Nubes de kétchup (14 page)

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Authors: Annabel Pitcher

Tags: #Drama, Relato

No se me ocurría ni una sola calle, así que dije:

—Está enterrado en el cementerio que hay al lado de los semáforos.

—Ah. Lo siento.

—No lo sientas. Él descansa en paz. —Y eso, Stuart, en cierto modo era verdad, porque estarse en un hospital pidiendo que te traigan gelatina de fresa tampoco es que sea exactamente estresante.

Aaron se bajó de un salto del muro. Yo abrí la puerta del acompañante. El bíceps se le tensó al coger mi mochila. Cuando me pasó el asa, nuestros dedos se rozaron. Diez segundos más tarde seguía pasándome el asa, y en los dedos me hormigueaba todo su ADN multicolor.

—Y ahora viene la parte en la que tú me das tu número de teléfono —susurró Aaron—. Sin que yo te lo pida. —El corazón me pegó un salto, pero dudé, acordándome de la chica de la melena roja—. ¿O quieres que te dé yo el mío? Ya sabes. Solo para ponernos de acuerdo en lo del asalto al banco.

Sonreí. No pude evitarlo. No me sabía mi número, así que metí la mano en el bolso, buscando mi teléfono. Los libros del instituto. Bolígrafos. Una goma. Rebusqué con los dedos por las esquinas. Clips. Chicles. Un tapón de botella.

—No lo tengo —dije, desconcertada, y contuve una exclamación.

—¿Qué pasa?

—Me lo debo de haber dejado en… en el instituto.

Aaron sacó un bolígrafo de la guantera. Me cogió la mano y me escribió el número en la palma, haciéndome cosquillas con la punta en la piel mientras los ceros y los sietes y los seises y los ochos se iban extendiendo desde el dedo gordo hasta el meñique cruzando mi línea de la vida y mi línea del amor y todas las otras líneas que las gitanas leen en caravanas. La tinta negra resplandecía a la luz de la luna, pero yo lo único que veía era mi teléfono en el dormitorio de Max. Encima de su escritorio. Con una foto de Lauren y mía de salvapantallas. Aparté la mano y me colgué la mochila del hombro. A Aaron se le formó una arruga entre las cejas y me dieron ganas de saltar sobre ella y mullírsela como si fuera una almohada.

—¿Todo bien? —me preguntó, y esa, Stuart, era una pregunta imposible de responder, pero por segunda vez aquella tarde me salvó de tener que responderla una ambulancia.

La misma ambulancia que habíamos visto hacía solo unos minutos.

Estaba saliendo de la calle Ficticia, mi calle, con sus luces azules intermitentes.

Bueno, no sé si tú habrás estado alguna vez en la sala de espera de un hospital, pero si me preguntas, es el peor sitio del mundo entero. Había un maltratado sofá y una mesita pegajosa y una papelera desbordante y un dispensador de agua vacío y una planta mustia que parecía más enferma que todos los pacientes que había en la sala juntos. En la tierra seca de la maceta habían apagado colillas, por mucho que hubiera seis carteles de «No fumar» y un póster sobre el cáncer de pulmón con explícitas imágenes de tumores. Al lado había una pila de folletos sobre incontinencia urinaria, lo cual podría explicar por qué las enfermeras no habían rellenado el agua.

Se oyeron unas voces en la entrada de la sala. Soph se levantó apresuradamente y abrió la puerta de un empujón, pero no eran ni mi madre ni mi padre ni Dot, solo un par de médicos que pasaban con sus estetoscopios al cuello y su frufrú de batas blancas. A lo lejos se oía una sirena y un carrito metálico traqueteaba sobre las baldosas y, en algún lugar cercano, un monitor cardiaco empezó a hacer
biiiiiiiiiiip
. Recé y recé para que no fuera el de Dot.

