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Authors: Julian Barnes

Tags: #Biografía, Relato

Nada que temer (9 page)

El arte, por supuesto, es sólo un comienzo, es sólo una metáfora, como siempre. Larkin, al visitar una iglesia vacía, se pregunta qué pasará cuando «las iglesias caigan completamente en desuso». ¿Tendremos que «mantener / unas pocas catedrales crónicamente expuestas» (ese «crónicamente» siempre produce un escozor de envidia en este escritor), o «tendremos que evitarlas como lugares infaustos»? Larkin decide que seguirán atrayéndonos —siempre— esos parajes abandonados, porque «alguien eternamente sorprenderá / en sí mismo un ansia de ser más serio».

¿Es esto lo que subyace en el sentimiento de añoranza? Dios ha muerto y sin El los seres humanos pueden por fin abandonar su posición genuflexa y asumir su altura plena; y sin embargo esta altura resulta ser bastante enana. Emile Littré, lexicógrafo, ateo, materialista (y traductor de Hipócrates), llegó a la conclusión de que «el hombre es un compuesto muy inestable, y la tierra sin duda un planeta inferior». La religión ofrecía consuelo por las penalidades de la vida, y recompensa a los fieles al final de la misma. Pero por encima y más allá de estas mercedes, daba a la vida humana un sentido de contexto, y por consiguiente de seriedad. ¿Hacía que la gente se comportase mejor? A veces; a veces no; creyentes e incrédulos han sido en sus delitos igual de ingeniosos y de viles. Pero ¿era verdad? No. Entonces, ¿por qué añorarla?

Porque era una ficción suprema, y es normal sentir una pérdida al cerrar una gran novela. En la Edad Media se procesaba a animales. A langostas que destruían las cosechas, a carcomas que se comían vigas de iglesias, a cerdos que se zampaban a borrachos tendidos en cunetas. A veces los animales comparecían ante el tribunal, a veces (a los insectos, por ejemplo) se les juzgaba
in absentia
. Había una vista judicial completa, con acusación, defensa y un juez togado que podía imponer toda una lista de castigos: libertad condicional, destierro y hasta excomunión. En ocasiones había incluso una ejecución judicial: un funcionario del tribunal, con guantes y capucha, colgaba a un cerdo por el cuello hasta la muerte.

Todo esto nos parece, ahora, una chifladura exagerada, una expresión de la inaccesible mente medieval. Y sin embargo era perfectamente racional y civilizado. El mundo lo había creado Dios y, por consiguiente, todo lo que ocurría en él era una expresión de la voluntad divina o una consecuencia de que Dios concediera a su creación libre albedrío. En algunos casos, Dios podía servirse del reino animal para reprender a su creación humana: por ejemplo, enviando una punitiva plaga de langostas, a la que el tribunal, por tanto, estaba legalmente obligado a declarar inocente. Pero ¿y si un borracho aturdido caía en una zanja y un cerdo le comía la mitad de la cara, y el suceso no podía interpretarse como la voluntad divina? Había que encontrar otra explicación. Quizá el cerdo estaba poseído por el diablo, al que el tribunal podría ordenar que saliese. O quizá el cerdo, aunque carente de libre albedrío, fuese no obstante considerado responsable causal del suceso.

Para nosotros esto podría ser una prueba de la ingeniosa bestialidad humana. Pero hay otra manera de verlo: como un ascenso en la jerarquía de los animales. Formaban parte de la creación y la voluntad de Dios, y no los había puesto en la tierra para simple solaz y uso de los hombres. Las autoridades medievales llevaban a juicio a algunos animales y ponderaban con toda seriedad sus delitos; nosotros los metemos en campos de concentración, los atiborramos de hormonas y los despedazamos, con lo que nos recuerdan lo menos posible algo que en su día cloqueaba, balaba o mugía. ¿Qué mundo es más serio? ¿Cuál de los dos el más avanzado moralmente?

