Nada que temer (11 page)

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Authors: Julian Barnes

Tags: #Biografía, Relato

Andará por ahí, espero. Aunque —sólo por curiosidad—resultaría útil saber si la sensación de maravilla del ateo ante el universo es cuantificablemente más grande que la del creyente. No hay razón para que no podamos medir estas cosas (si no ahora, pronto). Podemos comparar el número de sinapsis que se producen durante el orgasmo femenino y masculino —muy mala noticia para los tíos competitivos—; entonces, ¿por qué no intentamos un test parecido? Busquemos un anacoreta que todavía crea que la pasionaria ilustra el sufrimiento de Cristo: que la hoja simboliza la lanza, las cinco anteras las cinco heridas, los zarcillos los látigos, la columna del ovario el madero de la cruz, los estambres los martillos, los tres estilos los tres clavos, los filamentos carnosos que hay dentro de la flor la corona de espinas, el cáliz el nimbo, el tono blanco la pureza y el azul el cielo. Este monje también creería que la flor permanece abierta precisamente tres días, uno por cada año de magisterio de Cristo. Le ponemos un cable conectado a un botánico de la tele y veamos cuál de los dos produce más sinapsis. Y después llevemos el equipo de conexión a una sala de concierto y comparemos a mi «muy irreligioso» amigo J. con un creyente que escuchará la misa de Haydn como una expresión plena de verdad eterna al mismo tiempo que —o en lugar de— una gran obra musical. Entonces veremos y mediremos lo que sucede cuando expulsamos a la religión del arte y sacamos a Dios del universo.

Todo esto podrá parecer bastante terrible a esas mentes frías a las que emociona aún más la belleza de las leyes científicas precisamente porque no son una artesanía de Dios. Pero si esto suena a nostalgia, lo es de algo que no he conocido, lo cual es, hay que reconocerlo, una de las más tóxicas. Quizá en mi afección haya también envidia de los que perdieron la fe —o adquirieron la verdad— en una época en que perder la fe era algo nuevo, j oven, audaz y peligroso. François Renard, suicida y anticlerical, fue la primera persona enterrada en el cementerio de Chitry sin la ayuda y consuelo de un sacerdote. Imaginemos qué conmoción causaría esto en la remota zona rural de Borgofia en 1897; imaginemos el orgullo de no ser creyente. Quizá sufro de... bueno, llamémoslo remordimiento histórico, para que mi abuelo pueda comprenderme.

«Un ateo feliz.» La fecha que podría haber aventurado para el capellán de la facultad y capitán de remo como el momento clave en que el embeleso estético empezó a sustituir al sobrecogimiento religioso es enero de 1811; el lugar, Florencia. Faltaban pocos días para que Stendhal cumpliera veintiocho años; o más bien, para que los cumpliera Henri Beyle, que todavía no había adoptado Stendhal como
nom de plume
. Beyle/Stendhal no creía en Dios, y fingía una ignorancia lógica de Su existencia: «A la espera de que Dios se manifieste, creo que su primer ministro, Azar, gobierna igual de bien este triste mundo.» Continuaba: «Creo que soy un hombre honesto y que sería imposible ser de otra manera, no por complacer a un Ser Supremo que no existe, sino por complacerme a mí mismo, que necesito vivir en paz con mis costumbres y prejuicios y dar un sentido a mi vida y nutrición a mis pensamientos.»

En 1811 Beyle era el autor empobrecido de biografías musicales plagiarías, y había empezado una historia de la pintura italiana que nunca terminaría. Viajó por primera vez a Italia a los diecisiete años, en un carro de equipajes del ejército napoleónico. Cuando los simpatizantes llegaron a Ivrea, Beyle fue inmediatamente a buscar la ópera de la ciudad. Encontró un teatro de tres al cuarto, con una compañía de mala muerte que interpretaba
El matrimonio secreto de Cimarosa
, pero le pareció una revelación: «
un bonheur divin
» y informó a su hermana. A partir de entonces se volvió un profundo y tembloroso admirador de Italia, sensible a todos sus aspectos: en una ocasión, al regresar a Milán al cabo de muchos años, escribió que «el olor tan particular de las boñigas de caballo» le conmovió hasta las lágrimas.

