Nada que temer (5 page)

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Authors: Julian Barnes

Tags: #Biografía, Relato

Este somero cajón también es lo bastante grande para contener el archivo fotográfico de la familia. Paquetes con la etiqueta «nosotros», «Los chicos» y «Antigüedades», con la letra de mi padre. Ahí está con su toga de director del colegio y su uniforme de la RAF, la corbata negra, los pantalones cortos de excursión y los blancos de criquet, normalmente con un cigarrillo en la mano o la pipa en la boca. Ahí está la ropa chic de mamá, de confección casera, su pudoroso bañador de dos piezas y el elegante vestido para una cena baile masónica. Ahí está el
assistant
francés que probablemente fotografió a Maxim: le
chien
y el
assistant
posterior que ayudó a dispersar las cenizas de mis padres en la costa occidental de Francia. Ahí estamos mi hermano y yo en tiempos más jóvenes y rubios, luciendo una gama de prendas de punto, acompañados de perro, balón de playa y carretilla juvenil; aquí, sentados de través en el mismo triciclo; ahí, en una polyphoto múltiple, amplia y dispersa, que más adelante enmarcaron en cartón como «recuerdos del campo de juego de Nestlé», Olympia, 1950.

Ahí está también el archivo fotográfico del abuelo, un álbum rojo encuadernado en tela y titulado «Escenas de carreteras y caminos», comprado en Colwyn Bay en agosto de 1913. Abarca el periodo 1912 a 1917, tras el cual, al parecer, colgó la cámara. Ahí están Bert y su hermano Percy, Bert y su novia Nell, y luego los dos el día de su boda: el 4 de agosto de 1914, el día en que estalló la Primera Guerra Mundial. Ahí, entre las descoloridas imágenes sepia de parientes y amigos inidentificables, hay una desfiguración súbita: la fotografía de una mujer con una blusa blanca, sentada en una silla plegable, fechada en «Sept. 1915». Junto a esta fecha, ha sido más o menos borrada una marca de lápiz: ¿un nombre?, ¿un lugar? La cara de la mujer ha sido rasgada y perforada con tanta malevolencia que sólo son visibles su barbilla y el pelo hirsuto, como Weetabixy. Me pregunto quién haría esto, y por qué, y a quién.

En mi adolescencia tuve mi propio periodo fotográfico, que incluía un modesto proceso casero: la cubeta de plástico para el revelado, la luz anaranjada del cuarto oscuro y el marco para los contactos. En algún momento de aquel entusiasmo, respondí a un anuncio en una revista para pedir un producto mágico, pero barato, que prometía convertir mis humildes copias en blanco y negro en fotos de colores vivos y lustrosos. No recuerdo si consulté a mis padres antes de pedirlo o si me quedé decepcionado cuando resultó que el equipo prometido consistía en un cepillito y unos rectángulos de pintura de colores que se adherían al papel fotográfico. Pero me puse a trabajar e hice más vivido el archivo gráfico de mi familia, aunque no más verídico. Ahí está papá con un reluciente pantalón amarillo de pana y un suéter verde contra un jardín monocromo; el abuelo con pantalones de un verde idéntico, la abuela con una blusa verde diluida. Los tres tienen las manos y la cara de un color rosa sofocado y sobrenatural.

Mi hermano desconfía de la verdad esencial de los recuerdos; yo desconfío del color que les ponemos. Todos tenemos nuestra barata caja de acuarelas, comprada por correo, y nuestros tonos preferidos. Así, unas páginas antes yo evocaba a la abuela como «menuda y transigente». Mi hermano, si le preguntas, saca su pincel y, por el contrario, la pinta «baja y mandona». Su álbum mental también contiene más instantáneas que el mío de una singular familia de tres generaciones durante una excursión a Lundy Island a principios de los años cincuenta. Para la abuela fue sin duda la única vez en que abandonó la masa continental británica; para el abuelo, la primera desde su regreso de Francia en 1917. El mar estaba picado aquel día, la abuela marcadísima, y cuando llegamos a Lundy nos dijeron que había demasiada marejada para desembarcarnos. Mis recuerdos de todo esto son de un sepia desvaído, los de mi hermano todavía chillones. Describe a la abuela bajo cubierta durante todo el viaje, vomitando en una serie de tazones de plástico, mientras el abuelo, con la gorra de lana calada hasta las cejas, recibía obstinadamente cada receptáculo lleno. En lugar de tirarlos, los colocaba en fila encima de una estantería, como para avergonzarla. Creo que este recuerdo de la infancia es el favorito de mi hermano.