Mira, Stuart, estoy segura de que habrás oído hablar de eso que llaman el sexto sentido, una sensación que te cruza el cerebro para avisarte de que alguien a quien quieres está en peligro, y a ti en tu celda te podría pasar que si, digamos, a tu hermano, del que estoy suponiendo que no te apetece hablar, le duele la garganta, tú igual sientes también algún pinchazo en las amígdalas. Bueno, pues en cuanto vi la ambulancia eché a correr y oía a Aaron llamarme a gritos, pero no miré hacia atrás porque tenía precisamente esa sensación. Como era de esperar, cuando llegué como una exhalación al camino de mi casa, a Dot no se la veía por ninguna parte y Soph estaba llorando.

Mi madre se había metido en la ambulancia con Dot, y a Soph le había dicho que se quedara. Pero yo no estaba dispuesta a conformarme con eso, así que llamé un taxi y nos metimos dentro y durante todo el camino hasta allí Soph estuvo llorando llorando llorando.

—Se ha caído —me contó, con las lágrimas cayéndoseles por la cara—. De arriba del todo, y hasta abajo.

—¿De dónde? —le pregunté en un susurro.

—De la escalera. Se ha quedado ahí tirada en el suelo sin moverse y… —La frase quedó suspendida en el aire porque habíamos llegado al hospital, donde una enfermera de rostro sombrío nos condujo hasta la sala de espera.

Después de una eternidad, las bisagras de la puerta chirriaron y allí estaba mi madre, parada en el umbral, con la camisa por fuera de los vaqueros.

—¿Cómo está Dot? —le pregunté.

—¿Está bien? —susurró Soph.

Mi madre se derrumbó sobre una silla.

—Se ha…

—¿Se ha qué? —dije apretándole el brazo a Soph.

Mi madre dio un hondo suspiro.

—Se ha roto la muñeca.

—¿La muñeca? —preguntó Soph.

—¿
Solo
la muñeca? —dije yo.

Las tres pegamos un brinco cuando se abrió por segunda vez la puerta. Apareció mi padre con un maletín y los colores subidos y el traje negro caro que solo se ponía para reuniones con clientes importantes o funerales.

—Me ha llegado tu mensaje. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo está Dot?

—Se ha roto la muñeca.

—Ay, gracias a Dios —dijo mi padre.

—¿Gracias a Dios?

—Bueno, por lo que me decías en el mensaje pensé que… En cualquier caso, ¿está bien?

Mi madre se contempló el regazo.

—La culpa la tengo yo. Yo debería haber estado vigilándola.

—Tampoco puedes vigilarla todo el tiempo —dijo con delicadeza mi padre—. Es imposible.

—Se ha caído por las escaleras. Se debe de haber tropezado con algún espumillón. No sé por qué lo llevaba, pero el caso es que tropezó y… se cayó. Se quedó sin conocimiento. No podía despertarla, Simon, estaba ahí tirada igual que la última vez, respirando con dificultad, y…

Mi padre se puso en cuclillas delante de ella.

—No ha sido culpa tuya, cariño. Ha sido un accidente.

Mi madre cogió aire con fuerza, estremecida, y asintió mientras mi padre le acariciaba la mejilla.

—Y aparte de eso ¿a ti qué tal te ha ido? —preguntó asimilando el traje que llevaba mi padre—. ¿Ha habido suerte?

—He ido pasando las pruebas hasta que solo quedábamos dos, pero al final le han dado el trabajo al otro.

Antes de que mi madre pudiera responder, la luz del pasillo irrumpió en la sala de espera. Una enfermera sujetó la puerta dejándonos ver a Dot con una mano escayolada y un espumillón plateado brillándole alrededor del cuello. Soph fue la primera en llegar junto a ella, cayó de rodillas y se puso a hacer signos a toda velocidad, más deprisa de lo que la habría creído capaz. No pillé lo que le estaba diciendo, pero Dot asintió y Soph tiró de ella para darle uno de sus escasos abrazos. Mi padre la cogió en brazos y la apretó con fuerza y mi madre dijo: «Con cuidado, Simon», y luego nos fuimos a casa y ya sé, Stuart, que resulta un poco abrupto, pero hay un gato maullando a la puerta del cobertizo, así que un segundo, que voy a dejarlo entrar.

