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Authors: Annabel Pitcher

Tags: #Drama, Relato

Nubes de kétchup (29 page)

—Y ahora me gustaría pedirle a la novia de Max que hable —dijo Sandra.

El público intercambió miradas de simpatía. Todos los ojos que había en la sala se clavaron en mí, salvo el par que de verdad me importaba.

Aaron estaba contemplando su servilleta.

No me moví de mi sitio.

Fiona me dio un codazo en las costillas.

Seguí sin moverme.

—Te toca a ti —dijo con los labios Sandra.

Eché la silla hacia atrás. Mis tacones resonaron en el suelo. Despacio, muy despacio, me saqué el poema del bolsillo. Para ser exactos, tu poema, Stu. El que escribiste la última semana de tu vida.

Liberación
.

Tenía un nudo en el estómago y sabía que, en algún lugar de Texas, tú estabas igual. Agarré el micrófono y fui desplegando las palabras. Tus palabras. El nudo del estómago se me apretó aún más y el vínculo que nos une, Stu, lo sentía tirante y doloroso, pero como algo a lo que agarrarme, grueso como una amarra.

Preparada.

Aceptándolo.

Con valor.

Cuando empecé a hablar, tenía la voz sorprendentemente tranquila. Las palabras resultaban claras. Me erguí un poco más, elevé aún más el tono, recitando el poema no por Max ni por Sandra ni por nadie de aquella habitación. Ni siquiera por Aaron. Lo recité por ti y por mí; por nuestras historias y nuestros errores y tu final y puede que también mi principio.

El homenaje fue un éxito por mucho que el pudin de pasas y frutos secos estuviera frío. Cuando intentaba marcharme del instituto, todo el mundo se arremolinó a mi alrededor, diciéndome lo maravillosa que había sido mi intervención.

—He sentido a Max —dijo alguien apretándose el pecho—, aquí dentro.

—¿Has visto cómo parpadeaban las luces cuando ha terminado de leer el poema? Era él.

—Yo he oído que el radiador gemía durante el primer verso. Creo que también era él.

Mi madre me dio mi abrigo y me condujo fuera, alejándome del gentío para que pudiera respirar un poco. Antes de llegar al coche, donde me esperaban mi padre y mis hermanas, sentí una mano en mi mano. No tuve que volverme para saber de quién era.

—¿Quieres salir de aquí, Chica de los Pájaros?

Le dije a mi madre que me iba a casa de Lauren. No sé si se lo creyó, pero no me preguntó nada, solo me dio un abrazo rápido y le pegó un grito a Dot porque estaba agitando la bandera estadounidense con tanta fuerza que por poco deja ciego a un jubilado.

Cuando Aaron puso en marcha el motor me dio la impresión de que DOR1S ronroneaba como si se alegrase de nuestro regreso. No hablamos, solo nos dirigimos fuera de la ciudad, hacia el campo, camino de absolutamente ningún sitio, y cuando encontramos ese lugar perfecto entre unos árboles, paramos y nos miramos el uno al otro. Sabíamos sin decirlo que no podía pasar nada, pero Aaron extendió su abrigo en la hierba y nos sentamos el uno junto al otro a contemplar la puesta de sol. Las golondrinas se lanzaban en picado por el cielo rojo, de vuelta de sus aventuras, y nosotros nos abrazamos bajo aquellas nubes de kétchup, deseando que el tiempo se detuviera y que el mundo se olvidase de nosotros por un momento.

No hay mucho más que contar. Aaron me dejó al lado del restaurante chino de comida para llevar y en nuestras lágrimas verdes destelleaba el silencioso rugido de protesta del dragón esmeralda.

—Se me va a hacer muy largo, Chica de los Pájaros —dijo en un susurro enfatizando las palabras.

—A mí también —admití, porque una vida sin él iba a ser interminable.

No me fui directamente a casa. Fui al río por primera vez desde que murió Max. La luna brillaba en el agua. Acaricié con los dedos las iniciales grabadas en la madera.

MM + AJ

14 feb

Cogí una piedra y me arrodillé junto al banco mientras, en algún lugar al otro extremo del mundo, tú entregabas tu vida. Un reloj daba la medianoche cuando empecé a raspar mis iniciales del banco. No lo hice con violencia ni con furia ni entre lágrimas. Lo hice con calma. Con delicadeza casi. Pero, Stu, fue bueno verlas desaparecer.

Siempre tuya,

ALICE JONES

Un bar de Sudamérica

11 de febrero

Chica de los Pájaros:

La culpa de esta carta la tiene el loro. O por lo menos a mí me parece un loro. Como no soy experto en pájaros, me resulta difícil decirlo. Si tú estuvieras aquí, te reirías de esa forma tuya y me dirías: «¿¡Un loro!? Aaron, eso es un…».

Vaya.

