Nada que temer (20 page)

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Authors: Julian Barnes

Tags: #Biografía, Relato

Koestler también alberga dudas sobre la autenticidad de la autoobservación en el lecho de muerte, por más lúcida y racional que aparente ser la mente. «No creo que un ser humano haya muerto conscientemente desde que el mundo es mundo. Cuando Sócrates, sentado entre sus discípulos, extendió la mano para tomar la copa de cicuta, debió de estar al menos medio convencido de que era un mero farol... Sabía, por supuesto, que teóricamente apurar la copa sería fatídico, pero tuvo que tener la sensación de que todo aquello era completamente distinto de como lo imaginaban sus fervorosos y serios discípulos; de que detrás de aquel asunto había una astuta artimaña que sólo él conocía.»

Koestler termina su Diálogo con la muerte con una escena tan cinematográfica, tan bonita y tan inverosímil que no es posible que la haya inventado. Le han liberado de la cárcel a cambio de la mujer de un as de la aviación franquista al que le han encomendado la misión de trasladar a Koestler hasta el lugar del encuentro. Cuando el avión sobrevuela una vasta meseta blanca, el piloto de camisa negra suelta la mano de la palanca de mando y entabla con su enemigo político una conversación a gritos sobre la vida y la muerte, la derecha y la izquierda, el valor y la cobardía. «Antes de estar vivos», grita el escritor al aviador en un momento dado, «todos estábamos muertos.» El piloto asiente y pregunta: «Pero entonces, ¿por qué tenemos miedo a la muerte?» «Yo nunca he tenido miedo a la muerte», contesta Koestler, «sino sólo a morir.» «En mi caso es exactamente lo contrario», le responde gritando el hombre de la camisa negra.

Sólo que es de suponer que se estaban gritando en español. ¿Qué preferirías, tener miedo a la muerte o tener miedo a morir? ¿Estás con los comunistas o con los fascistas, con el escritor o el aviador? Casi todo el mundo teme una de las dos cosas, con exclusión de la otra; es como si en el cerebro no hubiese sitio para las dos. Si temes a la muerte, no temes morir; si temes morir, no temes a la muerte. Pero no existe una razón lógica para que una bloquee a la otra; no hay motivo para que la mente, con un poco de práctica, no pueda ensancharse hasta abarcar a las dos. Como alguien a quien no le importara morir, siempre que después no acabara muerto, puedo, desde luego, elucubrar sobre cuáles serían mis miedos a morir. Temo ser como mi padre, sentado en una silla junto a su cama de hospital, que me reprende con una ira nada habitual en él —«Dijiste que vendrías ayer»—, antes de comprender por mi expresión apurada que era él el que se había equivocado de fecha. Temo ser como mi madre cuando se figuraba que aún jugaba al tenis. Temo ser como el amigo que, ansioso de morir, reiteraba la confidencia de que se las había apagado para adquirir e ingerir suficientes pastillas para quitarse la vida, pero que ahora era presa de una agitación inquieta porque temía que sus acciones pudiesen poner en un aprieto a una enfermera. Temo ser como el literato innatamente educado que conocí y que, a medida que se volvía senil, empezó a escupir a su mujer las más extremas fantasías sexuales, como si fueran lo que secretamente siempre había querido hacerle. Temo ser como el octogenario Somerset Maugham, que se quitaba los pantalones detrás del sofá y cagaba en la alfombra (aunque el episodio pudiera ser para mí un feliz recordatorio de mi infancia). Temo ser como aquel amigo anciano, un hombre tan refinado como escrupuloso, cuyos ojos expresaban un pánico animal cuando la enfermera de la residencia anunciaba delante de visitantes que era hora de cambiarle el pañal. Temo la risa nerviosa que emito cuando no capto del todo una alusión o he olvidado un recuerdo compartido o una cara conocida, y empiezo a recelar de lo que creo saber y acabo desconfiando de todo. Temo el catéter y el elevador de escalera, el cuerpo que supura y el cerebro que se deteriora. Temo la suerte de Chabrier y Ravel, no saber quién has sido y lo que has hecho. Quizá Stravinski, en la suma vejez, recordara el final de ambos músicos cuando llamaba desde la habitación a su mujer o a un miembro de la familia. «¿Qué necesitas?», le preguntaban. «Que me confirmen mi propia existencia», contestaba. Y la confirmación podía llegar en forma de un apretón de manos, un beso o la audición de un disco favorito.

