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Authors: Annabel Pitcher

Tags: #Drama, Relato

Nubes de kétchup (11 page)

—Estupendo —dijo él, aunque tampoco se le veía demasiado entusiasmado—. ¿Ahora? —le preguntó a mi madre.

Ella bebió un sorbo de agua y dijo:

—Qué remedio.

Mi padre dejó el tenedor y recolocó su plato para que estuviera en el centro exacto del salvamantel.

—Tenemos que deciros una cosa —dijo con dificultad por signos.

Dot se estaba poniendo toneladas de kétchup en el plato. Le di un golpecito en la rodilla y señalé con el dedo a mi padre. Ella levantó la vista con aire culpable, pero luego, al ver que nadie la estaba regañando, apretó con más fuerza el bote. El rojo salió por toda la mesa a chorros.

—Imbécil —murmuró Soph.

—Tenemos que deciros una cosa —volvió a decir por signos mi padre, sin hacer caso del desastre—. Una cosa importante.

—No queremos que os preocupéis —añadió mi madre, pero la arruga profunda de entre sus cejas no corroboraba sus palabras.

—¿Os vais a divorciar? —preguntó Soph sosteniendo en alto un trozo de salchicha—. ¿Por lo mucho que habéis estado discutiendo?

Mis padres cruzaron una mirada culpable.

—Tampoco hemos estado discutiendo
tanto
—dijo mi madre.

—¿Qué pasa? —preguntó por signos Dot, porque notaba la tensión pero no podía seguir la conversación. Tenía los dedos rojos de haber limpiado el kétchup.

—Mamá y papá se van a divorciar. —Por una vez fue Soph quien respondió por signos. Dot se tapó la boca con las manos, su cuchillo y su tenedor cayeron con estrépito sobre la mesa.

—¡Sophie! —le espetó mi padre—. ¡No hemos dicho eso!

—¿Por qué os vais a divorciar? —apremió por signos Dot, ahora con la cara cubierta de kétchup—. ¿Papá se ha acostado con otra mujer?

—¿Qué? ¡No! —respondió mi madre.

—No nos vamos a divorciar —dijo mi padre—. Me he quedado sin trabajo, no es más que eso.

La boca se me abrió un palmo. Sabía lo de los problemas económicos, pero esto era nuevo para mí. Dot me tiraba de la manga. Marcas rojas ahí también.

—Papá se ha quedado sin trabajo —dije por signos, aunque no me lo podía creer. Dot suspiró aliviada y volvió a coger sus cubiertos.

—¿Te han echado? —preguntó Soph—. ¿Por qué? ¿Has hecho que tu despacho de abogados perdiera un montón de dinero?

—¿Te has acostado con tu jefa? —preguntó por signos Dot.

Mi padre resopló lentamente.

—No me han echado. Mi bufete se ha unido con otro y han dejado de necesitarme.

—¿Cuándo vas a tener otro trabajo? —preguntó rápidamente Dot por signos—. ¿Mañana? ¿Pasado? ¿O al día siguiente?

—No lo sé —admitió él mientras Dot mezclaba el kétchup con el puré de patatas y luego colocaba pegotes alrededor del borde de su plato.

—¡Deja de jugar con la comida! —le dijo por signos mi madre.

—Son nubes —respondió Dot.

—Las nubes no son rojas —dijo por signos Soph.

—Es el amanecer —replicó por signos Dot, desafiante—. Porque en mi plato está amaneciendo. Y a la salchicha le parece precioso. —Le esculpió una sonrisa a la salchicha con el cuchillo.

—Vaya desastre —le dijo por signos mi madre.

—Pero un desastre bonito —sonrió Dot. Le dio la vuelta a su plato para enseñárselo a nuestra madre. La salchicha estaba tumbada de espaldas, sonriéndoles a las nubes de kétchup.

—Ideal —dijo mi madre—. Y ahora come bien, como las niñas buenas.

Mi padre se levantó para servir las salchichas que quedaban.

—Algo me saldrá. Hay un montón de despachos de abogados por aquí y ya he llamado a varias personas. Puede que por un tiempo estemos un poco apretados de dinero, pero nos arreglaremos.

—Y si no, siempre podríamos rehipotecar la casa —sugerí. Mi madre se quedó perpleja—. Liberar parte de la inversión —continué asintiendo con aire inteligente.

—Sí —dijo mi padre, con voz de estar impresionado—. Exactamente. O vuestra madre podría buscarse un trabajo. —Eso lo dijo sin pensar, mientras le ponía a ella una salchicha en el plato. Mi madre abrió tanto sus ojos verdes que se le veía todo el blanco.

—¡Ni en broma!

—Pero…

—Ni en broma —volvió a decir mi madre—. Mi trabajo está en casa. Aquí. Con las niñas. Tú eres el que ha perdido el trabajo. Tú eres el que tiene que encontrar otro.

