Nada que temer (8 page)

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Authors: Julian Barnes

Tags: #Biografía, Relato

En el Diario, se ocupa del mundo natural con una precisión intensa, y lo describe con una admiración sin sentimentalismo. Se ocupa del universo humano con igual precisión, y lo describe con escepticismo e ironía. El 26 de diciembre de 1899, cuando estaba a punto de empezar el siglo que más la necesitaría, escribió: «La ironía no seca la hierba. Sólo quema los hierbajos.»

Tristan Bernard, amigo de Renard, dramaturgo y persona ingeniosa, una vez paró un coche fúnebre como si fuera un taxi. Cuando el vehículo se detuvo, preguntó como si nada: «¿Está libre?» Renard había estado en varias ocasiones al borde de la muerte antes de que le sorprendiera a los cuarenta y seis años. He aquí las veces en que habla de ella con el mayor cuidado:

1) En mayo de 1897, su hermano Maurice coge el revólver de su padre de la mesilla de noche so pretexto de limpiarlo. Surge un altercado familiar. A François Renard no le impresionan ni la acción de su hijo ni la excusa que alega: «Está mintiendo. Tiene miedo de que me mate. Pero si quisiera hacerlo, no usaría un instrumento así. Probablemente sólo serviría para dejarme tullido.» La mujer de Jules está escandalizada: «No hables así», protesta. Pero el alcalde de Chitry es implacable: «No, yo no me andaría con chiquitas. Cogería mi escopeta.» Jules sugiere, sardónicamente: «Sería mucho mejor que te pusieras un enema.»

François Renard, sin embargo, sabe o cree que está incurablemente enfermo. Cuatro semanas después, cierra con llave la puerta del dormitorio, saca la escopeta y utiliza un bastón para apretar el gatillo. Consigue disparar los dos cañones, para cerciorarse. Llaman a Jules; echa la puerta abajo; dentro hay humo y olor a pólvora. Al principio piensa que es una broma de su padre; luego no tiene más remedio que rendirse a la evidencia de la figura despatarrada, los ojos sin visión, y el «punto oscuro encima de la cintura, como un pequeño fuego extinguido». Toma las manos del padre; aún están calientes, flexibles.

François Renard, anticlerical y suicida, es la primera persona enterrada en el cementerio de Chitry sin el concurso del clero. Jules considera que su padre ha muerto como un héroe, demostrando virtudes romanas. Anota: «En conjunto, esta muerte ha aumentado mi sentimiento de orgullo.» Seis semanas después del entierro, concluye: «La muerte de mi padre me inspira la sensación de haber escrito un hermoso libro.»

2) En enero de 1900, Maurice Renard, de treinta y siete años, un hombre aparentemente saludable que trabaja de funcionario en el departamento de Obras Públicas, se desploma en su despacho de París. Siempre se ha quejado del sistema de calefacción a vapor del edificio. Una de las tuberías principales pasa justo por detrás de su escritorio, y muchas veces la temperatura asciende a 20 grados. «Me matarán con su calefacción central», vaticinaba el pueblerino; pero la mayor amenaza resultó ser la angina de pecho. Maurice se dispone a abandonar su despacho al final de la jornada cuando se desmaya sentado a su escritorio. Le llevan de su silla a un sofá, le cuesta respirar, no emite una sola palabra y muere al cabo de un par de minutos.

Llaman de nuevo a Jules, a la sazón en París. Ve a su hermano tendido de través en el sofá, con una rodilla flexionada; la postura exhausta le recuerda a su padre muerto. El escritor no puede no advertir el cojín improvisado sobre el que descansa la cabeza del difunto: una guía telefónica de París. Jules se sienta y llora. Su mujer le abraza y él intuye en ella el miedo de que Jules sea el siguiente. Le llama la atención un anuncio impreso en negro a lo largo del lomo de la guía telefónica; a distancia, intenta leerlo.

Jules y su mujer velan el cuerpo esa noche. De cuando en cuando, Jules levanta el pañuelo que cubre la cara de su hermano y mira la boca entreabierta, esperando que vuelva a respirar de nuevo. A medida que pasan las horas, la nariz parece volverse más carnosa, mientras que las orejas se tornan duras como conchas. Maurice se queda muy rígido y frío. «Su vida se ha transmitido ahora al mobiliario, y nos estremecemos cada vez que emite el más ligero crujido.»