Arthur Koestler, ya viejo, se enorgullecía de una adivinanza que había inventado: «¿Es mejor para un escritor que te olviden antes de morir o morir antes de que te olviden?» (Jules Renard conocía la respuesta: «Pelo de zanahoria y yo vivimos juntos, y espero morir antes que él.») Pero es una preferencia lo bastante porosa para que se cuele una tercera posibilidad: antes de morir, el escritor puede haber perdido la memoria de haber sido un escritor.

Cuando a Dodie Smith le preguntaron si se acordaba de que había sido una dramaturga famosa y contestó: «Sí, creo que sí», lo dijo exactamente de la misma manera —con una especie de concentración ceñuda, moralmente consciente de que le pedían que dijera la verdad— con que yo la había visto durante años responder a preguntas. En otras palabras, al menos ella siguió siendo la misma. Más allá de estos temores cada vez más cercanos de bajón mental y físico, es lo que esperamos y a lo que nos aferramos para nosotros mismos. Queremos que la gente diga: «Fue él mismo hasta el final, aunque no pudiera hablar, ver u oír.» Aunque la ciencia y el conocimiento de uno mismo nos han inducido a dudar de qué se compone nuestra individualidad, aún queremos seguir siendo ese personaje al que quizá hemos engañado para que crea que es nuestro, y exclusivamente nuestro.

La memoria es identidad. Lo he creído desde..., oh, desde que me acuerdo. Eres lo que has hecho; lo que has hecho pervive en tu memoria; lo que recuerdas define lo que eres; cuando olvidas tu vida dejas de ser, incluso antes de tu muerte. Una vez pasé muchos años intentando salvar a una amiga de una larga decadencia alcohólica. Vi de cerca cómo ella perdía la memoria próxima y luego la lejana y con ellas casi todo lo que había en medio. Era un ejemplo aterrador de lo que Lawrence Durrell en un poema llamaba «la lenta ignominia de la mente»: su caída en desgracia. Y aquella caída —en la cual absurdas proezas de fabulación, encaminadas a que la mente se tranquilizase a sí misma y a mi amiga, pero a nadie más, encubrían la pérdida de recuerdos específicos y generales— iba acompañada de la que sufrían quienes la conocían y la amaban. Intentábamos aferramos a nuestros recuerdos de ella —y de este modo, simplemente, a ella—, diciéndonos que «ella» seguía allí, nublada pero visible de vez en cuando, en momentos repentinos de verdad y claridad. A modo de protesta yo repetía, en una tentativa de convencerme a mí y a aquellos a los que hablaba: «Por debajo es la misma.» Más tarde comprendí que siempre me había estado engañando, y que lo de «debajo» se estaba —se había estado— destruyendo al mismo ritmo que la superficie visible. Ella se había ido, estaba desconectada de un mundo que sólo le convencía a ella; sólo que, a juzgar por su pánico, estaba claro que aquella convicción era sólo ocasional. La identidad es memoria, me decía yo; la memoria es identidad.

Morir siendo uno mismo: un caso instructivo. Eugene O'Kelly, de cincuenta y tres años, era el presidente y director del comité ejecutivo de una de las principales auditorías norteamericanas. Según su propia descripción, era el paradigma de una historia de éxito: un número uno con 20.000 empleados a sus órdenes, una agenda frenética, hijos a los que veía poco y una mujer abnegada a la que llamaba «mi sherpa personal». He aquí la crónica que hace O'Kelly de lo que denominaba «Mi día perfecto»:

