Read Naturaleza muerta Online

Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

Naturaleza muerta (45 page)

Un gemido escapó de sus labios, pero el horrible ser no le prestó atención. Le daba la espalda. Menos mal. Menos mal.

Corrie abrió un ojo y miró el portalámparas. Su carcelero lo había dejado en un ángulo de la roca, donde apenas alumbraba. Como la persianilla antigua de metal estaba cerrada, se filtraba poquísima luz. Por lo visto no le gustaba la luz. ¡Era tan blanco! De una palidez casi gris. Y su cara… ¡Qué espectáculo! Aquella barbita de chivo…

Corrie sufrió un ataque de miedo que le desordenó los pensamientos. Tenía al lado un monstruo en toda regla. Si no salía de allí, acabaría como Tad Franklin.

Sintió que respiraba más deprisa, al reavivarse la necesidad desesperada de hacer algo. Ya tenía las manos libres; y, gracias al portalámparas, también tenía luz. Además, al fondo de la cuevecita había un camino muy pisado que se perdía en la oscuridad. Quizá fuera la salida de la cueva. O quizá no.

Justo entonces se le despertó otro recuerdo, con una claridad casi hiriente. Se vio en la hierba del campo de
softball
de detrás del parque de caravanas, aprendiendo a ir en la bicicleta de dos ruedas que le había regalado su padre al cumplir los siete años. Perdía el equilibrio varias veces, y se caía en la hierba fragante. Se acordó de que su padre le había secado las lágrimas de frustración y, serenándola con esa voz que nunca se enfadaba ni se molestaba, le había dicho: «No te rindas, Cor. No te rindas. Inténtalo otra vez».

«Vale –dijo a la oscuridad–, pues no me rendiré.»

Empezó a volverse centímetro a centímetro, buscando el afloramiento rocoso pero sin apartar las manos de la espalda. Cuando lo vio, levantó los tobillos atados y empezó a frotar el filo lo más sigilosamente posible. De todos modos, su carcelero estaba tan absorto en lo que hacía que no dio señales de fijarse en nada. Corrie siguió rascando la cuerda con el filo de calcita hasta deshilacharla, mientras entrecerraba los párpados y fijaba la vista en la espalda de aquel ser. El centro de atención de este último ya no era el cadáver de Tad, sino lo que parecían tres saquitos de arpillera, que estaba llenando de… Volvió la cara, pensando que prefería no averiguarlo.

Rascó y rascó hasta sentir que la cuerda cedía. Entonces movió los pies para aflojarla más. Sacó el primer pie… Sacó el segundo…

Volvió a tumbarse de espaldas para reflexionar. Ya estaba libre. ¿Y ahora?

Coger el portalámparas y salir corriendo. Iría por el camino. A algún sitio tenía que conducir.

Eso, cogería el portalámparas y correría con todas sus fuerzas. Él, naturalmente, la perseguiría, pero ella corría muy deprisa (era la segunda más rápida de su clase), y tal vez pudiera despistarlo.

Se quedó en el suelo, respirando hondo y con el pulso acelerado por el miedo a lo que estaba a punto de hacer. La decisión de actuar hizo que se le ocurrieran una docena de razones por las que era mucho más fácil quedarse en la cueva. Aquel ser estaba ocupado. Quizá se olvidara de ella, y…

No. Tenía que salir como fuera.

Volvió a mirar alrededor para orientarse. Después respiró hondo, aguantó un poco la respiración, volvió a tomar aliento y…

Contó hasta tres, cogió el portalámparas de un salto y se lanzó a correr. Oyó un bramido inarticulado.

La roca mojada estuvo a punto de hacerla resbalar, pero recuperó el equilibrio y se metió por la boca oscura y vertical del fondo de la cueva. La hendidura llevaba a una grieta muy larga, y esta a una extraña galería de macarrones estrechos y mojados, y amenazadoras agujas de caliza. Al fondo había un estanque poco profundo, sobre el que el techo bajaba bruscamente. Corrie lo cruzó chapoteando y siguió a gatas con el portalámparas en alto. Salió a una cueva más grande, poblada de arriba abajo por un denso bosque de estalagmitas, muchas de las cuales se juntaban con las estalactitas para formar singulares columnas amarillas y blancas.

