Nada que temer (3 page)

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Authors: Julian Barnes

Tags: #Biografía, Relato

Así que yo no tenía una fe que perder, sino sólo una resistencia, que parecía más heroica de lo que era, al blando régimen de referencias a Dios que entrañaba una educación inglesa: clases de historia sagrada, himnos y oraciones matutinas, el oficio anual de Acción de Gracias en la catedral de Saint Paul. Y nada más, aparte del papel de segundo pastor en una pieza navideña en la primaria. No me bautizaron ni fui nunca a la escuela dominical. No he asistido en mi vida a un oficio religioso normal. Voy a bautismos, bodas, funerales. Voy continuamente a iglesias, pero por razones arquitectónicas; y, más ampliamente, para captar un sentido de lo que fue en otro tiempo la «britanidad».

Mi hermano tenía una experiencia litúrgica ligeramente mayor que la mía. Como lobato de los exploradores, asistía a un par de servicios religiosos. «Creo recordar mi perplejidad, la de un antropólogo infantil en medio de los antropófagos.» Cuando le pregunto cómo perdió la fe, responde: «No la perdí nunca, porque nunca la tuve. Pero comprendí que todo era un timo el 7 de febrero de 1952, a las nueve de la mañana. El señor Ebbets, director de la escuela primaria de Derwentwater, anunció que el rey había muerto, que había ido con Dios a la gloria eterna y la felicidad del cielo y que en consecuencia todos llevaríamos un brazalete negro durante un mes. Me pareció que allí había gato encerrado, y cuánta razón tenía. No se me cayó la venda de los ojos, no hubo una sensación de pérdida, de que había una laguna en mi vida, etc., etc. Espero», añade, «que esta historia sea cierta. Es desde luego un recuerdo muy claro y duradero; pero ya sabes lo que es un recuerdo.»

Mi hermano tendría nueve años recién cumplidos en la época en que murió Jorge VI (yo tenía seis, pero no me acuerdo de las palabras de Ebbets ni de los brazaletes negros). Mi abandono definitivo del vestigio, o posibilidad, de la religión ocurrió en una edad más tardía. Siendo adolescente, encorvado sobre un libro o revista en el cuarto de baño, solía decirme a mí mismo que Dios no podía existir porque la idea de que pudiera estar observándome mientras me masturbaba era absurda; era más absurda aún la de que todos mis antepasados difuntos estuviesen colocados en fila y también mirando. Tenía además otros argumentos racionales, pero lo que acabó con él fue aquella sensación poderosamente persuasiva; una sensación asimismo interesada, por supuesto. La idea de que el abuelo y la abuela observaran lo que me traía entre manos me habría causado una seria zozobra.

Al recordar esto, sin embargo, me pregunto por qué no pensé en más posibilidades. ¿Por qué presupuse que Dios, si estaba mirando, desaprobaba forzosamente que yo vertiese mi semen? ¿Por qué no se me ocurrió pensar que si el cielo no se desplomaba al presenciar mi ferviente e inagotable actividad, quizá fuera porque el cielo no la consideraba un pecado? Tampoco se me ocurrió imaginar que mis antepasados sonriesen al observar mis acciones: adelante, hijo, disfrútalo mientras lo tengas, no podrás hacer eso cuando seas un espíritu incorpóreo, así que hazte otra por nosotros. Quizá el abuelo se hubiese sacado la pipa celestial de la boca y hubiera susurrado, con tono cómplice: «Una vez conocí a una chica encantadora que se llamaba Mabel.»