¿Menuda o solamente baja, transigente o mandona? Nuestros diferentes adjetivos reflejan recuerdos deshilvanados de sentimientos olvidados hace mucho. No tengo modo de averiguar por qué yo prefería a la abuela, o ella a mí. ¿Temía yo el autoritarismo del abuelo (aunque nunca me pegó), y consideraba que su modelo de virilidad era más rudo que el de papá? ¿Me atraía simplemente la abuela como presencia femenina, de las que había tan pocas en nuestra familia? Aunque mi hermano y yo la conocimos durante veinte años, apenas recordamos algo que ella dijese. Los dos ejemplos que ha conservado son de momentos en que enfureció a nuestra madre; puede que sus palabras, por tanto, se hayan grabado más por su efecto delicioso que por su contenido intrínseco. El primero fue una noche de invierno en que mi madre se estaba calentando al lado del fuego. La abuela le aconsejó: «No te pongas tan cerca, te vas a estropear las piernas.» El segundo data de casi una generación más tarde. A C, la hija de mi hermano, que entonces tenía unos dos años, le ofrecieron un pedazo de pastel y lo aceptó sin dar las gracias. «Di gracias, querida», le indicó su bisabuela, ante lo cual «nuestra madre se puso hecha una fiera porque alguien había proferido una vulgaridad semejante».
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Fragmentos así, ¿dicen algo más sobre la abuela, nuestra madre o mi hermano? ¿Son indicios de un carácter mandón? Caigo en la cuenta de que las pruebas que tengo yo de su «transigencia» son en realidad inexistentes; pero quizá sea así por definición. Y aunque busque en mi memoria no encuentro una sola cita directa de esta mujer a la que creo que amé cuando era un niño; sólo una indirecta. Mucho después de que la abuela hubiese muerto, mamá me transmitió un retazo de su sabiduría heredada. «Solía decir: "En el mundo no habría hombres malos si no hubiese mujeres malas."» Me llegó repetida con notable desdén esta frase en que la abuela refrendaba el pecado de Eva.

Cuando estaba limpiando el bungalow de mis padres, encontré un paquetito de postales que databan desde los años treinta a los ochenta. Todas habían sido enviadas desde el extranjero; claramente las franqueadas en el Reino Unido, por sabroso que fuera su mensaje, habían sido sacrificadas en algún momento. He aquí a mi padre escribiendo a mi madre en los años treinta («Saludos cariñosos desde la fría Bruselas»; «¡Llamada desde Austria!»); mi padre en Alemania a mi madre —¿su novia entonces? ¿Su prometida?— en Francia («Me pregunto si recibiste todas las cartas que te envié desde Inglaterra. ¿Te llegaron?»); mi padre a sus hijos pequeños en casa («Espero que estéis cumpliendo con vuestro deber y escuchando el partido internacional»), anunciando que había comprado sellos para mí y cajas de cerillas para mi hermano. (Yo había olvidado las cajas de cerillas y sólo me acordaba de que él coleccionaba papeles de naranjas.) Luego están las postales de mi hermano y las mías, que rezuman jocosidad adolescente. Yo a él desde Francia: «Las vacaciones empezaron con una fantástica explosión de cinco catedrales. Mañana una rápida quema de los castillos del Loira.» El a mí desde Champéry, adonde papá le había llevado en una excursión escolar: «Llegamos aquí sanos y salvos y, exceptuando los bocadillos de jamón, el viaje nos ha gustado.»

