Nada que temer (6 page)

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Authors: Julian Barnes

Tags: #Biografía, Relato

Por cierto, esto no es «mi autobiografía». Tampoco es la «búsqueda de mis padres». Sé que ser hijo de alguien implica una sensación de familiaridad asqueada y grandes zonas prohibidas de ignorancia: al menos a juzgar por mi familia. Y si bien incluso ahora no me importaría una transcripción del contenido de aquel puf, no creo que mis padres tuvieran secretos raros. Lo que estoy haciendo, en parte —y que puede parecer innecesario—, es intentar comprobar hasta qué punto están muertos. Mi padre murió en 1992, mi madre en 1997. Genéticamente, sobreviven en dos hijos, dos nietas y dos bisnietas: un orden demográfico casi indecente. Narrativamente, sobreviven en la memoria, en la que algunos confían más que otros. Mi hermano expresó por primera vez su desconfianza de esta facultad cuando le pregunté por la comida que comíamos en casa. Después de confirmar que gachas, beicon y demás, prosiguió:

Al menos yo recuerdo así las cosas. Pero seguro que tú las recuerdas de una forma distinta, y yo aprecio mucho la memoria como una guía al pasado. Conocí a mi colega y camarada Jacques Brunschwig en 1977. Fue en una conferencia en Chantilly. Me equivoqué de parada y me apeé del tren en Créteil, y allí cogí un taxi (carísimo) y llegué tarde al lugar de la conferencia, donde Jacques me recibió. Todo esto lo tengo fresquísimo en la memoria. En una entrevista publicada en su Festschrifi
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, Jacques habla un poco de algunos amigos suyos. Describe cómo me conoció, en 1977, en una conferencia en Chantilly: me recibió en la estación y me reconoció cuando me apeé del tren. Todo esto está fresquísimo en su memoria.

Bueno, cabría pensar, así son los filósofos profesionales: tan ocupados en teorizar sobre abstracciones que no se fijan en la estación en que están, y no digamos en el mundo no abstracto en que vivimos todos los demás. El escritor francés Jules Renard observó una vez que «Quizá la gente con una memoria excelente no pueda tener ideas generales». De ser así, mi hermano podría tener una memoria no fidedigna y unas ideas particulares.

También me respalda la documentación familiar que guardo en el cajón de poco fondo. Ahí, por ejemplo, están las notas que saqué a los quince años en el examen de estudios secundarios. Desde luego, la memoria no me habría informado de que las mejores fueron en matemáticas, y las peores, bochornosamente, en inglés. Setenta y siete por ciento en el examen de lengua, y un humillante veinticinco por ciento en redacción inglesa.

Las siguientes notas peores, como era de esperar, fueron en ciencias. La parte de biología del examen comprendía tareas como dibujar la sección transversal de un tomate y describir el proceso de fertilización tal como lo gozaban los estambres y pistilos. Hasta ahí llegábamos también en casa: el
pudeur
de mis padres redoblaba el silencio del programa. En consecuencia, crecí con escaso conocimiento de cómo funcionaba el cuerpo; el que tenía de las cuestiones sexuales reflejaba el intenso desequilibrio de un autodidacta sin hermanas en un colegio en que sólo había chicos; y aunque debo a mi cerebro el calibrado progreso académico que realicé a lo largo del colegio y la universidad, no tenía ni la más mínima idea de cómo funcionaba este órgano. Llegué a la edad adulta con la suposición irreflexiva de que para vivir no necesitabas comprender la biología humana, al igual que tampoco hacía falta saber de mecánica para conducir un coche. Cuando estas cosas se averiaban, siempre había hospitales y garajes para repararlas.