En la escuela elemental nos probaban la voz. Íbamos uno por uno a la pizarra e intentábamos cantar una canción fácil, acompañados por el profesor. Después nos ponían en uno de los dos grupos: las voces agudas y las voces graves (un resto del mundo musical). Estas etiquetas eran un amable eufemismo, ya que faltaban años para que nos cambiase la voz; y recuerdo la indulgencia de mis padres cuando les informé, como si fuera un logro, del grupo en que me habían incluido. Mi hermano también tenía una voz grave, aunque le esperaba una mayor humillación. En el colegio siguiente también nos sometieron a una prueba y «un hombre repulsivo, llamado Walsh o Welsh» —me recuerda mi hermano— nos dividió en los grupos A, B y C. ¿La causa de la persistente animosidad de mi hermano, más de medio siglo después? «Creó para mí un grupo especial, el D. Me costó unos años superar el odio a la música.»

En aquel colegio, la música venía todas las mañanas uncida a un órgano atronador e himnos disparatados. «Hay a lo lejos una colina verde / fuera de los muros de una ciudad / donde crucificaron al amado Señor / que murió para salvarnos a todos.» La melodía era menos monótona que la mayoría; pero ¿para qué querría alguien construir una muralla alrededor de una colina verde? Más adelante, cuando comprendí que fuera de los muros significaba «extramuros», desplacé mi perplejidad a «verde». ¿Hay una colina verde? ¿En Palestina? Ahora que llevábamos pantalón largo no estudiábamos mucha geografía (si eras listo te deshacías de ella), pero hasta yo sabía que allí todo era arena y piedras. No me sentía un antropólogo en medio de antropófagos —ahora formaba parte de un quórum de escepticismo—, pero desde luego presentía una distancia entre palabras que me eran familiares y el sentido que contenían.

Una vez al año, el día de los premios del alcalde, cantábamos «Jerusalén», que había sido adoptada como la canción del colegio. Era una tradición entre los chicos más revoltosos —una pandilla de voces graves no reformadas— lanzar en un momento determinado un fortissimo que no estaba en la partitura y que suscitaba ceños fruncidos: «Tráeme mis flechas [ligera pausa] DE-DEE-SEO.» ¿Sabía yo que la letra era de Blake? Lo dudo. Tampoco hacían ningún intento de fomentar la religión por medio de la belleza de su lenguaje (quizá lo considerasen evidente). Teníamos un profesor viejo de latín al que le gustaba desviarse del texto y exponer meditaciones personales que ahora comprendo que constituían una técnica calculada. Se presentaba como un clérigo mojigato y sobrio, pero después mascullaba, como si se le acabara de ocurrir, algo como: «Sólo era la hija de un árabe, pero deberíais haber visto la franja de Gaza»
[2]
, un chiste demasiado escabroso para contárselo a mis padres, que también eran docentes. En otra ocasión, se puso satírico a propósito del absurdo título de un libro, La Biblia pensada para leerse como literatura. Nos reímos con él, pero desde un punto de vista opuesto: la Biblia (aburrida) evidentemente no estaba pensada para leerse como literatura (divertida), QED.

Entre nosotros, cristianos nominales, había unos cuantos chicos devotos, pero se les consideraba un poco raros, tan singulares —y raros— como el profesor que llevaba una alianza matrimonial y que se ruborizaba fácilmente (también era devoto). Al final de la adolescencia, tuve una vez una experiencia extracorpórea, y quizá dos: la sensación de estar cerca del techo, mirando desde arriba mi cuerpo deshabitado. Se lo conté al condiscípulo con las botas de lados elásticos, pero no a mi familia; y si bien encontré que esto era motivo de cierto orgullo (¡está pasando algo!), no deduje de ello ningún significado, y mucho menos religioso.

Fue probablemente Alex Brilliant el que comunicó el anuncio nietzscheano de que Dios estaba oficialmente muerto, lo que quería decir que podíamos hacernos pajas tanto más alegremente. Uno hacía su vida, ¿no?: de esto trataba el existencialismo. Y nuestro brioso profesor de inglés estaba implícitamente en contra de la religión. Al menos citó al Blake que sonaba como el opuesto de «Jerusalén»: «Pues el viejo Diosnadie en lo alto, pedorreaba y eructaba y tosía.» ¡Dios pedorrear! ¡Dios eructar! ¡Esto demostraba que no existía! (Una vez más, nunca pensé en aducir estos rasgos humanos como argumentos en pro de la existencia, de hecho la naturaleza comprensiva, de la deidad.) También nos citó el sombrío resumen que hace Eliot de la vida humana: nacimiento, copulación y muerte. A mitad de camino de su propio tránsito natural, este profesor de inglés, al igual que Alex Brilliant, se quitaría la vida, con pastillas y alcohol, en un pacto de suicidio con su mujer.