Mi padre se quedó mirando a mi madre. Mi madre fulminó con la mirada a mi padre. Soph y yo nos miramos la una a la otra. Solo Dot siguió comiendo, dejándose la salchicha sonriente para el final. La cogió con dos dedos y la sostuvo ante ella. Hizo un gesto solemne como para decirle adiós y luego le mordió la cabeza.

Max no llamó después de comer y tampoco llamó por la noche cuando yo estaba en la bañera. Me repantingué en pijama en el suelo de mi cuarto, tratando sin conseguirlo de hacer los deberes de francés, dándole toquecitos a mi teléfono para asegurarme de que estaba vivo. Cuando sonó aullé.

¡Un mensaje!

Me tumbé de espaldas encima de todos los verbos franceses que se suponía que tenía que aprenderme para el examen. Vivir. Amar. Reír. Morir.

Mañana en mi k después del insti?

Era increíble. Increíble de verdad. Parpadeé dos veces y luego releí el mensaje. Ahí estaba: una invitación a casa de Max Morgan. Para mí solita. Me dieron ganas de tirar el teléfono por la ventana para transmitir sus palabras hacia el cielo. Pero en lugar de eso lo que hice fue clavar la vista en la pantalla de la lámpara, intentando pensar la respuesta perfecta. Que era un no, Stuart, no me vayas a entender mal. Tenía que ser un no. Mi madre jamás me dejaría ir a casa de un chico, jamás de los jamases. Pero ¿cómo decírselo a él? Piensa que soy una aprovechada, pero no quería que Max perdiera el interés, por mucho que me gustara más su hermano.

Empecé a teclear. Lo borré. Volví a empezar. Eliminé eso también. Arranqué una página en blanco de mi cuaderno de Francés y al cabo de diez minutos garabateando tenía ya una respuesta de la que me sentía satisfecha, además de mi firma diecisiete veces y muy probablemente un dibujo de un conejo con dos paletas enormes, que viene a ser la única forma que sé de dibujarlo.

El mensaje decía que estaba ocupada pero que me gustaría que nos viéramos en otro momento, y justo cuando tenía el dedo gordo encima de la tecla para enviarlo, el reloj del abuelo dio las nueve.

—¡Papá! ¡Papá! Está a punto de empezar
Top Gear
. —No hubo respuesta—. ¿Papá? —volví a decir dejando caer mi teléfono en la alfombra y encaminándome hacia el pasillo. La luz se filtraba por debajo de la puerta del estudio, así que giré el picaporte—.
Top Gear
empieza en…

Mi padre estaba contemplando el salvapantallas del ordenador, con una expresión vacía. Encima de la mesa había una carpeta de anillas, abierta por una hoja toda escrita a mano por él. Holdsworth e hijo. Mansons. Leighton West. Había otros veinte bufetes de abogados en la lista, y la mitad de ellos tenían al lado una cruz.


Top Gear
está a punto de empezar —le dije sacudiéndole el brazo.

Mi padre bostezó y se desperezó.

—Grábamelo, Zoe. Lo veré en otro momento. Ahora estoy haciendo otra cosa.

Creí que se refería a lo del trabajo, pero cuando movió el ratón en la pantalla apareció una foto de una pareja. En una sala llena de gente y de humo, una chica saltaba a los brazos de un hombre, con una pierna por cada lado de sus caderas y los pies estirados hacia el techo. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás, con el pelo castaño idéntico al mío cepillándole al hombre los relucientes zapatos. El hombre se reía arrugando los ojos y abriendo mucho la boca, mientras la doblaba a ella hacia el suelo con sus poderosos brazos.

—El abuelo —dijo mi padre—. Y la abuela. ¿No parecen muy…?

—Sí —murmuré—, sí que lo parecen. —Porque sabía que mi padre iba a decir «jóvenes».

No eran sus caras, Stuart, ni el hecho de que no tuvieran arrugas. Resulta difícil de explicar, pero era más bien su estado de ánimo. Su energía. Se veía en la frente perlada de sudor del abuelo. En la curva de la espalda de la abuela. No era solo un baile. Era vivir. Vivir de verdad, en plan imagínate el momento a lo ancho en lugar de a lo largo, y a dos personas decididas a llenarlo hasta el último milímetro.

—Le hace a uno pensar, ¿verdad? —dijo mi padre.

—Desde luego —respondí, y luego—: ¿A ti qué te ha hecho pensar?

—Que la vida es corta. Y que hay muchas otras cosas aparte de preocupaciones.

—Y del instituto —añadí apoyándome en el borde de la mesa.

Mi padre se rio entre dientes.

—Buen intento. Cuidado con las fotos. —Tiró de mí para apartarme de una pila de fotografías en blanco y negro—. Las estoy escaneando. No quiero que pierdan el brillo…

Sentí que lo que quería decir era «… como el abuelo», así que le pregunté:

—Y él ¿qué tal sigue?

Mi padre se frotó el puente de la nariz.

—Pues la verdad, bien no está. Tiene la memoria fatal. La semana pasada ni siquiera se acordaba de que le gustaba bailar. Le llevé unas cuantas fotos, pero las dejó a un lado y me pidió su Biblia y un cuenco de gelatina de fresa.

