Nada que temer (18 page)

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Authors: Julian Barnes

Tags: #Biografía, Relato

Este episodio era muy conocido entre la generación siguiente de compositores franceses. «Horrible, ¿no?», decía Ravel. «¡Ir al estreno de Gwendoline y no reconocer tu propia música!» Recuerdo cuando a mi amiga Dodie Smith, muy anciana, le hicieron la cariñosa y alentadora pregunta: «Dime, Dodie, ¿te acuerdas de cuando eras una dramaturga famosa?» A lo que ella respondió: «Sí, creo que sí», más bien con el tono que imagino que mi padre utilizó cuando le dijo a mi madre: «Creo que eres mi mujer.» Ya es bastante penoso que una sombrerera no reconozca su propio sombrero, un peón el badén que ha construido, un escritor sus palabras, un pintor su lienzo, pero existe un dolor adicional, para quienes lo presencian, cuando un compositor no reconoce sus notas.

Ravel murió poco a poco —el proceso duró cinco años— y tuvo la peor muerte. Al principio, el deterioro causado por la enfermedad de Pick (una forma de atrofia cerebral), aunque alarmante, no fue específico. Le eludían las palabras; le fallaban las facultades motoras. Agarraba un tenedor por el extremo erróneo; era incapaz de trazar su firma; se le olvidó nadar. Cuando salía a cenar, su ama de llaves tomaba la precaución de prenderle su dirección con un alfiler dentro del abrigo. Pero después la enfermedad cobró un sesgo malignamente especial y afectó al Ravel compositor. Fue a una grabación de su cuarteto de cuerda y, sentado en la sala de control, hizo diversas sugerencias y correcciones. Una vez grabado cada movimiento, le preguntaron si quería escuchar otra vez la grabación entera, pero él dijo que no. Así pues, la sesión transcurrió rápidamente y el estudio estaba contento de que todo hubiera concluido en una tarde. Al final, Ravel se volvió hacia el productor (y el hecho de que adivinemos lo que va a decir no reduce su impacto): «Es realmente muy bueno. Recuérdeme el nombre del compositor.» Otro día fue a un concierto de su música de piano. Lo siguió con un placer evidente, pero cuando la sala se volvió para aclamarle, él pensó que se dirigía al colega italiano sentado a su lado, y se unió a los aplausos.

Llevaron a Ravel a la consulta de dos destacados neurocirujanos franceses. Otro «¿qué preferirías?». El primero juzgó su estado inoperable y dijo que había que permitir que la naturaleza siguiera su curso. El segundo habría corroborado el dictamen de su colega si no se hubiera tratado de Ravel. Sin embargo, si existía la más ligera posibilidad de que viviera unos años más, de que nosotros tuviéramos un poco más de su música (que es «la mejor manera de digerir el tiempo»)... Así que abrieron el cráneo del compositor y vieron que la lesión era amplia e irreparable. Diez días después, con la cabeza todavía envuelta en las vendas del hospital, Ravel murió.

Hará unos veinte años me preguntaron si accedería a que me entrevistaran para un libro sobre la muerte. Decliné por motivos literarios: no quería malgastar hablando material que quizá necesitara más adelante. No leí el libro cuando se publicó: quizá por un temor supersticioso —o racional— a que uno de los participantes hubiera expresado mejor lo que yo estaba incubando lentamente. No hace mucho, empecé a examinar cautelosamente el primer capítulo, una entrevista con un tal «Thomas». Pero al instante vi con claridad, tras haber leído escasamente una página, que aquel «Thomas» no era otro que mi difunto amigo G., el exterminador del libre albedrío.

