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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

Naturaleza muerta (47 page)

–Vale –dijo Weeks, y tragó saliva.

Pendergast recogió las gafas de visión nocturna, pero al ver que estaban rotas, y que no funcionaban, las tiró.

–Usted viene conmigo.

–¡No! No, por favor.

Pendergast lo sacudió por los hombros.

–Ahora mismo se comporta usted como un policía. ¿Está claro, señor Weeks ?

Weeks volvió a tragar saliva, e hizo el esfuerzo de dominarse.

–Sí.

–Quédese detrás de mí y no haga ruido.

–¡Dios mío! ¡No! ¡Por ahí no vaya! Por favor, que es donde está…

Pendergast se volvió y le miró atentamente a la cara. Parecía traumatizado, destrozado.

–¿Quién?

–El… El… El hombre…

–Descríbalo.

–¡No puedo! ¡No puedo! –Weeks se tapó la cara con las manos, como si no quisiera ver algo–. Blanco. Enorme. Con los ojos muy turbios, las manos y los pies muy grandes, y… ¡y una cara…!

–¿Qué le pasa a la cara?

–Dios mío… Una cara…

Pendergast le dio una bofetada.

–¿Qué le pasa a la cara?

–Una cara de… ay, Dios mío… de bebé, tan… tan…

Pendergast lo interrumpió.

–Vamonos.

–¡No! ¡Por ahí no, por favor!

–Allá usted.

Pendergast dio media vuelta y se marchó. Weeks soltó un gritito y salió tropezando tras él.

Abandonando la aglomeración de columnas rotas, Pendergast se internó en un vasto túnel de caliza sembrado de enormes montículos amarillos. Weeks no se decidía a seguirlo; estaba encogido, gemebundo, pero lo que más miedo le daba era quedarse solo. La linterna de Pendergast iluminó un montículo tras otro. Volvía a distinguirse una senda.

De repente dejó de caminar. La luz de la linterna se había detenido en un montículo distinto a los demás. También era amarillo, pero con abundantes franjas rojas, y un charco de agua muy roja al pie. En ese charco había algo flotando, algo de las dimensiones de una persona, pero que por su forma distaba mucho de serlo.

Weeks ya no decía nada.

Pendergast movió la luz de la linterna por la pared del fondo. Era de piedra oscura, con adornos de arcos rojos y protuberancias blancas, rojas y amarillas que goteaban un líquido. La luz se demoró en la gigantesca extremidad anterior de lo que solo podía ser un perro, embutida en una grieta, a media altura de la pared. Cerca, en otra grieta, había un trozo de mandíbula inferior. Algo que podía haber formado parte de un bozal se había clavado en la pared debido a la violencia del impacto.

–¿Uno de los suyos? –preguntó Pendergast.

Weeks asintió sin salir de su mutismo.

–¿Ha visto cómo pasaba?

Volvió a asentir.

Pendergast dio media vuelta y le iluminó la cara.

–¿Qué ha visto, exactamente?

El agente Weeks se atragantó y farfulló, pero acabaron por salirle las palabras.

–Lo ha hecho él. –Hizo una pausa para tragar saliva. De pronto se le quebró la voz–. ¡Lo ha hecho con sus manos!

Sesenta y tres

Al llegar a una confluencia de túneles, Hazen esperó a que los policías y Larssen se reunieran con él. Pasaron cinco, diez minutos, mientras recuperaba el resuello. Una de dos, o no habían seguido su voz o se habían equivocado de camino.

Masculló un taco y escupió. Raskovich se había ido corriendo como un conejo. Hazen le había perseguido un poco, pero sin encontrarlo. Corriendo así, ya debía de estar a medio camino de la universidad.

Mierda. Si no conseguía reunirse con Larssen y los policías, tendría que seguir solo a Lefty y los perros. Lo cual, para empezar, significaba volver al bosque de caliza.

La pega fue que, al volverse, no supo reconocer el túnel por el que había llegado. Le parecía que era el derecho, pero no estaba seguro.

