Tanta azúcar me dio sed, así que dejé a Lauren guardando el banco y me fui a buscar agua. Había mujeres que vendían camisetas y otras que vendían bisutería y hombres que despachaban juguetes exhibidos en tenderetes en la orilla del río. El agua borboteaba y el humo hacía espirales y los vendedores pregonaban mientras yo seguía buscando un puesto de bebidas. Un tipo con barba me enseñó una maqueta de un Ferrari rojo, que es el coche de los sueños de mi padre, así que me paré y se la compré porque había estado muy preocupado con lo del abuelo.
Cuando estaba pagando vi al Chico de Ojos Castaños en el resplandor que emitía el fuego. Y por cierto, sé perfectamente que a esto le podía haber dado un poco más de emoción, sobre todo porque en Literatura hemos aprendido cómo se hace, utilizando frases cortas y pausas y pistas para crear suspense. El problema, señor Harris, es que esto es la vida real y no un cuento, así que quería reflejar cómo ocurrió de verdad. En la vida real las cosas no tienen el detalle de ir surgiendo poco a poco hasta llegar al clímax. A la hora de la verdad hay momentos que ocurren de repente y sin previo aviso, como aquella vez que mi padre atropelló a un perro.
En un libro, seguro que ahí habría habido un par de indicios para anunciar el suceso, y puede que incluso algún ladrido en el momento en el que mi padre daba a toda velocidad la vuelta a la esquina, para darle a entender al lector que algo malo estaba a punto de ocurrir. En la vida real, mi padre volvía en su coche del supermercado y hacía sol, en la radio estaban poniendo
Dancing Queen
cuando pasó por encima de un badén de los de disminuir la velocidad que resultó ser un pastor alemán. Y así fue como ocurrió en la fogata. Sin progresión. Sin avisos. Un instante estaba yo yéndome del puesto y al siguiente estaba cara a cara con él, el Chico de Ojos Castaños. Así, sin más.
—El coche.
—¿Qué?
El hombre me tendió el Ferrari.
—El coche.
Me lo metí en el bolsillo delantero, sin quitarle ojo al chico. Llevaba una camiseta con letras en blanco por delante y estaba contemplando las llamas y soñando despierto con algo sin duda importante. Me imaginé una «nube de pensar» saliendo de su cerebro y a mí zambulléndome de cabeza hasta su mismo centro. Me olvidé de la sed que tenía. Me olvidé de Lauren. Con el pulso acelerado, me apresuré hacia el fuego, abriéndome paso a empujones hacia delante, aplastando al pasar a un padre con una niñita a hombros y a una mujer con un caniche vestido con un abrigo de esos de cuadros escoceses.
Volaban las chispas, destellos de ámbar que se volvían negros sobre las llamas.
—¿Queréis que lo eche al fuego? —gritó alguien. La multitud le animaba. Un hombre enarboló un muñeco de Guy Fawkes que llevaba una máscara de Halloween. Tenía las piernas embutidas en unos pantalones negros y las manos le asomaban de su cárdigan—. ¿Queréis que lo tire? —gritó más fuerte el tipo. La niñita aplaudía. Hasta el caniche movía la cola.
El Chico de Ojos Castaños bostezó y apartó la mirada. Me puse un poco más adelante para ver si notaba que estaba allí mientras el hombre agarraba a Guy Fawkes por un brazo y una pierna. Inclinó el monigote hacia el fuego. La cabeza pasó rozando las llamas y me estremecí al ver cómo rugía la multitud.
—A la de una… —Los cuellos se estiraban para ver mejor—. A la de dos… —Todo el mundo contaba al mismo tiempo—. ¡
Y a la de tres
! —El fuego chisporroteó. Guy Fawkes voló. Y justo en el instante en que el monigote desaparecía en una llamarada, el chico se apartó de la multitud y me miró directamente a mí.
Lo que ponía en su camiseta era: «Salvad a Guy Fawkes». Nos quedamos mirándonos durante cinco segundos, luego él sonrió.
—Hola.
Ya solo con esa palabra me hizo despegar del suelo. La hoguera desapareció. Y la gente también. No estábamos más que el chico y yo y nuestros ojos brillando en el centro del universo.
—Muy chula la camiseta —dije al final—. A mí Guy Fawkes me da pena.
—¿Aunque sea un villano?
—Sus motivos tendría. Y puede que fueran buenos.
El chico parpadeó.
—Buenos motivos para hacer cosas malas… Interesante.
—Muy interesante.
El cable que unía nuestros cerebros se puso al rojo. Yo me ruboricé y aparté la mirada. En algún lugar a un millón de millas de allí, al monigote se le derritió la máscara.