Tres días más tarde, Maurice es sepultado en Chitry. El cura aguarda a que le llamen, pero en vano. Jules camina detrás del coche fúnebre, observa cómo se mueven las coronas, piensa que al caballo parece que le han dado esa mañana una capa especial de sucia pintura negra. Cuando bajan el féretro a la profunda fosa de la familia, se fija en un gusano gordo que parece regocijarse al borde de la tumba. «Si un gusano pudiera pavonearse, sería éste.»

Jules concluye: «Lo único que siento es una especie de rabia contra la muerte y sus estúpidas mañas.»

3) En agosto de 1909, un niño encaramado en un carro en mitad de Chitry ve a una mujer sentada en el brocal de cantería del pozo del pueblo y después, de repente, la ve caer hacia atrás. Es la madre de Renard, que en los últimos años ha ido perdiendo el juicio. Llaman a Jules por tercera vez. Llega corriendo, tira al suelo el sombrero y el bastón y escudriña el pozo: ve unas faldas flotando y «el suave remolino conocido por quienes han ahogado a un animal». Trata de bajar usando el cubo; cuando introduce el pie, ve que sus botas parecen ridículamente largas y que sus puntas se doblan hacia arriba como peces en un balde. Entonces llega alguien con una escalera; Jules sale del cubo, desciende los peldaños, sólo consigue mojarse los pies. Dos lugareños eficientes bajan y recuperan el cuerpo; en él no hay ni un rasguño.

Renard no puede determinar si ha sido un accidente u otro suicidio; califica de «incomprensible» la muerte de su madre. Razona: «Quizá el hecho de que Dios sea incomprensible es el más sólido argumento a favor de su existencia.» Su conclusión: «La muerte no es una artista.»

Durante mi estancia con los curas en Bretaña, descubrí la obra del gran cantautor belga Jacques Brel. En sus primeros años le llamaban el «Abbé Brel» por su tendencia a la prédica; y en 1958 grabó un tema titulado «
Dites, si cétait vrai
» («¿Y si fuera verdad?»). Es menos una canción que un poema-oración temblorosamente recitado contra el gruñido de fondo de un órgano. Brel nos pide que imaginemos cómo serían las cosas «si fuesen ciertas». Si Jesucristo hubiera nacido de verdad en aquel establo de Belén... Si fuera verdad lo que escribieron los evangelistas... Si aquel
coup de théatre
en las bodas de Canaán hubiera ocurrido realmente..., o aquel otro golpe, el rollo de Lázaro... Brel acaba diciendo que si todo esto fuera cierto diríamos «Sí», porque todo es bellísimo cuando uno cree que es verdad.

Ahora esta pieza me parece una de las peores que Brel grabó en su vida; y el cantante maduro habría de convertirse en tan burlonamente irreligioso como en su juventud había estado preocupado por Dios. Pero esta canción temprana, dolorosamente sincera, da en la diana. Si fuera verdad sería hermoso; y por ser hermoso sería aún más verdadero; y cuanto más verdadero tanto más hermoso, etc. SÍ, PERO NO ES VERDAD, IDIOTA, oigo terciar a mi hermano. Esas divagaciones son todavía peores que los deseos hipotéticos que atribuyes a nuestra difunta madre.

Sin duda; pero la religión cristiana no ha durado tanto simplemente porque todos los demás creían en ella, porque la impusieron los gobernantes y el clero, porque era un medio de control social, porque era la única versión disponible y porque si no creías en ella —o descreías de un modo demasiado altisonante— podrían truncarte rápidamente la vida. Duró también porque era una hermosa mentira, porque los personajes, la trama, los diversos
coups de théátre
, el supremo combate entre el bien y el mal constituían una gran novela. La historia de Jesús —una misión altruista, enfrentarse al opresor, la persecución, la traición, la ejecución y la resurrección— es el ejemplo perfecto de aquella fórmula que furiosa e incesantemente persigue Hollywood: una tragedia con un final feliz. Leer la Biblia como «literatura», tal como intentaba inculcarnos aquel viejo maestro picarón, no tiene punto de comparación con leerla como una verdad, la verdad refrendada por la belleza.

