Nada que temer (16 page)

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Authors: Julian Barnes

Tags: #Biografía, Relato

Estoy bromeando. Aunque no del todo. Nunca he escrito un libro, salvo el primero, sin pararme a pensar en algún momento que podría morir antes de terminarlo. Esto forma parte de la superstición, el folklore, la manía del oficio, el aspaviento fetichista. Los lápices adecuados, los rotuladores, los bolígrafos, los cuadernos, el papel, la máquina de escribir: necesidades que son también los correlatos objetivos del estado de ánimo idóneo. Para crearlo se aparta todo lo que podría incidir nocivamente, estrechando el foco de atención hasta que sólo queda lo importante: el lector, yo, el mundo y el libro, y cómo conseguir que sea lo mejor posible. Recordarme la mortalidad (o, más sinceramente, que la mortalidad me recuerde su presencia) es un acicate necesario y útil.

También lo es el consejo de quienes ya han pasado por este trance: instrucciones, máximas, epigramas clavados en el tablero literal o metafóricamente. Tanto William Styron como Philip Roth han acatado el recordatorio de Flaubert: «Sé metódico y ordinario en tu vida, como un burgués, para poder ser violento y original en tu obra.» ¿Necesitas quizá que no te distraiga la idea de la futura acogida crítica? Sibelius te servirá de ayuda en esto —«Recuerda siempre que en ninguna ciudad de Europa han erigido una estatua a un crítico»—, aunque mi frase favorita es de Ford Madox Ford: «No es nada difícil decir que un elefante, por bueno que sea, no es un buen jabalí verrugoso; porque casi todas las críticas se reducen a esto.» A muchos escritores les sería provechosa esta frase de Jules Renard: «De casi todas las obras literarias se puede decir que son demasiado largas.» Además, y por último, deberían esperar que no les comprendan. Sobre este particular, de nuevo Sibelius, con la consigna gnómica e irónica: «Malinterprétame correctamente.»

Cuando empecé a escribir, establecí la regla —como parte del proceso de despejar la mente, concentrarse en el tema y afinar la limpieza y la precisión psicológicas— de que debería hacerlo como si mis padres hubieran muerto. No se trataba del deseo específico de utilizarlos o insultarlos; no quería sorprenderme pensando en lo que pudiese ofenderles o agradarles. (Y en este sentido mis padres no sólo eran ellos, sino que también representaban a amigos, colegas, amantes, y no digamos a críticos que describían al jabalí verrugoso.) Lo extraño es que ahora necesito esta regla más que nunca, aunque hace muchos años que mis padres murieron.

Morir en mitad de una pal... o cuando has escrito tres quintas partes de una nov... Mi amigo novelista, Brian Moore, temía también esto, aunque por una razón adicional: «Porque algún cabrón la acabará por ti.» He aquí el «¿qué preferirías?» de un narrador. ¿Preferirías morir en mitad de un libro, y que algún cabrón lo terminara por ti, o dejar una obra inacabada que ni un solo cabrón en todo el mundo estuviera interesado en terminar? Moore murió cuando trabajaba en una novela sobre Rimbaud. Aquí hay una ironía: Rimbaud fue un escritor que, para cerciorarse de que no moriría en mitad de una estrofa, ya completados dos tercios de una pa..., abandonó la literatura media vida antes de morir.

Mi madre, hija única y sola mujer en una familia cuyos miembros masculinos tenían poco instinto para el mando, desarrolló un solipsismo que no disminuyó con la edad. Ya viuda, era aún más propensa a los monólogos que en la época en que se podía recibir una respuesta educada, afectuosa y en ocasiones enfurruñada de la butaca Parker Knoll. Inevitablemente, se volvió también más repetitiva. Una tarde en que yo estaba sentado con ella, pensando a medias en otras cosas, me desconcertó con un pensamiento nuevo. Dijo que había estado reflexionando sobre las diversas formas de decrepitud que quizá le aguardaban, y se preguntaba si se quedaría sorda o ciega. Por un momento —ingenuamente— supuse que estaba pidiendo mi opinión, pero ella no necesitaba aportaciones ajenas: preferiría la sordera, me dijo. ¿Una expresión de solidaridad con su padre y sus dos hijos? En absoluto. Ella lo razonaba así para su coleto: «Si me quedara ciega, ¿cómo me haría la manicura?»