No puedo fechar las postales más tempranas, porque los sellos estaban despegados, sin duda para mi colección, y con ellos los matasellos. Pero tomo nota de las diversas firmas de mi padre en sus cartas a su madre: desde «Leonard», «Siempre tuyo, Leonard», hasta «Con cariño, Leonard» e incluso «Con cariño y besos, Leonard». En las postales a mi madre es «Pip», «Tu Pip», «Como siempre, Pip», «Con mucho cariño, Pip» y «Con todo mi cariño, Pip»: gradaciones crecientes desde los días inalcanzables del noviazgo que condujo a mi existencia. Sigo a mi padre a través de las huellas de sus cambios de nombre. Le bautizaron con los de Albert Leonard, y sus padres y hermanos le llamaban Leonard. Cuando fue director de colegio prevaleció el Albert, y en las salas de profesores le conocieron durante cuarenta años como «Albie» o «Albie boy» —aunque quizá esto derivase de sus iniciales, A.L.B—, y algunas veces, satíricamente, le llamaban «Wally», por el defensa del Arsenal, Wally Barnes. A mi madre no le gustaba ninguno de los dos nombres (y desde luego tampoco Wally), y decidió llamarle Pip. ¿Por Grandes esperanzas? Pero él no se parecía en nada a Philip Pirrip, y ella tampoco era en absoluto Estella. Durante la guerra, cuando estuvo en la India con la RAF, mi padre volvió a cambiar. Tengo dos de sus plumillas, con el mango decorado a mano por un artesano local.

Un sol sanguinolento se pone sobre el minarete de una mezquita, y también sobre el nombre de mi padre: «Rickie Barnes 1944 Allahabad». ¿De dónde salió aquel Rickie, y adonde fue a parar? El año siguiente, mi padre regresó a Inglaterra y volvió a ser Pip. Es cierto que poseía cierto aire juvenil, pero el nombre le cuadraba cada vez menos a medida que cumplía sesenta, setenta, ochenta...

Trajo diversos artefactos de la India: la bandeja de latón, la petaca de marquetería, la plegadera de marfil con el elefante en un extremo y las mesillas plegables que a menudo se plegaban solas. Y además había una cosa que en mi infancia era muy deseable por su exotismo: el puf circular de cuero. ¿Quién más tenía en Acton un puf indio de cuero? Yo tomaba carrerilla y me zambullía en él; más tarde, cuando nos mudamos de la periferia interior a la exterior y yo había rebasado la edad de las chiquilladas, desplomaba sobre el puf todo mi peso adolescente, con una especie de afecto agresivo. Esto también producía un vago ruido de pedorreo, cuando el aire comprimido salía por las costuras de cuero. Al final, éstas empezaron a ceder por el maltrato que yo les dispensaba e hice uno de esos descubrimientos que quizá deleiten a los psicoanalistas. En efecto, lo que Rickie Barnes había traído de Allahabad o Madras no era, por supuesto, un puf lleno y orondo, sino más bien una funda de cuero decorada que él —de nuevo Pip— y su mujer tuvieron que rellenar.

La llenaron con las cartas de su noviazgo y los primeros años de su vida conyugal. Yo era un adolescente idealista, que fácilmente viraba hacia el cinismo cuando afrontaba las realidades de la vida; aquél fue uno de estos momentos. ¿Cómo pudieron haber cogido sus cartas de amor (sin duda guardadas en fajos con cintas), haberlas roto en pedazos minúsculos y ver después cómo el culo gordo de otra gente se aplastaba contra el puf? «Pudieron»: me refiero, claro está, a mi madre, puesto que un reciclaje tan práctico encajaba con mi imagen de ella, más que con lo que yo consideraba el carácter más sentimental de mi padre. ¿Cómo imaginar aquella decisión y aquella escena? ¿Rompieron las cartas juntos o lo hizo ella mientras él estaba en el trabajo? ¿Discutieron, lo acordaron, alguno de los dos guardó un rencor secreto por esta iniciativa? Y aun suponiendo que se pusieran de acuerdo, ¿cómo lo llevaron a cabo? Aquí hay un inquietante «¿qué prefieres?». ¿Habrías preferido hacer pedazos tus propias expresiones de amor o las que habías recibido?