—Nada como una buena hoguera para unir a la gente —dijo el chico con una gran sonrisa—. Igual deberíamos tirar después el caniche. —Yo me reí y el perro ladró, todo él un feroz pompón envuelto en cuadros escoceses. El chico negó con la cabeza—. Igual es escocés. Si es escocés, puedo perdonar a los dueños. ¿Cómo te llamas? —me preguntó de repente. Esta vez se lo dije. Las dos sílabas me parecieron nuevas y resplandecientes en mis labios—. Mejor eso que la
Chica de los Pájaros
—dijo—, que es como te vengo llamando mentalmente desde aquella fiesta. Bueno, eso o la
Atraparratones
.
El corazón me dio un brinco. Me dio mil brincos. Él también había estado pensando en mí.
—Supongo que tú tampoco eres el
Chico de Ojos Castaños
.
—Ese es solo mi segundo nombre. De primero me llamo Aaron.
Antes de que yo pudiera decir nada más, en el brazo de Aaron apareció una mano.
—¡Hola! —dijo una chica.
Ya solo con esa palabra me dejó tirada por los suelos. Tenía una melena larga y roja como el fuego. Llevaba un abrigo negro como el carbón. La sonrisa que le dedicó a Aaron me siguió ardiendo en el cerebro mucho después de haber desaparecido.
—¡Has venido! —dijo él dándole a la chica un gran abrazo. Ella se asomó a mirarme por encima de su hombro: la piel pálida con la cantidad justa de pecas y una nariz recta de la que cualquier cirujano estético se habría sentido orgulloso.
—Necesito de verdad hablar contigo —le susurró al oído, con los dedos en su nuca.
—Claro —dijo él, que era exactamente lo contrario de lo que yo quería que respondiera, pero intenté sonreír de un modo
nonchalant
que es una palabra francesa y quiere decir despreocupadamente, mientras él me pedía disculpas y se acercaba al fuego para mantener una conversación en privado.
Le eché una mirada al reloj. Las nueve y cuarto. Faltaban cuarenta y cinco minutos para que mi madre fuera a recogerme.
Cuarenta y cuatro minutos.
Cuarenta y tr…
—¡Estás aquí! Creí que te habían asesinado o algo. —Lauren apareció a mi lado con cara de mal humor—. ¿Dónde te habías metido?
Extendiendo las manos hacia el fuego, hice como si estuviera temblando.
—Es que tenía frío.
—Pues me lo podías haber dicho. Yo estoy congelada. Y a punto de morirme de sed, así que he tenido que dejar el banco. Había puesto el bolso, pero ha venido un viejo cojo y se ha puesto: «No se puede guardar el sitio», y ha empezado a enrollarse con que si su mujer necesitaba descansar.
—Eso es muy bonito.
—Eso es muy
delirante
. Iba solo, así que creo que era uno de esos tipos que ven cosas que no existen. Ya sabes, como necrofilia o como se llame.
Me aguanté una sonrisa.
—Quieres decir esquizofrenia.
—¿Cómo?
—Esquizofrenia. La necrofilia es…, bueno, más te vale no saberlo.
Contemplé la espalda de Aaron. Faltaban cuarenta y un minutos para que llegara mi madre.
Lauren me sacudió el brazo.
—Bueno, pues venga.
—Venga ¿qué?
Empezó a dar saltos en el sitio.
—Tengo sed.
Aaron tenía las manos de la chica cogidas entre las suyas y no despegaba los ojos de su cara.
—Sí, vale —dije apartándome del fuego, sintiendo un frío que no tenía nada que ver con las llamas que se alejaban.
En la cola, Lauren se puso a hablar por los codos, y no estoy del todo segura de por qué se dice así, pero imagínese, señor Harris, Lauren hablando sin pausa, y ya se hace usted una idea. No paraba con lo del chico ese de un curso más, uno al que había besado en la fiesta de Max, y yo hacía todo lo posible por concentrarme, pero resultaba difícil teniendo en cuenta que un poco más allá Aaron estaba rodeando a la chica con el brazo.
Mientras Lauren pagaba su botella de agua, un cohete subió zumbando hacia el cielo. Un
oooh
de la multitud. Luego un
aaah
. Sin pensarlo siquiera, la agarré del brazo y nos tiramos allí mismo al suelo para contemplar los fuegos artificiales tumbadas en la hierba mientras la noche entera explotaba a nuestro alrededor. Señalé hacia unas chispas azules.
—Parecen renacuajos.
—Espermatozoides más bien —dijo Lauren. Nos reímos las dos porque era verdad, las chispas serpenteaban por el cielo como si estuvieran compitiendo por fertilizar a la luna. Lauren imitó el movimiento con la mano—. Espermitas voladores.
Un rostro se inclinó hacia nosotras.
—Qué bonito.
