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Authors: Annabel Pitcher

Tags: #Drama, Relato

Nubes de kétchup (3 page)

—¿De verdad te piensas quedar? —dijo mi padre.

Mi madre se ajustó los guantes en las manos.

—¿Quién va a cuidar a las niñas si no?

—¡Yo! —dije de repente, porque se me acababa de ocurrir un plan—. Puedo hacerlo yo.

Mi madre frunció el ceño.

—Yo no estoy tan segura.

—Tiene edad de sobra —dijo mi padre.

—Pero y ¿si ocurre algún imprevisto?

Mi padre levantó su teléfono.

—Tengo esto.

—No sé… —Mi madre se mordió las mejillas por dentro y se quedó mirándome—. Y ¿qué pasa con tu trabajo de la biblioteca?

Me encogí de hombros.

—Los llamo sin más y les explico que hay una emergencia familiar.

—Ya está —dijo mi padre—. Resuelto.

Un pájaro vino volando y se posó sobre el capó del coche. Un zorzal común. Nos quedamos mirándolo un instante, porque tenía un gusano en el pico, y luego mi padre miró a mi madre y mi madre miró a mi padre y el pájaro se marchó revoloteando mientras yo cruzaba los dedos a escondidas.

—Mira, en realidad creo que es mejor que me quede con las niñas —murmuró mi madre, sin mucha convicción—. Soph tiene que practicar sus escalas de piano, y no me importaría ayudar a Dot con sus…

—¡No las pongas como excusa, Jane! —dijo mi padre dándose un puñetazo en la pierna—. Es evidente que no quieres venir. Por lo menos ten las narices de admitirlo.

—¡Muy bien! Pero es por las dos partes, Simon. Tú y yo sabemos que tu padre prefiere que yo no vaya.

—¡No estará en situación de enterarse de si estás ahí o no! —replicó mi padre mirando fijamente a mi madre a los ojos. Era una táctica inteligente esa de repetirle sus propias palabras, y ella lo sabía. Con un suspiro de derrota, se volvió hacia la casa, quitándose los guantes.

—Como tú quieras, pero te advierto que no pienso ni acercarme a su cuarto —dijo antes de desaparecer por la puerta principal.

Mi padre apretó los dientes y comprobó su reloj. Yo me acerqué al coche, con los dedos todavía cruzados a la espalda.

—Entonces ¿tú crees que tardaréis en volver del hospital?

Mi padre se rascó la nunca y suspiró.

—Probablemente.

Sonreí con la más servicial de mis sonrisas.

—Bueno, pues no os preocupéis por nosotras. Estaremos bien.

—Gracias, cariño

—Y si no volvéis a tiempo, no voy a la fiesta y ya está. Da lo mismo. O sea, Lauren se llevará una decepción, pero ya se le pasará —lo dije así mismo, tan como quien no quiere la cosa que mi padre podría pensar que ya me había puesto de acuerdo con mi madre. Tocó el claxon para meterle prisa.

—¿A qué hora empieza esa fiesta?

—A las ocho —respondí, en un tono un poco más alto de lo normal.

—Para entonces ya habremos vuelto… o por lo menos eso espero. Te llevo en coche si quieres.

—Genial —dije yo intentando aguantarme la sonrisa mientras corría a meterme en casa.

Por la tarde, mi madre llamó por teléfono para ponernos al tanto de que el abuelo estaba estable. Con voz amortiguada de hospital me dijo que nuestro padre lo estaba llevando muy bien y que podía sacar el solomillo del congelador para la cena, y yo sonreí porque precisamente el churrasco es lo que más me gusta. Todo estaba saliendo a la perfección, así que me preparé una bebida de naranja y limón con cubitos de hielo que tintineaban contra el cristal. Me pasé el resto del día en el jardín, escribiendo «Pelasio el Simpasio» al sol y rellenando el comedero de pájaros que había colgado de una rama de un árbol, cerca de la puerta de atrás. Los pájaros pasaban zumbando a su alrededor (una urraca a la que yo solía saludar, un pinzón que aterrizaba en el suelo, una golondrina que bajaba en picado hasta los arriates) y me pasé siglos contemplándolos, absurdamente feliz, porque los pájaros son lo mío y no es por presumir pero prácticamente podría decirse que me conozco todas las especies de Inglaterra.