Es tan poco lo que sé sobre pájaros que ni siquiera soy capaz de pensar en ningún otro que tenga las plumas de colores y que se pueda tener en una jaula para diversión de los clientes. Aunque no mía. Ah, no. Yo ya no puedo ver un pájaro entre rejas sin acordarme de cierta chica a la que le encanta el sonido de la libertad.

Estoy en un pueblo de Bolivia que se llama Rurrenabaque, tomándome algo. Igual me imaginas bebiendo cerveza de un nudoso barril en un bar improvisado en una larga franja de playa dorada, rodeado de nativos. Pues déjame que te aclare que estoy sentado en una silla de plástico normal y corriente al lado de una calle normal y corriente llena de coches, y hay dos ingleses borrachos compitiendo por ver quién es capaz de decir el alfabeto eructando. Es lo que se llama un deporte espectáculo. El señor Perilla apenas había llegado a la letra efe cuando el señor Calva Incipiente ha alcanzado las mareantes altitudes de la ene. ¡La ene! ¡De solo un eructo! No es de extrañar que lo estén celebrando.

Mirándolos, te juro por Dios que es como estar otra vez en York. Me pasaba lo mismo en Ecuador, fuera adonde fuera. Hasta en una excursión a la parte más remota de los Andes, las cosas me resultaban conocidas. Pon la familia que me dejó quedarme un par de días en su casa. Cuando llegué a su cabaña, en mitad de las montañas, al principio pensé que eran diferentes. La gente llevaba un tipo de ropa que yo no había visto nunca y hablaba una lengua extraña que no era ni siquiera español. No había internet, ni electricidad, así que tampoco había forma de saber qué estaba pasando en el mundo, y eso para mí estaba bien.

Mi cama era un montón de esteras en un rincón de un cuarto donde hacía corriente, y cuando solté la mochila y miré por la ventana vi a una mujer matando con sus propias manos un pollo. Debía de haberlo hecho miles de veces, se le notaba, porque agarró el pollo con la cabeza para abajo y le partió el cuello sonriéndole al mismo tiempo a un bebé que estaba a su lado jugando con una piedra. También puede que los pollos no sean pájaros, de la misma forma que las arañas no son insectos, pero aunque no lo sean apuesto a que te has quedado horrorizada. Como me quedé yo, no me vayas a entender mal, pero también me alegré de horrorizarme. Ahí había algo lo bastante alejado de mi propia experiencia como para dejarme de verdad con la boca abierta. Tuve la impresión de que mi casa estaba a un millón de millas de allí. Mi madre. Max. Tú. Fue como si os desdibujarais todos, que era lo que yo necesitaba, porque los recuerdos duelen demasiado.

Pero entonces el bebé, que tenía los mofletes más colorados que he visto en mi vida, se puso de pie agarrándose a la falda de su madre. Se le veía inseguro, con las piernas poco firmes. La madre soltó el pollo y se puso en cuclillas para cogerle con cuidado las manos. Fue moviéndose hacia atrás para ayudar al bebé a andar, y ella sonreía, y el bebé sonreía, y entonces apareció el padre y se puso a sonreír también y a hablar emocionado con su mujer. Yo por supuesto no entendía las palabras, pero sabía perfectamente lo que estaban diciendo.

«¡Míralo, está andando! ¡No me lo puedo creer! ¡Huy, ten cuidado! ¡Ole, pequeño, muy bien!»

El bebé fue bamboleándose a incrustarse en los brazos de su madre y ella lo abrazó con fuerza mientras el hombre les besaba a los dos la cabeza antes de meterse dentro, y a mí se me encogió el estómago de decepción por lo conocido que me resultaba todo. Los seres humanos. Somos todos iguales. No hay forma de escapar. Da lo mismo que seas un inglés medio calvo que eructa el alfabeto o una mujer que mata pollos en mitad de los Andes. Da lo mismo la lengua que hables o la ropa que lleves. Hay cosas que no cambian. Las familias. Los amigos. Los enamorados. Son iguales en todas las ciudades de todos los países de todos los continentes del mundo.

Quiero que tú, Chica de los Pájaros, ocupes tu lugar entre ellos. Tú, la persona más entusiasta, más animada y más guapa que conozco, la chica que escribe de Pelasios y fabrica felicidad a base de cruasanes, te mereces vivir. El día que salí para Sudamérica fui a la biblioteca a verte. A saber lo que pensaría decirte, pero cuando llegué allí y te vi ordenando los estantes, decidí dejarlo. Me estabas dando la espalda, pero me di cuenta de que estabas disgustada. Tus movimientos lo decían todo. La forma en que cogías los libros como si te pesaran y te parabas a cada poco, con una mano en la cadera, y tus hombros subían y bajaban con tus suspiros. Yo había suspirado así mil veces desde la noche del río. Sabía cómo te sentías. El triste peso que llevabas en el corazón. La culpa que te corroía. El desesperado deseo de esconderte de ojos curiosos y estar a solas. Se te acercó una señora a pedirte un libro y tú no le sonreíste, apenas hablaste, solo le señalaste la escalera de caracol con un dedo flojo. Estuve a punto de correr a agarrártelo, para mantenértelo firme y para mirarte a los ojos y decirte que te olvides de lo que pasó y que vivas.