La alternativa primaria de las relacionadas con la muerte (aunque de nuevo una alternativa que no nos deja elegir) es: ¿ignorancia o conocimiento? ¿Preferirías recibir
le réveil mortel
o adentrarte dormido en una ceguera acolchada? Podría ser una pregunta fácil: en caso de duda, elige el conocimiento. Pero es éste el que causa el daño. Como dice «Thomas»/G.: «Creo que casi todos los que no tienen miedo no saben lo que la muerte significa... La teoría clásica de la filosofía moral sostiene que es un gran mal para una persona fallecer súbitamente [en la flor de la vida]; a mí, sin embargo, me parece que lo malo es saber que va a ocurrir. Si sucediera sin tu conocimiento no tendría importancia.» O, al menos, nos asemejaría aún más a esos pingüinos: el incauto que se bambolea hasta la orilla del mar y es empujado al agua por un codazo nada gratuito quizá teme a la foca, pero no puede conceptualizar las consecuencias eternas que representa la foca.

A G. no le cuesta entender, o creer, que los seres humanos, con toda su complejidad, simplemente desaparecen para siempre. Esto forma parte del «despilfarro de la naturaleza», como la microingeniería de un mosquito. «Lo veo como una especie de exceso de la naturaleza, que derrocha sus dones alrededor; los seres humanos son otro ejemplo más del mismo género de despilfarro. Esos cerebros y sensibilidades extraordinarios, producidos a millones, y que después, desechados, desaparecen en la eternidad. No creo que el hombre sea un caso especial, creo que la teoría de la evolución lo explica todo. Puestos a pensarlo, es un bella teoría, maravillosa y sugerente, aunque para nosotros tenga consecuencias aciagas.»

¡Así me gusta! Y quizá el sentido de la muerte sea como el sentido del humor. Todos creemos que el que tenemos —o no tenemos— es perfecto y adecuado para la correcta comprensión de la vida. Son los demás los que no llevan el paso. Creo que mi sentido de la muerte —que a algunos de mis amigos les parece exagerado— es muy proporcionado. Para mí, la muerte es el único hecho atroz que define la vida; sin una conciencia constante de este hecho, no puedes empezar a entender el sentido de la vida; si no sabes y sientes que los días de vino y rosas están contados, que el vino se agriará y las rosas se tornarán mustias en su agua hedionda antes de que las tiren para siempre, jarrón incluido, no hay contexto para los placeres y aficiones que surjan en tu camino hacia la tumba. Pero yo ya decía esto, ¿no? Mi amigo G. tiene una peor forma de muerte, y por eso su angustia me parece excesiva, por no decir insana (ah, la actitud «sana» ante todo esto, ¿dónde se encuentra?).

Para G., nuestra defensa contra la muerte —o, mejor dicho, contra el peligro de no poder pensar en nada más, consiste en «adquirir preocupaciones de corta duración que valgan la pena». También, a modo de consuelo, cita un estudio que muestra que el miedo a la muerte disminuye a partir de los sesenta años. Bueno, yo he llegado a esa edad antes que él y puedo informar de que sigo esperando disfrutar de esa ventaja. Sólo hace un par de noches hubo otro de esos momentos alarmados y alarmantes que te arrancan del sueño y te devuelven a la vigilia, despierto, solo, totalmente solo, golpeando la almohada con el puño y gritando «Oh, río, oh, no, OH, NO», con un gemido interminable, y en que el horror del instante —de los minutos—aplastan lo que a un espectador objetivo podría parecerle un alarde escandaloso de exhibicionista compasión por uno mismo. Y, además, incoherente, pues lo que a veces me avergüenza es la extraordinaria falta de palabras descriptivas, o reactivas, que salen de mi boca. Por el amor de Dios, eres un escritor, me digo. Creas palabras. ¿No puedes mejorarlas? ¿No puedes afrontar la muerte —bueno, nunca podrás hacerle frente, pero al menos protestar ante ella— con una actitud algo más interesante? Sabemos que el dolor físico extremado te priva del lenguaje; es desalentador saber que el dolor mental produce el mismo efecto.

