Flexioné el pie aunque no me dolía y luego me estrujé el cerebro buscando algo que decir.
—Siempre hace más frío cuando no hay nubes. Menos aislamiento. Me recuerda a las ovejas.
Max le dio un trago a su lata.
—¿Cómo?
—Las ovejas. Ya sabes. Cuando hay nubes es como si el mundo tuviera una capa de lana. Se está más calentito y eso. Pero cuando la noche está clara es como si hubieran esquilado al planeta… —Me percaté de la cara de desconcierto que tenía Max y sacudí la cabeza—. Es una estupidez.
Él tomó otro trago.
—No, qué va.
Silencio otra vez. Por encima de nuestras cabezas un cohete explotó en estrellas. Nos quedamos los dos mirándolas demasiado rato, y luego el uno al otro, y luego al suelo. Max se aclaró la garganta.
—Lo siento, ¿sabes? —dijo pasándose una piedra de un pie al otro. Su tono de sinceridad me sorprendió—. Estuvo totalmente fuera de lugar.
—Pues sí.
Le dio un puntapié a la piedra y cruzó los brazos.
—He borrado la foto. Aunque no ha sido fácil…
—¿Se te había olvidado a qué tecla hay que darle?
Eso le arrancó una sonrisa. Sibilina. Sesgada.
—En realidad no es por eso. No ha sido fácil porque estabas muy guapa.
—¿De verdad? —repliqué esforzándome en sonar indiferente—. No fue eso lo que dijiste la otra vez.
—La otra vez Max Morgan el Magnífico mintió. —Sonreí sin ganas al verle posar los ojos en mis pechos—. Sinceramente, estabas…
—Borracha —completé, con el corazón latiéndome más rápido—. Borracha de verdad. Por poco lo echo todo ahí en tu moqueta.
—El que
vomitó
todo en mi moqueta fui yo —dijo Max—. Cuando te fuiste eché la pota al lado de la alfombra. A menos que fuera tuya…
—¡Sí, hombre! —exclamé.
Max hizo con el dedo un gesto de advertencia.
—Creo que estás mintiendo.
—Pues cree lo que quieras —dije, y fue extraordinario, o sea, quién se iba a imaginar que el vómito pudiera servir para coquetear.
Las estrellas me parecieron más amables. Menos puntiagudas. Más doradas que blancas, y el cielo negro, como más tirando a azul. Max bebió el último trago de cerveza y luego tiró la lata en una papelera. Se apoyó en ella, con las piernas estiradas y los tobillos cruzados. Los cordones de sus zapatillas se arrastraban por el barro.
—Entonces ¿todavía estás enfadada conmigo? —me preguntó después de un silencio.
Un cohete salió disparado hacia el cielo. Nos quedamos los dos mirando las chispas plateadas. Y luego el uno al otro. Y esta vez no apartamos los ojos.
—Pues claro —le dije—. Te portaste como un imbécil.
—Un imbécil al que primero besaste.
—Un imbécil que se aprovechó de mí cuando yo estaba borracha —le respondí, pero di un paso hacia delante.
Max se puso la mano sobre el corazón.
—No volverá a ocurrir. De verdad. Te juro que la próxima vez que te quites la camiseta no pienso…
—¿La próxima vez? —exclamé acercándome todavía más—. ¿Cómo sabes que va a haber una próxima vez?
—Es solo un presentimiento —dijo en un susurro Max, y tirando de mí me metió entre sus piernas y me besó intensamente.