—¿No se acuerda de que este era él? —pregunté mientras el hombre de la pantalla seguía riéndose y riéndose y riéndose—. Y ¿de la abuela? ¿A ella la recuerda?

—De mayor sí. Pero se le ha borrado todo lo del pasado.

Mi padre sonaba tan agobiado que me escabullí por la puerta y volví con una cosa escondida a la espalda.

—¡Tachán! Toma, hasta que puedas comprarte el de verdad. —Me quedé esperando a que mi padre me diera las gracias, pero la cara se le vino abajo. Miró el Ferrari y luego la lista de bufetes que había sobre la mesa. Con todas aquellas cruces—. No pretendía… No es porque hayan dejado de necesitarte. No es eso lo que…

—Es genial —me interrumpió mi padre cogiendo el coche y empujándolo por la mesa, haciendo con la garganta el ruido del motor, pero lo hacía sin ganas y los dos lo sabíamos—. Gracias, cariño —dijo mientras el coche giraba en redondo junto a la carpeta de anillas y aparcaba al lado del ratón.

Mi padre volvió a sus fotos, con la barbilla apoyada en la mano. Hizo clic en un botón y el baile fue reemplazado por un picnic bajo la lluvia, una joven pareja sobre una gruesa estera sin más sol que los destellos de sus sonrisas. La mano del abuelo tenía agarrado el hombro de la abuela y estaban apoyados el uno en el otro, con las cabezas tocándose.

—¿Por qué mamá lo odia tanto? —pregunté—. Tiene pinta de ser majo.

Mi padre se aclaró la garganta.

—No lo
odia
.

—Pero ¿qué fue lo que ocurrió, papá? No lo entiendo. ¿Por qué no nos dejan verlo?

—Bueno, hubo una…

—Discusión. Sí, ya lo sé. El día del McDonald’s. Pero ¿por qué fue?

Mi padre se aclaró la garganta por segunda vez.

—No andes preocupándote de esas cosas, cariño.

—Pero quiero saberlo.

Daba la impresión de que mi padre iba a ceder, pero entonces murmuró:

—Hay cosas que es mejor dejarlas en el pasado.

—¿Como qué cosas? —pregunté, consciente de que estaba ya tentando mi suerte.

—Ahora no es el momento, Zoe.

—Pero ¿por qué tanto secreto? ¿Por qué es tan importante?

—Mira, no tiene sentido volver a sacar todo eso ahora —me espetó—. A tu madre no le iba a gustar.

—Pero ¿
por qué
? —dije, enfadada—. ¿Qué fue eso tan terrible que hizo el abuelo?

—¡Déjalo ya! —explotó mi padre—. De verdad, Zoe. ¡A veces no te das cuenta de cuándo te estás pasando!

Dolida, salí como una tromba del estudio y cogí mi teléfono del suelo de mi cuarto. Esta vez, al leer mi respuesta en la que le decía a Max que no podía ir a su casa, mi pulgar no se cernió sobre la tecla de enviar. Le di a borrar. Si mis padres podían tener secretos, Stuart, entonces yo también podía. Enfadada, tecleé dos letras.

Sí.

Se despide,

Zoe x

Calle Ficticia, 1

Bath

3 de diciembre

Hola, Stuart:

Ya casi es Navidad. En cierto modo. En Inglaterra, las tiendas empiezan a poner el
Jingle Bells
en noviembre, y en los pueblos y en las ciudades las luces navideñas están encendidas desde el 1 de diciembre. Miré tres veces en Google, pero no pude encontrar información sobre la Navidad en el Corredor de la Muerte, aunque apuesto a que los guardias se niegan a dejarte colgar un calcetín en tu celda. Incluso aunque haya un árbol de Navidad en la cárcel, probablemente tampoco parecerá tan alegre mientras comes gachas detrás de los barrotes, y de hecho apuesto a que esta época del año solo consigue que te sientas aún más desgraciado.

Eso fue lo que me dijo ayer Sandra. Me llamó otra vez. El corazón me dio un vuelco al ver su nombre y, para ser sincera, no iba a responder, pero entonces pensé que igual llamaba al teléfono de casa y hablaba con mi madre para invitarnos otra vez. Lo cogí prácticamente en el último timbrazo mientras volvía del instituto paseándome bajo los parpadeantes ángeles, aunque así dicho da la impresión de que les vi los calzoncillos a los mensajeros de Dios, cosa que habría sido mucho más interesante que aquellas tenues lucecitas que había en la calle principal junto a la iglesia.

Sandra dijo que tenía un mal día. Probablemente se suponía que yo tenía que ofrecerme a hacerle una visita para que pudiéramos rememorar a su difunto hijo, en cambio yo, Stuart, le dije que tenía que hacer algo para un concurso de tartas. Fue lo único que se me ocurrió, porque llevaba todavía en la mano el bizcocho relleno de la clase de Tecnología de la Alimentación.

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