Nada que temer (4 page)

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Authors: Julian Barnes

Tags: #Biografía, Relato

La apuesta pascaliana resuena a lo largo de los siglos y siempre encuentra apostadores. He aquí una versión extrema de hombre de acción. En junio de 2006, en el zoo de Kiev, un hombre se descolgó con una cuerda en la isleta donde viven los leones y los tigres. Mientras descendía gritaba a la multitud boquiabierta. Un testigo declaró que decía: «Al que cree en Dios no le harán daño los leones»; otro, el más desafiante: «Dios me salvará, si existe.» El
provocateur
metafísico llegó al suelo, se descalzó y caminó hacia los animales, momento en el cual una leona irritada lo derribó y le destrozó la arteria carótida. ¿Prueba esto que: a) el hombre estaba loco?; b) ¿que Dios no existe?; c) ¿que Dios sí existe, pero que no se mostrará mediante ardides tan toscos?; d) ¿que Dios existe, y acaba de demostrar que es un irónico?; e) ¿ninguna de todas estas posibilidades?

Y he aquí la apuesta que casi no lo parece: «¡Vamos, cree! No pierdes nada.» Esta versión, parecida al té flojo, el cansino murmullo de un hombre con un dolor de cabeza metafísico, proviene de los cuadernos de Wittgenstein. Si fueras la Deidad, quizá no te impresionase mucho un respaldo tan tibio. Pero algunas veces, probablemente, que «no pierdes nada», aparte de que no es verdad, a algunos podría parecerles una pérdida irreducible, innegociable.

Sirva de ejemplo: unos veinte años antes de escribir esta nota, Wittgenstein trabajaba de profesor en varios pueblos remotos de la baja Austria. Los lugareños le consideraban austero y excéntrico, pero entregado a sus alumnos; además, a pesar de sus propias dudas religiosas, estaba dispuesto a empezar y acabar cada día lectivo con el padrenuestro. Cuando enseñaba en Trattenbach, llevó a sus alumnos a una excursión escolar a Viena. Como la estación más cercana se encontraba en Gloggnitz, a unos veinte kilómetros, la excursión comenzó con una caminata pedagógica a través del bosque que había entre las dos localidades, y pidió a los niños que identificaran las plantas y las piedras que habían estudiado en clase. En Viena pasaron dos días haciendo lo mismo con muestras de arquitectura y tecnología. Después tomaron el tren de regreso a Gloggnitz. Cuando llegaron anochecía. Emprendieron la caminata de veinte kilómetros. Wittgenstein, intuyendo que muchos de los alumnos estaban asustados, iba de uno a otro, diciendo en voz baja: «¿Tienes miedo? Pues entonces sólo tienes que pensar en Dios.» Estaban, literalmente, en un bosque oscuro. ¡Vamos, cree! No pierdes nada. Y así era, en teoría. Un Dios inexistente al menos te protegerá de los inexistentes elfos, duendecillos y demonios del bosque, aunque no de los lobos y osos (y leonas) existentes.

Un experto en Wittgenstein señala que aunque el filósofo no era «una persona religiosa», había en él, «en cierto sentido, la posibilidad de religión»; pero su idea de ella era menos la creencia en un creador que un sentimiento de pecado y un deseo de juicio. Pensaba que «la vida puede enseñarte a creer en Dios»: es una de sus últimas notas. También se imaginaba respondiendo a la pregunta de si sobreviviría o no a la muerte, y contestaba que no podía decirlo: no por las razones que tú o yo podríamos aducir, sino porque «no tengo una idea clara de lo que estoy diciendo cuando digo "No dejo de existir"». No creo que muchos de nosotros lo sepamos, salvo los fundamentalistas y los que se inmolan esperando recompensas muy concretas. No obstante, seguramente está más a nuestro alcance entender lo que esto significa que lo que podría dar a entender.