Por supuesto, no lo hice. Si hubiera hablado contigo y tal habría sido mucho peor, te habría recordado las cosas que estás deseando olvidar, y además sabía que como me acercara demasiado iba a claudicar y me iban a entrar ganas de abrazarte para quitarte la pena y de decirte que estoy enamorado de ti, porque lo estoy, Alice, del todo. En lugar de eso, dije adiós en voz baja y di media vuelta para marcharme, me costó un esfuerzo infinito dar los cinco pasos que me separaban de la puerta giratoria. Cuando llegué al sitio en el que nos habíamos besado bajo la lluvia me quedé ahí parado más tiempo que en ningún otro lugar, recordando cómo ardían tus labios al tocar los míos y lo mal que estaba aquello pero lo bien que sentaba, y luego me largué.

Ni que decir tiene que no te voy a mandar esta carta. No sería justo, además me daría demasiado miedo que alguien la leyera y descubriera la verdad de lo que pasó entre nosotros tres. Cuando termine la voy a romper y la voy a tirar, igual que he hecho con todas las demás. Y cuando vuelva a Inglaterra y te vea otra vez, sea eso cuando sea, no pienso decir nada que haga que te resulte imposible superar esto. No te voy a decir lo enamorado que estoy de ti, ni el miedo que me da estar sin ti, ni cómo necesito esconderme de todo el mundo porque nunca va a haber nadie que se te pueda comparar… Me limitaré a dejarte marchar. Al fin y al cabo, el verdadero amor es sacrificio y si pretendo que te olvides de Max, entonces tienes que olvidarte de mí.

El señor Perilla y el señor Calva Incipiente se han marchado. Está oscureciendo y ahora hay mucho menos tráfico y aparte de mí solo queda el loro atrapado en su jaula. No es así como vas a vivir tú, Chica de los Pájaros. Por lo menos en lo que de mí dependa. Abre esas alas fuertes que tienes. Vuela.

Agradecimientos

Este libro ha tardado mucho en estar terminado. Estoy muy agradecida a mi editora, Fiona Kennedy, por dedicarme el tiempo que he necesitado, a pesar de la inminencia de los plazos. Gracias por tu paciencia, tu comprensión, tu orientación y tu experiencia en asuntos editoriales.

Gracias también a Nina Douglas. ¡Sigues teniendo una magia especial para lograr que se hable de un libro! El equipo de Orion entero es fantástico, y si tuviera espacio os mencionaría a todos uno por uno. Me siento afortunada de verdad por trabajar con personas tan capaces de emocionarse, tan entregadas y tan preparadas. Gracias también a toda la gente de Felicity Bryan. Estoy encantada de poder llamarla «mi agencia literaria», y siempre es para mí un orgullo decir que soy una de las autoras de Catherine Clarke.

Un agradecimiento especial merece mi comadre escritora, Liz Kessler, por todos los ánimos que me ha dado con TFB. Lo has dejado todo para leer el manuscrito cuando yo necesitaba una segunda opinión, y me has dado algunos consejos estupendos. ¡Te debo una! Quiero darle también las gracias a mi madre, Shelagh Leech. Siempre sacas tiempo para leerte mis cosas y no tienes miedo de decirme lo que piensas de verdad. Gracias a ti y a papá por estar siempre, siempre ahí.

Estoy en deuda con toda mi familia y mis amigos, por el amor, el apoyo y la felicidad que me dan. En particular, quiero reservar mi mayor y más sentido agradecimiento para mi maravilloso marido, Steve. Te has ocupados de todos los detalles prácticos que se puedan mencionar (escuchar, corregir, aconsejar) y de otras cien cosas demasiado especiales para escribirlas aquí. No podría haberlo hecho sin ti.

Annabel Pitcher

West Yorkshire

Julio de 2012

ANNABEL PITCHER, escritora inglesa, nacida en 1982 en un pueblo de Yorkshire. Es licenciada en Filología Inglesa por la Universidad de Oxford y autora de la novela
Mi hermana vive sobre la repisa de la chimenea
http://epubgratis.me/node/27534
, en la que logra que a través de los ojos de un niño puedan verse con humor cosas tan dramáticas como el terrorismo o el alcoholismo y el abandono de los padres.

Su afán por escribir una novela le hizo viajar por el mundo, tomando notas en autobuses peruanos, en el Amazonas y a la sombra de los templos vietnamitas, lo que dio origen a la novela
Nubes de kétchup
.

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