Las pegatinas de los parachoques y los imanes que se pegan en la nevera nos recuerdan que la vida no es un ensayo. Nos empujamos unos a otros hacia el cielo seglar moderno de la realización personal: el desarrollo de la personalidad, las relaciones que ayudan a definirnos, el empleo que da prestigio, los bienes materiales, la propiedad de un inmueble, las vacaciones en el extranjero, la adquisición de ahorros, la acumulación de hazañas sexuales, las visitas al gimnasio, el consumo de cultura. Todo esto contribuye a la felicidad, ¿no?... ¿No? Es el mito que hemos elegido, y casi tan ilusorio como el mito que insistía en la consumación y el éxtasis cuando sonara la última trompeta, las tumbas se abrieran y las almas perfeccionadas y sanadas se unieran a la comunidad de los santos y los ángeles. Pero si consideramos que la vida es un ensayo o una preparación o una antesala, o cualquier otra metáfora que escojamos, pero en cualquier caso algo contingente, algo dependiente de una realidad más grande en otra parte, entonces se vuelve al mismo tiempo menos valiosa y más seria. Las regiones del mundo en que la religión ha perdido fuerza, y hay un reconocimiento general de que este breve lapso de tiempo es lo único que tenemos, no son, en conjunto, lugares más serios que aquellos donde las campanas de la catedral o el muecín del minarete todavía hacen volverse las cabezas. En conjunto, ceden a un materialismo frenético; aunque el ingenioso animal humano es bien capaz de construir civilizaciones donde la religión coexiste con un materialismo frenético (donde la primera podría ser incluso una consecuencia emética del segundo): por ejemplo, Norteamérica.

Y qué, podríamos contestar. Lo único que importa es lo que es verdad. ¿Preferirías arrodillarte ante unas paparruchas y pervertir tu vida al capricho de un sacerdocio, y todo en nombre de una seriedad supuesta? ¿O preferirías crecer hasta tu pleno enanismo y concederte todos tus deseos y apetencias triviales, en nombre de la verdad y la libertad? ¿O es esto una falsa dicotomía?

Mi amigo J. recuerda la obra que escuchamos en aquel concierto de hace unos meses: una misa de Haydn. Cuando aludo a nuestra conversación posterior, sonríe como un gnomo. Así que le pregunto, a mi vez: «¿Cuántas veces pensaste en Cristo resucitado durante esta obra?» «Pienso en El constantemente», contesta. Como no sé si lo dice con total seriedad o con total frivolidad, le hago una pregunta que no recuerdo haber hecho a ningún amigo adulto. «¿Eres..., hasta qué punto eres religioso?» Mejor dejar esto claro al cabo de los treinta años que le conozco. Una risa larga, baja: «Soy irreligioso.» Luego se corrige: «No, soy muy irreligioso.»

Montaigne observó que «el cimiento más sólido de la religión es el desprecio de la vida». Tener una pobre opinión de este mundo desgarrado era lógico, en realidad esencial para un cristiano: un excesivo apego a la tierra —y no digamos el deseo de alguna forma de inmortalidad terrestre— habría sido una impertinencia hacia Dios. El equivalente británico más próximo a Montaigne, Sir Thomas Browne, escribió: «Un pagano podría tener más motivos para estar enamorado de la vida, pero no veo cómo un cristiano que esté asombrado [es decir, aterrado] de la muerte puede rehuir este dilema: que tiene un excesivo apego a esta vida o que desespera de la venidera.» Por consiguiente, Browne honra a quienes desprecian la muerte: «No siento un gran amor por quienes la temen: así que experimento el impulso natural de amar a un soldado y honrar a esos regimientos desastrados que mueren a las órdenes de un sargento.»