Si me declaré ateo a los veinte y agnóstico a los cincuenta, no es porque entretanto haya adquirido más conocimiento: sólo una mayor conciencia de mi ignorancia. ¿Cómo podemos estar seguros de que conocemos lo suficiente para conocer? Al igual que los materialistas
neodarwinianos
del siglo XXI, convencidos de que el sentido y el mecanismo de la vida sólo han estado plenamente claros desde el año 1859, nos consideramos categóricamente más sabios que aquellos crédulos postrados de rodillas que, hace un soplo de tiempo, creían en un propósito divino, un mundo ordenado, la resurrección y un Juicio Final. Pero aunque estemos mejor informados no hemos evolucionado más ni somos ciertamente más inteligentes que ellos. ¿Qué nos asegura que nuestro conocimiento es tan definitivo?

Mi madre habría dicho, y dijo, que era «mi edad»: como si, ahora que el fin se acercaba, la precaución metafísica y un miedo cerval estuviesen debilitando mi determinación. Pero se habría equivocado. La conciencia de la muerte me llegó temprano, a mis trece o catorce años. El crítico francés Charles du Bos, amigo y traductor de Edith Wharton, creó una expresión útil para este momento:
le réveil mortel
. ¿Cuál es la mejor traducción de esto? «El despertador mortal» suena un poco a un servicio hotelero. «¿Conocimiento de la muerte», «despertar a la muerte?»: demasiado germánico. «¿La conciencia de la muerte?»: pero esto sugiere más un estado que un particular descubrimiento cósmico. En algunos sentidos, la (primera) mala traducción de la expresión de Du Bos es la buena: es como estar en una habitación de hotel desconocida donde el despertador está puesto en la hora fijada por el ocupante anterior, y a una hora infame te saca de repente del sueño para sumirte en la oscuridad, el pánico y una atroz conciencia de que vives en un mundo alquilado.

Mi amigo R. me preguntó hace poco con cuánta frecuencia pienso en la muerte, y en qué circunstancias. Una vez al día, como mínimo, en las horas diurnas, contesté; y están los intermitentes ataques nocturnos. La mortalidad se cuela a menudo en mi conciencia cuando el mundo exterior presenta un paralelo obvio: cuando anochece, cuando los días se acortan o hacia el final de un largo día. Un poco más original, quizá, la llamada del despertador me suena al comienzo de un acontecimiento deportivo en la televisión: especialmente, por alguna razón, durante el torneo de rugby de las Cinco Naciones (ahora Seis). Le dije a R. todo esto, disculpándome por lo que podría parecer una exposición demasiado indulgente sobre el tema. El respondió: «Tus pensamientos sobre la muerte parecen SANOS. No paranoicos como los de G [nuestro amigo común]. Los míos son requetéparanoicos. Siempre lo han sido: del tipo HAZLO YA. Una escopeta en la boca. He mejorado mucho desde que la policía del valle del Támesis vino a confiscarme mi escopeta de calibre 12 porque me habían oído en Desert Island Discs. Ahora sólo tengo una de aire comprimido [de su hijo]. No vale. No hay explosión. Así que PASAREMOS LA VEJEZ JUNTOS.»

La gente se prestaba más a hablar de la muerte: no de la muerte y la vida posterior, sino de la muerte y la extinción. En la década de 1920, Sibelius iba al restaurante Kamp de Helsinki y se unía a la llamada «mesa limón»: el limón es el símbolo chino de la muerte. A él y a sus acompañantes —pintores, industriales, médicos y abogados— no sólo se les permitía, sino que se les exigía que hablaran de la muerte. En París, pocas décadas antes, el disperso grupo de escritores que asistían a las comidas del restaurante Magny —Flaubert, Turguéniev, Edmond de Goncourt, Daudet y Zola— comentaba el tema de un modo amistoso y ordenado. Todos eran ateos o agnósticos serios; temían a la muerte pero no la evitaban. «La gente como nosotros», escribió Flaubert, «debería profesar la religión del desespero. Hay que ponerse a la altura del propio destino, es decir, impasible como él. A fuerza de decirte "¡Es así! ¡Es así!", y de mirar al pozo negro que se abre a tus pies, conservas la calma.»