¿Y él? ¿La estaba siguiendo? ¿Lo tenía detrás, a punto de volver a capturarla?

Describió eses entre las columnas, claras y brillantes, jadeando de miedo y de cansancio. El portalámparas, cuya luz se reflejaba en los grandes troncos pétreos, chocó con algo, y al ver temblar la llama Corrie tuvo otro miedo: el de que se apagara, y ya no hubiera nada que hacer.

Despacio. Despacio.

Rodeó otra columna y se arañó la rodilla con un bloque rugoso de calcita caído del techo. Aprovechó una pausa de un minuto para orientarse y respirar. Había llegado al final de la caverna, desde donde se podía subir por un camino sembrado de escombros. Al mirar alrededor, se dio cuenta de que en las paredes había incisiones toscas que parecían grabadas con una piedra: líneas concéntricas muy raras, monigotes de palos, grandes nubes de caligrafía enfebrecida… Pero no era momento de visitas turísticas. Trepó por el camino, tropezando con las piedras sueltas. Volvían a sangrarle las muñecas. La cuesta se empinaba cada vez más. Al levantar el portalámparas por encima de la cabeza, vio una repisa de roca que parecía formar su extremo superior. Se cogió a ella con su mano libre y se levantó a pulso.

Delante había un largo túnel de caliza,brillante, de un azul como de hielo y con cristales en el techo. Siguió corriendo.

El túnel tenía un trazado ligeramente sinuoso, pero sin desniveles, y en su centro fluía un riachuelo. Sus paredes azules también estaban adornadas con grabados, tan extraños como toscos e inquietantes. Corrie corría con los pies en el agua, mientras el largo túnel hacía resonar extrañamente sus pasos. Pero eran los únicos. No se oía a nadie siguiéndola.

Aunque le pareciera increíble, había escapado. ¡Había corrido más que él!

Siguió avanzando a una velocidad más que prudencial, hasta que entró en una cueva grande con el suelo recubierto de estalactitas desmochadas. Al internarse entre los ciclópeos escombros, procuró seguir las marcas de desgaste que indicaban la presencia de un camino; camino que, al fondo de la cueva, continuaba casi en vertical.

Sujetó el portalámparas con la boca y empezó a escalar. Los puntos de apoyo eran resbaladizos y gastados, pero el acicate del miedo contribuía a olvidar el dolor de muñecas y tobillos. Cuanto más avanzara, más lejos estaría de él. Además, seguro que el camino llevaba a alguna parte. Tarde o temprano encontraría una salida. Cuando llegó al final, subió a pulso suspirando de alivio…

Y se encontró con él.

La esperaba con su cuerpo monstruoso cubierto de manchas de sangre y carne, y una sonrisa torcida en su rostro imposible, de pesadilla.

Al oírla chillar, las pálidas facciones profirieron un grito agudo y animal, una risa infantil y llena de entusiasmo.

Corrie trató de esquivarlo, pero, clavada al suelo por una gran mano, cayó aturdida de espaldas, entre los ecos histéricos de la risa del monstruo. Al mismo tiempo, el portalámparas rodó por el suelo dejando un reguero de cera. Aquel ser se cernía sobre Corrie dando palmadas y riendo, con la cara distorsionada de felicidad.

–¡Déjame! –chilló ella, retrocediendo a rastras.

Él bajó la mano, la tomó por los hombros y la levantó. El aliento humeante de su boca pútrida olía a matadero. Respondió al grito de Corrie con otro sonido agudo. Ella se resistió, pero los brazos del ser, que se reía y apretaba, eran de acero.

–¡No me hagas daño! –exclamó–. ¡Me estás haciendo daño!

