Nada que temer (7 page)

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Authors: Julian Barnes

Tags: #Biografía, Relato

Pero Montaigne es un escritor sucinto, y si este argumento no convence, tiene muchos más. Por ejemplo: si has vivido bien, si has gozado de la vida plenamente, estarás contento de perderla; si la has desperdiciado y te ha parecido desgraciada, no lamentarás que pase. (Una proposición que me parece totalmente reversible: las personas incluidas en la primera categoría quizá quisieran que su vida feliz continuase indefinidamente; los de la segunda quizá confiasen en un cambio de suerte.) O bien: si has vivido auténticamente un día entero, en su sentido más pleno, entonces lo has visto todo. (¡No!) Pues entonces, si has vivido así un año entero, lo has visto todo. (No, tampoco.) De todos modos, tienes que dejar sitio a otros en la tierra, al igual que otros te lo han dejado a ti. (Sí, pero no se lo pedí.) ¿Y por qué quejarse de la muerte si todos mueren? Piensa en cuántas personas morirán el mismo día que tú. (Cierto, y algunas estarán tan cabreadas como yo.) Además, y finalmente, ¿qué estás pidiendo exactamente cuando te quejas de la muerte? ¿Quieres pasar la inmortalidad en esta tierra, en las determinadas condiciones actualmente aplicables? (Entiendo el argumento, pero ¿qué tal un poquito de inmortalidad? ¿La mitad? Vale, me conformo con una cuarta parte.)

Mi hermano señala que el primer chiste sobre la renovación celular se hizo en el siglo V a. C, y trataba de «un tipo que se niega a saldar una deuda arguyendo que él ya no es la persona que la había contraído». Señala además que he malinterpretado la coletilla
philosopher, c'est apprendre a mourir
. Lo que Cicerón quería decir no era que pensar asiduamente en la muerte te enseña a temerla menos, sino más bien que el filósofo, cuando filosofa, está ejercitándose para la muerte, en el sentido de que dedica tiempo a su mente y no hace caso del cuerpo que la muerte destruirá. Para los platónicos, después de la muerte te conviertes en un alma pura, liberada del impedimento corporal y por lo tanto más capaz de pensar libre y claramente. Así pues, el filósofo, en vida, tenía que prepararse para aquel estado posmortal, mediante técnicas como el ayuno y la autoflagelación. Los platónicos creían que después de la muerte las cosas empezaban a mejorar. Los epicúreos, por el contrario, creían que después de la muerte no había nada. Cicerón, parece ser (empleo «parece ser» en el sentido de «mi hermano también me dijo»), combinó las dos tradiciones en una alegre disyuntiva antigua: «Después de la muerte, o nos sentimos mejor o no sentimos nada.»

Me pregunto qué se supone que le ocurre a la muy vasta población de no filósofos en el más allá platónico. Al parecer, todas las criaturas con alma, entre ellas los animales y las aves —y quizá también las plantas— son juzgadas por su conducta en la vida que acaban de terminar. Las que no superan la prueba vuelven a la tierra para otra ronda corporal, quizá subiendo o bajando en la escala de especies (transformadas, pongamos, en un zorro o un ganso), o sólo sufren un ascenso o descenso dentro de la misma especie (por ejemplo, pasar de hembra a macho). Mi hermano explica que los filósofos no obtienen automáticamente la condición de incorpóreos: para eso tienes que ser también buena persona. Pero si la obtienen se colocan por delante de las multitudes de no filósofos, y no digamos de los nenúfares y los dientes de león. Asimismo, por supuesto, sacan más partido de las cosas en esta vida, gracias a su mayor cercanía a ese estado ideal definitivo. «Sí», continúa. «Hay algunas cuestiones que se podrían plantear (por ejemplo, ¿de qué sirve estar en cabeza de una carrera que dura eternamente?). Pero realmente no vale la pena pensar en este tema: es (en la jerga técnica filosófica) un absoluto montón de chorradas.»