Yo fui a Oxford. Me pidieron que visitara al capellán del
college
, que me explicó que como becario tenía derecho a leer la lectura en la capilla. Recién liberado de las compulsiones del culto hipócrita, contesté: «Me temo que soy un ateo feliz.» No hubo consecuencias: ni truenos ni pérdida de la toga de becario ni rictus de desaprobación; terminé mi jerez y me marché. Uno o dos días después, el capitán de remo llamó a mi puerta y me preguntó si quería hacer una prueba en el río. Contesté, con quizá mayor audacia, tras haber afrontado al capellán: «Me temo que soy un esteta.» Ahora me estremezco al recordar esta respuesta (y más bien desearía haber remado); pero tampoco hubo consecuencias. No irrumpió en mi cuarto una banda de pendencieros con intención de romperme la porcelana azul que yo no poseía, o de meter mi cabeza libresca en la taza del retrete.

Pude declarar mi posición, pero la timidez me impidió defenderla. Si yo hubiera sido elocuente —o grosero—, podría haber explicado al clérigo y al remero que ser ateo y esteta iban de la mano: del mismo modo que para ellos, en otro tiempo, ser musculoso y cristiano. (Aunque el deporte quizá pudiese facilitar todavía una analogía útil: ¿no había dicho Camus que la respuesta correcta al sinsentido de la vida era inventar reglas para el juego, como nosotros habíamos hecho con el fútbol? Yo podría incluso haber citado —en mi rechazo imaginario— estos versos de Gautier: «
Les dieux eux mémes meurent. / Mais les vers souverains / Demeurent / Plus forts que les airains
.» [También los dioses mueren, / pero los versos soberanos / permanecen, / más fuertes que los bronces.] Podría haber explicado que el rapto religioso hacía mucho tiempo que había cedido el paso al trance estético, y quizá rematarlo con una sorna barata sobre el hecho de que era patente que Santa Teresa no veía a Dios en aquella famosa escultura extática, sino que gozaba de algo mucho más corporal.

Cuando dije que era un ateo feliz, debía entenderse que el adjetivo se aplicaba al sustantivo y nada más. Estaba contento de no creer en Dios; estaba contento de haber obtenido éxito académico hasta entonces; y eso era todo. Me consumían inquietudes que intentaba ocultar. Si bien era intelectualmente capaz (aunque sospechaba que yo era sólo alguien entrenado para aprobar exámenes), era social, emocional y sexualmente inmaduro. Y si me alegraba de haberme liberado del viejo Diosnadie, no dejaban de preocuparme las consecuencias. No había Dios, cielo ni vida de ultratumba; así pues, la muerte, por lejana que estuviera, figuraba en la agenda de un modo totalmente distinto.

En mi periodo universitario, pasé un año en Francia, dando clases en un colegio católico en Bretaña. De los curas con los que vivía me sorprendió que fuesen tan variados humanamente como los laicos. Uno era apicultor, el otro druida; uno apostaba a los caballos, el otro era antisemita; uno joven hablaba de la masturbación a sus alumnos; otro viejo era adicto a las películas de la televisión, aunque después le gustaba despreciarlas con la altiva frase de que «carecían tanto de interés como de moralidad». Algunos de los curas eran inteligentes y refinados; otros eran estúpidos y crédulos; algunos, obviamente piadosos y otros escépticos hasta un grado de blasfemia. Recuerdo la conmoción en la mesa del refectorio cuando el subversivo Pére Marais empezó a pinchar al druídico Pére Calvard sobre cuál de sus pueblos natales respectivos tendría un Espíritu Santo de mayor calidad en la Pascua de Pentecostés. Fue también allí donde vi mi primer cadáver: el del Pére Roussel, un joven cura docente. Expusieron su cuerpo en una antesala junto a la entrada principal del colegio; alentaron a visitarlo a alumnos y profesores. Yo me limité a mirar por el cristal de la puerta doble, diciéndome que era una muestra de tacto, cuando con toda probabilidad no era más que miedo.