Browne también comenta que «Es un síntoma de melancolía tener miedo de la muerte y sin embargo desearla a veces». Larkin de nuevo, un melancólico definiendo perfectamente el temor a la muerte: «No estar aquí, / no estar en ningún sitio, / y pronto; nada hay más terrible ni más cierto.» Y, en otro pasaje, como confirmando a Browne: «Por debajo de todo esto fluye el deseo de olvido.» Esta frase me dejó perplejo la primera vez que la leí. Yo también soy un melancólico indudable y a veces la vida me parece una manera sobrevalorada de pasar el tiempo, pero nunca he querido no seguir siendo yo y nunca he deseado el olvido. No estoy tan convencido de la inutilidad de la vida como para que la promesa de una nueva novela o un nuevo amigo (o una vieja novela y un viejo amigo), o un partido de fútbol en la televisión (o hasta la emisión de un partido antiguo) no vuelvan a despertar mi interés. Soy el insatisfactorio cristiano de Browne —«que tiene un excesivo apego a esta vida o que desespera de la venidera»—, con la salvedad de que no soy cristiano.

Quizá la división importante no es tanto la que existe entre los religiosos y los irreligiosos como la que separa a los que temen a la muerte de quienes no la temen. Formamos, por tanto, cuatro categorías, y está claro cuáles se consideran superiores: la de quienes no temen a la muerte porque tienen fe, y la de quienes no temen a la muerte aunque no tengan fe. Estos grupos ocupan el podio moral. En tercer lugar vienen los que, a pesar de tener fe, no pueden librarse del temor antiguo, visceral, racional. Y luego, sin medallas, a ras de suelo, bien jodidos, están los que temen a la muerte y no tienen fe.

Estoy seguro de que mi padre temía a la muerte y casi tengo la certeza de que mi madre no: temía más la invalidez y la dependencia. Y si mi padre era un agnóstico temeroso de la muerte y mi madre una atea sin miedo, esta divergencia se ha reproducido en sus dos hijos. Mi hermano y yo tenemos ahora más de sesenta años, y yo acabo de preguntarle —hace unas páginas— qué piensa de la muerte. Cuando contestó «Me conformo con las cosas como son», ¿se refería a que se conforma con su propia extinción personal? Y su inmersión en la filosofía, ¿le ha reconciliado con la brevedad de la vida y, para él, su fin inevitable dentro de, pongamos, treinta años?

«Treinta años es muy generoso», responde. (Bueno, los he alargado para mi consuelo y el suyo). «Espero haber muerto dentro de los quince próximos. ¿Y estoy reconciliado con este hecho? ¿Estoy reconciliado con el hecho de que el espléndido carpe que veo por mi ventana caerá y decaerá dentro de los próximos cincuenta años? No creo que reconciliación sea el
mot juste
: sé que va a pasar y no puedo hacer nada por evitarlo. No es exactamente que me agrade, pero tampoco me preocupa, y la verdad es que no me imagino nada más acogedor (desde luego no una cuasi vida eterna en compañía de los santos: ¿existe algo menos apetecible?).

Qué rápidamente él y yo —hijos de la misma carne, productos del mismo colegio y universidad— nos separamos. Y aunque la forma en que mi hermano habla de la mortalidad es (en ambos sentidos) filosófica, aunque se distancie de su propia disolución final mediante una comparación con un árbol, no creo que sea su vida en y con la filosofía la que ha forjado esta diferencia. Sospecho que él y yo somos como somos en estas cuestiones porque hemos sido así desde el principio. No lo sentimos así, por supuesto. Vienes al mundo, miras alrededor, haces ciertas deducciones, te liberas de las viejas chorradas, aprendes, piensas, sacas conclusiones. Crees en tus propias facultades y en tu autonomía; te conviertes en tus propios logros. Así, a lo largo de las décadas, mi miedo a la muerte ha llegado a ser una parte esencial de mi persona, y lo atribuiría al ejercicio de la imaginación; por el contrario, la indiferencia de mi hermano ante la muerte es una parte esencial de él, que probablemente imputa al ejercicio del pensamiento lógico. Sin embargo, quizá yo soy así gracias a nuestro padre y él es como es gracias a nuestra madre. Gracias por el gen, papá.

