el lunes por la tarde o el martes por la mañana.

Por fin se vistió y se fue. Probablemente lo más acertado fuera buscar a algún tendero cerca de Lavender Hill que accediera a ayudarla. Podría entonces ir a ver a Virginia, acabar con el asunto que había fingido resolver el día anterior, y desde allí enviarle una nota a Bevis.

Cambiaba de ánimo con pasmosa rapidez. Había decidido cientos de veces que Bevis no podía significar nada para ella, pero al instante volvía a desearle, a la vez que intentaba convencerse de que él había actuado bien y que había hecho lo más acertado. Cien veces había decidido seguir adelante con su plan del día anterior (abandonar a su marido y resistirse a todos los esfuerzos de éste por recuperarla) y de nuevo había vuelto a resignarse a vivir con él, aceptando la degradación como tantas otras esposas. Estaba confusa y se sentía enferma. Le pesaba el cuerpo, y le era casi imposible andar por muy corta que fuera la distancia a recorrer.

Llegó a Clapham Junction y empezó a buscar, indiferente y agotada, el tipo de tienda que pudiera satisfacer su propósito. La recepción de cartas que, por una u otra razón, deben llegar a una dirección secreta, es algo a lo que las pequeñas tiendas de Londres suelen acceder. Cientos de esas cartas son enviadas y recibidas en el área postal metropolitana. No tardó mucho tiempo en encontrar a una dependienta dispuesta a ayudarla. La primera a la que acudió, una mujer decente que estaba detrás de un mostrador lleno de periódicos, tabaco y artículos de regalo, aceptó su petición.

Salió de la tienda sonrojada. Un paso más en su descenso a la deshonra, aunque reforzaba una vez más sus emociones favorables a Bevis. Por él había caído en esta ignominia, y eso la acercaba a él en vez de producir el efecto que habría resultado más natural. Quizá la razón fuera que Monica se sentía totalmente alejada del mundo de las mujeres honorables y por ello intentaba mitigar su desolación buscando desesperadamente el apoyo del amor de un hombre. ¿La amaba Bevis? Era culpa suya si esperaba que él actuara con un arrojo que no estaba en su naturaleza. Quizá su discreción, que tanto había condenado Monica, tachándola de debilidad, no era más que una sensata consideración por el bien de ella y del suyo propio. El escándalo público del divorcio era algo odioso. Si perjudicaba sus proyectos y le alejaba de su familia, ¿cómo podía esperar que el amor que sentía por ella, el causante de todo, fuese duradero?

De pronto se sintió totalmente necesitada de amor. Se sometería a lo que fuera antes de perder a ese amante cuyos besos habían acariciado sus labios y cuyos brazos la habían estrechado. Era demasiado joven, demasiado apasionada, para aceptar una vida de resignación. ¿Por qué le había dejado así, desanimándole con su actitud, dudando de si volvería a verla?

Volvió sobre sus pasos hacia casa de Virginia. De nuevo entró en la estación y emprendió el camino a la ciudad. Monica no se dio cuenta de que, mientras sacaba su billete, había un hombre junto a ella, al parecer un mecánico, al que también habría podido ver cuando compró su billete de tren en Herne Hill. Ese hombre, aunque no había viajado en su mismo compartimento, la seguía cuando se bajó en Bayswater. Monica no había reparado en su presencia en ningún momento.

En vez de escribir, había decidido ir a ver a Bevis, si lo conseguía. Quizá no estuviera en el piso, aunque había expresado su deseo de verla ese día. En principio no cabía considerar la posibilidad de encontrarse con Barfoot, ya que éste le había dicho que ese mismo día emprendía su viaje a Cumberland, y el viaje era tan largo que sin duda habría partido por la mañana temprano. Lo peor que podía pasar era que Bevis hubiera salido. Una vez abandonada a la fuerza de sus sentimientos tenía tantas ganas de ver a Bevis como el día anterior. En sus labios se agolpaban expresiones llenas de ternura. Al llegar al edificio el delirio la poseía.

Había llegado a toda prisa al primer piso cuando oyó pasos a su espalda. Era un hombre con uniforme de mecánico que subía con la cabeza agachada y que sin duda iba a reparar algo en alguno de los pisos. Quizá fuera al piso de Bevis. Ella siguió avanzando mas despacio y en el siguiente rellano dejó que el hombre la adelantara. Sí, sin duda era uno de los encargados de llevarse los muebles de su amado. Se detuvo. En ese momento una puerta se cerró en el piso de arriba y otros pasos, más ligeros y más rápidos, sin duda los pasos de una mujer, bajaron las escaleras. Por lo que pudo deducir, procedían del piso de Bevis. A Monica le dio tanto miedo avanzar como retroceder, así como quedarse quieta sin propósito aparente. Se acercó a la puerta más cercana y llamó.

