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Authors: Annabel Pitcher

Tags: #Drama, Relato

Nubes de kétchup (24 page)

Con cariño,

Zoe xx

Calle Ficticia, 1

Bath

17 de marzo

¿Qué hay, Stu?:

Es un alivio estar aquí contigo esta noche. Hay una manta que debe de haberse dejado Dot, así que me he acurrucado debajo, feliz de esconderme. De verdad te digo, Stu, que no sé cuánto tiempo podré seguir fingiendo, en plan imagínate a una actriz de
El mago de Oz
enredándose con las frases y el maquillaje verde de la bruja goteando por el escenario, solo que en mi caso, claro, es al revés, mi buena cara derritiéndose para revelar algo malo que hay debajo. El público contiene un grito. Mi madre. Mi padre. Todos boquiabiertos y Sandra la que más.

Ha venido otra vez esta tarde. Sin avisar. Ha llamado al timbre tres veces y se ha metido en casa sin esperar a que la invitaran.

—¿Qué hace ella aquí? —me preguntó Dot por signos—. Y ¿por qué no se ha lavado el pelo?

—Dice Dot que hola —murmuró mi padre mientras hacía pasar a Sandra al cuarto de estar deshaciéndose en frases como «Qué tal va todo» y «Me alegro de verte», aunque se le notaba que estaba alucinado con aquella aparición súbita.

—Huele raro —dijo por signos Dot.

—Mi hija está acatarrada —explicó mi padre, porque Dot estaba moviendo la mano delante de la nariz—. ¿Qué puedo hacer por ti, Sandra?

Le indicó una butaca, pero Sandra se arrodilló en el suelo donde yo estaba sentada. La camiseta que llevaba no la protegía mucho de la fría noche y tenía los delgados brazos enrojecidos y en carne de gallina. Dot no exageraba con lo del olor. Mientras Sandra volcaba su bolso y lo sacudía, le noté un fuerte tufo a alcohol en el aliento. Unas fotos cayeron en la alfombra junto a mis pies.

—Para la presentación. En el homenaje. He pensado que te iba a gustar verlas, Zoe.

Antes de que yo pudiera responder, mi padre arrugó el entrecejo y dijo:

—¿Has venido en coche, Sandra?

Sandra se limitó a sonreír, con los labios manchados de vino.

—Mira esta —dijo cogiendo una foto de un niño pequeño tumbado boca abajo con las regordetas piernas llenas de polvos de talco—. ¡Y esta!

—Qué niño más gordo —dijo Dot por signos.

—Monísimo —dijo mi padre—. Qué mono.

Se oyó un rumor de pantuflas por la moqueta cuando entró mi madre con un libro en la mano, y se detuvo en seco cuando vio a Sandra esparciendo fotos por la alfombra.

—Eh… Hola —dijo—. ¿Qué está pasando?

—Esa señora se ha vuelto loca —respondió por signos Dot.

—Sandra ha venido a enseñarnos algunas fotos —dijo mi padre fulminando con la mirada a Dot, que estaba soltando risitas—. ¿No es un detalle?

Un bebé con la sonrisa cubierta de chocolate.

Un niño de nueve años con una herida en la rodilla.

Primera foto de colegio.

Última foto de colegio.

Una foto mía en la Feria de Primavera con los dos hermanos, uno a cada lado.

Sandra me la pasó y yo la cogí con las manos temblándome sin parar. Alguien se iba a dar cuenta, estaba segura, así que dejé caer la foto en mi regazo y escondí las manos entre las rodillas, molesta por tenerlas tan sudorosas. La cara la tenía fatal también, yo intentaba sonreír, pero mis labios no estaban de acuerdo.

—Quién podía imaginarse que estaba a punto de pasar algo terrible —dijo con suavidad Sandra, mirando la foto—. Ni una pista siquiera… En realidad hay una cosa que me gustaría preguntarte —dijo en voz baja, y a mí se me encogió el estómago—. Es sobre aquella noche.