Lo siento, pero va a ser mejor que abrevie porque es imposible escribir con
Lloyd
ronroneando en el regazo, metiéndose por delante del papel. Tiene la mancha blanca de entre las orejas más suave que nunca y no paro de acariciársela y de darle besos en ella. Quería decirte que me envolví la mano en una bolsa de plástico para proteger el número de Aaron al ducharme y quería contarte que me metí debajo de las sábanas con la mano pegada a la oreja haciendo como que llamaba por un teléfono imaginario y hablaba con él en la oscuridad. Las palabras viajaban por mis venas, que estaban suspendidas en el aire como los cables del teléfono. Le expliqué lo de haberme dejado el teléfono en el cuarto de Max y él me explicó lo de su novia y, por supuesto, nos perdonamos el uno al otro, toda la noche ahí tumbados susurrándonos amor a través de nuestras muñecas a la pálida luz de una luna normal y corriente.

Se despide,

Zoe x

Calle Ficticia, 1

Bath

20 de diciembre

Hola, Stuart:

Ayer te hice un
christmas
, pero no te preocupes, que no tiene fotos de familias comiendo pavo ni guirnaldas de luces ni muñecos de nieve sonriendo con esa felicidad hecha de rocas que no se pueden socavar. Nada de toda esa alegría festiva me parecía apropiado, así que en lugar de eso he dibujado un pájaro, un halcón de cola roja volando por lo alto de tu celda, que según Google es más o menos del mismo tamaño que mi cobertizo del jardín, pero ni tiene regaderas ni una chaqueta ni una caja de azulejos que se te clava en las piernas, y probablemente tampoco olerá a las zapatillas de deporte viejas de mi padre. En realidad, en tu celda no hay casi nada aparte de una cama en un rincón con un colchón muy fino y un retrete en la otra punta del cuarto. Si quieres saber mi opinión, eso no es demasiado higiénico y deberías pensar en escribirle una carta para quejarte a quien esté encargado de la salud y la seguridad, o quizá un encendido poema de protesta.

La semana pasada leí tu poema
Veredicto
y de acuerdo con el segundo verso no lloraste cuando el juez dijo: «Culpable». No gritaste de rabia cuando tu hermano se puso a celebrarlo y no chillaste de terror cuando te escoltaron hasta la cárcel, porque tu mente estaba flotando por encima de todo aquello y mirando desde lo alto a aquel tipo esposado. Para serte sincera, yo sé exactamente a qué te refieres, porque ayer mi cerebro estuvo planeando con una paloma alrededor de un roble contemplando a una chica con un abrigo negro que escribía palabras en un rectángulo de cartulina blanca.

Sentía que yo no estaba allí mientras andábamos hacia la tumba y sentía que no estaba allí cuando depositamos las coronas de flores y sentía que no estaba allí cuando Sandra puso la mano en la lápida de mármol y recorrió las letras grabadas en oro con un dedo enguantado.

—No te olvidaremos nunca —susurró, y yo, Stuart, estaba viendo los ojos castaños de él alzándose hacia mí mientras ella leía en alto las palabras de la lápida—: «Para siempre en mi pensamiento, para siempre en mi corazón». Feliz Navidad, hijo querido.

Me tocaba hablar a mí. Abrí mis labios que no eran mis labios.

—Feliz Navidad.

Las palabras de la tapa del ataúd empezaron a arder con el calor de la verdad que se elevaba desde la tierra, haciéndome enrojecer.

Yo no quería estar allí. No habría ido jamás si Sandra no se hubiera presentado en mi casa ese mismo día más temprano, llamando tres veces al timbre de la puerta.

