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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

Naturaleza muerta (39 page)

Los dedos eran enormes y calientes. Apartó la cara, ahogando un grito.

Entonces sintió el peso de una mano en el hombro. Procuró no hacer caso y no moverse. La mano apretó su hombro, bajó por el brazo, palpó un poco y siguió deslizándose. Era rugosa, curtida, con las uñas astilladas como trozos de madera.

La mano se apartó, pero volvió a posarse y recorrió la columna. Corrie quiso apartarse, pero la mano, bruscamente, cogió un omoplato con una fuerza horrible, y la obligó a gritar. La mano siguió moviéndose. Cogió la nuca de Corrie y apretó, dejándola paralizada de terror. Cada vez apretaba con más fuerza.

–¿Qué quieres? –preguntó ella, con el poco aliento que le quedaba.

Lentamente, la mano se distendió. Corrie oía la respiración del ser, seguida por una cantinela atropellada. Volvía a hablar solo. La mano acarició la base de la nuca, subió y frotó la cabeza.

A pesar de sus ganas de apartarse, Corrie no lo hizo. La mano, que seguía frotando, pasó a la frente. Frotó la cara, acarició la mejilla, estiró los labios y quiso abrir la boca, con dedos callosos y apestosos como garras de golem. Corrie se volvió, pero la mano siguió los movimientos de su cabeza sin dejar de clavarse, como quien examina un trozo de carne.

–¡Para, por favor! –sollozó.

La mano se detuvo. Corrie oyó un gruñido. A continuación los dedos rodearon el cuello, esta vez por delante, y apretaron. Al principio la presión era suave, pero aumentaba, y aumentaba.

Quiso gritar, pero ya no le salía aire por la tráquea. Se debatió, y empezó a ver estrellitas.

El ser seguía apretando. Al sentir que se le debilitaba la conciencia, y que se le relajaban las extremidades, Corrie hizo un esfuerzo denodado por alargar los brazos y arañar la oscuridad.

Poco a poco, la mano se abrió. Corrie cayó al suelo jadeando y con la cabeza a punto de explotar. La mano volvió a acariciarle el pelo.

De pronto dejó de moverse y se retiró.

Ella se quedó en el suelo, aterrorizada y muda. Oyó un ruido como el de alguien husmeando, que se repitió varias veces. Parecía que el ser olisqueara el aire. Corrie se dio cuenta de que había entrado un poco de brisa en aquella parte de la cueva. Reconoció los olores del mundo exterior: el ozono, la humedad de la tormenta, la tierra, y las frescas fragancias nocturnas, que disipaban (pero solo un poco) el hedor de aquel lugar de pesadilla. Parecía que el olor atrajera al ser, lo llamara.

Y el ser se marchó.

Cuarenta y nueve

Eran las 20.11, la hora habitual de la puesta de sol, pero en el oeste de Kansas ya hacía cuatro horas que el sol se había puesto.

Desde mediodía, un frente de aire frío de casi dos mil kilómetros de longitud, llegado desde Canadá, había empezado a cubrir una región de las Grandes Llanuras que llevaba varias semanas reseca y castigada por el sol. El aire, que el frente hacía subir, capturaba finas partículas de polvo, fenómeno que no tardó en manifestarse en forma de tolvaneras, remolinos de polvo que ascendían bruscamente en la oscuridad. El frente, que en su avance iba ganando intensidad, levantó la tierra seca hasta formar un denso muro de polvo que se cernía silbando sobre la región. La pared tardó poco en adquirir una altura de tres mil metros. En la superficie, la visibilidad disminuyó a menos de medio kilómetro.

El frente se movía de este a oeste por Kansas, precedido por avisos de tormentas de polvo. La pared, de un color marrón oscuro, iba engullendo poblaciones, y mientras tanto el frente frío, cargado de polvo, penetraba como una cuña en el aire caliente, seco e inmóvil que hasta entonces había sofocado las Grandes Llanuras. Al chocar, las masas de aire de distinta densidad y temperatura lucharon por la supremacía. La perturbación hizo que se formarí un enorme sistema de bajas presiones, que giraba en sentido contrario a las agujas del reloj sobre una región de más de doscientos mil kilómetros cuadrados. A la larga, el aire cálido penetró en la masa fría de encima, y cuajó en grandes cumulonimbos cada vez más altos, tanto que al final se recortaban en el cielo como inmensas montañas mayores que el Himalaya. La gran cadena montañosa de nubes se achaparró contra la tropopausa, y se ensanchó en una serie de enormes nubes tormentosas en forma de yunque.

Al madurar, la tormenta se dividió en varias células que avanzaban juntas como una unidad desorganizada, pero unidad al fin y al cabo; en el centro de la tormenta se formaban las células maduras, mientras que en la periferia se desarrollaban otras nuevas. La parte superior en forma de yunque de una de las células que se acercaban a Cry County empezó a crecer hacia arriba, señal de que el flujo de aire ascendente del centro de la tormenta era tan fuerte que había penetrado en la estratosfera a través de la tropopausa. En la panza de la tormenta aparecieron grandes cúmulos
mammatus
de amenazador aspecto, que anunciaban fuertes lluvias, granizo, vientos huracanados y tornados.