Recuerdo que me sorprendió aprender que las células de mi cuerpo no duraban toda la vida, sino que se renovaban a intervalos (aun así, se puede reconstruir un coche con piezas de repuesto, ¿no?). No sabía con certeza la frecuencia con que se operaban estos recambios, pero la conciencia de la renovación celular se prestaba sobre todo a chistes del tipo «Ella ya no era la mujer de la que él se había enamorado». Apenas consideré que esto fuese un motivo de pánico: en definitiva, mis padres y mis abuelos debían de haber pasado por una, si no dos, renovaciones de este tipo, y no parecían haber sufrido una fractura sísmica; en efecto, todos ellos siguieron siendo inquebrantablemente como eran. No recuerdo haber pensado que el cerebro formaba parte del cuerpo, y que por lo tanto había que aplicarle los mismos principios. Podría haber estado un poco más predispuesto al pánico de haber sabido que la estructura molecular básica del cerebro, lejos de renovarse esmeradamente y cuando es necesario, es de hecho increíblemente inestable; que las grasas y las proteínas se deshacen en cuanto se han formado; que cada molécula alrededor de una sinapsis se reemplaza en cuestión de unas horas, y algunas moléculas en unos minutos. En realidad, que el cerebro que tenías el año pasado ha sido reconstruido muchas veces desde entonces.

La memoria en la infancia —al menos, tal como la recuerdo— rara vez es un problema. No sólo debido al lapso temporal, que es más breve entre el suceso y su evocación, sino a la naturaleza de esos recuerdos: al joven cerebro le parecen simulacros exactos de lo que ha sucedido, más que versiones procesadas y en colores. La edad adulta depara aproximación, fluidez y duda; y mantenemos la duda a raya volviendo a contar esa historia conocida, con pausas y puntos de un efecto calculado, fingiendo que la solidez de la narración es una prueba de su veracidad. Pero el niño o el adolescente raramente duda de la verdad y la precisión de las porciones brillantes y lúcidas del pasado que posee y celebra. Por tanto, a esa edad parece lógico pensar que nuestros recuerdos están guardados en una consigna y que los podemos recuperar mostrando el billete requerido; o (si esto parece una comparación antigua, que sugiere trenes de vapor y compartimentos exclusivos para mujeres) como mercancías almacenadas en uno de esos guardamuebles que hoy día son habituales en las carreteras más importantes. Tenemos conciencia de la aparente paradoja de la vejez, cuando empezaremos a recordar segmentos perdidos de nuestros años tempranos, más vividos ahora que en nuestra edad mediana. Pero esto sólo parece confirmar que todo está realmente ahí arriba, en algún ordenado almacén cerebral, podamos o no acceder a él.

Mi hermano no se acuerda de que hace más de medio siglo llegó segundo en una carrera de carretillas con Dion Shirer, y por consiguiente no puede confirmar quién de los dos era la carretilla y quién el que tiraba de ella. Ni tampoco recuerda los incomestibles bocadillos de jamón en el viaje a Suiza. Recuerda, en cambio, cosas que no mencionó en su postal: que fue la primera vez que vio una alcachofa y la primera en que fue «sexualmente abordado por otro tío». También admite que en el curso de los años ha transferido toda la acción a Francia: una confusión, quizá, entre el menos conocido Champéry de Suiza (origen de los cencerros) y el más familiar Chambéry de Francia (origen del aperitivo). Hablamos de nuestros recuerdos, pero quizá deberíamos hablar de nuestros olvidos, aunque sea una hazaña más difícil, o lógicamente imposible.

Tal vez debería advertir al lector (especialmente si se trata de un filósofo, un teólogo o un biólogo) de que partes de este libro le parecerán cosas de aficionado, material de bricolaje. Pero es que todos somos aficionados en y sobre el tema de nuestras vidas. Cuando invadimos el terreno de las profesiones ajenas, confiamos en que el gráfico de nuestra comprensión aproximada refleje más o menos el gráfico del conocimiento que esas personas poseen; pero no podemos darlo por hecho. También debería advertir al lector de que habrá un montón de escritores en este libro: la mayoría han muerto, y bastantes son franceses. Uno es Jules Renard, que dijo: «Es al afrontar la muerte cuando leemos más libros.» Habrá asimismo algunos compositores. Uno es Stravinski, que dijo: «La música es nuestra mejor manera de digerir el tiempo.» Tales artistas —artistas muertos— son mi compañía diaria, pero también mis antepasados. Son mi auténtico linaje (espero que mi hermano piense lo mismo de Platón y Aristóteles). Puede que la descendencia no sea directa ni demostrable —hijo ilegítimo, y todo eso—, pero de todos modos la reclamo.