—No estoy segura de que Zoe esté en condiciones para eso —dijo mi madre rápidamente, viendo cómo se me iba el color de la cara—. No le gusta hablar de la Feria de Primavera.

—Pero es importante.

—Me parece que va a ser mejor que nos limitemos a ver las fotos —dijo mi madre—. Seguro que algunas son preciosas.

—¿Por qué te marchaste? —insistió Sandra, y aunque hubiera estado bebiendo, la mirada la tenía firme.

—Ya te lo conté. Nos fuimos a dar un paseo —dije demasiado deprisa.

—Pero ¿por qué?

—Aquí hay una bonita —dijo mi madre señalando una foto de Max y Aaron y Fiona en tres bicicletas de montaña—. Entrañable. Vamos a ver algunas más. —Hizo ademán de ir a coger una foto, pero Sandra las recogió en un montón.

—Quiero comprender los últimos movimientos de mi hijo.

El corazón se me desbocó, golpeándome las costillas en su afán de escapar de las preguntas mientras yo me ponía de pie de un salto.

—Me resulta muy difícil —dije. Los ojos se me llenaron de lágrimas—. Me resulta muy difícil hablar de eso. No soy capaz. No paro de soñar con aquella noche y me da miedo pensar en ello porque todavía me parece tan…

—Tranquilízate, mi amor —dijo mi madre, y mi padre me puso la mano en la espalda sudorosa.

Sandra se ruborizó, apretando las fotos con fuerza.

—Lo siento. Es que… lo que no comprendo es por qué os fuisteis de la feria. Y por el bosque. ¿Adónde ibais?

—A ningún sitio. Estábamos aburridos —mentí—. Nada más. Estábamos aburridos.

—Si no os hubierais ido —murmuró Sandra, y ahí, Stu, fue cuando salí de la habitación con las piernas temblorosas, fingiendo que quería hacerme un té. Diez minutos más tarde seguía con la mirada fija en la tetera y fue mi madre quien tuvo que encenderla.

Con cariño,

Zoe xxx

Calle Ficticia, 1

Bath

1 de abril

Mi querido Stu:

Al final le he dicho a Sandra que no podía hacer el discurso en el homenaje. He ido corriendo a su casa, he aporreado la puerta y he entrado como una exhalación en el invernadero, con la palabra «¡NO!» rugiéndome en la garganta.

Sandra ha levantado la mirada de las fotos con los ojos entornados.

—¿Qué?

—¡Que no! ¡No y punto! —le he gritado, e incluso le he apuntado a la cara con el índice tembloroso—. ¡
No
!

Es 1 de abril, el día de las bromas, Stu.

A veces, por la noche, intento imaginarme que los últimos meses han sido una gran broma. Tendida en la oscuridad, me digo a mí misma que esta no es mi vida. Todo lo que tengo que hacer es esperar a que den las doce de la noche para que aparezca Sandra gritando: «¡Te pillé!», y una voz desde dentro del ataúd me diga: «¡Inocente!», y yo me reiré y me reiré y me reiré hasta que me corran las lágrimas por la cara y entonces los guardias de la cárcel abrirán tu celda y tú saldrás del Corredor de la Muerte bailando con el corazón reventándote de alegría en el pecho y tu mujer te estará esperando en casa sin ninguna herida de puñal digna de mención.

Vamos a imaginarnos solo por un instante que eso pudiera ocurrir de verdad. Tú cierra los ojos y yo los cierro también y vamos a soñar el mismo sueño a los dos lados del Atlántico para iluminar la oscuridad que nos separa. ¿Eres capaz de imaginártelo, Stu? ¿Eres capaz de vernos ahí, iluminando toda esa negrura?

Yo tampoco.

No creo que la monja acuda a rescatarte, porque no he visto nada de eso en Google. Igual ni siquiera llegué a creer que fuera a ocurrir, porque tampoco me he llevado ningún susto al ver que no está en tu cárcel con una petición con cien firmas. Igual tampoco he llegado nunca a esperar que esto tuviera un final feliz. Por lo menos nos tenemos el uno al otro, al menos por unos pocos días más, así que vamos a sacarle el máximo partido posible y a empezar por donde lo dejamos, por mis pies empapados y mis zapatos encharcados chapoteando de vuelta a la biblioteca.