Y ahora llega a Florencia por primera vez. Procede de Bolonia: el carruaje cruza los Apeninos y comienza el descenso hacia la ciudad. «El corazón me brincaba como un loco. ¡Qué emoción más absolutamente infantil!» Cuando la carretera gira, se avista la catedral, con la famosa cúpula de Brunelleschi. En la entrada de la ciudad, abandona el carruaje —y su equipaje— para entrar en Florencia a pie, como un peregrino. Llega a la iglesia de Santa Croce. Allí están las tumbas de Miguel Ángel y Galileo; cerca está el busto de Alfieri esculpido por Canova. Piensa en otros grandes toscanos: Dante, Boccaccio, Petrarca. «La marea de emoción que me abrumaba fluía tan adentro que apenas se distinguía de la veneración religiosa.» Pide a un fraile que le abra la capilla Niccolini y que le deje ver los frescos. Se sienta «en el travesaño de un reclinatorio, con la cabeza apoyada en el respaldo, para que mi mirada se demorase en el techo». La ciudad y la proximidad de sus ilustres hijos han puesto ya a Beyle casi en un estado de rapto. Ahora está «absorto en la contemplación de sublime belleza»; alcanza «el grado supremo de sensibilidad en que las divinas sugerencias del arte se mezclan con la apasionada sensualidad de la emoción.» Las cursivas son suyas.

La consecuencia física de todo esto es un desmayo. «Al salir del pórtico de Santa Croce sufrí unas violentas palpitaciones... La fuente de la vida se secó en mi interior y caminé con un miedo constante de caerme al suelo.» Beyle (que ya era Stendhal cuando publicó este relato en Roma, Nápoles y Florencia) pudo describir los síntomas pero no dar un nombre a su enfermedad. La posteridad, sin embargo, sí puede, puesto que la posteridad siempre sabe más. Beyle sufría, podemos decirle ahora, del síndrome de Stendhal, una afección identificada en 1979 por un psiquiatra florentino que había recopilado casi cien casos de mareo y náuseas producidos por la exposición a los tesoros artísticos de la ciudad. Un número reciente de Firenze Spettacolo servicialmente enumera los principales lugares que evitar si uno es propenso a sufrir este síndrome; o, en realidad, los que visitar, si uno no quiere transigir estéticamente. Los tres más importantes son: «la capilla Niccolini de Santa Croce, con los frescos de Giotto», la Accademia con el David de Miguel Ángel, y los Uffizi, donde se encuentra la Primavera de Botticelli.

El escéptico podría preguntarse si esos centenares y pico de visitantes mareados del siglo XX sufrían, en efecto, una violenta reacción estética o simplemente los rigores de la vida del turismo moderno: bullicio urbano, estrés del horario, la ansiedad de la obra maestra, sobrecarga de información y un sol excesivo mezclado con un glacial aire acondicionado. El muy escéptico podría preguntarse si el propio Stendhal padeció de verdad el síndrome de Stendhal. Lo que describe podría haber sido el efecto acumulativo de poderosas impresiones sucesivas: los montes, la cúpula, la llegada, la iglesia, los magnos difuntos, el gran arte, y de ahí el desmayo final. Quizá fuese también útil un dictamen médico, en vez de psiquiátrico: si recuestas la cabeza y miras fijamente durante un largo tiempo a una pared pintada y luego te pones de pie y sales de la oscuridad fría de una iglesia al torbellino brillante, polvoriento y frenético de una ciudad, ¿no cabría esperar un pequeño desvanecimiento?