Tragó saliva y carraspeó.

–¿Lefty?

Silencio.

–¿Larssen?

Ahuecó las manos y gritó en la dirección por donde había venido:

–¡Eh! ¿Hay alguien? ¡El que me oiga, que grite!

Silencio.

–¿No hay nadie? ¡Contestad!

Pese al frío, y a la incesante humedad, sintió un hormigueo en el espinazo. Miró hacia atrás, giró en redondo, miró al frente… Las gafas de visión nocturna conferían a todo un aspecto pálido, rojizo e irreal, como de estar en Marte. Al verificar el estado de su cinturón, confirmó lo que ya se temía: que durante la persecución había perdido la linterna.

La operación se había ido al garete. Se habían separado. Raskovich estaba perdido, Larssen no daba señales de vida, a Lefty y los perros podía haberles pasado cualquier cosa… Lo menos que se podía decir era que McFelty ya sabía que estaban en la cueva. Si estaba muerto, o herido… Hazen llegó a la conclusión de que ya tenía bastantes problemas para perder el tiempo con hipótesis. Más valía reunirlos a todos y hacer un balance de la situación.

Mierda. ¿Cómo podía costar tanto reconocer el agujero por donde había salido?

Examinó el suelo de la cueva en busca de huellas u otras marcas, pero todos los túneles parecían muy transitados. Lo cual, de por sí, ya era muy raro.

Repasó mentalmente los últimos sucesos, por si se acordaba de algún punto de referencia, pero todo era muy vago. Había estado concentrado en alcanzar a Raskovich. A pesar de todo, se inclinaba por considerar como más probable el pasadizo de la derecha. Lo recorrió unos quince metros, y lo encontró sembrado de trozos de estalactita como dientes. No se acordaba de haberlos visto. ¿Habría pasado demasiado deprisa?

«Me cago en la mierda…»

Caminó un poco más, pero seguía sin ver nada familiar. Masculló otro taco y volvió a la cueva de las columnas, desde donde tomó otro de los túneles. Iba despacio, intentando acordarse, y sintiendo que se le aceleraba el pulso. No, no le sonaba nada. Las rocas mojadas, los cristales, los montículos brillantes y estriados… Todo le parecía desconocido.

De pronto oyó algo delante, como una voz cantando.

–¡Eh!

Apretó el paso, y tras el siguiente recodo llegó a una bifurcación.

La voz ya no se oía.

Se volvió y exclamó:

–¿Larssen? ¿Cole?

Nada.

–¡Contestad, joder!

Esperó. Pero ¿no le oían? Pues el ruido había sido muy nítido. ¿Cómo era posible que no lo oyeran?

Lo que se oyó fue una voz aguda cantando, pero más lejos, por el túnel de la izquierda.

–¿Larssen?

Se descolgó la escopeta del hombro y se metió en el túnel izquierdo. El sonido se acercaba. Caminó con pies de plomo y los sentidos alerta, procurando controlar su corazón, que parecía latir con demasiada fuerza dentro de su pecho.

Algo se movió en la periferia de su campo visual. Se detuvo y dio media vuelta.

–¡Eh!

Tuvo ocasión de entreverlo antes de que desapareciera en la oscuridad; fue un simple vistazo, pero suficiente para poder afirmar que no era nadie de su equipo.

Ni mucho menos McFelty.

Sesenta y cuatro

Al otro lado de una curva, una imagen grotesca frenó la loca huida de Chester Raskovich, que la miró con unos ojos como platos. Una figura de pelo ralo, vestida con harapos, le cerraba el paso. Estaba en cuclillas, con las órbitas vacías y la boca muy abierta, enseñando los dientes como para morder.

Raskovich reculó con un relincho de terror. Quería correr, pero no podía. Solo podía esperar a que aquel ser se le echara encima. Era como una pesadilla; tenía los pies paralizados y clavados al suelo, y no podía huir.