No con suficiente intensidad. Le puse la mano en la nuca y obligué a nuestras bocas a acercarse más, y a saber por qué pensé en un cristal empañado de aliento y de sudor y de pasión. Max me metió las manos por dentro de la camiseta, pasando por encima de las caderas hasta la espalda, sus dedos fríos contra mi columna vertebral. Hice girar mi lengua con la suya, apretándome más contra él, su pierna desapareciendo entre las mías. Resultaba agradable el roce en esa zona, y la espalda se me arqueó de una forma que para mí era nueva, como la de un gato. Una boca pasó de mis labios a mi mejilla y a mi cuello, y unos dedos treparon por mis costillas hasta el borde del sujetador. Luego dentro del sujetador. Se me aceleró la respiración mientras aquellas manos fuertes apretaban, la cabeza se me fue para atrás y los ojos se me abrieron para ver un cohete explotando en el cielo. El cuerpo me hormigueaba y la sangre me latía con fuerza, pero mi madre estaba ya en camino, así que me obligué a desenredarme.
—Aquí no —fue un jadeo lo que me salió. Max me arrastró hasta un parquecillo para niños. Hundí los talones en la hierba—. Esta noche no. Mi madre debe de estar ya esperándome en el aparcamiento.
—¿Mañana, entonces? —me preguntó. Yo dudé porque sabía que no me iban a dejar en ningún caso—. ¿O al otro? —En realidad, por el tono parecía que estaba nervioso. Max Morgan. Nervioso por mí. Lauren no se lo iba a poder creer.
Levanté un hombro, incapaz de resistirme.
—Vale, ¿por qué no? —Max me volvió a besar, esta vez más suave, pero lo aparté de un empujón—. Voy a llegar tarde. —Él gruñó, pero me cogió la mano. Una imagen de mi madre detrás del volante pasó por mi mente—. No hace falta que me acompañes hasta el aparcamiento ni nada de eso. De verdad.
—No me cuesta nada. De todas formas me marcho yo también.
Le solté la mano.
—Pues ve tú primero. Mi madre es un poco…
—¿… Temperamental? Debe de ser cosa de familia. —Max me sonrió con aire de complicidad y yo le di un codazo en las costillas. Fuimos paseando y a mitad de camino nos paramos detrás de un árbol. Max le echó una ojeada al aparcamiento—. Si mañana no tienes noticias mías, llama a una ambulancia. Me va a llevar a casa en coche mi hermano. Hace solo un par de semanas que se ha sacado el carné. A la primera, por supuesto. No creo que haya hecho algo mal nunca en su vida. Aunque eso tampoco significa que conduzca bien. En serio, tú dile a tu madre que tenga cuidado con él.
Me quedé sonriendo mientras Max se alejaba corriendo, pasaba a la carrera junto al Mini de mi madre, ignoraba a un
jeep
y se metía a toda velocidad en el coche que estaba aparcado junto a la farola.
Un viejo coche azul con las ventanillas empañadas.
Me acerqué un poco más, con el corazón parándoseme al ver cómo Max abría de un tirón la puerta trasera y se metía en el asiento de detrás de Aaron.
En fin, señor Harris, existe una expresión que es quedarse
patidifusa
y es la única forma de expresar cómo me sentía mientras corría hacia el coche de mi madre. Y con las patas igual de difusas seguía cuando llegamos a casa y me hice un té muy muy fuerte porque no paré de darle vueltas y más vueltas a la bolsita en mi intento de aclararme. Hermanos.
Hermanos
. Igual yo lo tenía que haber visto venir. Había ligeros parecidos entre ellos, y Aaron estaba en la fiesta de Max aunque tenía un par de años más que el resto de nosotros. Pero aun así. Eso tampoco era suficiente para sacar conclusiones.
De mi taza salía humo cuando me senté en la alfombra del cuarto de estar a darle sorbos al té, preguntándome si se llevarían bien y estarían charlando en la cocina en ese preciso instante, mientras se hacían un sándwich o lo que fuera. Intenté adivinar si los dos se lo harían de lo mismo o cada uno de una cosa distinta, en plan si Max lo preferiría de jamón y Aaron optaría por el queso y si la chica de la melena roja lo querría de atún, cosa que iba a hacer que el aliento le oliera a pescado. Lo que habría dado yo por poder ser una mosca posada en la pared para averiguar la respuesta.