Le pido que explique por qué tilda de «sensiblera» la frase «No creo en Dios, pero le echo de menos». Admite que no sabe muy bien cómo tomarse mi declaración: «Supongo que es una manera de decir "No creo que haya dioses, pero ojalá hubiera (o quizá: ojalá yo creyera)". Entiendo que alguien pueda decir algo así (pon "dodos" o "yetis" en lugar de "dioses"), aunque por mi parte me conformo con las cosas como son.» Se nota que enseña filosofía, ¿no? Le pregunto sobre una cuestión concreta y él descompone la proposición lógicamente y me ofrece sustantivos alternativos para demostrar su absurdidad, debilidad o sensiblería. Pero su respuesta me parece tan extraña como mi pregunta se lo parece a él. Yo no le había preguntado qué pensaba de alguien que echa de menos a los dodos o los yetis (o ni siquiera a los dioses, en plural con minúscula), sino a Dios.

Investigo si alguna vez ha tenido sentimientos o anhelos religiosos. NO y NO, me responde. «A no ser que tengas en cuenta que me emociono con el Mesías, o los sonetos sacros de Donne.» Me pregunto si habrá transmitido esta certeza a sus dos hijas, ahora en la treintena. Ningún sentimiento/fe/ansia sobrenatural, les pregunto. «No, no», responde la más joven. «A no ser que consideres un ansia sobrenatural no pisar las rayas que hay en la acera.» Convenimos en que no. «Tuve un anhelo breve de ser religiosa hacia los once años», reconoce su hermana. «Pero fue porque mis amigas lo eran, porque quería rezar como un medio de conseguir cosas, y porque las Girl Guides
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te presionaban para que te hicieras cristiana. Aquello pasó bastante deprisa, en cuanto vi que mis oraciones no eran escuchadas. Supongo que soy agnóstica o incluso atea.»

Me alegra que ella haya mantenido la tradición familiar de abandonar la religión por motivos triviales. Mi hermano porque sospechaba que Jorge VI no se había ido al cielo, yo con objeto de que no me distrajera de la masturbación; mi sobrina porque no le concedían de inmediato lo que pedía en sus oraciones. Pero sospecho que esta actitud de ilógica despreocupación es totalmente normal. Tomemos, por ejemplo, el caso del biólogo Lewis Wolpert: «Yo era un niño muy religioso, que rezaba mis oraciones todas las noches y pedía ayuda a Dios en diversas ocasiones. No parecía que sirviese de mucho y abandoné todo aquello hacia los dieciséis años, y desde entonces he sido ateo.» Ninguno de nosotros hizo una reflexión ulterior sobre que la tarea principal de Dios, en caso de que exista, quizá sea la de ayudar a un adolescente, conceder mercedes o ser un azote de la masturbación. No, acabemos con El de una vez por todas.

Una respuesta común en las encuestas sobre las creencias religiosas es algo como: «No voy a la iglesia, pero tengo mi propia idea personal de Dios.» Este tipo de respuesta me produce a su vez una reacción de filósofo. Sensiblera, exclamo. Puede que tengas una idea personal de Dios, pero ¿tiene Dios una idea personal de ti? Porque esto es lo que cuenta. Sea Dios un viejo de barba blanca sentado en el cielo, o una fuerza vital, o un promotor desinteresado, o un relojero, o una mujer o una nebulosa fuerza moral o Nada en absoluto, lo que cuenta es que El, Ella, Ello o Nada piense en ti más que tú en ellos. La idea de redefinir la deidad como algo que funciona para ti es grotesca. Tampoco importa que Dios sea justo, o benevolente o incluso observador —de lo cual, asombrosamente, parece haber pocas pruebas—, sino sólo que exista.