Nunca he deseado el sabor de una escopeta en la boca. Comparado con esto, mi miedo a la muerte es de baja intensidad, razonable, práctico. Y uno de los problemas de convocar una nueva mesa limón o comida en Magny sería que algunos de los comensales se volverían competitivos. ¿Por qué la mortalidad habría de ser un objeto de jactancia masculina menor que los coches, los ingresos, las mujeres, el tamaño de la polla? «Sudores nocturnos, gritos..., ¡ja!, eso son juegos de niños. Verás cuando tengas...» Y así nuestra angustia privada podría parecer no sólo banal sino de escaso voltaje. LA MUERTE ME DA MÁS MIEDO QUE A TI Y A Mí SE ME EMPINA MÁS VECES.

Por otra parte, sería la única ocasión en que te alegrarías de salir perdiendo en una sesión de bravatas masculinas. Uno de los pocos consuelos de la conciencia de la muerte es que siempre hay alguien —casi siempre— en peor situación que tú. No sólo R., sino también nuestro amigo común G. Es el que más pronto ganó la medalla de oro de la tanatofobia por haber experimentado
le réveil mortel
a la edad de cuatro años (¡Cuatro! ¡Serás cabrón!). El despertar le causó una impresión tan profunda que se pasó la infancia contemplando la inexistencia eterna y la infinitud terrible. En la madurez, sigue estando más obsesionado que yo por la muerte; además es más propenso a depresiones mucho más fuertes. Hay nueve criterios básicos para un episodio de depresión grave (desde el humor depresivo la mayor parte del día, pasando por el insomnio y los sentimientos de insignificancia, hasta los pensamientos recurrentes de la muerte y las ideas de suicidio recurrentes). Presentar cualquiera de los cinco durante un periodo de dos semanas es suficiente para un diagnóstico de depresión. Hará unos diez años, G. ingresó en el hospital después de haber obtenido un pleno de nueve criterios sobre nueve. Me lo contó sin ningún ánimo competitivo (hace mucho que he dejado de competir con él), aunque con cierta sensación de triunfo lúgubre.

Todo tanatófobo necesita el consuelo temporal de un caso peor. Yo tengo a G. y él tiene a Rachmaninov, un hombre aterrado tanto por la muerte como por la posibilidad de que se pudiera sobrevivir a ella; un compositor que introdujo el
Dies Irae
en su música más veces que ningún otro; un cinéfilo que salía disparado y delirando de la sala durante la escena inaugural del cementerio en Frankenstein. Rachmaninov sólo sorprendía a sus amigos cuando no quería hablar de la muerte. Una ocasión típica: en 1915 fue a visitar a la poetisa Marietta Shaginyan y a la madre de ésta. Primero pidió a la madre que le leyera la buenaventura en las cartas, a fin de averiguar (por supuesto) cuánto tiempo le quedaba de vida. Después se sentó a hablar de la muerte con la hija: el texto que había elegido aquel día era un cuento de Artzibashev. Había a mano un bol de pistachos salados. Rachmaninov se comió un puñado, habló de la muerte, desplazó la silla para arrimarse al cuenco, comió otro puñado, habló de la muerte. De repente, se interrumpió y se rió. «Los pistachos me han espantado el miedo. ¿Sabéis dónde se ha ido?» Ni la poetisa ni su madre supieron responder a esta pregunta, pero cuando Rachmaninov partió hacia Moscú, le dieron para el viaje un saco entero de pistachos, «para curarle el miedo a la muerte». Si G. y yo jugáramos a compositores rusos, yo igualaría (o subiría) su apuesta con Shostakóvich, un talento superior y que igualmente rumiaba el pensamiento de la muerte. «Deberíamos pensar más en ella», dijo, «y hacernos a la idea de su presencia. No podemos consentir que el miedo se nos eche encima por sorpresa. Tenemos que convertirlo en algo familiar, y una forma de hacerlo es escribir al respecto. No creo que escribir sobre la muerte y pensar en ella sea característico sólo de los viejos. Creo que si la gente empezara antes a pensar en la muerte cometería menos errores estúpidos.»