Tiene gracia que ahora mismo haya una mosca de verdad en la pared de verdad. En cierto modo. Hay otra pequeña y negra atrapada en la telaraña del alféizar del cobertizo, pegada en los hilos de seda y contemplando el jardín, probablemente preguntándose qué demonios ha sido de su libertad. Apuesto a que para cuando haya salido el sol, la araña se la habrá comido. A juzgar por el cielo, no falta tanto para que amanezca, así que probablemente será mejor que vuelva a casa antes de que mi madre se despierte. Ahora que han retrasado los relojes se hace de día una hora antes, y eso tiene que ser un consuelo, Stuart. Así, aunque cenes a oscuras, podrás desayunar con luz del sol, y espero que te caliente la piel.
Se despide,
Zoe x
Calle Ficticia, 1
Bath
14 de noviembre
Hola, Stuart:
No me juzgues mal, porque en realidad la culpa no la tuve yo y jamás habría aceptado ir si mi madre no se hubiera puesto tan suspicaz. Cuando volví del instituto estaba hablando por teléfono. No me preguntes cómo supe que estaba hablando con Sandra, pero lo supe, y hacía esos sonidos en plan «ajá, mmm, ya», luego colgó y me dijo que nos íbamos a su casa a tomar café.
Ni que decir tiene que me opuse.
—¡Si a mí el café no me gusta!
—Tampoco será para tanto, ¿no? —preguntó mi madre, y entrecerró los ojos como si estuviera intentando escanearme el cerebro por rayos X—. Igual te viene bien verla. Y sé que a ella le va a gustar. A ti ella te cae bien, ¿verdad?
—Sí. Es que… tengo… me duele la garganta, nada más.
Mi madre me metió un par de analgésicos en la boca y a continuación me sacó de casa. Un cuarto de hora después estaba sentada en el minúsculo invernadero de Sandra por primera vez desde el funeral.
—¿Sales de vez en cuando? —le preguntó mi madre.
—A veces —respondió Sandra—. Aquí y allá.
No era broma lo que había dicho mi padre de que había adelgazado. Cara demacrada. Clavículas prominentes. Brazos flacos. El pelo también lo tenía diferente. Antes lo tenía negro con reflejos caoba, cortado a capas, pero el color se le estaba yendo y el corte se le había deshecho al crecer.
—Intento mantenerme ocupada.
—Buena idea —dijo mi madre—. No hay otra manera. Hay que llenar el tiempo.
—Nunca me había dado cuenta de que hubiera tanto —murmuró Sandra—. Horas y horas. Siento cada minuto que pasa.
Apareció el sol, resplandeciendo en la fuente del jardín. Me vino una imagen del dedo de Max apretándole las alas a una polilla muerta. Pestañeé con fuerza para librarme de ella, pero me volvió con más intensidad, y estaban Aaron mirando hacia lo alto para ver el mochuelo y la mano de Max en mi cadera y luego Aaron examinaba mi piel y mis labios y mis curvas y el pulso se me aceleraba y el estómago me daba vueltas y estaba a punto de darme una arcada cuando Sandra me preguntó:
—Y ¿tú cómo estás, Zoe?
No me sentí capaz de responder.
—Ha estado fatal —dijo mi madre—. Y sus notas también se están resintiendo.
—Bueno, estaban muy unidos, ¿no? —dijo Sandra, y era, Stuart, una de esas preguntas retóricas que no necesitan respuesta—. Que se haya truncado todo de esta manera…
Me puse bruscamente de pie.
—¿Te pasa algo, Zoe? —me preguntó mi madre. Sentí un hormigueo en las manos, el cuarto era demasiado pequeño y la corbata del uniforme me apretaba demasiado. Tiré y tiré de ella, pero el nudo estaba demasiado fuerte—. Más vale que nos vayamos —dijo rápidamente mi madre—. No se encuentra muy bien. Y he dejado a mis otras hijas con una vecina. Gracias por el café.