El único viejo de barba blanca que conocí cuando yo estaba creciendo fue mi bisabuelo, el padre del padre de mi madre: Alfred Scoltock, oriundo de Yorkshire y (inevitablemente) director de un colegio. Hay una foto de mi hermano y de mí a ambos lados de él, en un jardín trasero ahora irreconocible. Mi hermano tendrá quizá siete u ocho años, yo tengo cuatro o cinco y el bisabuelo es tan viejo como las colinas. Su barba no es larga y suelta como en las tiras cómicas de Dios, sino muy recortada e hirsuta. (No sé si aquella barba raspó realmente mi mejilla infantil o si es simplemente el recuerdo de una aprensión.) Mi hermano y yo estamos elegantes y sonrientes —yo más risueño que él—, con camisas de manga corta maravillosamente planchadas por mi madre; mi pantalón corto todavía conserva unos pliegues decentes, aunque los de mi hermano presentan arrugas escandalosas. El bisabuelo no sonríe, y yo le veo un poco dolorido, como si supiera que le están retratando para una posteridad al borde de la cual se encuentra. Un amigo, al ver esta foto, le apodó mi «antepasado chino», y hay algo en él ligeramente confuciano.

Ignoro hasta qué punto era juicioso. Según mi madre, que tenía preferencia por los varones de su familia, era un autodidacta muy inteligente. Ritualmente ofrecía dos ejemplos de este hecho: que había aprendido a jugar al ajedrez por su cuenta y que tenía un nivel muy alto; y que cuando mi madre, que estudiaba lenguas modernas en la Universidad de Birmingham, hizo una visita de intercambio a Nancy, el bisabuelo le había enseñado francés con un libro, a fin de que pudiera conversar con su corresponsal francesa cuando las dos jóvenes volvieran a sus casas respectivas.

Mi hermano le vio varias veces, pero sus recuerdos son menos halagüeños y quizá expliquen por qué su sonrisa en la fotografía es más contenida que la mía. El Confucio de la familia «apestaba horriblemente» y estaba acompañado por su «hija (la tía Edie), que era soltera, un poco tonta y estaba cubierta de eczemas». Mi hermano no recuerda nada de que jugara al ajedrez o hablase francés. En su recuerdo, sólo hay una habilidad para hacer el crucigrama del
Daily Mail
sin rellenar una sola casilla. «Se adormilaba después de comer, y de vez en cuando farfullaba desmaña o cebú.»

«No sé si Dios existe, pero sería mejor para su reputación que no existiera.» «Dios no cree en nuestro Dios.» «Sí, Dios existe, pero no sabe más sobre El que nosotros.» Son las diversas conjeturas de Jules Renard, uno de mis parientes no carnal, francés y difunto. Nacido en 1864, se crió en el Niévre, una zona rústica y poco visitada del norte de Borgoña. Su padre, François, fue un constructor que llegó a ser alcalde de su pueblo, Chitry-les-Mines. Era taciturno, anticlerical y rígidamente veraz. Su madre, Anne-Rose, era parlanchina, fanática y mentirosa. La muerte de su primogénito amargó tanto a François que apenas se ocupó de los tres siguientes, Amélie, Maurice y Jules. Tras el nacimiento del más pequeño, François dejó de hablar con su mujer y no volvió a dirigirle la palabra durante los treinta años restantes de su vida. En este silencio, Jules —cuyas simpatías recaían en su padre— fue utilizado a menudo como intermediario y portavoz: un papel nada envidiable para un niño, pero instructivo para un futuro escritor. Gran parte de esta infancia se refleja en la obra más conocida de Renard, Pelo de zanahoria. A muchos de Chitry no les gusta este
roman-á-clef
: Jules, el pueblerino pelirrojo, se había ido a París, se había refinado y había escrito un libro sobre un chico de pueblo pelirrojo que denunciaba a su propia madre. Lo más importante es que Renard estaba denunciando y ayudando a poner fin a toda la imagen sentimental, hugoliana, de la infancia. La injusticia rutinaria y la crueldad instintiva son lo normal aquí; los momentos de dulzura bucólica, la excepción. Renard nunca permite a su álter ego infantil una autocompasión retrospectiva, esa emoción (que suele surgir en la adolescencia, aunque puede durar todo la vida) que ofrece muchas manipulaciones de una infancia falseada. Para Renard, un niño era «un animalillo necesario, menos humano que un gato». Este comentario procede de su obra maestra, el diario que escribió desde 1887 hasta su muerte, en 1910.