Tengo un par de reuniones cara a cara con mis clientes, la tarea que más me gusta. Me reúno, como mínimo, con un miembro de mi equipo más próximo. Hablo por teléfono con socios de Nueva York y de oficinas de todo el país, para ver cómo podría ayudarles. Apago algunos fuegos. A veces converso con algún competidor sobre la manera de colaborar en la consecución de metas profesionales comunes. Despacho cantidad de puntos anotados en mi agenda electrónica. Y avanzo en al menos una de las tres áreas que resolví mejorar desde que me eligieron para el cargo directivo los socios de la empresa hace tres años: la expansión de la auditoría..., aumentar la calidad y reducir los riesgos; y, más vital para mí y para la salud a la larga de la empresa, convertirla en un lugar de trabajo aún mejor, en realmente un lugar de trabajo estupendo que permita a nuestros empleados vivir una vida más equilibrada.

En la primavera de 2005, O'Kelly fue uno de los cincuenta altos ejecutivos invitados a participar en una mesa de negocios en la Casa Blanca con el presidente Bush. «¿Había alguien con más suerte laboral que yo?»

Pero justo entonces se agotó la buena suerte de O'Kelly. Lo que él pensó que era un cansancio transitorio, tras un calendario de trabajo especialmente arduo, se transformó en una ligera caída del músculo de la mejilla, luego en la sospecha de una parálisis de Bell y luego —súbita, irreversiblemente— en un diagnóstico de cáncer cerebral inoperable. Aquello era un fuego que no podía apagarse. Los expertos más costosos no pudieron eludir la verdad creciente: tres meses de vida escasos.

O'Kelly reacciona ante la noticia como la «persona a la que mueve una meta» y, en última instancia, el competidor empresarial que es. «Del mismo modo que el ejecutivo de éxito necesita ser todo lo estratégico y estar todo lo preparado posible para "ganar" en todo, así yo me vi impulsado a ser todo lo metódico posible durante mis últimos cien días.» Proyecta aplicar el «conjunto de técnicas de un alto ejecutivo» a su calvario. Se percata de que debe «encontrar nuevas metas. Rápido». Intenta «descubrir el modo en que yo, como individuo, necesitaba reciclarme enseguida para adaptarme a las nuevas circunstancias de mi vida». Confecciona la «lista de cosas que hacer más definitiva e importante de mi vida». Prioridades, métodos, objetivos. Pone en orden sus negocios y asuntos económicos. Decide que va a «concluir» sus relaciones creando «momentos perfectos» y «días perfectos». Comienza la «transición hacia el estado siguiente». Planea su propio funeral. Siempre competitivo, quiere que su muerte sea «la mejor muerte posible», y una vez concluida su lista de cosas, declara: «Ahora estaba motivado para "tener una buena muerte".»

Para quienes piensan que todos los Cien Días conducen inevitablemente a Waterloo, el concepto de «una buena muerte» puede parecer grotesca y hasta cómica. Pero en todas las muertes habrá algo cómico para alguien. (¿Saben lo que hizo O'Kelly poco después de enterarse de que sólo le quedaban tres meses de vida? ¡Escribió un cuento! Como si el mundo necesitara uno más...) Y luego, con la ayuda de lo que es inevitable llamar un «negro», terminó el libro que uno decide escribir —el libro sobre la muerte— cuando se enfrenta con la fecha de la extinción definitiva.

O'Kelly enumera y clasifica las amistades que necesita «concluir». Antes incluso de llegar a su círculo más íntimo, hay, asombrosamente, mil nombres en su libreta. Pero con la celeridad y el ímpetu de alguien acostumbrado a cerrar tratos, cumple la tarea en tres semanas justas: a veces con una nota o una llamada telefónica, de vez en cuando con una breve reunión que podría contener un «momento perfecto». A la hora de «concluir» amistades estrechas, siempre hay una esporádica resistencia humana. Algunos amigos no se dejan engatusar con una simple despedida, un paseo por el parque evocando recuerdos compartidos. Pero como auténtico ejecutivo que es, O'Kelly hace caso omiso de estos sentimentales pegajosos. Dice con firmeza: «Me gustaría que esto fuera así. Lo he organizado específicamente para que podamos despedirnos. Y de este modo creamos un momento perfecto. Aceptémoslo y sigamos. No concertemos otro. No se puede mejorar un momento perfecto.»