Pero aun así la historia persiste. Beyle-Stendhal es el progenitor y la justificación del moderno amante del arte. Fue a Florencia y desfalleció ante el gran arte. Estaba en una iglesia, pero no era un hombre religioso, y su éxtasis fue puramente laico y estético. ¿Y quién no comprendería y envidiaría a un hombre que se desvanece ante los Giottos de Santa Croce, tanto más cuanto los estaba viendo con la mente y los ojos libres de la influencia de una reproducción previa? El episodio es cierto, no sólo porque queremos, sino porque necesitamos que lo sea.

Auténticos peregrinos que llegaran a Santa Croce cinco siglos antes que Beyle habrían visto en los frescos del ciclo de la vida de San Francisco, recién pintados por Giotto, un arte que les decía la verdad absoluta y que podía salvarles, en este mundo y en el siguiente. Les habría ocurrido lo mismo a los que leían a Dante o escuchaban a Palestrina por primera vez. Más bellos porque eran verdaderos, más verdaderos porque eran bellos, y estas felices multiplicaciones continuaban en una eternidad de espejos paralelos. En un mundo laico, donde nos santiguamos y nos postramos de rodillas ante grandes obras de arte en un sentido puramente metafórico, tendemos a creer que el arte nos dice la verdad —es decir, en un mundo relativista, más verdad que cualquier otra cosa— y que a su vez esta verdad puede salvarnos —hasta cierto punto—, esto es, iluminarnos, conmovernos, elevarnos y hasta curarnos: aunque sólo en este mundo. Cuánto más sencillo era antaño todo esto, y no sólo gramaticalmente.

Flaubert reprendió a Louise Colet por profesar «el amor al arte», pero no «la religión del arte». Algunos ven el arte como un sustituto psicológico de la religión, que todavía brinda un sentido del mundo más allá de ellos mismos a esas criaturas reducidas que ya no sueñan con el cielo. Un crítico moderno, el profesor S. de Cambridge, sostiene que el arte es esencialmente religioso porque el artista aspira a la inmortalidad evitando la «democracia banal de la muerte». Refuta esta grandiosa declaración el profesor C. de Oxford, que señala que hasta el arte más grande sólo dura un parpadeo en tiempo geológico. Supongo que las dos afirmaciones son compatibles, puesto que la motivación del artista podría no tener en cuenta la posterior realidad cósmica. Pero el profesor C. tiene una magna declaración propia, a saber, que «La religión del arte hace peor a la gente, porque alienta el desprecio por quienes no son artistas». Puede que haya algo de esto, pero el problema más amplio, al menos en Gran Bretaña, es el del desprecio en la dirección opuesta: el que profesa el ignorante satisfecho de sí mismo por quienes practican y valoran las artes. ¿Y estos sentimientos les hacen mejores?

«La religión del arte»: cuando Flaubert empleó la expresión, estaba hablando de la entrega al trabajo, no del culto esnob al arte; la vida monástica que exige, el cilicio y la meditación silenciosa y solitaria antes del acto. Si hay que comparar el arte con la religión, no debe hacerse, desde luego, a la manera tradicional católica, con el autoritarismo papal arriba y la servidumbre obediente debajo. Más bien se parece a la Iglesia temprana: fértil, caótica y cismática. Por cada obispo hay un blasfemo; por cada dogma, un hereje. En el arte hoy, como en la religión entonces, abundan los falsos dioses y los falsos profetas. Hay sacerdocios artísticos (desaprobados por el profesor C.) que quieren excluir al populacho, que se pierden en un intelectualismo hermético y un refinamiento inaccesible. En el otro lado (y desaprobado por el profesor S.) hay inautenticidad, mercantilismo y un populismo infantil; artistas que adulan y que transaccionan, que buscan votos (y dinero en efectivo) como políticos. Puros o impuros, altruistas o corruptos, todos —como los chicos y las chicas de oro, y los deshollinadores— se convertirán en polvo y su arte no mucho después, si no antes. Pero el arte y la religión siempre se harán sombra mutua a través de los nombres abstractos que invocan: verdad, seriedad, imaginación, comprensión, moralidad, trascendencia.