«La verdad es que no me imagino nada más acogedor [que la extinción]», dice mi hermano. Bueno, yo me imagino todo género de cosas más aceptables que la absoluta destrucción dentro de quince años (el cálculo de mi hermano) o treinta (mi regalo fraterno). Para empezar, ¿qué tal vivir más tiempo que el carpe? ¿Qué tal si te dieran la opción de morir cuando te apetece, cuando ya estás harto: seguir vivo durante doscientos, trescientos años, y que después te permitan proferir tu eutanásico «Oh, vamos allá, venga», en el momento que elijas? ¿Por qué no imaginar una cuasi vida eterna hablando con los grandes filósofos o los grandes novelistas? ¿O alguna versión de la reencarnación, una mezcla de budismo y Atrapado en el tiempo, en la que puedes volver a vivir tu vida, consciente de cómo la viviste la primera vez, pero con la posibilidad de hacer modificaciones de aquel ensayo? El derecho a un intento nuevo y a hacer cosas diferentes. La próxima vez quizá me oponga a la reivindicación de progenitura filatélica que hizo mi hermano y coleccione algo distinto al «resto del mundo». Podría hacerme judío (o intentarlo, o simularlo). Podría abandonar más pronto la casa de mis padres, vivir en el extranjero, tener hijos, no escribir libros, plantar carpes, afiliarme a una comunidad utópica, dormir con toda la gente equivocada (o al menos con gente equivocada diferente), volverme un drogadicto, encontrar a Dios, no hacer nada. Podría descubrir muchas formas nuevas de desilusión.

Mi madre me dijo que el abuelo le había dicho una vez que la peor emoción de la vida era el remordimiento. Le pregunté a qué podría haberse referido. Ella me dijo que no lo sabía, ya que su padre había sido un hombre de suma probidad (aquí no hay un puf agujereado). Y así el comentario —muy atípico para mi abuelo— se cierne sin respuesta en el tiempo. Sufro pocos remordimientos, aunque puede que se estén gestando, y entretanto me las apaño con sus compinches próximos: pesar, culpa, recuerdo del fracaso. Pero tengo una curiosidad creciente por las vidas que no he vivido y que ya no podré vivir, y quizá el remordimiento acecha ahora escondido en esa sombra.

Antes de suicidarse, Arthur Koestler dejó una nota en la que expresaba «tímidas esperanzas de una vida despersonalizada en el más allá». Tal deseo no es sorprendente —Koestler había dedicado a la parapsicología muchos de sus últimos años—, pero para mí carece de atractivo. Del mismo modo que parece tener poco sentido una religión que es un simple acto social semanal (aparte, por supuesto, de los placeres normales de un acto social periódico), a diferencia de la que te dice exactamente cómo debes vivir, la que lo colorea y lo tiñe todo, que es seria, yo quisiera que la vida después de la muerte, si hay alguna, sea una mejora —de preferencia una mejora sustancial— de su antecesora terrenal. Sólo acierto a imaginarme chapoteando, semi-consciente, en alguna mezcla molecular pegajosa, pero no veo que esto represente una mejora sobre la extinción completa. ¿Por qué concebir esperanzas, aunque sean tenues, de que exista un estado semejante? Ah, chico, aquí no se trata de lo que tú prefieras, sino de lo que sea verdad. La conversación clave sobre este asunto la mantuvieron Isaac Bashevis Singer y Edmund Wilson. Singer le dijo a Wilson que él creía en alguna clase de supervivencia después de la muerte. Wilson le dijo que por lo que a él respectaba, no quería sobrevivir, no, muchas gracias. Singer contestó: «Si está prevista la supervivencia, no tendrás alternativa.»

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