El pelo rubio. Los ojos castaños. Los fuegos artificiales estallaban por detrás de su cabeza mientras mi corazón explotaba en un enorme relámpago rojo. Aaron.
Lauren se puso la mano sobre los ojos. Yo pestañeé y miré mejor. El chico que iba un curso por delante extendió la mano y ayudó a Lauren a ponerse de pie. Yo me levanté como pude del suelo, decepcionada.
—Te estaba buscando —dijo el chico—. Vamos a dar un paseo por la orilla del río.
Lauren me enganchó del brazo.
—Solo si puede venir también Zoe.
—No te preocupes por mí —le dije, con una necesidad repentina de quedarme sola. Se había incorporado más gente a la hoguera, pero a Aaron y a la chica no se los veía por ninguna parte. Lauren examinó de cerca mi expresión. Abrí mucho los ojos y la miré fijamente—. En serio. No me va a pasar nada. De todos modos, mi madre va a llegar en diez minutos.
El chico tiró de la mano de Lauren y ella me dio un beso en la mejilla que me resonó en el oído.
Las llamas eran ya un estruendo. Los ojos me lloraban por el humo y el calor me aguijoneaba la piel. Acabé volviendo al banco a contemplar al viejo que hablaba con el aire. Era triste, pero solo mirándolo desde fuera; quiero decir que a él se lo veía bastante a gusto contándole a su mujer invisible cómo se fabrican los fuegos artificiales, extendiéndose en detalles sobre cómo los arman para conseguir los diferentes colores. Me pregunto, señor Harris, si usted alguna vez habla con Alice y qué le cuenta usted si se le aparece en su celda, flotando por entre los barrotes y cerniéndose junto a la bombilla. Puede que le pida perdón y espero que ella se lo dé, porque al fin y al cabo fue ella la primera que tuvo la culpa.
Las familias empezaron a marcharse juntas y las parejas se acurrucaban junto al fuego y hasta el viejo tenía con quien hablar, además a quién le importaba que solo existiera en su cabeza en lugar de en el mundo real. Me encaminé con esfuerzo hacia el aparcamiento y me desplomé contra un muro. En una iglesia lejana brillaba un reloj, y suspiré. Después de sentir que no tenía tiempo suficiente, ahora de pronto me quedaba demasiado. Veinte minutos sin nada que hacer aparte de…
¡Voces!
De un chico. Y de una chica.
Me fui moviendo pegada al muro hasta quedar escondida detrás de un arbusto y contemplé cómo Aaron entraba en el aparcamiento seguido de la chica pelirroja. Se me encogió el estómago. Se marchaban juntos, andando cada uno con el brazo en la cintura del otro. Había un viejo coche azul de tres ruedas, el techo abollado y una matrícula que decía DOR1S aparcado junto a una farola. Espié por entre las hojas. Aaron abrió la puerta del acompañante y le dio un beso a la chica en la coronilla antes de que se metiera dentro. Se me encogió el estómago todavía más, escurriendo cualquier esperanza que hubieran albergado.
Ahora, señor Harris, estará usted probablemente esperando que le diga que le di patadas al arbusto o que me eché a llorar o que corrí al aparcamiento y monté una escena. Pues siento decepcionarle y todo eso, pero me quedé con la cara completamente tranquila y el cuerpo completamente inmóvil. Lo único que hice fue romper una telaraña, partiéndola en dos con el canto de la mano. Una mitad se quedó en el muro y la otra mitad balanceándose de una rama, y esa es la única prueba que hay en el mundo de que sentí que algo se me rompía por dentro.
Al coche se le empezaron a empañar las ventanillas. Yo no quería ni pensar lo que podía estar ocurriendo ahí dentro, quiero decir que todos hemos visto
Titanic
, pero si usted no, imagínese una mano dando contra un cristal chorreante de aliento y de sudor y de pasión. Con cuidado de que no me vieran, me bajé del muro, con la espalda agarrotada y las piernas doloridas. Me dolía todo y en el mundo hacía frío y hasta las estrellas me parecían malvadas, agudos trozos de blanco que sobresalían de todo aquel negro. Mientras deambulaba de vuelta hacia los puestos, se me resbaló un pie con una piedra y me torcí el tobillo. El grito que di me sorprendió a mí misma, porque el tobillo ni siquiera me dolía.
—¿Zoe? —Una figura se movía hacia mí, alejándose del fuego, una silueta negra recortándose contra el naranja. Entorné los ojos. Ante mí apareció Max, con una lata de cerveza en la mano. Había intentado atraer mi atención unas cuantas veces desde el día de la foto, pero yo lo había ignorado. Sin embargo, esta vez no había forma. Estaba de pie justo delante de mí—. ¿Estás bien?
—Sí. Y ¿tú?
—Congelado.
Silencio.