—¿Está Zoe? —la oí decir desde mi cuarto, y el cuerpo se me puso rígido.

—Eh… —dijo mi madre, cogida por sorpresa—. Sí. Sí, está. ¿Por qué no entras, Sandra?

—No voy a estar mucho, gracias. Solo quiero hablar con Zoe.

Mi madre empezó a subir la escalera, así que me tiré en la alfombra para ver si había espacio para esconderse debajo de la cama. Mi madre asomó la cabeza por la puerta antes de que lograra desaparecer. Por supuesto, tuve que bajar y, por supuesto, fui educada con Sandra y, por supuesto, dije que sí cuando me pidió que fuera a visitar la tumba a pesar de que mi cerebro estaba gritando
NO
tan alto que me sorprendió que ella no lo oyera.

—¿Estás segura, mi amor? —dijo mi madre, con cara de preocupación, y yo intenté decirle con la mirada que no quería ir.

—Pues claro —respondió Sandra. Estaba todavía más delgada, Stuart, la cara una calavera y los dedos puros huesos, y ya no le quedaba nada de caoba en el pelo—. Tiene ganas de verle, ¿a que sí?

Yo no me atrevía a negarme, así que tragué saliva y asentí, encontrando difícil respirar. La rabia me inundó las venas. La culpa también. Me revolvieron las tripas haciendo que me dolieran, y todavía me duelen, una punzada sorda en los intestinos.

Puede que en eso también fuera verdad lo que él escribió. Ya sé, Stuart, que suena a locura, pero así es como lo siento algunas veces, como si tuviera las palabras clavadas en las entrañas, rojas, doloridas e inflamadas, puede que hasta sangrando. La única manera de hacerlas desaparecer, de aliviar el dolor, es escribirlas aquí. Contártelas a ti. Esta noche estoy cansada, pero lo voy a hacer de todas formas, empezando por el día siguiente al del accidente de Dot.

Séptima parte

Estaba yo haciendo equilibrios en el escalón del porche, mentalizándome para enfrentarme al mal tiempo que hacía, cuando mi madre me dijo que me llevaba ella al instituto.

—No quiero que encima de todo lo demás te agarres un resfriado.

Tenía mala cara y bolsas moradas debajo de los ojos. Nos pusimos en marcha bajo la lluvia, esa genuina lluvia inglesa que en lugar de gota a gota cae a rayas de unas nubes negras como el carbón. Ella iba conduciendo tan despacio que un vecino tocó el claxon para decirnos que nos apartáramos del paso. Mi madre dio un respingo y se puso a rezongar entre dientes, con un mal humor que insinuaba que se había pasado la noche dando vueltas en la cama sin dormir, sin pegar ojo ni por un instante.

Los limpiaparabrisas chorreaban y las ruedas salpicaban al cruzar los charcos y
Lloyd
iba corriendo por la acera, con el pelo pegado a los huesos, reducido a la mitad de aquella bola que se arrellanaba sobre el poste de la calle. El corazón me dolía de ganas de volver a estar sentada en el muro diciendo: «Por lo menos los perros no son tan estúpidos como para salir cuando llueve». Me pregunté por centésima vez si Aaron habría visto mi teléfono y si habría tenido una pelea tremenda con Max, probablemente rematada con un puñetazo de uno de ellos al otro.

Mi madre estaba sentada tan inclinada hacia delante que su cabeza estaba encima del volante. Dot iba firmemente sujeta en el asiento de atrás, poniendo caras y agarrándose la muñeca y echándole miradas a mi madre para ver si la estaba viendo. Mi madre la había dejado faltar al colegio y Soph lo había intentado también, quejándose de que le dolía la garganta, pero mi madre le examinó las amígdalas antes de salir de casa.

—A mí me parece que no les pasa nada. Además tampoco tienes fiebre.

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