Sandra se levantó de su asiento, con la cara llena de preocupación. Dolía mirarla, así que me concentré en el cielo mientras Sandra tiraba de mi cabeza para apoyarla en su hombro.
—Yo sé cómo te sientes —dijo apretándome con fuerza—. De verdad que sí. Ven a verme siempre que quieras. —Me soltó con suavidad y me puso la mano en la mejilla—. Nos podemos ayudar la una a la otra. —Los puños se me contrajeron. Las mandíbulas también. Y justo cuando pensaba que no iba a ser capaz de soportar ni un instante más esa amabilidad suya, la mano se apartó y Sandra se encaminó hacia la puerta de la calle con unas pantuflas viejas que se estaban deshaciendo por las costuras. Se detuvo junto a una foto que había colgada en la pared—. ¿Esta la habéis visto?
Un marco plateado.
Yo con un vestido azul, la cara más sonrosada de lo habitual.
Y Max y Aaron sonrientes, uno a mi derecha y el otro a mi izquierda, en la Feria de Primavera.
Al fondo se veían las luces de los coches de choque. En el aire flotaba el humo de las camionetas que servían perritos calientes. En una esquina había una fecha que decía: 1 de mayo.
—¿Es…? —empezó mi madre.
—La última foto que le hicieron, sí. —Se me fueron los colores de la cara. Hasta lo sentí, hilillos de rosa bajándome por el cuello como las pinturas para la cara al lavárselas con agua fría—. Es mi preferida —dijo Sandra—. Se le ve feliz. Se os ve felices a los tres.
Con el dedo gordo acarició las tres caras y entonces, Stuart, fue cuando corrí afuera y vomité al lado de un árbol.
Se despide,
Zoe x
Calle Ficticia, 1
Bath
29 de noviembre
Hola, Stuart:
Oigo el golpeteo del granizo cayendo en el tejado y si en Texas eso no pasa, imagínate el cielo vaciando su congelador. La araña se debe de estar preguntando qué demonios pasa. Se ha plantado en el centro de su telaraña vacía con esas patas negras como el carbón y tengo la extraña sensación de que me está mirando. Seguramente por la ropa que llevo. Un gorro de lana morado y una bufanda encima de la bata, y en los pies las botas de montaña de mi madre. Lo he encontrado todo aquí, o sea que Dot debe de haber estado jugando a exploradores, porque este cobertizo lo usa de casita de juegos. Me he puesto la chaqueta de mi padre por encima de las piernas como si fuera una colcha y aquí debajo me siento segura, a resguardo de la lluvia y del viento y de la mano que iba desapareciendo y también del grito de Sandra, que anoche por primera vez se metió en mis sueños.
Haría lo que fuera por olvidar. Lo que fuera. Comerme la araña, o salir desnuda al tejado del cobertizo, o montañas de deberes de matemáticas durante el resto de mi vida. Lo que hiciera falta para borrármelo todo del cerebro igual que se hace con los ordenadores, apretando un botón para eliminar las imágenes y las palabras y las mentiras, que están justo a punto de empezar en el siguiente parte de mi historia.
Al día siguiente de la hoguera se suponía que Max me iba a llamar. El pelo me olía todavía a humo y sentía mariposas en el estómago y, para ser sincera, cada vez que sonaba mi teléfono el corazón me pasaba de cero a cien en menos de un segundo, como el Ferrari que le había comprado a mi padre. Lo gracioso es que estábamos hablando de coches mientras comíamos en la mesa de la cocina, salchichas ecológicas con puré de patatas, por si le interesa saberlo.
—Esta noche empieza la nueva temporada de
Top Gear
—le dije a mi padre refiriéndome a un programa de la tele sobre coches que a él le encanta—. A las nueve en punto.