Decimotercera parte

Para cuando nos despedimos en el vestíbulo lo teníamos ya todo calculado. Aaron se lo iba a explicar todo a Max ese fin de semana antes de que yo lo viera en el instituto, que era donde me tocaba a mí hablar con él y pedirle perdón a la cara, porque yo no era ninguna cobarde, y luego Aaron y yo nos lo íbamos a tomar con calma, no se lo íbamos a estar restregando, íbamos a esperar a que a Max se le hubiera pasado para volver a presentarme en su casa. Al final de mi turno en la biblioteca había llegado a convencerme a mí misma de que lo más probable era que Max no tardara ni dos semanas en superarlo y elegir a alguna de las miles de otras chicas del instituto que estaban interesadas por él.

—Se te ve feliz —me dijo mi madre cuando me subí al coche con el pelo encrespado por la lluvia.

Toda mi cara parecía resplandecer cuando sonreí.

—Mi jornada laboral ha sido muy satisfactoria.

—¡Déjate de cuentos! Esa cara que traes solo puede significar una cosa.

—¡
Mamá
!

—Recuerdo lo que era ser joven, ¿sabes? —dijo—. O al menos vagamente. Así que ¿quién es él?

—¡Nadie! —grité, con la punta de las orejas colorada.

—Pues ese tal
Nadie
debe de ser un auténtico encanto —dijo ella comprobando los retrovisores antes de arrancar—. Pero ten cuidado, ¿eh? No te creas que me hace mucha gracia la idea de que te anden distrayendo los chicos.

—A mí no me está distrayendo nadie.

—Mejor. Porque los chicos vienen y van, ¿sabes? No como los resultados de los exámenes, que los vas a llevar contigo para siempre.

—Qué romántico —murmuré mientras salíamos a la calzada. Había parado la lluvia, pero las ruedas salpicaban en los charcos y a mí me encantaba el ruido que hacían y también el cielo gris que acechaba por encima de los árboles, también el tráfico y las tiendas y todo el extraordinario mundo ordinario.

—Esa es la verdad, mi amor. Ya habrá tiempo para chicos en el futuro, pero ahora, en el instituto, tienes la oportunidad… —Se detuvo al verme suspirar—. Lo siento.

La miré, sorprendida.

—No importa.

—No, sí que importa. —Sopló el aire que tenía en las mejillas—. Puede que tu padre tuviera razón conmigo. —Me dio unos golpecitos en la rodilla—. Pero no le digas que he dicho eso.

Seguimos todo el resto del trayecto en silencio, perdida cada una en nuestros pensamientos. Cuando estábamos aparcando en el camino de entrada a casa, Soph se asomó por la ventana de su cuarto, pero no hizo ni caso de mi saludo y cerró con fuerza las cortinas.

—¿Qué le pasa? —pregunté saliendo del coche.

—Me temo que no está de muy buen humor —dijo mi madre—. Lo las niñas esas de su clase…

—¿Se están portando peor?

Mi madre movió la cabeza con aire de preocupación.

—No es eso. —Abrió el maletero y me pasó una gran caja blanca con la tarta de cumpleaños de Dot—. ¡Que no se te caiga, que ha sido carísima! —Cogió tres bolsas más y me siguió hasta dentro de casa, diciéndome que me quitara los zapatos en la puerta—. Ayer hablé con la profesora de Soph.

—¿Le contaste lo de Portia?

—Sí.

—Y ¿qué te dijo?

Mi madre bajó la voz.

—Que en la clase de Soph no hay ninguna Portia.

—Bueno, pues estará en otra…

—No hay ninguna Portia en todo el colegio —atajó mi madre, y la caja blanca por poco acaba en la moqueta—. Se lo ha inventado, Zo. Todo.

Antes de que yo pudiera encajar aquello, Dot salió disparada del vestíbulo con su corona nueva puesta, hablando emocionada por signos.

