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Authors: Annabel Pitcher

Tags: #Drama, Relato

Nubes de kétchup (8 page)

Cuarta parte

—Hay una lata de judías en el armario —dijo mi madre cuando mi padre se quedó mirando el microondas vacío, con las manos en las caderas. Olfateó el aire y me pregunté si sería capaz de oler el chile con carne que habíamos comido un poco antes y la ternera que se le había caído a Soph en la moqueta al intentar darle a escondidas un poco a
Calavera
.

Mi padre sacó un abrelatas del cajón.

—El abuelo no mejora —suspiró.

Mi madre hizo como si no le hubiera oído, mirando fijamente la pantalla de su portátil. Mi padre volcó las judías en un cuenco y por un instante me pregunté si no estaría a punto de aparecer Pelasio, todo azul y mojado, cubierto de salsa. Sonreí para mí misma, deseando terminar los deberes para poder escribir otro capítulo de mi cuento.

—¿Habéis pasado bien el día entonces? —preguntó mi padre tratando de entablar conversación.

—Más o menos —murmuró mi madre.

—Seguro que mejor que yo.

—Tampoco es un concurso, Simon.

—Ni yo he dicho que lo sea. Solo que hoy me ha caído una de las buenas. De hecho, necesito hablar de eso contigo. —Presionó algunos botones del microondas y se quedó mirando la bandeja, que giraba lentamente.

—En este momento estoy bastante ocupada —dijo mi madre.

—Es importante.

—Y esto también.

—¿Qué estás mirando?

—Nada que a ti te vaya a interesar —respondió ella con aire desdeñoso.

—Si es lo que creo que es, estás perdiendo el tiempo.

—Tampoco pasa nada por mirar —dijo mi madre haciendo clic en una página sobre implantes cocleares al mismo tiempo que el microondas hacía
ping
. Mi padre sacó el cuenco y metió un dedo en las judías.

—¿Cuánto tiempo hay que dejarlas? Todavía están frías.

—Cielo santo —dijo en tono brusco mi madre, levantándose y cogiéndole el cuenco. Mi padre no lo soltó por su lado—. ¿Es que no eres capaz de hacer nada solo?

—¡Yo no he dicho que lo tengas que hacer tú!

De un tirón, mi madre se lo arrancó de las manos a mi padre y lo volvió a meter en el microondas.

—Déjanos un momento, Zo —me dijo mi padre en voz baja—. Necesito hablar con tu madre.

—Estoy trabajando —murmuré sin levantar la vista de mis deberes. Me di golpecitos con el boli en los dientes para que viera que estaba pensando intensamente y que no había que molestarme.

—Cinco minutos, cariño. Por favor.

—Déjala, Simon. Está estudiando.

—Puede estudiar en su cuarto —respondió mi padre—. Venga, Zo.

Cogí enfurruñada mis libros y desaparecí de la cocina. Ni que decir tiene que hice lo que habría hecho cualquier persona normal y apoyé un vaso contra la pared del cuarto de estar, pero lo único que conseguí oír fue la sangre que se arremolinaba en mi propio cerebro, cosa que en realidad era un alivio, porque ya estaba empezando a preocuparme que hubiera problemas de trombos en mi familia. Se pasaron ahí una hora. Y también las tres noches siguientes. Yo no tenía ni idea de lo que estaban hablando, y Soph, que metió una pajita por la rendija de debajo de la puerta para espiar, lo único que logró ver fue una bola de pelusa de la moqueta.

Una semana después, las cosas se pusieron aún más raras. Al volver del instituto me encontré a mi padre dando paseos de un lado para otro del vestíbulo, aflojándose la corbata. El culo de mi madre asomaba del armarito de los zapatos.

—¿Adónde vais? —les pregunté, con el corazón en un puño. Mi padre nunca volvía a casa tan temprano.

—Vamos a salir —dijo mi madre embutiendo los pies en unos zapatos de tacón alto.

—Bueno, eso está claro. Pero ¿adónde? ¿A ver al abuelo?