La muerte y la forma de morir generan todo un cuestionario de preferencias similares. Para empezar, ¿preferirías saber que te estás muriendo o no? ¿Preferirías mirar o no mirar? A los treinta y ocho años, Jules Renard escribió: «Por favor, Dios, ¡no me hagas morir demasiado rápido! No me importaría ver cómo me muero.» Escribió esto el 24 de enero de 1902, en el segundo aniversario del día en que había viajado de París a Chitry para enterrar a su hermano Maurice: un funcionario de obras públicas que se quejaba del sistema de calefacción central, transformado, en cuestión de unos pocos minutos de silencio, en un cadáver con la cabeza recostada sobre una guía telefónica de París. Un siglo después, pidieron al historiador de la medicina Roy Porter que reflexionara sobre la muerte: «Verá, creo que sería interesante estar consciente a la hora de la muerte, porque debes de experimentar cambios de lo más extraordinarios. Pensar, me estoy muriendo... Creo que me gustaría ser plenamente consciente en ese momento. Porque, verá, de lo contrario te estarías perdiendo algo.» Esta curiosidad terminal constituye una hermosa tradición. En 1777, el fisiólogo suizo Albrecht von Haller fue atendido en su lecho de muerte por un colega médico. Haller supervisó su propio pulso a medida que se debilitaba, y murió fiel a su carácter con estas últimas palabras: «Amigo mío, la arteria ya no late.» El año anterior, Voltaire también se había vigilado el pulso hasta el momento en que movió la cabeza lentamente y, unos minutos después, murió. Una muerte admirable —sin ningún cura a la vista—, digna del catálogo de Montaigne. Empero, no impresionó a todo el mundo; Mozart, a la sazón en París, escribió a su padre: «Probablemente ya sabrás que el ateo y granuja redomado Voltaire ha muerto como un perro, como un animal..., ¡ya tiene su recompensa!» Como un perro, en efecto.

¿Preferirías temer o no temer a la muerte? Esta elección parece fácil. Pero ¿qué tal esta otra?: ¿qué tal si nunca pensaras en la muerte, vivieras tu vida como si no hubiese mañana (que no hay, por cierto), lo pasaras bien, hicieras tu trabajo, amaras a tu familia y luego, cuando por fin te vieras obligado a admitir tu propia mortalidad, descubrieses que esta nueva conciencia del punto final al término de la frase significaba que toda la historia anterior carecía de sentido? ¿Que si de entrada hubieras tenido plena conciencia de que ibas a morir, y de lo que ello significaba, habrías vivido con arreglo a principios completamente distintos?

Y luego está el caso contrario, que quizá sea el mío: ¿y si vivieras hasta los sesenta o setenta con un ojo atento al pozo que se llena sin cesar y luego, cuando la muerte se acercase, descubrieras que al fin y al cabo no había nada que temer? ¿Y si empezaras a sentir que formas parte, satisfecho, del gran ciclo de la naturaleza (por favor, toma mis átomos de carbono)? ¿Y si de repente, o incluso gradualmente, esas metáforas tranquilizadoras empezaran a convencerte? El poeta anglosajón comparaba la vida con un pájaro que vuela desde la oscuridad a una sala de banquetes brillantemente iluminada, y después sale otra vez a la ti—niebla del extremo más lejano: quizá esta imagen calme la punzada de ser humano y mortal. No puedo decir que para mí ya funcione. Es muy bonito, pero el pedestre que llevo dentro se empeña en señalar que cualquier pájaro sensato que llegase volando a la sala acogedora de un banquete se posaría en las vigas todo el puñetero tiempo que pudiera en vez de salir volando por el otro extremo. Además, el pájaro, en su pre y posexistencia a ambos lados de la sala donde se celebra la fiesta, al menos sigue volando y que es más de lo que puede decirse o se dirá de nosotros.