Una vez leí que Zola también saltó catapultado de la cama como un proyectil, arrancado del sueño por un terror mortal. A los veinte años, cuando yo era aún un autor inédito, pensaba en él como en un hermano... y también con aprensión: si esto le sucede a un escritor mundialmente famoso a los cincuenta años, no hay muchas posibilidades de que la cosa mejore para mí con los años. La novelista Elizabeth Jane Howard me dijo en una ocasión que las tres personas más temerosas de la muerte que había conocido en su vida eran su ex marido Kingsley Amis, Philip Larkin y John Betjeman. Es tentador extraer la conclusión de que se trata de un temor de literatos, y hasta exclusivamente de literatos hombres. Amis mantenía —cómicamente, dada su biografía— que los hombres eran más sensibles que las mujeres.

Yo lo dudo mucho, tanto lo de que sea un temor masculino como lo de que sea un temor propio de escritores. Cuando yo era «sólo» un lector, creía que los escritores, porque escribían libros que contenían verdades, porque describían el mundo, penetraban en el corazón humano, captaban tanto lo particular como lo general y eran capaces de recrear ambas cosas en formas libres pero estructuradas, porque comprendían, tenían que ser, por consiguiente, más sensibles —y también menos vanidosos y egoístas— que las demás personas. Luego me hice escritor y empecé a conocer a escritores y a observarlos, y llegué a la conclusión de que la única diferencia entre ellos y los demás, el único y exclusivo aspecto en que eran mejores residía en que eran mejores escritores. Quizá, en efecto, fueran sensibles, perceptivos, sabios, capaces de generalizar y de captar lo particular, pero sólo ante sus escritorios y en sus libros. Cuando se aventuran en el mundo, suelen comportarse como si toda su comprensión de la conducta humana se hubiera quedado atascada en sus máquinas de escribir. No sólo los escritores. ¿Son muy sabios los filósofos en su vida privada?

«Ni un ápice más sabios por ser filósofos», contesta mi hermano. «Peor aún, en su vida semipública son menos juiciosos que otros tipos de académicos.» Recuerdo que una vez dejé un momento la autobiografía de Bertrand Russell, no por incredulidad, sino por una especie de creencia horrorizada. De este modo describe el principio del fin de su primer matrimonio: «Salí a pedalear en bici una tarde y de repente, cuando avanzaba por una carretera rural, comprendí que ya no amaba a Alys. Hasta aquel momento ignoraba incluso que mi amor por ella había disminuido.» La única respuesta lógica a esto, a sus repercusiones y a su forma de expresión sería: que los filósofos no monten en bicicleta. O quizá, que los filósofos se abstengan de casarse. Conservarles para que hablen de la verdad con Dios. Para esto me gustaría tener a mi lado a Russell.

El día de mi sesenta cumpleaños, almuerzo con T., uno de mis antiguos amigos religiosos. ¿O quiero decir simplemente que profesa una fe? En cualquier caso, es católico, lleva una cruz al cuello y, para alarma de algunas antiguas novias, tiene un crucifijo en la pared encima de la cama. Sí, sé que esto parece más propio de una persona religiosa y no sólo practicante. T. pronto se casará con R., que quizá tenga o no tenga el poder de retirar el crucifijo. Como es mi cumpleaños, me permito una mayor libertad inquisitoria y le pregunto por qué —aparte de haber sido educado en el catolicismo— cree en su Dios y en su religión. Piensa un momento y responde: «Creo porque quiero creer.» Asemejándome un poco a mi hermano, replico diciendo: «Si me dijeras que quieres a R. porque quieres quererla, no me impresionaría demasiado, y tampoco a ella.» Como es mi cumpleaños, T. se contiene para no arrojarme su bebida.

Cuando vuelvo a casa, encuentro un paquetito que alguien ha metido por la ranura de la puerta. Mi primera reacción es de ligera irritación, porque he expresado el deseo específico de que no me hagan regalos, y esta amiga concreta, conocida por su propensión a hacerlos, ha recibido más de una advertencia al respecto. El paquete contiene una insignia de solapa, provista de una pila, que emite destellos azules y rojos que dicen «HOY 60». Lo que lo convierte no sólo en aceptable, sino en el regalo perfecto, que transforma mi irritación en un buen humor inmediato, son las palabras del fabricante impresas en la parte posterior del cartón: «AVISO: Puede causar interferencias con los marcapasos.»