En compañía, ahora yo descendía con suavidad sobre el puf; solo, me dejaba caer pesadamente, de tal forma que su exhalación pudiera aún expulsar un trozo de papel azul del correo aéreo que porta una u otra de las manos jóvenes de mis padres. Si esto fuera una novela, yo habría descubierto algún secreto de la familia —pero nadie sabrá que el hijo no es tuyo, o ya nunca encontrarán el cuchillo, o siempre quise que J. fuera una niña— y mi vida habría cambiado para siempre. (En la realidad, mi madre sí quiso que yo fuera una niña, y tenía preparado el nombre de Josephine, con lo que no habría habido secreto.) O —por otra parte— quizá hubiera descubierto sólo las mejores palabras que los corazones de mis padres se dedicaban el uno al otro, sus expresiones más tiernas de devoción y verdad. Y ningún misterio.

En algún momento se desprendieron del puf. Pero en vez de tirarlo al cubo de la basura, lo arrojaron al fondo del jardín, donde se volvió pesado y se quedó empapado de lluvia y cada vez más descolorido. Yo le daba al pasar alguna que otra patada, mis botas de goma arrancaban más trozos de papel azul, la tinta se corría ahora y disminuía la posibilidad de que se divulgaran secretos legibles. Mis puntapiés eran los de un romántico descorazonado. ¿O sea que todo acaba así?

Treinta y cinco años después, afronté los últimos vestigios de la vida de mis padres. Mi hermano y yo queríamos cada uno unas cuantas cosas; mis sobrinas se llevaron su lote; luego vino el liquidador de la casa. Era un tipo decente y entendido que hablaba con los objetos mientras los manipulaba. Supongo que debió de contraer esta costumbre como un modo suave de preparar al cliente para la desilusión, pero se había convertido en una especie de conversación entre él y el objeto que tenía en la mano. También comprendía que lo que pronto sería causa de frío regateo en su tienda era ahora, allí, por última vez, algo que en su tiempo había sido elegido y con lo que se había convivido, algo limpiado, desempolvado, abrillantado, reparado, amado. Por tanto, lo alababa cuando podía: «Esto es bonito; no es valioso, pero sí bonito»; o «Cristal labrado Victoriano; empieza a escasear; no es valioso, pero empieza a escasear». Escrupulosamente cortés con aquellas cosas que se quedaban sin dueño, evitaba la crítica o la aversión y en su lugar optaba por la pena o una esperanza a largo plazo. De unos vasos Melba de los años veinte (horribles, en mi opinión): «Hace diez años estaban de moda; ahora nadie los quiere.» De un simple macetero de cuadros verdes y blancos: «Para esto hay que esperar otros cuarenta años.»

Tomó lo que era vendible y se fue pelado de billetes de cincuenta libras. Después hubo que llenar el maletero del coche y hacer varios viajes al centro local de reciclaje. Digno hijo de mi madre, yo había comprado para la tarea una serie de sacos gruesos de plástico verde. Llevé el primero hasta el borde del gran contenedor amarillo y me percaté —ahora aún más digno hijo de mi madre— de que eran demasiado útiles para tirarlos. Así que en vez de dejar los últimos restos de la vida de mis padres dentro de una bolsa anónima, vertí en el contenedor los desechos de la limpieza de la casa y guardé los sacos. (¿Es lo que mi madre habría querido que hiciera?) Uno de los últimos objetos fue un absurdo cencerro de metal que mi padre había comprado en Champéry, en aquel viaje del que mi hermano informó que no le había gustado el bocadillo de jamón; cayó con un ruido hueco, talán talán, en el fondo del contenedor. Miré el revoltijo de objetos y aunque no había nada incriminador o indiscreto, me sentí ligeramente cicatero: como si hubiese enterrado a mis padres en una bolsa de papel en lugar de un ataúd como es debido.

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