Poco a poco, bocanada de aire a bocanada de aire, la parálisis y el susto remitieron, y volvió a imperar el raciocinio. Se acercó. Solo era el cuerpo momificado de un indio sentado en el suelo, con las huesudas rodillas en alto, la boca abierta y, bajo los labios apergaminados, una hilera de dientes grandes y marrones. Alrededor había un círculo de vasijas, con una punta de flecha en cada una. La momia estaba envuelta en raídos trapos, que en otros tiempos podían haber sido piel de gamo.

Apartó la mirada, tragó saliva y volvió a mirar, mientras recuperaba el resuello. Lo que veía era un enterramiento indio prehistórico. Reconoció unos restos de mocasines con cuentas en los pies cruzados, junto a un escudo con pinturas y algunas plumas en pésimo estado.

–¡Mierda! –exclamó, avergonzado por el pánico, y dándose cuenta por primera vez de lo que había hecho.

La había cagado. Su primer trabajo como poli de verdad, y había perdido los papeles frente al mismísimo sheriff Hazen. ¿A quién se le ocurría huir como un conejo? Ahora estaba perdido en una cueva, con un asesino suelto y ningún indicio sobre el camino que había que seguir. Sucumbió a la vergüenza y la desesperación. Habría hecho mejor quedándose en la universidad, vigilando que no entraran alumnos en la torre de aguas y repartiendo tiques para el aparcamiento.

De repente, desahogó toda su rabia y frustración dándole una patada a la momia. Su pie provocó un ruido hueco, y la parte superior de la cabeza estalló en una nube de polvo marrón, de la que salió un cúmulo de insectos blancos que parecían cucarachas albinas. La momia se derrumbó de costado con la mandíbula suelta, y rodó por el suelo hasta quedar inmóvil entre pedazos de cráneo. Una serpiente blanquecina que había estado escondida entre los harapos se desenroscó como un relámpago y se perdió en la oscuridad como un fantasma filiforme.

–¡Mierda, mierda y mierda! –exclamó Raskovich, dando un salto hacia atrás–. ¡Me cago en todo!

Respiraba con fuerza, oyendo la vibración del aire en su garganta. No sabía dónde estaba, cuánto había corrido ni adonde le convenía ir.

Piensa un poco.

Miró alrededor, iluminando las superficies húmedas con su linterna de infrarrojos. Había corrido por una hendidura estrecha y alta, de suelo de arena. Tan alta era que no se veía el techo. Reconoció sus huellas en la arena. Escuchó, pero no se oía nada, ni siquiera agua.

Vuelve por donde has venido.

Tras un último vistazo al sepulcro recién profanado, dio media vuelta y regresó por la hendidura, atento al suelo. Empezaba a observar algo que en su huida se le había pasado por alto: la presencia, en casi todos los nichos y repisas de las dos paredes, de huesos y otros objetos: vasijas pintadas, carcajes con flechas, calaveras huecas pobladas por seres cavernarios… Era un mausoleo, una catacumba india.

Tuvo escalofríos.

Fue un alivio que los sepulcros pronto quedaran atrás. La hendidura se ensanchó, y, como el techo había bajado, Raskovich vio estalactitas de aspecto amenazador. El suelo de arena dejó paso a una serie de charcas que formaban un dibujo peculiar, como el de un arrozal. Con la arena, también se perdieron sus huellas.

Llegó ante dos aberturas, una de ellas alta y parcialmente taponada por bloques de caliza. La otra estaba abierta. ¿Por dónde iba?

«Piensa, imbécil. Haz memoria».

Por desgracia, no lograba acordarse del camino.

Se le ocurrió gritar, pero lo descartó enseguida. ¿De qué servía llamar la atención? Lo que habían encontrado los perros podía seguir cerca, en su busca. Aunque las dimensiones de la cueva superasen cualquier expectativa, con tiempo, y resistiendo al pánico, no tenía por qué ser imposible encontrar la salida. Además, seguro que lo estaban buscando. Eso había que tenerlo presente.