Cuando cobré conciencia de mi mortalidad, era algo simple: estabas vivo, después estabas muerto y despídete de la divinidad: adiós. Pero ¿quién sabe cómo nos afectará la edad? Cuando yo era un joven periodista entrevisté al novelista William Gerhardie. Por entonces era un octogenario frágil y postrado en cama; la muerte no estaba lejos. En un momento dado cogió de la mesilla una antología sobre la inmortalidad y me mostró una crónica profusamente subrayada de una experiencia extracorpórea. Era idéntica, me explicó, a la que había vivido siendo soldado en la Primera Guerra Mundial. «Creo en la resurrección», dijo simplemente. «Creo en la inmortalidad. ¿Usted cree en la inmortalidad?» Yo guardé un incómodo silencio (y no logré recordar la experiencia extracorpórea que tuve cuando era un escolar). «Bueno, a su edad yo tampoco creía», prosiguió, comprensivo. «Pero ahora sí.»

Así que quizá yo cambie de opinión (aunque lo dudo). Lo más probable es que la elección que se avecina se vuelva borrosa. La vida contra la muerte se convierte, como señaló Montaigne, en la vejez contra la muerte. Tú, lector, y yo nos aferraremos no a unos cuantos minutos más en una sala señorial donde huele a pollo asado y se oye el ruido alegre de pífanos y tambores, ni tampoco a unos pocos días y horas más de vida auténtica, sino a unos cuantos días y horas más de senilidad jadeante, con la mente ida, los músculos consumidos y la vejiga incontinente. «¿Qué te hace pensar que es vida lo que tienes en este momento?», como dijo el cesar despiadado a su antiguo legionario. Y, sin embargo —aún peor—, imagínate que este cuerpo decadente tiene ahora más miedo a la inconsciencia que cuando era saludable y fuerte y podía distraerse de la contemplación de esta inconsciencia mediante la actividad física y mental, la utilidad social y la compañía de amigos. Un cuerpo cuyos compartimentos mentales empiezan a cerrarse uno tras otro, que ha perdido la lucidez, el habla, el reconocimiento de las amistades y la memoria, reemplazados por un mundo de fantasía poblado de monos y compañeros de tenis poco fiables. Lo único que queda —el último mecanismo del motor que conserva su capacidad de alimentarlo—es el compartimento que nos inspira el miedo a la muerte. Sí, ese pedacito de actividad mental seguirá funcionando a todo trapo, agrandando el pánico y difundiendo el estremecimiento y el terror por nuestro organismo. Te darán morfina para el dolor —y después, quizá, un poco más de lo que necesitas, y después el exceso necesario—, pero no pueden darte nada que impida que este nefasto racimo de células cerebrales te haga cagarte de miedo (o lo contrario) hasta el mismo final. Entonces quizá lamentaremos haber pensado alguna vez, como Renard: «Por favor, Dios, ¡no me hagas morir demasiado rápido!»

El escritor y director Jonathan Miller estudió medicina. A pesar de haber diseccionado la rigidez y manipulado la ductilidad cerúlea de personas a las que acababa de abandonar el aliento de la vida, hasta los cuarenta, según cuenta él mismo, «No empecé a pensar, bueno, sigue adelante; esto es algo que voy a hacer algún tiempo». Entrevistado a mediados de la cincuentena, declaró que aún no le alarmaban las consecuencias a largo plazo: «El miedo a no existir..., no, no lo tengo en absoluto.» Reconoció, en cambio, el temor al lecho de muerte y a lo que le acompaña: dolores, delirio, alucinaciones torturadoras y la familia atribulada que se prepara para la pérdida. Esto me parece una actitud bastante correcta, aunque no como una alternativa, sino simplemente como un aditamento al miedo adulto y propiamente dicho de «no existir».

