Nubes de kétchup (20 page)

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Authors: Annabel Pitcher

Tags: #Drama, Relato

Max parpadeó sorprendido y habló en un tono como ahogado.

—Sí, de acuerdo. Si tú quieres…

—Quiero. ¿El miércoles?

—Los miércoles veo a mi padre. ¿Qué tal el jueves?

Me acordé de una cosa que Lauren me había dicho en noviembre: «Esa es una pendiente resbaladiza», pero, Stuart, allí estaba yo deseando tirarme por ella. Di un paso adelante para darle a Max un beso en la mejilla.

—Suena perfecto.

El jueves por la noche mi madre me llevó a casa de Lauren porque le dije que tenía que terminar el trabajo sobre los ríos.

—¿No os estáis eternizando un poco con eso?

—Largo es el Nilo —le dije tan campante, antes de bajarme del coche.

Pensándolo ahora, no me puedo creer la sangre fría que tuve de apartarme de la casa de Lauren en cuanto mi madre se alejó en su coche, cruzar en dos brincos el paso de cebra y salir pitando bajo el verde resplandor del dragón del restaurante chino de comida para llevar sin haberme puesto siquiera una media en la cabeza. No me interpretes mal, cuando estuve ante la puerta de la casa de Max me entró una duda que me oprimió el estómago. La puerta de casa de Aaron. Pero no fue suficiente para hacerme dar media vuelta. Aaron me había dicho que yo era libre de ver a quien quisiera. Me había dicho que me divirtiese con su hermano. Me recompuse y llamé dos veces con los nudillos en la madera.

Un repiqueteo de llaves. Un chirrido de bisagras. Me humedecí los labios y puse una sonrisa. Un rayo de luz se esparció por el sendero del jardín y allí estaba yo, en mitad del resplandor, ante una niña rubia de unos nueve años con un pantalón de peto. Llevaba una cámara colgada del cuello.

—¿Quién eres? —me preguntó antes de que yo pudiera hablar.

—Soy Zoe. ¿Quién eres tú?

—Fiona. —Sonreí, pero no se dio por enterada—. ¿Has venido a ver a Aaron o a Max?

Buena pregunta.

—A Max. Si es que está.

La niña giró en redondo y se lanzó escaleras arriba, dejando abierta la puerta de la calle. Vacilé al ver dos pares de deportivas de chico en el felpudo, pero me obligué a pasar por encima de ellas hacia el calor de la casa. En la cocina había una tele a todo volumen, y el aire olía a queso fundido y ajo. Se oyó un tintinear de vasos y un estrépito de platos. Alguien estaba cocinando.

—¿Hola? —llamé, sintiéndome incómoda.

—Tú debes de ser Zoe —dijo una voz, y una cara regordeta asomó por la puerta de la cocina. Llevaba el pelo negro y caoba recogido en una cola de caballo. Sandra sonrió, pero luego entornó los ojos—. ¿Nos hemos visto antes?

—No —dije rápidamente, aunque con una sacudida de alarma me di cuenta de que ella me había visto a la puerta de la biblioteca. Junto al muñeco de nieve. Con Aaron.

—¿Estás segura? Tu cara me suena.

—Bueno, se puede decir que sí —dije en tono distraído—. Vine en septiembre, pero nosotras en realidad no…

—¡Eso debe de ser! Pasa dentro. —Yo la seguí hasta la cocina—. Un refresco de limón, ¿quieres? —preguntó poniéndomelo antes de que contestara y gritando al máximo—: ¡
Max
! Siéntate, guapa. Enseguida baja.

Hice lo que se me decía, acodándome cohibida en la mesita del rincón de la cocina, fingiendo que me interesaba la tertulia de la tele. El presentador tenía una de esas caras de piel de salchicha asada, tostada y arrugada, y estaba anunciando que había llegado la hora del detector de mentiras.

—Esta es la parte que más me gusta —murmuró Sandra—. Pizza, ¿no?

—Estupendo.