Se decantó por la mayor de las dos aberturas, y descubrió con alivio un largo túnel que le resultaba familiar. También vio algo más con las gafas, una mancha borrosa y rojiza sobre una repisa, junto a un agujero. Eran varios objetos ordenados. ¿Otro sepulcro?

Se acercó. Había otra calavera india, así como plumas, puntas de flecha y huesos, pero estos últimos estaban ordenados de forma muy extraña. La composición resultaba vagamente inquietante, sin ningún parecido con las de los libros o los museos. Por otro lado, no todos los objetos eran indios; también había extrañas figuritas de hilo y cordel, un lápiz roto, una letra de madera podrida, y los fragmentos de una cabeza de muñeca de porcelana.

Joder, pero qué mala espina le daba todo… Retrocedió. Aquello no era antiguo. Alguien había cogido los huesos prehistóricos y los había colocado así, combinándolos con lo demás. Sintió que un escalofrío recorría la espalda.

De repente oyó un gruñido en la oscuridad, a sus espaldas.

Dejó de moverse. El silencio volvía a ser total. Pasaron dos minutos, pero Raskovich seguía paralizado por la incertidumbre y el miedo.

Llegó un momento en que ya no pudo contenerse y dio media vuelta. Lenta, muy lentamente, se volvió hasta ver la causa del ruido.

Se quedó inmóvil otra vez, paralizado de los pies a la cabeza, sin rastro de respiración entre sus labios. Aquel ser estaba allí, grotesco, deforme y espantoso. Era una imagen tan horrible que todos sus detalles se le grabaron en el cerebro. ¿Podía ser que lo que cubría aquellas piernas gigantescas y torcidas fueran unos pantalones cortos cosidos a mano, con tirantes adornados con caballitos? ¿Era posible que los restos de camisa que envolvían el pecho musculoso tuvieran dibujos de cometas y cohetes? ¿Y era posible que la cara de encima fuera tan… tan…?

La horripilante figura dio un paso, mientras Raskovich la contemplaba sin poder moverse. Un brazo fornido le pegó una bofetada, y le hizo caer al suelo, con lo que perdió las gafas de visión nocturna.

El golpe quebró el hechizo del miedo. Por fin Raskovich podía mover los brazos y las piernas. Se arrastró hacia atrás sin ver nada, mientras por la garganta se le escapaba una especie de gemido. Oyó que el monstruo arrastraba los pies en la misma dirección, haciendo ruidos de succión con la boca. En un momento dado logró ponerse en pie para retroceder unos pasos, pero el último no encontró apoyo y le hizo perder el equilibrio. Al caer hacia atrás se puso rígido, previendo chocar con el duro suelo de piedra de la cueva, pero no hubo ningún choque. Lo único que hubo fue una potente ráfaga de viento, mientras Raskovich caía y caía por el negro vacío interminable.

Sesenta y cinco

Hank Larssen miró a Cole y Brast. Con aquella luz roja, los policías parecían monstruos con gafas.

–La verdad, no creo que hayan ido por aquí –les dijo.

No respondieron.

–¿Bueno, qué?

Miró a Cole, y luego a Brast. Casi parecían gemelos: en forma, musculosos, con el pelo muy corto, la mandíbula perfectamente definida y una mirada de acero. O que lo había sido. Ahora se los veía confusos y dubitativos, incluso a la pálida luz de las gafas de visión nocturna. Comprendió que había sido un error salir de la enorme cueva de columnas de caliza en busca de Hazen. Los ladridos de los perros habían cesado de repente. Ellos tres habían bajado por uno de los innumerables pasadizos laterales, siguiendo lo que parecían pasos alejándose, pero el pasadizo se bifurcaba varias veces hasta convertirse en un lío desconcertante de túneles. En un momento dado, Larssen había tenido la impresión de oír que Hazen lo llamaba, pero como mínimo hacía diez minutos que no oía nada más. Iba a ser arduo encontrar la salida.

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