El Servicio Meteorológico Nacional había seguido la evolución del sistema con radares, satélites e informes de pilotos y observadores civiles. Los boletines sobre la tormenta de polvo y de aparato eléctrico empezaron a incluir avisos de tornado. Las delegaciones regionales del Servicio Meteorológico Nacional ya aconsejaban medidas de emergencia a las autoridades locales, mientras seguían pendientes de que pudiera producirse una clase de tormenta muy poco frecuente, pero extremadamente peligrosa: una supercélula. En este fenómeno, mucho más organizado, la corriente ascendente principal (que recibe el nombre de mesociclón) alcanza velocidades próximas a los trescientos kilómetros por hora. Son tormentas capaces de generar piedras de granizo de casi diez centímetros, ráfagas de viento de ciento treinta kilómetros por hora y tornados.

Ya habían empezado a planear sobre la región nubarrones de lluvia que se evaporaban con la misma rapidez con que descargaban, castigando el suelo con microrráfagas que derribaban árboles, arrancaban mazorcas y devastaban los cultivos, cuyos tallos resecos quedaban reducidos a torcidos palos.

Muchos miles de metros por debajo de la célula, casi perdido en el frente tormentoso, se deslizaba a ciento sesenta kilómetros por hora un Rolls-Royce: dos toneladas y media de acero de precisión hendiendo la oscuridad de una larga y aislada cinta de asfalto.

Su conductor, con una mano en el volante, vigilaba periódicamente el ordenador portátil del asiento de al lado, que recogía el avance en tiempo real de la tormenta. Se trataba de una imagen compuesta, procedente de un mosaico de satélites meteorológicos que trazaban su órbita muy por encima de la región.

Llegaba de Topeka. Había salido de la interestatal 70 justo después de Salina, y ahora cruzaba los alrededores de Great Bend. En adelante, la carretera a Medicine Creek sería simplemente regional, lo cual, sumado a la tormenta, no le dejaría más remedio que reducir drásticamente la velocidad.

Por desgracia, todo era cuestión de tiempo. El asesino no tardaría en volver a matar. Muy probablemente se sintiera atraído por la tormenta, con su violencia y oscuridad. Casi podía asegurarse que esa noche cometería otro crimen.

Cogió el teléfono móvil y marcó un número. Una vez más, oyó una grabación que lo informaba de que el destinatario no tenía cobertura.

No tenía cobertura. Pensó en la palabra: cobertura.

Y pisó más a fondo el acelerador del Rolls.

Cincuenta

Desde que de niño había visto
El mago de Oz,
Tad Franklin sentía fascinación por los tornados; y, aunque no lo dijera, le daba vergüenza que, habiendo vivido desde siempre en el oeste de Kansas (verdadero centro del «corredor de los tornados»), nunca hubiera presenciado ninguno. Las consecuencias (parques de caravanas deshechos, árboles reducidos a palillos, coches arrojados de lado a lado de la carretera) sí las había visto, incluso demasiado, pero por alguna razón sus ojos nunca se habían posado en un embudo digno de ese nombre.

Sin embargo, estaba seguro de que esa noche todo cambiaría. Los partes meteorológicos se habían sucedido desde la mañana, con avisos cada vez más dramáticos, hasta culminar en la alerta de tornados. Una hora atrás se había levantado una tormenta de polvo, culpable de arrancar carteles y tejas, de acribillar de arena los coches y las casas, de abatir árboles y de reducir la visibilidad a pocos centenares de metros. A las 20.11, cuando estaba solo en el despacho del sheriff, Tad había oído la noticia: todo Cry County quedaba en situación de alerta hasta medianoche. Podían producirse tornados de fuerza dos, e incluso tres, con vientos devastadores de trescientos kilómetros por hora.

Diez segundos después, la voz del sheriff Hazen sonó por la radio.

«Tad, estoy en Deeper. Ahora vuelvo.»

–Sheriff…

«No tengo mucho tiempo. Escucha. Hemos avanzado mucho en el caso. Creemos que el asesino se esconde en las cuevas de Kraus.

–¿Que el asesino…?

«¡Déjame acabar, hombre! Es muy probable que sea McFelty, el esbirro de Norris Lavender. Se ha escondido en la caverna del fondo de las cuevas de Kraus, donde estaba la destilería, pero tenemos que darnos prisa por si quiere aprovechar la tormenta para salir. Estamos reuniendo un equipo para entrar a las diez de esta noche, pero acabamos de oír el parte del Servicio Meteorológico sobre la alerta de tornado en todo Cry County…»

–Sí, me acaban de llamar.

«… y todo lo que tenga que ver con el tornado tengo que dejarlo en tus manos. ¿Sabes qué hay que hacer?»

–Sí.

«Me alegro. Haz que corra la voz y asegúrate de que se quede todo el mundo en casa, tanto en Medicine Creek como en los alrededores. Nosotros llegaremos hacia las nueve. Cuando lleguemos se armará la de San Quintín, y no me refiero a la tormenta. Ten preparadas un par de cafeteras bien cargadas. Tranquilo, que no vendrás con nosotros. Alguien tiene que quedarse en el fuerte.»