—Están en el horno. También he hecho un poco de ensalada. —Blandió una bolsa de plástico llena de lechuga y zanahoria rallada y algo rojo oscuro que bien podía ser remolacha—. Bueno, la ha hecho la tienda por mí. Esta noche cenamos
à la supermarché
. —Se suponía que era un chiste, así que solté una risa forzada mientras Sandra vaciaba la ensalada en un cuenco plateado y la ponía en la mesa—. Esto debería bastar para los cinco.

Yo. Sandra. Max. Fiona. Y Aaron.

Por debajo de la mesa las piernas se me pusieron tensas, con las rodillas apretándoseme una contra otra. Aquello iba a ocurrir. Iba a ocurrir de verdad. Y yo lo iba a soportar.

—… Y Max no me ha dicho que venías hasta hace como dos segundos, así que me temo que tendremos que apañarnos con esto. Aunque bueno. La pizza le gusta a todo el mundo, ¿no?

Regresé a la conversación.

—Sí, sí. A todo el mundo.

—¡Max! —volvió a gritar Sandra agarrando cinco juegos de cubiertos—. ¡Fiona! ¡Aaron!
Ya está la cena
.

En algún punto del piso de arriba crujió una tabla. Dos hermanos se levantaron de sus camas. Dos pares de pies andaban por la alfombra.

Sonó un ruido detrás de mí. Cogí aire, pero solo era Fiona. Se sirvió un poco de zumo de naranja y se quedó mirándome desde el otro lado de la mesa.

Más pasos en el pasillo. Más fuertes que antes. De dos pares de pies.

Giré en redondo y allí estaban. Ahí estaba
él
, porque, Stuart, yo no tenía ojos más que para Aaron, guapísimo con una camiseta lisa y unos vaqueros grises, con los dedos de los pies largos y derechos sobre la alfombra. Algo palpitó en el aire entre nosotros.

—Bésala —dijo de pronto Fiona echándose a reír cuando Max entraba en la cocina.


Fiona
—advirtió Sandra.

Max me dio un apretón en el hombro y se sentó a mi derecha. Seguía habiendo un espacio vacío a mi izquierda.

—Le dije a mi madre que no queríamos comer nada.

—Está bien —dije mientras Aaron se recuperaba del susto.

—No está bien —murmuró Max—. Es penoso.

Tocándole la pierna, le susurré:

—No te preocupes.

—Huuuuy, secretitos secretitos —dijo Fiona. Cogió de la fuente una hoja de lechuga y se la metió en la boca—.
Cariñito amorcito. Besito besito
.

Aaron cogió un vaso del aparador y abrió con demasiada fuerza el grifo. El agua salpicó por todas partes, empapándole la camiseta. Max se rio y Aaron se puso colorado y se secó con un trapo. Casi a cámara lenta, sus ojos volaron desde el fregadero hasta la mesa, saltando del sitio que había a mi lado al que había al lado de su hermana. Restregándose la nariz, dio toda la vuelta hasta el sitio de al lado de Fiona.

Sandra puso las pizzas junto a la ensalada. El calor empañó el cuenco plateado. Fiona dibujó un corazón en el vapor y me sonrió.

—De pepperoni. De jamón y piña. Margarita. Media para cada uno —dijo Sandra.


Esta para mí
—dijo Fiona interceptando la de tomate y queso. Max cogió media de la de pepperoni. Sandra eligió la de jamón y piña. Yo me incliné adelante en el momento en el que Aaron se inclinaba adelante. Las manos de los dos llegaron al mismo tiempo a la Margarita y la pizza quedó suspendida en el aire entre nosotros.

—Cómetela tú —dijo soltando el borde.

—¿Quieres que la compartamos?

Aaron me miró a los ojos por primera vez aquella noche.

—No.

Fiona jugueteaba con su cámara mientras comía, inclinando la pantalla hacia Sandra.