Dijo también: «El miedo a la muerte quizá sea la emoción más intensa que existe. A veces pienso que no hay un sentimiento más profundo.» Estas ideas no las expresaba en público. Shostakóvich sabía que la muerte —a menos que revistiese la forma de un martirio heroico— no era un tema adecuado para el arte soviético, que era «como limpiarte la nariz con la manga delante de testigos». No podía permitir que en sus partituras ardiera el fuego del
Dies Irae
; tenía que estar musicalmente escondido. Pero el compositor cauteloso fue juntando el valor de pasarse la manga por los orificios nasales, sobre todo en su música de cámara. Sus últimas obras a menudo contienen largas, lentas y meditabundas invocaciones a la mortalidad. El compositor aconsejó una vez lo siguiente al violinista del Cuarteto de Beethoven, sobre el primer movimiento del cuarteto número quince: «Tócalo de tal manera que las moscas caigan muertas en el aire.»

Cuando mi amigo R. habló de la muerte en
Desert Island Disc
, la policía le confiscó la escopeta. Cuando lo hice yo, recibí diversas cartas señalando que mis miedos se curarían mirándome interiormente, abriéndome a la fe, yendo a la iglesia, aprendiendo a rezar, etc. El cuenco de pistachos teológico. Mis corresponsales no eran precisamente paternalistas —algunos eran sensibleros, otros severos—, pero parecían dar a entender que esta solución podría parecerme nueva. Como si yo fuera miembro de una tribu de alguna selva tropical (como si de serlo no habría tenido mis propios rituales y sistema de fe), en vez de alguien que habla en un momento en que la religión cristiana se aproxima a su extinción en mi país, en parte porque familias como la mía no son creyentes desde hace más de un siglo.

Un siglo es lo máximo que consigo remontarme en lo referente a mi familia. Me he convertido, por defecto, en nuestro archivero. Un cajón de poco fondo, a unos pocos metros de donde estoy escribiendo, alberga toda la documentación: las partidas de nacimiento y los certificados de matrimonio y de defunción; los testamentos y sus copias autenticadas; las cualificaciones profesionales, referencias y recomendaciones; los pasaportes, cartillas de racionamiento, carnets de identidad (y cartes d'identité); los álbumes de recortes, los cuadernos y los recuerdos. Ahí están las letras de las canciones cómicas que mi padre escribió (para interpretarlas con esmoquin, apoyado en el piano, mientras un colega del colegio o del ejército le hacía un lánguido acompañamiento de nightclub), sus menús firmados, programas de teatro y tarjetas de puntuación de criquet a medio llenar. Ahí están el libro de anfitriona de mi madre, sus listas de felicitaciones navideñas y de acciones de bolsa. Están los telegramas y los aerogramas (pero no cartas) que se enviaron mis padres durante la guerra. Están las notas de sus hijos y los informes de desarrollo físico, los programas de los días de premios escolares, los certificados de natación y atletismo —veo que en 1955 fui el primero en salto de longitud y tercero en carreras, mientras que mi hermano una vez llegó el segundo en la carrera de carretillas con Dion Shirer—, junto con pruebas documentales de méritos olvidados hace mucho, como mi certificado de asistencia diaria durante un trimestre de la escuela primaria. Están también las medallas del abuelo en la Primera Guerra Mundial, prueba de que estuvo en Francia en 1916—1917, una época de la que nunca hablaba.

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