Tad solo se dio cuenta de que se había puesto nervioso por la sensación de alivio. Ocuparse de un aviso de tornado no era nada nuevo ni inquietante, mientras que la idea de dar caza a un asesino en una cueva oscura…

–Vale, sheriff –dijo.

«Muy bien, Tad. Me fío de ti.»

–Sí, señor.

Colgó la radio. En efecto, sabía lo que había que hacer. En primer lugar, avisar a los vecinos, y, si había alguien fuera, ordenarle que se metiera en casa o se refugiara en algún sitio.

Salió de espaldas, evitando ofrecer la cara al viento. Las ráfagas llevaban tanta arena y piedrecitas que parecía que tuvieran dientes. Abrió la puerta del coche patrulla, subió, se quitó el polvo del pelo y de la cara y, después de arrancar, encendió un poco el limpiaparabrisas. Después, con la sirena y las luces encendidas, salió a la calle principal y circuló por ella hablando por el altavoz. Por lógica, la mayoría de los vecinos habrían oído la radio, pero era importante cumplir con todos los trámites.

«Les habla el ayudante del sheriff. Se ha declarado un aviso de tormenta en todo Cry County. Repito, se ha declarado un aviso de tormenta en todo Cry County. Se aconseja a los vecinos refugiarse cuanto antes en sótanos o edificios con refuerzo de hormigón. Apártense de cualquier ventana o puerta. Repito, se ha declarado un aviso de tormenta…»

Salió del pueblo. Después de las últimas casas, frenó y contempló la carretera cubierta de polvo. Las pocas granjas visibles ya estaban cerradas a cal y canto, y no se observaba movimiento. Seguro que los granjeros ya llevaban varias horas con la oreja pegada a la radio. Sabían mejor que nadie lo que había que hacer: meter el ganado a cubierto (sobre todo los animales jóvenes), dejarle pienso suplementario y asegurarse de tener provisiones por si se iba la luz.

En efecto, los granjeros ya sabían lo que había que hacer. Si por alguien era necesario preocuparse, era por los del pueblo, que no se enteraban de nada.

Siguió la carretera con la vista hasta llegar al horizonte. El cielo estaba negro, negrísimo. Ya debía de haberse puesto el sol, y la poca luz restante la tapaba del todo la tormenta. El viento soplaba a rachas, haciendo volar farfolla y tallos polvorientos junto a las ventanillas. Vio un parpadeo muy rojo al sudoeste, más parecido a un frente bélico que a relámpagos.

En Cry County, los tornados casi siempre se desplazaban de suroeste a nordeste. Estaba todo tan oscuro que si llegaba un tornado ni siquiera lo verían. Solo serían conscientes de tenerlo encima por el ruido.

Dio rápidamente media vuelta para volver al pueblo.

Las ventanas del bar de Maisie eran dos rectángulos idénticos de alegre color amarillo, recortados en la oscuridad. Tad aparcó delante y se llevó una mano al cuello de la camisa, para protegerse del viento. El aire olía a tierra seca y raíces de árbol. Su chaqueta recibía el impacto constante de trozos de farfolla.

Entró y miró quién había. Al darse cuenta de que no había entrado a tomarse un café, los clientes del bar guardaron silencio.

Carraspeó.

–Perdonad, pero hay alerta de tornado en todo Cry County. Se espera que sea de fuerza dos, o hasta tres. Venga, todos a casa.

Los reporteros y cámaras ya habían puesto tierra de por medio al ver aproximarse la tormenta. Por eso Tad se encontró con la clientela habitual: Melton Rasmussen, Swede Cahill y su mujer Gladys, Art Ridder… Lo raro era no ver a Smit Ludwig, el más asiduo. Quizá estuviera preparando algún artículo sobre la tormenta. En ese caso, más le valía poner el culo a salvo.

Fue Rasmussen el primero en reaccionar.

–¿Alguna noticia sobre los asesinatos? –preguntó.

Tad se vio ante un local lleno de rostros expectantes. Le parecía mentira que en plena amenaza de tornados lo primero en que pensaran todos siguieran siendo los asesinatos. Por eso estaba tan concurrido el bar de Maisie. Era como las vacas, que en situaciones de miedo se agrupaban.

–Pues…

Calló. Como dijera algo sobre la operación seguro que el sheriff le cortaba los huevos.

–Estamos siguiendo algunas pistas muy prometedoras –concluyó, recurriendo a la frase de siempre a sabiendas de que sonaba fatal.

–¡Jo, tío, hace una semana que decís lo mismo! –dijo Mel, de pie y con la cara roja.

–Tranquilo, Mel –dijo Swede Cahill.

–Ya, pero es que la pista de ahora es mejor… –se defendió Tad.

–¡Mejor! ¿Lo has oído, Art?

Art Ridder estaba sentado en la barra con una taza de café en las manos, y su cara no era de muy buenos amigos. Dio media vuelta sin levantar el culo del taburete cromado y miró a Tad.

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