A pesar de su fama en la capital, estaba arraigado en el Niévre. En Chitry, y en el pueblo vecino de Chaumot, donde residió de adulto, Renard conoció a campesinos que seguían viviendo como lo habían hecho durante siglos: «El campesino es la única especie de ser humano al que no le gusta el campo y nunca lo contempla.» Allí estudiaba pájaros, animales, insectos, árboles, y presenció la llegada del tren y del automóvil, dos inventos que lo cambiarían todo. En 1904 fue a su vez elegido alcalde de Chitry. Le agradaban sus funciones cívicas: entregar premios escolares, oficiar matrimonios. «Mi discurso ha hecho llorar a las mujeres. La novia me ha ofrecido las mejillas para que las bese, e incluso la boca; me ha costado 20 francos.» Políticamente era socialista, dreyfusista, anticlerical. Escribió: «Como alcalde, soy responsable del mantenimiento de las carreteras rurales. Como poeta, preferiría que las descuidaran.»

En París conoció a Rodin y a Sarah Bernhardt, a Edmond Rostand y a Gide. Bonnard y Toulouse-Lautrec ilustraron sus Historias naturales, y Ravel, por su parte, puso música a algunas. En una ocasión fue padrino de un duelo en el que el padrino del adversario era Gauguin. Pero podía ser una presencia sombría en semejante compañía, pesimista e implacable. Un día le dijo a Daudet, que había sido amable con él: «No sé si le quiero o le aborrezco,
mon cher maitre
.» «
Odi et amo
» y contestó Daudet, impertérrito. La sociedad parisina a veces le consideraba incomprensible. Un refinado le describió como un «criptograma rústico»: como una de esas marcas secretas que los vagabundos escribían con tiza en edificaciones secundarias y que sólo otros vagabundos descifraban.

Renard empezó a escribir prosa en una época en que parecía que la novela podría estar acabada, en que el gran proyecto descriptivo y analítico de Flaubert, Maupassant, Goncourt y Zola había consumido el mundo y no había dejado nada por hacer a la narrativa. Renard llegó a la conclusión de que el único camino posible consistía en la compresión, la anotación, el puntillismo. Sartre, en un grandioso y bastante mezquino homenaje al Diario, aclamó el dilema de Renard más que la solución que brindaba: «Es el origen de muchas más tentativas modernas de captar la esencia de la cosa simple»; y «Si empieza en él la literatura moderna es porque tuvo la vaga sensación de un territorio donde se prohibió a sí mismo entrar». Gide, cuyo diario es contemporáneo del de Renard durante muchos años, se quejó (quizá con rivalidad) de que el de Renard no era «un río, sino una destilería», aunque posteriormente admitió que lo leía «embelesado».

¿Quieres una destilería o un río? ¿La vida en forma de unas cuantas gotas de licor fuerte, o de un litro de sidra normanda? El lector decide. El escritor tiene poco control sobre el temperamento personal, ninguno sobre el momento histórico, y sólo en parte gobierna su propia estética. La destilación fue tanto la respuesta de Renard a la literatura que se había hecho antes como una expresión de su carácter poco expansivo. En 1898 anotó: «De casi todas las obras literarias puede decirse que son demasiado largas.» Este comentario se encuentra en la página 400 de un Diario de mil páginas, una obra que habría tenido mil quinientas de no haber quemado la viuda de Renard las páginas que no quería que leyesen extraños.

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