Para mí, añorar a Dios se parece bastante a ser inglés: un sentimiento que brota sobre todo ante la agresión. Cuando insultan a mi país, despierta un patriotismo latente, por no decir narcoléptico. Y cuando se trata de Dios, descubro que me incita más el absolutismo ateo que, pongamos, las esperanzas, a menudo insulsas y tentativas, que inspira la Iglesia anglicana. El mes pasado asistí a una cena con vecinos. Una docena de comensales alrededor de una mesa lo bastante larga para haber acogido a Cristo y a sus discípulos. Se habían entablado varias conversaciones simultáneas cuando de pronto, unas sillas más allá, una discusión llegó a su apogeo y un joven (el hijo de la casa) gritó sarcásticamente: «Pero ¿por qué Dios haría esto por Su hijo y no por todos nosotros?» Sucumbí al impulso maleducado de interrumpir mi conversación y responderle gritando: «Porque es Dios, santo cielo.» El diálogo se amplió; O, mi anfitrión, un viejo amigo y racionalista notorio, apoyó a su hijo: «Hay un libro que habla de personas que sobrevivieron a la crucifixión, que no estaban muertas cuando las bajaron. Se podía sobornar a los centuriones.»

Yo: «¿Qué tiene que ver eso?» Él (exasperadamente racionalista): «La cuestión es que no pudo haber sucedido. No pudo haber sucedido.» Yo (racionalmente exasperado por la racionalidad): «Pues ahí está la cuestión: que no pudo haber sucedido. La cuestión es que, si eres cristiano, sucedió.» Podría haber añadido que su argumento era tan viejo como..., bueno, por lo menos tan viejo como Madame Bovary, donde Homais, el materialista intolerante, declara que la idea de la Resurrección no sólo es «absurda», sino «contraria a las leyes de la física».

Este tipo de objeciones y «explicaciones» científicas —Cristo no caminó realmente por encima de las aguas, sino sobre una fina capa de hielo que, en determinadas condiciones meteorológicas...— me habrían convencido en mi juventud. Ahora me parecen totalmente irrelevantes. Como expresó Stravinski, la prueba razonada (por tanto, no prueba nada) no es para la religión más que lo que los ejercicios de contrapunto son para la música. La religión consiste precisamente en creer lo que, según todas las normas conocidas, «no pudo haber ocurrido». El nacimiento de la Virgen, la Resurrección, Mahoma dejando una huella en la roca al subir al cielo, la vida después de la muerte. No pudo haber ocurrido, según entendemos las cosas. Pero ocurrió. U ocurrirá. (O, por supuesto, seguro que no ocurrió ni tampoco ocurrirá.)

Los escritores necesitan respuestas típicas para algunas preguntas clásicas. Cuando me preguntan qué hacen las novelas, suelo responder: «Cuentan mentiras hermosas, seductoras, que contienen verdades duras y correctas.» Hablamos de suprimir la incredulidad como un requisito mental previo para disfrutar la narrativa, el teatro, las películas y la pintura figurativa. Son sólo palabras en una página, actores en un escenario o una pantalla, colores en un lienzo: esas personas no existen, nunca han existido o, si existieron, esto es una mera copia de ellas, simulacros brevemente convincentes. Pero mientras leemos, mientras nuestros ojos exploran, creemos: que Emma vive y muere, que Hamlet mata a Laertes, que este hombre inquietante, engalanado con pieles, y su mujer, que luce brocados, podrían escaparse de sus retratos pintados por Lotto y hablarnos en el italiano de la Brescia del siglo XVI. Nunca sucedió, no pudo haber sucedido, pero creemos que sí sucedió y que podría haber sucedido. Esa supresión de la incredulidad no está muy lejos del reconocimiento activo de la creencia. No estoy sugiriendo que leer novelas podría ablandarnos para la religión. Al contrario; muy al contrario: las religiones fueron las primeras invenciones de los escritores de ficción. Una representación convincente y una explicación verosímil del mundo para mentes comprensiblemente confusas. Una mentira hermosa y seductora que contiene verdades duras y correctas.

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