—No creo —respondió mi madre soltando el bolso sobre la mesa del vestíbulo, al lado de un folleto sobre la Noche de las Hogueras. Se pintó un poco los labios mientras mi padre se balanceaba de arriba abajo sobre las puntas de los pies.

—¿Para qué os arregláis tanto?

—No te preocupes por eso —dijo mi padre.

Me quité el abrigo y lo colgué del pasamanos de la escalera.

—Pues sí que me preocupo.

Mi madre se frotó un labio contra el otro y se toqueteó el cuello de la blusa.

—Ya os lo explicaremos más tarde. Soph está con el ordenador y Dot jugando con sus muñecas. He hecho un poco de pasta, así que os la podéis comer si os entra hambre. —Hizo una pausa; parecía preocupada—. Prométeme que vas a estar pendiente de tus hermanas y me vas a llamar si ocurre…

—Y si hago eso, ¿puedo ir mañana por la noche a esto? —la interrumpí poniéndole delante el folleto sobre las hogueras. Mi madre leyó los detalles—. Ya han pasado dos meses —le recordé—. Va a ir el instituto entero y yo se supone que solo iba a estar castigada durante…

—Muy bien —respondió mi madre cogiendo las llaves del BMW—. Pero solo si terminas esta noche los deberes. Y tú, Simon, arréglate la corbata.

Mi padre no le hizo caso y le quitó de la mano las llaves mientras cerraba la puerta de la calle.

Yo, señor Harris, estaba convencida de que se iban a ver a un abogado para divorciarse. Me dejé caer sobre un escalón sintiendo que se me iban las fuerzas. Sabía exactamente cómo iba a ser la cosa. Se lo había oído contar a gente del instituto. Mi padre se alquilaría un piso y comería varitas de pescado todos los días y se olvidaría de comprar jabón de lavar los platos, así que no habría suficientes cuchillos limpios y tendríamos que untar la mantequilla con la parte de atrás de una cuchara. Mi madre engordaría veinte kilos y se tumbaría en el sofá en pijama a ver documentales sobre mujeres que antes eran hombres. Eso fue precisamente lo que le ocurrió a la madre de Lauren hasta que esta dijo que ya estaba bien y le apagó la tele justo cuando estaban a punto de enseñar los nuevos pechos de Bob. Su madre se enfadó, pero fue un toque de atención, y adelgazó a base de comer solo proteínas, luego salió con un hombre más joven que ella embutida en unos vaqueros de Lauren de la talla 36.

Me quedé mirando mis propios vaqueros, que se estaban secando en el radiador. No podía permitir que a mi familia le ocurriera eso. Me metí de puntillas en el cuarto de mis padres y me puse a rebuscar en la mesilla de mi madre para averiguar qué estaba pasando. En el primer cajón había un joyero con la llave puesta en la cerradura. Comprobé que no hubiera moros en la costa, la giré y se oyó un satisfactorio
clic
. Dentro había mechones de pelo de bebé en estuchitos de plástico, míos y de Soph, minúsculas huellas de nuestros pies y nuestras manos y las pulseritas que nos pusieron en el hospital al nacer. Las cosas de bebé de Dot deben de estar en otra caja, pero no intenté encontrarlas porque una carta en un sobre amarillento que había debajo de una bolsita que contenía mi primer diente había captado mi atención.

Era la letra de mi padre, pero desvaída. No me acuerdo exactamente de lo que decía, pero las típicas cursiladas de que si el pelo rubio de mi madre le parecía de seda y de oro y sus ojos verdes, lagunas en calma y que su confianza en sí misma resplandecía como las estrellas, poderosa y centelleante, iluminando a su alrededor toda la oscuridad. La madre a la que yo conocía les tenía miedo a los aditivos de la comida y a meter en la lavadora calcetines rojos con camisetas blancas y a asegurarse de que nos tomáramos las vitaminas. Me dio un poco de pena no haber conocido a esa otra mujer, pero volví a poner cada cosa en el sitio que le correspondía y abrí el segundo cajón.