Los curas me trataban con una amabilidad un poco burlona y un poco incomprensiva. «Ah», decían, parándome en el pasillo; me tocaban el brazo y me dirigían una sonrisa tímida: «La
perfide Albion
.» Entre ellos había un tal Pére Hubert de Goésbriand, un individuo corto de luces, pero de buen corazón, cuyo grandioso y aristocrático apellido bretón le pegaba tan poco que podría haberle tocado en una tómbola. Tendría poco más de cincuenta años, y era rechoncho, lento, calvo y sordo. Su placer principal en la vida era gastar bromas pesadas a la hora de las comidas al tímido secretario del colegio, Lhomer: subrepticiamente le deslizaba cubiertos en el bolsillo, le soplaba humo de cigarrillo en la cara, le hacía cosquillas en el cuello y le colocaba de improviso el tarro de mostaza debajo de la nariz. El secretario mostraba una auténtica entereza cristiana ante aquellas fastidiosas provocaciones cotidianas. Al principio, Pére de Goésbriand solía clavarme un dedo en las costillas o tirarme del pelo cada vez que nos cruzábamos, hasta que alegremente le llamé bastardo y le paré así los pies. En la guerra le habían herido en la nalga izquierda («¡Mientras huías, Hubert!» «No, estábamos rodeados»), por lo que viajaba con tarifa reducida y estaba suscrito a una revista para
Anciens Combattants
. Los otros curas le trataban con una indulgencia apenada. «Pauvre Hubert» era el comentario más común que se oía en las comidas, bien como un aparte mascullado o gritado directamente a la cara.

De Goésbriand acababa de celebrar sus veinte años de sacerdocio y se tomaba la fe con mucha franqueza. Le escandalizó enterarse, al escuchar una conversación que tuve con el Pére Marais, de que yo no estaba bautizado. Al Pauvre Hubert le preocupó inmediatamente mi situación y me expuso las funestas consecuencias teológicas: que sin el bautismo no tenía la posibilidad de entrar en el cielo. Quizá debido a mi condición de paria, en ocasiones reconocía ante mí las frustraciones y restricciones de la vida sacerdotal. Un día me confesó con cautela: «No pensarás que soportaría todo esto si no creyera que al final está el paraíso, ¿verdad?»

En aquel entonces, en parte me impresionaba este pensamiento práctico y en parte me horrorizaba una vida malgastada por una vana esperanza. Pero el cálculo de Pére de Goésbriand tenía una historia distinguida, y yo podría haber descubierto en ella una versión prosaica de la famosa apuesta de Pascal. Parece una apuesta sencilla. Si eres creyente y resulta que Dios existe, ganas. Si crees y resulta que Dios no existe, pierdes, pero no es ni la mitad de malo de lo que sería decidir no creer y descubrir después de la muerte que Dios sí existe. No es quizá tanto un argumento de lo que un ejemplo de posicionamiento interesado, digno del cuerpo diplomático francés; aunque la apuesta primordial sobre la existencia de Dios depende de una segunda y simultánea apuesta sobre Su naturaleza. ¿Y si Dios no es como imaginamos? ¿Y si, por ejemplo, desaprueba a los que apuestan, sobre todo a aquellos cuya supuesta creencia en Él depende de una mentalidad de juego de azar? ¿Y quién decide quién gana? No nosotros: Dios quizá prefiera al dubitativo sincero que al adulador oportunista.

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