Era la puerta del piso de Barfoot y ella lo sabía. En los primeros segundos de pánico, al ver acercarse al obrero, había visto la puerta y se había acordado de que ahí vivía el señor Barfoot, exactamente debajo de Bevis. Si no hubiera sido por el terrible estado de pánico en que se encontraba jamás habría puesto a prueba la posibilidad de que el inquilino de aquel piso estuviera en casa. Sin embargo, teniendo en cuenta las circunstancias, era la única salida, ya que la mujer a la que oía bajar las escaleras podía ser una de las hermanas de Bevis, de vuelta en Londres por algún motivo, y en ese caso prefería que la viera delante de la puerta de Barfoot a que la descubriera dirigiéndose a la de su amante.

Sólo lo dudó unos segundos. A pesar de que temía mirar a la mujer, acabó haciéndolo justo cuando ésta pasaba, descubriendo en ella el rostro de una total desconocida, joven y bella. Mónica, con los nervios ya a flor de piel, tuvo un nuevo motivo de preocupación. ¿Venía esa mujer del piso de Bevis o del de enfrente?… porque había dos pisos por rellano.

Mientras tanto nadie abría. El señor Barfoot no estaba. Respiró aliviada. Ahora podía aventurarse hasta el tercer piso. Sin embargo, en ese mismo instante oyó llamar a una puerta en el piso de arriba. No cabía duda de que se trataba de la puerta de Bevis, y si así era sus conjeturas acerca del obrero eran ciertas. Se detuvo, esperando cerciorarse, como si en realidad estuviera esperando a que el señor Barfoot le abriera. El mecánico la miró por encima de la barandilla, aunque ella no llegó a darse cuenta.

Volvió a repetirse el golpe en la puerta del piso de arriba. Sí, esta vez no había lugar a dudas; procedía de este lado del rellano, es decir, de la puerta de su amado, aunque la puerta no se abrió; así, sin tener que subir, supo que Bevis no estaba en casa. Quizá volviera más tarde. A ella todavía le quedaban un par de horas libres, así que, fingiendo decepción por no haber encontrado en casa a Barfoot, bajó las escaleras y salió a la calle.

Los nervios la habían dejado exhausta y el brillo de sus ojos amenazaba con una repetición del desmayo del día anterior. Dio con una tienda donde vendían refrescos y se sentó allí a tomar una taza de té, intentando distraerse con algunas revistas. El mecánico que había estado llamando a la puerta de Bevis pasó una o dos veces por delante y, mientras ella siguió allí, no dejó de vigilar la tienda.

Por fin Monica pidió papel y pluma y escribió unas líneas. Si no conseguía ver a Bevis en su segundo intento metería esa nota en su buzón. En ella le daba las señas de la tienda a la que podría enviarle sus cartas, le confirmaba el amor que sentía por él y le imploraba que fuera sincero con ella y que la llamara a su lado en cuanto le fuera posible.

En esas circunstancias era natural que no dejara de atormentarse. A pesar de que el alivio por haber escapado a tantos peligros la había tranquilizado por un tiempo, estaba empezando a inquietarse por la bella joven que había visto bajando las escaleras. El hecho de que nadie hubiera contestado a la llamada del mecánico le había parecido prueba suficiente de que Bevis no estaba en casa y de que la desconocida debía de venir del piso de enfrente. Pero de repente se acordó del incidente que tanto les había alarmado a ella y a su amante el día anterior. Bevis no había abierto la puerta. ¿Y si …? ¡Oh, qué estupidez! Pero ¿y si la mujer había estado con él? ¿Y si Bevis no había querido abrir a alguien que llamaba a su puerta sólo uno o dos minutos después de que esa mujer saliera de su casa?

¿Acaso no sufría ya bastante para tener que soportar encima el castigo de los celos? No volvería a prestar oídos a esas sugerencias absurdas. Estaba claro que la mujer había salido del piso de enfrente. Aunque, ¿por qué no podía haber estado en el piso de Bevis mientras él estaba fuera? Quizá fuera una amiga íntima a la que le había dejado un juego de llaves. Si dicha relación existía, ¿no podía explicar la falta de entusiasmo en Bevis?