Mi hermano se olvida del bocadillo de jamón, recuerda la alcachofa y la solicitación sexual y ha suprimido Suiza. ¿Presienten que se avecina una teoría? Quizá la repugnancia de la alcachofa semejante a un cardo se asoció al recuerdo del acercamiento sexual. De ser así, este vínculo podría haberle hecho aborrecer las alcachofas (y Suiza). Salvo que mi hermano come alcachofas y trabajó en Ginebra varios años. Aja: ¿o sea que quizá acogió bien aquel acercamiento? Preguntas ociosas, interesantes, respondidas por medio de un e-mail. «Que yo recuerde, no lo recibí con agrado ni con repulsión; simplemente me resultó extraño. Después de aquello, en la Metropolitan [línea de metro], yo adoptaba la estrategia de los deberes de geometría.»

Desde luego parece más flemático y práctico que yo cuando, en los apretujones del metro por la mañana, un animal vestido con traje encajó el muslo entre mis piernas como si realmente no hubiera otro sitio donde colocarlo. O cuando Edwards (como no se llamaba), un chico más mayor, con la tez llena de pústulas, intentó algo que fue más una agresión que una seducción en un compartimento del Southern Región al regreso de un partido de rugby. Me resultó desagradable y, si no repugnante, desde luego alarmante, y siempre he podido recordar las palabras exactas que empleé al rechazar su insinuación. «No te pongas sexy, Edwards», dije (aunque no se llamaba Edwards). Las palabras surtieron efecto, pero las recuerdo no tanto por su eficacia como por el hecho de que aun así no parecían del todo las correctas. Lo que él había hecho —un rápido impacto con los dedos en mis huevos tapados por el pantalón— no era ni de lejos lo que yo entendía por sexy (que implicaba pechos, para empezar), y pensé que mi respuesta había aludido a algo que no venía a cuento.

Leí a Montaigne por primera vez en Oxford. En él comienza nuestro pensamiento moderno sobre la muerte; es el vínculo entre los sabios modelos de la antigüedad y nuestro intento de encontrar una moderna, madura y no religiosa aceptación de la muerte inevitable.
Philosopher, cest apprendre a mourir
. Filosofar es aprender a morir. Montaigne está citando a Cicerón, quien a su vez cita a Sócrates. Sus doctas y famosas páginas sobre la muerte son estoicas, librescas, anecdóticas, epigramáticas y consoladoras (en su intención, al menos); también son urgentes. Como señaló mi madre, la gente no vivía ni la mitad en los viejos tiempos. Llegar a los cuarenta no estaba nada mal, habida cuenta de la peste y de la guerra, y con médicos que lo mismo mataban que curaban. Morir de un «agotamiento de las fuerzas causado por la suma vejez» era en la época de Montaigne una «muerte rara, singular y extraordinaria». Hoy día la consideramos un derecho.