No, creo que yo tampoco lo expresaría así. Claro está que dudo de que yo haya conocido a alguien como O'Kelly. La «conclusión» que proyecta para su hija adolescente incluye un viaje a Praga, Roma y Venecia. «Volaremos en un avión privado, lo que nos obligará a repostar en el extremo norte, y así Gina tendrá la oportunidad de conocer a los esquimales y comerciar con ellos.» Esto no es tanto morir siendo uno mismo como morir siendo una caricatura. Te despides de tu hija, pero ¿también le propicias una oportunidad de comerciar con los esquimales? ¿E informas a éstos de cuál será su función privilegiada en esta tesitura?

Momentos así pueden suscitar un estupor satírico e incrédulo. Pero O'Kelly seguramente se estaba muriendo tal como había vivido, y todos deberíamos ser tan afortunados como él. Que hiciera trampas o no es otra cuestión. El ejecutivo no había tenido anteriormente mucho trato con Dios, debido a lo apretado de su agenda, aunque lo utilizaba como una especie de servicio de averías de emergencia. Algunos años antes, la comerciante en ciernes con los esquimales había contraído una artritis juvenil, y su padre recordó que «Me vieron a menudo en la iglesia aquel año». Ahora que pronto va a cerrar su último trato, O'Kelly vuelve a referirse a las cosas de arriba, al cuartel general multinacional del cielo. Reza y aprende a meditar. Se siente apoyado por «el otro lado» e informa de que «no hay dolor entre este lado y el otro». Su mujer explica que «si vences el miedo, vences a la muerte», aunque, por supuesto, no te libras de acabar muerto. Cuando O'Kelly expira, lo hace, según su sherpa personal, «en un estado de tranquila aceptación y esperanza sincera».

Los psicoanalistas nos dicen que las personas a las que más les cuesta morir son las que tienen un mayor apego a su personalidad. Teniendo en cuenta que O'Kelly es un número uno, teniendo en cuenta su edad y lo rápidamente que muere, su conducta es realmente impresionante. Y quizá a Dios no le importe que se dirijan a El sólo en casos de emergencia. A los espectadores puede parecerles que cualquier divinidad sensata debería ofenderse por esta atención irregular e interesada. Pero quizá la deidad vea las cosas de otra manera. Tal vez, modestamente, no quiera ser una presencia cotidiana y obstructora en nuestra vida. Quizá le guste ser un especialista en averías, una compañía de seguros, una larga escala.

O'Kelly no quiso música de órgano en su funeral; especificó que quería flauta y arpa. Yo encargué Mozart para mi madre; ella encargó Bach para mi padre. Pasamos tiempo pensando en nuestra música de funeral; dedicamos menos a la que quisiéramos que acompañase nuestra muerte. Recuerdo al editor literario Terence Kilmartin, uno de los primeros que me alentaron, postrado en cama en el piso de abajo cuando estaba demasiado débil para subir la escalera, escuchando tardíos cuartetos de cuerda de Beethoven en una radio portátil. Los papas y emperadores moribundos llamaban a sus propios coros e instrumentistas para que les ayudaran a degustar la gloria futura. Pero la tecnología moderna nos ha convertido a todos en papas y emperadores; y aunque rechaces el cielo cristiano, puedes sentir que el Magníficat de Bach, el Réquiem de Mozart o el Stabat Mater de Pergolesi iluminan tu cerebro mientras tu cuerpo se apaga. Sydney Smith se imaginaba en el cielo comiendo foie-gras al sonido de trompetas, lo cual siempre me ha parecido una discordancia en lugar de una armonía. Aun así, podrías escuchar el concentrado clamor de metales de la Misa de Santa Cecilia de Gounod resonando en tus oídos mientras un tubo te inyecta alimento azucarado en el brazo.

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