Un mogollón de cosas sobre implantes cocleares, imprimidas de internet, páginas y más páginas, subrayadas con rosa. Debajo de eso había una carta del banco que decía algo de una rehipoteca.
Rehipoteca
. Nunca había oído esa palabra, pero la carta parecía seria. Sintiéndome como si estuviera a punto de averiguar algo, fui al estudio y me senté a la fuerza en el regazo de Soph.

—¡Quita! —me gritó, pero yo me senté rápido y me apoderé del ordenador—. ¡Hay que ver lo que pesas, Zo!

Encontré el foro ese para gente de mediana edad. TeaCosy7 decía que lo estaba considerando para poder pagar un patio. Pero ¿qué era lo que estaba considerando? Continué investigando. Resultó que una rehipoteca es una forma de liberar unos fondos que uno tiene inmovilizados en una casa cuando quiere dinero para comprarse algo grande, o cuando tiene problemas económicos.

—¿Problemas económicos? —preguntó Soph mirándome por todas partes—. ¿Quién tiene problemas económicos?

—Nosotros —dije, feliz. Bueno, mejor eso que un divorcio.

Nos entró hambre antes de que mis padres volvieran a casa, así que calenté la pasta y nos la comimos en la mesa de la cocina. Mientras Soph picoteaba los trocitos de aceituna que se le habían quedado en el plato, le robé su teléfono y salí escaleras arriba a toda velocidad con ella dándome golpes en los talones.

Me metí como una tromba en el cuarto de baño, eché el pestillo y llamé a Lauren. Soph me pasó por debajo de la puerta una nota que decía que me diera por MUERTA con mayúsculas y al lado un dibujo de mí con un cuchillo clavado en el cerebro y una posdata en la que preguntaba si me podía coger el transportador de ángulos para terminar sus deberes de Matemáticas. Mis padres volvieron cuando yo estaba hablando en el cuarto de baño vacío, con los pies apoyados en los grifos dorados.

—¡Baja ahora mismo, Zoe! —gritó mi madre.

—Entonces ¿me prometes que me puedo ir a vivir contigo si nos quedamos sin casa? —le pregunté a Lauren.

—Pues claro. Montaremos nuestra propia empresa, como una empresa para pasear perros que se llame Las Bolas del Perro, porque, total, vamos a ser las mejores en lo nuestro.

—¡
Zoe
! —me volvió a llamar mi madre.

—Me tengo que ir. Te veo mañana en la hoguera —le dije rápido.

—Venga, un ladrido.

—¡Me tengo que ir!

—Solo si ladras.

—Guau.

Cuando colgué, Lauren se estaba riendo. Un relámpago de plata cruzó el rellano y una figura reluciente se abalanzó sobre mí.

—¿Qué haces? —dije sobresaltada. Dot se había vestido de espumillón de la cabeza a los pies.

—He encontrado los adornos de Navidad en el cuarto de papá y mamá.

Me arrodillé y le dije a toda velocidad por signos:

—¡Te los tienes que quitar! ¡Se supone que yo te estaba cuidando!

Dot dio un par de vueltas sobre sí misma con los brazos levantados.

—No puedo esperar a que sea Navidad —me dijo por signos—. A que venga Papá Noel. ¿Es verdad que te trae cualquier cosa que le pidas?

—Sí —le dije—. Pero tienes que…

—¿
Cualquier
cosa del mundo entero? —preguntó por signos, mirándome atentamente.



. Pero te tienes que cambiar.

Dot señaló los dos adornos que llevaba colgados de las orejas.

—¿Te gustan mis pendientes?

Yo apreté la mandíbula.

—Me encantan. Pero, por favor, vete y quítatelo todo. Mamá ya está en casa.

A Dot se le salieron los ojos de las órbitas y salió disparada, se metió en su cuarto y cerró de un portazo. En la cocina encontré a mi madre apilando los platos sucios en el fregadero.

—Ah, creí que querías dejarme a mí lo de fregar —me reprochó.