Philippe Aries observó que cuando la muerte empieza a ser temida de verdad, se deja de hablar de ella. La mayor longevidad ha acrecentado esto: puesto que la cuestión parece menos inmediatamente apremiante, suscitarla se ha convertido en una mala educación morbosa. La vehemencia con que postergamos pensar en la muerte me recuerda a un anuncio muy duradero de Pearl Insurance que a mi hermano y a mí nos gustaba repetirnos. Las pensiones, como la dentadura postiza y los podólogos, eran algo tan lejano que resultaba en gran medida cómico. Confirmaban esto en cierto modo los ingenuos dibujos lineales de un hombre con una cara cada vez más preocupada. A los veinticinco años, la cara es alegremente satisfecha: «Me dicen que el empleo no genera derecho a pensión.» A los treinta y cinco, una pequeña duda ha empezado a insinuarse: «Por desgracia, mi trabajo no da derecho a pensión.» Y así sucesivamente —con la palabra «pensión» insertada cada vez entre un rectángulo gris admonitorio— hasta los sesenta y cinco: «Sin pensión, la verdad es que no sé qué voy a hacer.» Sí, diría Montaigne, ciertamente deberías haber empezado un poco antes a pensar en la muerte.

En su época, tenías esta cuestión siempre delante: a no ser que adoptaras el remedio de la gente ordinaria que, según Montaigne, fingía que no existía. Pero los filósofos, y los intelectualmente curiosos, consultaban la historia y a los antiguos para encontrar la mejor forma de morir. Hoy día nuestras ambiciones se han vuelto más raquíticas. «El valor», escribió Larkin en «
Aubade
», su gran poema fúnebre, «significa no asustar a los demás.» No, por entonces no era eso. Significaba mucho más: mostrar a los demás el modo de morir honorable, sabia y lealmente.

Uno de los ejemplos claves de Montaigne es la historia de Pomponio Ático, un corresponsal de Cicerón. Cuando Ático cayó enfermo, y los intentos médicos de alargarle la vida sólo servían para prolongarle el dolor, decidió que la mejor solución era dejarse morir de hambre. En aquel tiempo no hacía falta pedírselo a un tribunal, alegando el deterioro terminal en tu «calidad de vida»: Ático, que era un antiguo liberto, se limitó a informar de su intención a familiares y amigos, y a continuación rechazó la comida y se dispuso a esperar el fin. Su plan se vio frustrado. Milagrosamente, la abstinencia resultó ser la mejor cura de su mal (no identificado); y pronto el enfermo empezó a mejorar a ojos vistas. Hubo mucho regocijo y fiestas; quizá los médicos incluso retiraron sus honorarios. Pero Ático interrumpió la alegría. Puesto que todos debemos morir algún día, anunció, y puesto que ya he dado tan buenos pasos en esa dirección, no deseo volverme atrás ahora, sólo para tener que empezar de nuevo. Y así, para admirada consternación de todos los que le rodeaban, Ático siguió negándose a comer hasta que sobrevino su muerte ejemplar.

Montaigne creía que como no podemos vencer a la muerte, la mejor manera de contraatacar es tenerla constantemente presente: pensar en la muerte cada vez que tu caballo tropieza o cae una teja de un tejado. Deberíamos tener el sabor de la muerte en la boca y su nombre en la lengua. Prever la muerte de este modo es liberarte de su servidumbre: más aún, si enseñas a morir a alguien, le enseñas también a vivir. Tal conciencia continua de la muerte no vuelve melancólico a Montaigne, más bien le hace propenso a soñar fantasías, a ensueños. Confía en que la muerte, su compañera, su familiar, hará su llamada definitiva cuando él esté haciendo algo habitual: como plantar sus coles.

Montaigne cuenta la instructiva historia del soldado viejo y decrépito que aborda a un cesar romano. El hombre había servido en otro tiempo a sus órdenes y ahora pide permiso para liberarse de su penosa vida. El cesar mira al soldado de arriba abajo y le pregunta, con el áspero ingenio que parece inspirar la jefatura: «¿Qué te hace pensar que es vida lo que tienes en este momento?» Para Montaigne, la muerte de la juventud, que a menudo pasa inadvertida, es la muerte más dura; lo que normalmente entendemos por «muerte» no es más que la muerte de la vejez (unos cuarenta años en su época, setenta y más en la nuestra). El salto desde la supervivencia atenuada de la senilidad a la inexistencia es mucho más fácil que la transición de la juventud inconsciente a la edad rezongona y quejosa.

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