–¡Uuuu! –dijo él con su extraña voz aguda, escupiendo baba fétida.

De pronto la soltó y se fue corriendo.

Corrie luchó por levantarse, recogió el portalámparas y miró alrededor con ojos de loca. Estaba en un bosque de estalactitas. ¿Y él? ¿Por qué se había ido? Empezó a bajar por el camino. De pronto, con un bestial bramido, el monstruo saltó de detrás de una estalagmita y la embistió, llenando la cueva con su risa. Después de derribarla, volvió a desaparecer.

Corrie se puso de rodillas, aturdida de miedo e incomprensión, y esperó jadeante a que le doliera menos la cabeza. Alrededor, todo era silencio y oscuridad. La luz se había apagado.

–¡Iiii! –gritó el monstruo, y dio una palmada.

Corrie se agazapó en la oscuridad, desesperada. No se atrevía a mover ni un solo dedo. Un ruido de fricción, una cerilla encendiéndose, y de pronto el portalámparas volvía a dar luz. El monstruo… el monstruo estaba justo delante, con su mueca babosa que exponía los restos de una dentadura podrida a la tenue luz del portalámparas. Riendo, se escondió en una columna.

Entonces Corrie lo entendió. Estaba jugando al escondite.

Tragó saliva y, temblorosa, trató de recuperar la voz.

–¿Quieres jugar conmigo?

Después de unos segundos, él chilló de risa, sacudiendo la bar-bita de chivo; y con sus gruesos labios húmedos y rojos, y sus uñas de cinco centímetros que brillaban a cada palmada de sus manos, exclamó, acercándose:

-¡Hugá!

–¡No! –exclamó ella–. ¡Espera! ¡Así no!

–¡Hugá! –rugió él con una lluvia de baba, levantando una de sus manazas–. ¡Hugá!

Corrie se encogió, en espera de lo inevitable.

De pronto el ser volvió la cabeza, y sus ojos grotescos rotaron en sus órbitas húmedas, con un parpadeo de pestañas largas y marrones. Escrutó la oscuridad con la mano suspendida en el aire.

Parecía escuchar algo.

A continuación tomó a Corrie en sus brazos, se la echó al hombro y se alejó a una velocidad espeluznante. Corrie tuvo una percepción muy vaga de las galerías y salas que cruzaron. A partir de un momento, cerró los ojos.

Cuando notó que ya no avanzaban, los abrió y vio un pequeño agujero, un simple hueco negro en la base de un muro de caliza. Se sintió resbalar por el hombro del monstruo, y luego cómo la introducía por el agujero con los pies por delante.

–No, por favor…

Trató de sujetarse, con las uñas arañando la piedra, pero él le puso las manos en los hombros y, de un brusco empujón, la hizo deslizarse unos metros cuesta abajo hasta caer en el suelo de piedra.

Se incorporó, atontada y dolorida. El monstruo se asomó con el farol en la mano, ofreciéndole una breve visión del interior vidrioso y liso del pozo.

–¡Uuuu! –dijo, haciendo una mueca grotesca con los labios.

Su cabeza desapareció, y con ella la luz. Corrie se quedó en el fondo del pozo en una oscuridad impenetrable, sola en el silencio húmedo y frío de la cueva.

Sesenta

Pendergast avanzaba deprisa y en silencio por las oscuras galerías de piedra, siguiendo el desvaído rastro de un camino.

El sistema de cuevas era enorme, y de una complejidad que por desgracia el mapa recogía de forma muy esquemática. El documento contenía muchos errores de detalle, y dejaba niveles enteros de la caverna sin representar. Se trataba de un sistema replegado sobre sí de un modo extremadamente complicado. Por eso alguien familiarizado con sus secretos –el asesino– podía desplazarse en cuestión de minutos entre puntos que en el mapa figuraban a miles de metros lineales de distancia. De todos modos, a pesar de sus defectos, el mapa era una obra admirable, y la demostración de un hecho que no aparecía ni tan siquiera en los del U.S. Geological Survey: que las cuevas de Kraus solo era la punta de un iceberg subterráneo, de un vasto sistema que recorría las profundidades de Medicine Creek y su región, uno de cuyos ramales conectaba con los túmulos.