Fui a un concierto en Londres con mi amigo J. La obra de coral sacro que escuchamos se me ha borrado de la memoria, pero no la pregunta que me hizo después: «¿Cuántas veces durante el concierto has pensado en nuestro Señor resucitando?» «Ninguna», contesté. Me pregunté si el propio J. habría estado pensando en nuestro Señor; al fin y al cabo, es hijo de un clérigo, y tiene la costumbre —única entre mis conocidos— de decir «Dios te bendiga» cuando se despide. ¿Podría ser esto indicio de una fe residual? ¿O es sólo un vestigio lingüístico, como decir «Grüss Gott» en algunas regiones de Alemania?

Mi añoranza de Dios se manifiesta en la falta de un sentimiento subyacente de interés y fe cuando afronto el arte religioso. Es una de las hipótesis obsesivas de los no creyentes: ¿qué pasaría «si fuera verdad»...? Imagina que escuchas el Réquiem de Mozart en una gran catedral —o, en realidad, la misa de los pescadores de Poulenc en una capilla en la cima de un acantilado, húmeda por las salpicaduras de salitre— y que tomas el texto como un evangelio; imagina que lees como verídica la sagrada historieta de Giotto en la capilla de Padua; imagina que consideras un Donatello como la faz auténtica de Cristo sufriente o de Magdalena llorando. Sería —por decirlo suavemente— añadirles una pizca más de encanto, ¿no?

Puede parecer un deseo intrascendente o vulgar: de más gasolina en el depósito, de más alcohol en el vino; de una mejor (o en cierto modo más grande) experiencia estética. Pero es algo más. Edith Wharton comprendió el sentimiento —y la desventaja— de admirar iglesias y catedrales cuando ya no crees en lo que representan estas construcciones; y describió el proceso de intentar remontarte a través de los siglos para comprenderlo y sentirlo. Pero ni el más imaginativo puede acabar reviviendo exactamente lo que un cristiano habría sentido contemplando la vidriera recién instalada de la catedral de Bourges, o escuchando una cantata de Bach en la catedral de Santo Tomás de Leipzig, o releyendo un episodio bíblico reproducido en un grabado de Rembrandt. Es de suponer que a este cristiano le hubiese preocupado más la verdad que la estética; o, al menos, que su apreciación de la grandeza de un artista la habrían determinado la eficacia y la originalidad (o, en realidad, la familiaridad) con que estuvieran expuestos los principios de la religión.

¿Tiene importancia que saquemos la religión fuera del arte religioso, que la reduzcamos a la categoría estética de simples colores, estructuras, sonidos, y cuyo significado esencial es tan lejano como un recuerdo de la infancia? ¿O es una pregunta ociosa, puesto que no tenemos alternativa? Fingir creencias que no profesas durante el Réquiem de Mozart es como fingir que te parecen graciosos los chistes de cuernos de Shakespeare (aunque algunos espectadores siguen riéndose sin parar). Hace unos años yo estaba en la galería de arte municipal de Birmingham. En una esquina, dentro de una vitrina, hay un cuadro pequeño e intenso de Petrus Christus en el que Cristo muestra sus heridas: con el índice y el pulgar extendidos indica el lugar traspasado por la lanza; hasta nos invita a medir el corte. Su corona de espinas se ha convertido en una dorada aureola de gloria, como de azúcar hilada. Dos santos le escoltan, uno con un lirio y el otro con una espada, y retiran las cortinas verdes de terciopelo de un proscenio extrañamente doméstico. Cuando yo retrocedía después de mi inspección, advertí que un padre y un niño con chándal corrían hacia mí a un trote vivo de gente que odia el arte. El padre, provisto de mejores zapatillas y mayor resistencia, llevaba un metro o dos de ventaja cuando doblaron la esquina. El chico echó una ojeada a la vitrina y preguntó, con un fuerte acento de Birmingham: «Papá, ¿por qué ese hombre se agarra el pecho?» El padre, sin reducir la marcha, lanzó un vistazo rápido hacia atrás y una respuesta instantánea: «No sé.» Por mucho placer y verdad que extraigamos del arte no religioso creado especialmente para nosotros, por muy intensamente que atraiga nuestra sensibilidad estética, sería una lástima que nuestra reacción a lo que ha precedido se redujera finalmente a un «no sé». Pero es lo que está sucediendo, por supuesto. Leyendas cada vez más frecuentes en las paredes de los museos explican acontecimientos tales como la Anunciación o la Asunción de la Virgen, aunque rara vez la identidad de todos esos escuadrones de santos que simbolizan algo. Habría necesitado mi diccionario iconográfico si alguien me hubiese pedido que nombrara a los dos que aparecen en el cuadro de Petrus Christus.