Una de las (posiblemente) «preocupaciones de corta duración que valgan la pena» después de mi cumpleaños es una gira de presentación de libros por Estados Unidos. La llegada a Nueva York —el tránsito desde el aeropuerto a la ciudad— supone pasar por delante de uno de los cementerios más grandes que he visto en mi vida. Siempre disfruto a medias de este ritual
memento mori
y seguramente porque nunca he llegado a amar Nueva York. Todo el bullicio en la más bulliciosa y narcisista de las ciudades se reducirá a esto: Manhattan ridiculizada por la compacta verticalidad de las lápidas. En el pasado, me limitaba a tomar nota de la extensión de los cementerios y la aritmética de la mortalidad (una tarea para el dios de la contabilidad en el que Edmond de Goncourt no creía). Ahora, por primera vez, me sorprende otra cosa: que no hay nadie en ellos. Estos cementerios son como el campo moderno: hectáreas de vacío que se extienden en todas direcciones. Y aunque no esperas ver a un aldeano con una guadaña, o a unos hombres que instalan una cerca, cavan una zanja o levantan un muro de mampostería, la absoluta ausencia de actividad humana que la industria agropecuaria ha traído a las antiguas praderas y pastos y campos cercados es otra forma de muerte: como si los pesticidas hubieran exterminado también a todos los campesinos. De un modo similar, en estos camposantos de Queens, ni un cuerpo —ni un alma— se mueve. Es normal, por supuesto: nadie visita a los ex bulliciosos muertos porque los nuevos bulliciosos que les sustituyen en la ciudad están muy ocupados armando bullicio. Pero si hay algo más melancólico que un cementerio es un cementerio sin visitantes.

Unos días después, a bordo de un tren a Washington, en alguna parte al sur de Trenton paso por otro cementerio. Aunque igualmente vacío de vivos, este último parece menos lúgubre: crece desordenada y amigablemente a lo largo de las vías, y no produce la misma sensación de fin irrevocable, de muerte definitiva. Parece que aquí los muertos no están tan muertos como para olvidarlos, no tan muertos como para que no acojan a nuevos vecinos. Y allí, en el extremo meridional de esta franja apacible, un alegre signo norteamericano: un letrero que proclama: CEMENTERIO DE BRISTOL. PARCELAS DISPONIBLES. Da la impresión de que se pretende un juego de palabras con «lotes»
[7]
: ven a sumarte a nosotros, tenemos mucho más espacio que nuestros rivales.

Parcelas disponibles. Publicidad, incluso de la muerte: es el estilo americano. Mientras que en Europa occidental la antigua religión se halla en una decadencia terminal, Estados Unidos sigue siendo un país cristiano, y es lógico que la fe siga floreciendo allí. El cristianismo, que zanjó la vieja disputa doctrinal judía sobre si había o no vida después de la muerte, que centralizó la inmortalidad personal como un atractivo teológico, encaja bien en esta sociedad dinámica y orientada hacia la recompensa. Y puesto que en Norteamérica todas las tendencias se llevan al extremo, actualmente se ha consolidado el cristianismo extremo. La vieja Europa adoptó una actitud más pausada ante la llegada definitiva del Reino de los Cielos: un largo enmohecimiento en la tumba antes de la resurrección y el juicio, cuando Dios lo estime oportuno. A Estados Unidos y al cristianismo extremo les gusta acelerar las cosas. ¿Por qué la entrega del producto no se efectúa más pronto que tarde, una vez formulado el pedido? De ahí las fantasías como «el rapto», en el que los justos, al tiempo que se ocupan de sus asuntos cotidianos, son al instante conducidos al cielo y desde allí arriba contemplan el combate a puñetazos de Jesús y el Anticristo en el campo de batalla del planeta Tierra. La versión cinematográfica —película de acción y de desastres, calificada X— del fin del mundo.

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