Pensar así era invocar a la locura. Incapaz de seguir sentada, Monica salió de la tienda y deambuló unos diez minutos por las calles del barrio, acercándose cada vez más a su objetivo. Por último, entró en el edificio y subió. En esta ocasión no encontró a nadie en su camino ni nadie entró detrás de ella. Llamó a la puerta de su amante y se quedó esperando, deseando con todas sus fuerzas, rogando para que ésta se abriera. Pero no fue así. Sus ojos se inundaron de lágrimas. Soltó un lamento de amarga decepción y metió el sobre que llevaba en el buzón.

El mecánico la había visto entrar y la esperaba fuera, a unos cuantos metros del edificio. O Monica reaparecía pronto o de lo contrario habría entrado en alguno de los pisos. En ese caso, a este obrero, al parecer tan curioso y desocupado, le bastaba con no perder de vista la escalera hasta que la viera salir. Pero no tuvo que poner a prueba su paciencia. Lo único que tuvo que hacer fue seguirla de regreso a Herne Hill. Nunca se le ocurrió pensar que en su segunda visita al edificio, la señora no hubiera ido al mismo piso que en la primera.

Monica estaba en casa mucho antes de la hora de cenar. A la hora de la cena su marido todavía no había vuelto. Sin duda el retraso tenía algo que ver con su visita al señor Newdick. Pero pasó el tiempo y Widdowson no aparecía. A las nueve Monica seguía sola, hambrienta, aunque apenas consciente del hambre que tenía a causa de sus desdichas. Su marido jamás se había comportado así. Después de otro cuarto de hora oyó abrirse la puerta de la calle.

Widdowson entró en el salón, donde ella le esperaba.

—¡Cuánto has tardado! ¿Vienes solo?

—Sí, vengo solo.

—¿Has cenado?

—No.

Parecía alicaído, aunque Monica no notó en él nada alarmante. Widdowson se estaba acercando a ella con la cabeza gacha.

—¿Has tenido malas noticias… en la City?

—Sí.

Se acercó aún más a ella y por fin, cuando estaba a una o dos yardas, alzó la vista y la miró a la cara.

—¿Has salido esta tarde?

Estuvo a punto de mentirle, pero al ver cómo la miraba no se atrevió a hacerlo.

—Sí, he ido a ver a la señorita Barfoot.

—¡Mentirosa!

Cuando la palabra salió de sus labios, Widdowson saltó hacia ella, la agarró por el cuello del vestido y la tiró violentamente sobre sus rodillas. Monica exhaló un breve grito de terror y a continuación se quedó totalmente paralizada, con la boca abierta y los ojos desorbitados. Suerte que la había cogido del vestido y no del cuello, ya que la mano de su marido la agarraba con rabia asesina y el deseo de estrangularla fue por un instante lo único que le movía.

—¡Mentirosa! —volvió a gritar—. ¡Me has estado mintiendo todo este tiempo! ¡Mentirosa! ¡Adúltera!

—¡No es verdad! ¡No es verdad!

Se agarró a los brazos de él e intentó incorporarse. Los labios pálidos, la voz rota delataban el terror que la embargaba, pero la distorsión de sus rasgos era fruto del odio y de su deseo de resistirse.

—¿Que no es verdad? ¿Qué valor tiene tu palabra? Creería antes a cualquier prostituta. Por lo menos ellas son lo suficientemente honradas para admitir lo que son, pero tú… ¿Dónde estabas ayer cuando no estabas en casa de tu hermana? ¿Dónde estabas esta tarde?

Monica casi había conseguido ponerse en pie. Él volvió a derribarla, la obligó a agachar la cabeza hasta casi tocar el suelo con ella.

—¿Dónde estabas? Dime la verdad o no volverás a hablar.

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Va a matarme!

Sus gritos resonaron en la habitación.

—Pide socorro… que vengan y te miren y oigan lo que eres. Pronto lo sabrá todo el mundo. He vigilado cada uno de tus pasos desde que has salido de casa hasta que has llegado al lugar que ha hecho de ti una criatura vil, sucia y despreciable.

—¡Te equivocas! ¡Tus espías te han confundido!

—¿Confundido? ¿Acaso no has ido a llamar a la puerta del señor Barfoot y, como no estaba en casa, has estado esperando para volver allí por segunda vez?

Other books

Tell Me Who I Am by Marcia Muller
Loving Eden by T. A. Foster
Silence of the Wolf by Terry Spear
All Hallow's Howl by Cait Forester
The Invincibles by McNichols, Michael
My Liverpool Home by Kenny Dalglish
Creepy and Maud by Dianne Touchell