¿Qué pasará cuando el cristianismo se sume a la lista de religiones muertas y se enseñe en las universidades como una parte del programa de estudios sobre el folklore; cuando la blasfemia no sea legal o ilegal, sino simplemente imposible? Pasará algo como lo siguiente: hace poco estuve en Atenas y por primera vez empecé a buscar estatuillas cicládicas de mármol. Databan de alrededor de los años 3000-2000 a. C., la mayoría son femeninas y hay dos tipos principales: formas de violín semiabstractas y representaciones más naturalistas de un cuerpo estilísticamente alargado. Lo típico es que estas últimas presenten: una nariz larga en una cabeza similar a un escudo y desprovista de otros rasgos; un cuello estirado, los brazos cruzados sobre el estómago, con el izquierdo invariablemente encima del derecho; un triángulo púbico bosquejado; una división cincelada entre las piernas; los pies de puntillas.

Son imágenes de una pureza, una gravedad y una belleza singulares, que te llegan como una nota tranquila y sostenida que oyes en una silenciosa sala de concierto. Desde que ves erguirse ante ti una de esas formas, la mayoría de las cuales miden menos de un palmo, tienes la impresión de comprenderlas estéticamente; y ellas parecen coincidir en esto y te apremian a saltarte cualquier información mural histórico-arquitectónica. Esto se debe en parte a que evocan muy claramente a sus descendientes modernistas: Picasso, Modigliani, Brancusi. Los evocan y los superan: es bueno ver cómo a estos admirables tiranos del modernismo les roba originalidad una comunidad de anónimos escultores de las Cicladas; bueno también que te recuerden que la historia del arte es tan circular como lineal. Cuando ha pasado este breve momento de autosatisfacción vagamente pugilística, te asientas y percibes la serenidad y la retención simbólica de las figuras. Te vienen a la mente distintas comparaciones: Piero o Vermeer. Tienes delante una simplicidad majestuosa, y una calma trascendente que parece contener todas las profundidades del Egeo y formular una reprimenda a nuestro frenético mundo moderno. Un mundo que cada vez ha admirado más estas piezas y por tanto deseado más de las que podrían existir. La falsificación, como la hipocresía, es el homenaje que el vicio rinde a la virtud, y en este caso el tributo rendido ha sido grande. Pero ¿qué has estado contemplando exactamente tú? O, mejor dicho, yo: más vale que asuma yo toda la culpa. ¿Y mis reacciones, por mucha autenticidad resollante que hayan tenido, guardaban relación con los objetos que veía? (¿O bien los objetos estéticos, con el tiempo, se convierten en o se reducen a las reacciones que suscitan en nosotros?) Esa integral cremosidad pálida que confiere tal aire de serenidad no habría existido originalmente: las cabezas, al menos, habrían estado pintadas con vigor. La talla minimalista —y protomodernista— es en parte, como mínimo, una consecuencia práctica de que el mármol resulta sumamente duro de tallar. La presencia vertical —el modo en que esas figurillas se alzan para recibirnos de puntillas, y en consecuencia parecen dominarnos sosegadamente— es una invención de conservadores de museos, puesto que la mayoría estaban concebidas para tenderlas horizontalmente. En cuanto a la serenidad reprensora que emanan, es más bien la inmovilidad y la rigidez de la tumba. Podemos contemplar estéticamente las estatuillas cicládicas —no podemos hacer otra cosa—, pero su función era la de objetos que acompañan a los muertos. Las valoramos exhibiéndolas en museos bajo una luz cuidadosamente dispuesta, sus creadores las valoraban enterrándolas en el suelo, invisibles para todos salvo para los espíritus de los difuntos. ¿Y qué creían exactamente —o incluso aproximadamente— las personas que crearon estos objetos? No lo sé.

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