—¿Es esa mi tarta de princesa?

—¡Tal como la pediste! —le respondió mi madre—. ¿Cómo está mi niña cumpleañera?

—¡Déjame verla! ¡Déjame verla!

Mi madre puso las bolsas en el suelo y levantó la tapa de la caja. A Dot le brillaron los ojos al ver el glaseado rosa, y luego se lanzó escaleras arriba y entró de golpe en el cuarto de Soph.

—¡Fuera! —rugió Soph.

—Dios santo, hay que ver lo cascarrabias que está —murmuró mi madre—. Aunque en realidad tampoco me extraña, con todas las mentiras que ha estado diciendo. Esta mañana he hablado con ella. Ha admitido que se lo había inventado todo. Pero lo que no me ha dicho es por qué lo ha hecho.

Me abrí paso hasta la cocina y puse la caja encima de la mesa, hablando por encima del hombro.

—Hombre, eso es evidente. Porque tiene celos, ¿no?

—¿De qué? —preguntó mi madre, con seis velas en la mano, parándose a admirar la tarta.

—De Dot.

Mi madre levantó inmediatamente la vista.

—¿Por qué iba a tener celos de Dot?

Me encogí de hombros.

—Porque te pasas todo el tiempo con ella.

Mi madre separó una vela para clavarla en el bizcocho y se detuvo con el brazo estirado.

—Tengo que hacerlo, Zoe. No
oye

—No hace falta que me lo expliques. Yo lo comprendo —dije, y por primera vez pensé que de verdad lo comprendía—. Se hace muy duro ver lo mal que lo pasa Dot.

Mi madre tragó saliva y agarró más fuerte las velas.

—Exacto.

—Pero, mamá, Soph también lo está pasando mal. Cuando no estás atendiendo a Dot estás discutiendo sobre el abuelo o sobre el trabajo o sobre el dinero y, no sé, se hace muy duro oírte todo el rato peleándote. Lo siento —añadí rápidamente, pensando que me había pasado y que estaba a punto de caerme una buena.

—No lo sientas —respondió mi madre sentándose de repente en una silla, con la mirada fija en las velas que tenía en la mano. Hice ademán de irme, pero antes de que pudiera salir de la cocina, dijo—: Dile a Soph que quiero hablar con ella, ¿vale?

No tengo ni idea de lo que se dijeron, pero a la hora de comer Soph tenía los ojos hinchados y rojos. La lasaña estaba perfecta, con el queso crujiente y dorado por encima. Dot se reía y se atragantaba y hacía signos como una loca, con el ánimo más alto que una cometa, emocionada con su fiesta de bolos del día siguiente, pensando qué regalos le iban a hacer sus amigos e impaciente por calzarse los zapatos especiales de bolera.

—¿Me los podré quedar? —preguntó por señas.

Mi padre se rio.

—¡No, boba! Los tienes que devolver. Pero son tuyos durante dos horas.

—¿Dos horas enteras?

—Dos horas enteras —repitió mi padre haciéndole cosquillas en la barbilla.

—Son como niños —le susurró mi madre a Soph, y a ella la cara se le deshizo en una sonrisa.

Y casi seguro, Stu, que ahora te estás preguntando qué estaría ocurriendo mientras tanto en casa de Aaron, y créeme que en eso mismo pensaba yo, llena hasta arriba de tarta de cumpleaños y repantingada en el sofá mientras mi madre y mi padre mantenían una larga discusión en la cocina. A saber de qué estarían hablando, pero por una vez no estaban gritando, así que pude dedicarme a rumiar en paz lo de los dos hermanos. O en algo parecido a la paz… si es que en la sensación de paz cabe un agradable nudo en el estómago. Notaba ahí el hormigueo del miedo. Y también de la emoción. Comprobé por enésima vez el teléfono sin encontrar nada más que la foto de Dot que tenía de fondo de pantalla, que por cierto se la había hecho ella misma cuando yo no la miraba, sacando la lengua, poniendo los ojos en blanco y levantándose la nariz para enseñarme el interior de los agujeros.

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