Me remangué.

—Perdón.

—¿Has empezado ya a hacer tus deberes?

—Todavía no.

—¡Zoe!

—¡Tengo todo el fin de semana! —protesté mientras llenaba de agua el fregadero—. Y solo tengo que responder diez preguntas de mates y escribir una introducción para el trabajo de lengua.

—¿Un trabajo? ¡Eso no me lo habías dicho!

—Es solo el párrafo de encabezamiento.

—Aun así, no lo puedes hacer deprisa y corriendo.

—Yo no he dicho que lo vaya a hacer deprisa y corriendo —murmuré restregando un plato para quitarle la salsa de tomate y ajo—. Lengua me encanta. Sé lo que estoy haciendo.

—Yo te ayudo.

—No hace falta, mamá. Tengo todos los apuntes de esa profesora. Casi un cuaderno entero lleno.

Mi madre abrió la nevera en busca de algo que comer mientras yo colocaba en el escurridor el plato limpio.

—Bueno, pues enséñamelo cuando lo tengas hecho. Lengua es importante para estudiar Derecho.

—Y para escribir también —dije, demasiado bajo para que ella lo oyera.

Sacó del frigorífico un poco de lechuga y apretó con los dedos un tomate para ver si estaba maduro.

—Con esto me apaño. Tampoco es que tenga mucha hambre, la verdad.

—¿Vais a comprar papá y tú un patio? —le pregunté de pronto.

—¿Un patio? Pues no. ¿Por qué lo preguntas?

Empecé con otro plato.

—No, por nada.

* * *

Al día siguiente era la hoguera y puede, señor Harris, que yo esté equivocada, pero no creo que en Estados Unidos se celebre la Noche de las Hogueras, así que le voy a explicar ahora mismo en qué consiste. Hace cuatro siglos, el 5 de noviembre de 1605 para ser precisos, Guy Fawkes y sus amigos intentaron volar el Parlamento para matar al rey. Guy Fawkes tenía que encargarse de prender la pólvora en el sótano, aunque el intento de asesinato falló así que todo el mundo estaba tan aliviado que se pusieron a encender fogatas y a hacer fiestas para celebrarlo. La costumbre se mantuvo. En Inglaterra la gente lleva haciéndolo desde entonces. El 5 de noviembre cada uno se hace un monigote de Guy Fawkes con ropa vieja rellena de periódicos, como por ejemplo
The Sun
(o
The Times
si se quiere que sus extremidades sean un poco más pijas), y luego lo echa al fuego. A mí personalmente me parece un poco fuerte, la gente comiendo manzanas de caramelo mientras Guy Fawkes muere abrasado por un delito que ni siquiera cometió, pero sigue siendo una noche divertida con sus fuegos artificiales y sus bengalas y ese humo que se te queda en el pelo varios días.

La de nuestra zona estaba en un parque que hay justo a la salida del centro de la ciudad, así que imagínese amplios espacios verdes y carriles para bicis y senderos para pasear y un río impetuoso. La entrada la marcaba un gran portón de hierro y cuando mi padre me dejó allí, el aire olía a libertad. Vale, y también a perritos calientes y a humo y a algodón de azúcar para ser más precisos, pero a libertad más que a ninguna otra cosa.

La fogata estaba en el centro del parque, roja y naranja y de un centellante amarillo. Las multitudes se desplazaban hacia ella como polillas hacia una llama y, desplegando las alas por primera vez en semanas, yo era una de ellas. Lauren estaba sentada en un banco y yo hice eso de meterme sin que se diera cuenta por detrás de ella, pincharla por los dos lados y gritar
buuu
mientras ella soltaba un «¡JJJJJJJJJJJJJJJJJODER!» así tal cual a grito pelado. La palabra retumbó por todo el espacio vacío porque había mucho, un universo entero en realidad, preparado para ser explorado. Me dejé caer al lado de Lauren y nos pasamos un siglo hablando y comiendo algodón de azúcar mientras el fuego doraba la noche.

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