Oyó ruido de agua, y tardó un minuto en llegar a su origen. Un conducto freático (abierto en otros tiempos por agua a gran presión) formaba un corte lateral en la caverna de caliza por donde caminaba. En su base corría un riachuelo subterráneo de aguas rápidas, último vestigio de las fuerzas responsables de esculpir tan extrañas y profundas galerías.

Se arrodilló junto al agua, cogió un poco con el cuenco de la mano y la probó.

Era la misma que había bebido en la mansión de los Kraus, y que alimentaba los grifos del pueblo. La volvió a probar. Tal como esperaba, correspondía punto por punto al agua que el
Ch'a Ching
de Lu Yu, o
Libro del Té,
consideraba perfecta para preparar un buen té verde: un agua oxigenada y con alto componente mineral, procedente de un arroyo subterráneo que corriera libremente por suelos de caliza. El té y el agua habían sido los desencadenantes de la revelación de que las cuevas de Kraus tenían que ser más extensas que la pequeña parte abierta al público. El viaje a Topeka lo había demostrado, y había suministrado a Pendergast el mapa por el que se guiaba, pero a un precio: no adivinar que Corrie actuaría por iniciativa propia y llegaría tan lejos en sus deducciones (aunque, en retrospectiva, se tratara de un grave error de previsión).

Se levantó, pero antes de seguir distinguió algo al borde de la luz de la linterna. Era una mochila de lona, con las costuras brutalmente desgarradas. Cruzó el arroyo, se arrodilló, sacó un bolígrafo de oro del bolsillo y separó con él los bordes de la tela. Dentro había un mapa de carreteras, dos paletas y varias pilas, de las que se usaban para las linternas de gran potencia y los detectores de metales.

Iluminó el suelo alrededor de la mochila. Estaba sembrado de puntas de flecha y trozos de cerámica. También había un escudo antiguo decorado en el mismo estilo (cheyene del sur) que la cámara funeraria de debajo del túmulo.

De pronto, a algunos metros, la luz de la linterna recayó en un mechón de pelo teñido de rubio, con las raíces negras.

Sheila Swegg. Durante sus excavaciones en los túmulos, había encontrado casualmente la entrada trasera de la cueva. Aunque estuviera bien escondida, bastaba con saber mover determinadas rocas. Seguro que había sido toda una sorpresa encontrar la cámara fúnebre donde yacían los Guerreros Fantasmas. Después, sin duda, se había adentrado en la cueva en busca de otros tesoros.

Pero había encontrado algo más. A él.

Pendergast no tenía tiempo de seguir inspeccionando. Tras una mirada final a los patéticos despojos, dio media vuelta y siguió el curso del riachuelo por las suaves curvas del conducto.

Algunos centenares de metros más allá, el río caía por un profundo agujero, vaporizándose en un velo de bruma. A partir de ahí, Pendergast subió por huecos y conductos más estrechos. El rastro de pisadas se volvía más nítido. Estaba aproximándose a la zona habitada de la cueva.

Siempre había estado convencido de que el asesino era del pueblo. Su error consistía en haber dado por supuesto que se trataba de un vecino, cuando en realidad no era ninguno de los que figuraban en las listas de contribuyentes de Margery Tealander, sino alguien que, aunque viviera «con» ellos, no vivía «entre» ellos.

Other books

Deliverance by James Dickey
Hollywood Kids by Jackie Collins
Fatal Decree by Griffin, H. Terrell
00.1 - The Blood Price by Dan Abnett, Mike Lee - (ebook by Undead)
THE IMPERIAL ENGINEER by Judith B. Glad
The Heat of Betrayal by Douglas Kennedy
The Choice by Jean Brashear
Against Interpretation by Susan Sontag
This Starry Deep by Adam P. Knave