—Esta es una que hice ayer. Y esta es una foto del césped que hice antes de irme al colegio.
Mira
—dijo, porque Sandra estaba embobada con el programa de cotilleo—. Las gotas de agua lanzan destellos por el sol.

—Precioso —le dijo Sandra—. Un regalo de Navidad —me explicó a mí—. Es una fotógrafa en ciernes.

—¡
PATATA
! —gritó Fiona de repente, apuntándome a la cara con la cámara. El flash relampagueó sin darme tiempo de posar—. Huy, qué horror —se rio ella apretando un botón y enseñándosela a Aaron.

—Sí, qué horror —asintió él.

—Por lo menos déjala que sonría —dijo Max cogiendo un trozo de pepperoni y metiéndoselo en la boca—. Haz otra. —Me rodeó con el brazo y sonrió a la cámara. No me quedó más remedio que sonreír a mí también, con las manos hechas un nudo y los labios rígidos mientras Aaron miraba para otro lado.

Se hizo un silencio y seguimos todos comiendo. No se oía más ruido que el de los dientes y los bordes duros y el de sorber el queso. Hubo un alivio cuando el presentador del programa consiguió que el primer invitado cometiera un fallo en la prueba del detector de mentiras. La multitud estaba de pie, abucheándolo.

—¿Por qué le están haciendo eso? —preguntó Fiona.

—Porque es un liante —explicó Sandra, absorta en la pantalla—. Como casi todos los puñeteros hombres.

—¿En qué la ha liado?

—No es en qué —la corrigió Aaron—, sino a quién… ¿
a quién
ha liado?

Me tragué con dificultad mi último trozo de pizza.

—Bueno, pues ¿a quién ha liado? —respondió inmediatamente Fiona, pasando el dedo por el borde del plato para recoger las migas.

—A su novia —dijo Aaron.

—¿Qué le ha hecho? —preguntó ella.

Aaron dejó el cuchillo y el tenedor y, Stuart, me estaban apuntando directamente a mí.

—Ha besado a otra.

—Se la ha cepillado, más bien —dijo Max.

Fiona empezó con las risitas.


Se la ha cepillado
—repitió.

—Muchas gracias, Max —suspiró Sandra—. Solo tiene nueve años.

De repente, Aaron se puso de pie. Cogió su plato y el plato de Fiona y el plato de Sandra y los llevó al lavavajillas. Sandra se sirvió un gran vaso de vino.

—¿Queréis postre alguno? ¿Un té?

Max se palmeó el estómago para indicar que estaba lleno.

—Zoe y yo nos vamos arriba.

—Para
cepi
… —empezó Fiona.

—Ya basta —la interrumpió Sandra.

—Gracias por la cena, mamá —dijo Aaron saliendo de la cocina sin mirar hacia atrás.

—De nada, mi amor —gritó ella—. Ánimo con ese repaso. Tiene un examen mañana —me dijo—. De Historia. Es un chico muy listo.

—Ya —dijo Max, en un tono mezcla de orgullo y envidia—. Él tiene el cerebro más grande, pero yo tengo más grande el…

—¡Por favor! —dijo Sandra levantando las cejas—. ¡No sé si te has dado cuenta de que estoy aquí delante!

—Iba a decir
corazón
—bromeó Max llevándose la mano al pecho.

Sandra soltó un bufido y subió el volumen de la tele mientras nosotros recorríamos el pasillo.

Tampoco podíamos hacer gran cosa en el cuarto de Max estando su madre en casa, así que nos pusimos a charlar incómodos tumbados en su cama. Después del tercer silencio largo, miré a mi alrededor, buscando con desesperación algún otro tema de conversación.

—¿Este es tu padre? —le pregunté al localizar un gran marco de fotos en la pared. Dentro había un retrato de un hombre con bigote, con un niño en las rodillas—. Estás muy mono.

—Ya, pero ¿has visto lo que llevo puesto?

Me reí de sus pantaloncitos cortos amarillos.

—¿Cuántos años tenías aquí?