Miller concuerda con Freud en que «no concibe, no le ve sentido a la idea de una aniquilación total». Y de este modo parece transferir su capacidad de terror primero al proceso y la humillación de morir, y en segundo lugar a diversos estados posibles de semiexistencia o cuasi existencia que podrían producirse alrededor o después de la muerte. Teme «esa conciencia residual que no se apaga del todo», y se imagina una experiencia extracorpórea en la que está presenciando su propio entierro: «o, de hecho, no presenciando, sino inmovilizado dentro del féretro». Puedo imaginar esta nueva punzada del viejo temor a que te entierren vivo, pero no lo veo especialmente siniestro. Si hubiese una conciencia residual que presencia nuestro propio entierro y se revuelve dentro de nuestro féretro, ¿por qué debería ser necesariamente una conciencia que teme el encierro?

Casi todos nosotros hemos pensado o dicho de la muerte: «Bueno, ya lo descubriremos», a la vez que tenemos casi la certeza de que nunca «descubriremos» lo negativo que esperamos. Podría existir una conciencia remanente que nos diera la respuesta. Podría ser una manera suave de decir no. Podría presenciar desde arriba el entierro o la incineración, despedir a este latoso cuerpo nuestro y a la vida que ha albergado, y (en el supuesto de que siga de algún modo adherido al ego o lo represente) permitir—nos pensar que lo que está sucediendo es lo adecuado. Podría producir una sensación calmante, un «descanse en paz», un consuelo, un dulce «buenas noches», una copita ontológica para antes de acostarse.

Tengo una amiga sueca, K., que una vez, con mucha dulzura y delicadeza, susurró a un amigo común que llevaba mucho tiempo enfermo de cáncer: «Es hora de partir.» Siempre la he chinchado diciendo que sabré que las cosas se han puesto feas cuando mi oído perciba esa voz ligeramente modulada, y esas palabras de consejo muy ensayadas. Quizá la conciencia residual que asusta a Miller resulte ser útil y benevolente, un ajuste de cuentas formulado con un suave acento sueco.

Aquel pájaro medieval vuela desde la oscuridad a una sala iluminada y vuelve al exterior oscuro. Uno de los argumentos sensatísimos contra la inquietud de la muerte es el siguiente: si no tememos y odiamos la eternidad de tiempo que precede a nuestro breve instante de vida iluminada, ¿por qué, entonces, deberíamos sentir algo distinto respecto al segundo lapso de tinieblas? Porque, por supuesto, durante el primer lapso de oscuridad, el universo —o, al menos, una parte muy, muy considerable del mismo—avanzaba hacia la creación de algo de interés obvio, trenzaba sus genes como había que hacerlo y se abría camino a través de una sucesión de ancestros simiescos, que rugían y manipulaban utensilios, hasta el momento en que se sintió preparado y escupió a las tres generaciones de maestros que... me engendraron. Por tanto, aquella oscuridad tuvo un propósito, al menos desde mi punto de vista solipsista, mientras que de la segunda oscuridad no cabe decir absolutamente nada.

Supongo que podría ser peor. Casi siempre puede serlo, lo cual constituye un leve consuelo. Podríamos temer el abismo prenatal y también el posterior a la muerte. Raro, pero no imposible. En su autobiografía, Nabokov describe a un «cronófobo» que sucumbía al pánico cuando le enseñaban películas caseras del mundo en los meses precedentes a su nacimiento: la casa donde viviría, la madre que se asomaría a una ventana, un cochecito de niño vacío que aguardaba a su ocupante. A la mayoría de nosotros esto, en vez de alarmarnos, nos parecería alegre; el cronófobo veía sólo un mundo en donde él no existía, un vasto territorio del que él estaba ausente. Tampoco le consolaba en absoluto que esa ausencia avanzase irresistiblemente para producir su futura presencia. Nabokov no refiere si esta fobia reducía su grado de temor a la ultratumba o si, por otro lado, lo duplicaba.

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