Max se puso de pie y contempló la foto.

—Ni idea. Siete o así.

—¿Le echas de menos?

—Bah, no —dijo Max levantando demasiado la voz.

—Parece majo. Quitando ese bigotazo.

—Ya no lo tiene. Parece que a su nueva novia no le gusta.

—¿Puedo preguntarte una cosa? —dije de pronto.

—Si quieres…

—¿Fue horrible cuando se separaron? —Max acusó el golpe, así que murmuré—: No hace falta que respondas. Perdóname. Es solo que mis padres no paran de discutir y a veces pienso…, pues eso, que al final podrían… Pero vamos. Probablemente no lo harán. —Metiendo el pie debajo de su mesa, Max sacó de un golpe de talón una pelota y se puso a regatear con ella por toda la habitación sin mirarme a los ojos—. Se te da muy bien.

—No lo bastante bien —murmuró chutando la pelota contra el armario, que retumbó.

—¡Venga ya! Eres el mejor del instituto, y tú lo sabes.

—Vale, pero ¿cuántos institutos hay en el país? —preguntó cambiándose ágilmente el balón de un pie al otro.

—No sé.

—Di un número.

—¿Veinte mil? ¿Treinta mil?

—Pon que haya unos veinticinco mil. Eso son veinticinco mil tíos como yo. El mejor de cada instituto. —Me lanzó la pelota y sorprendentemente me las arreglé para devolvérsela sin que se me desviara—. Veinticinco mil. Y ¿cuánta gente crees que llega a futbolista profesional?

—Ni la menor idea —murmuré—, pero ya veo lo que dices. Tienes todas las probabilidades en tu contra.

—Yo no soy como mi hermano, que todo lo hace bien; a mí lo único que se me da bien es el fútbol, pero tampoco se me da tan bien como para poder vivir de ello.

—Pues vaya mierda.

—Ya.

Me pasó el balón, pero esta vez se me escapó, así que se coló rodando debajo de la cama. Me agaché a cogerlo, pero me detuve en seco al ver que había algo escondido en las sombras.

—¿Eso es un…?

—¡No!

—¡Sí que lo es! —exclamé señalando un puzle a medio hacer que estaba escondido debajo de su cama. Tenía que haber como quinientas piezas, esparcidas en una bandeja. En la parte ya hecha se veía un estadio de fútbol con miles de aficionados.

—¡No lo saques! —gruñó al verme levantarlo hasta ponerlo sobre su edredón.

—Esto es genial del todo.

Me miró con aire inseguro.

—Ah, ¿sí?

—Absoluta y totalmente genial.

—No es más que un puzle —murmuró, pero parecía contento.

—No, no —dije sacudiendo la cabeza—. No es solo un puzle. Es una prueba.

—¿Una prueba de qué?

Pestañeé.

—De que Max Morgan el Magnífico es un friki clandestino.

—No diría yo tanto —dijo, pero sonreímos mientras colocábamos el puzle entre nosotros y nos poníamos manos a la obra.

Era divertido. Y difícil. Había que encajar bien las piezas y eran todas de exactamente el mismo color verde. Al cabo de una hora habíamos terminado la parte del banderín de córner y lo contemplamos, sintiéndonos satisfechos, antes de bajar al cuarto de estar. Sandra estaba dormida en el sofá con la boca abierta.

—Me debo de haber quedado frita —murmuró con voz espesa cuando Max la sacudió para despertarla.

—Gracias por invitarme —dije enfundándome en el abrigo—. Y por la pizza.

—No hay de qué. —Sonrió soñolienta—. ¿Cómo vas a volver a tu casa?

—Voy a ir andando.

Sandra movió la cortina con el pie.

—Eso de ninguna manera, guapa. Ahí fuera está negro como boca de lobo. Hace un frío que pela.

—No me va a pasar nada. De verdad —contesté acercándome a la puerta—. Pero me tengo que ir ya. Mi madre quiere que esté en casa antes de las diez.

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