En el jardín había cientos de dientes de león y he hecho un dibujo de uno por si acaso las malas hierbas son distintas o no hay malas hierbas de ningún tipo en el sitio donde usted vive. Me imagino Texas bastante seco, puede que hasta sea un desierto con espejismos, y apuesto a que usted ve toda esa arena dorada por su ventana y, señor Harris, tiene que ser una tortura a menos que a usted no le guste la playa.

Arranqué un diente de león bien gordo y lo hice girar con los dedos mientras me dejaba caer sobre la hierba y apoyaba los pies encima de una maceta. El sol en el cielo tenía exactamente el mismo color que la flor de mi mano y estaban unidos los dos por un cálido rayo de luz amarilla. Entre ellos había un vínculo resplandeciente y ya, bueno, probablemente no fuera más que el sol que estaba empezando a quemarme los nudillos, pero por un instante me sentí como si el universo y yo estuviéramos conectados en un gigantesco dibujo de esos de unir los puntos. Todo tenía un sentido y todo resultaba lógico, como si de verdad hubiera alguien dibujando punto por punto mi vida.

Alguien que no fuera mi hermana pequeña.

—¿Te gusta?

Dot estaba de pie a mi lado con un vestido rosa y un libro de pasatiempos debajo del brazo, haciendo signos con las manos, porque es sorda. Nació así, por si se lo está usted preguntando. Entrecerré los ojos al ver el dibujo. No había unido los puntos por su orden, así que la mariposa que se suponía que tenía que remontarse hacia el cielo estaba más bien a punto de estrellarse contra los árboles. Me coloqué el diente de león detrás de la oreja.

—Me encanta.

—¿Te gusta más que el chocolate?

—Más aún —le dije por signos.

—¿Más que… el helado?

Hice como si me lo estuviera pensando.

—Bueno, según de qué sea el helado.

Dot se dejó caer sobre sus rodillas regordetas.

—¿De fresa?

—No se puede ni comparar.

—¿De plátano?

Negué con la cabeza.

—Tampoco.

Dot soltó una risita y se acercó más.

—Pero ¿de verdad te gusta más que el de plátano?

Le di un beso en la nariz.

—Más que cualquier sabor del mundo.

Dot tiró el libro de pasatiempos sobre la hierba y se tendió a mi lado, con la brisa soplándole en el largo pelo.

—Tienes un diente de león detrás de la oreja.

—Ya lo sé.

—¿Por qué?

—Son mis flores preferidas —mentí.

—¿Más que los narcisos?

—Más que todas las flores del universo entero —dije por signos, acortando las preguntas porque la puerta principal se había abierto y se oían pasos en el recibidor.

Me incorporé para sentarme, escuchando. Dot parecía desconcertada.

—Mamá y papá —le expliqué.

Dot se puso de pie de un salto, pero algo en las voces de mis padres me hizo cogerle la mano y no dejarla correr a la cocina. Estaban discutiendo, se oía por la ventana abierta. Antes de que tuvieran ocasión de darse cuenta de que los estábamos oyendo, me agazapé detrás de un arbusto, con Dot a rastras. Ella se reía, pensando que era algún juego, mientras yo apartaba las hojas.

Mi madre estampó una taza contra la encimera de la cocina.

—¡No me puedo creer que hayas aceptado!

—Y ¿qué se supone que tenía que hacer?

Ella cerró de un golpe la válvula de la tetera.

—¡Hablarlo conmigo! ¡Consultármelo!

—¿Cómo te lo iba a consultar si ni siquiera estabas en el cuarto?

—Eso no es excusa.

—Es su abuelo, Jane. Tiene derecho a verlas.

—¡No me vengas con eso! Llevan años sin saber nada de él.

—Razón de más para que ahora se vean un poco, antes de que sea demasiado tarde.

Vi que mi madre ponía cara de «ya estamos otra vez» mientras yo trataba de retener a Dot, que se retorcía en el intento de liberarse. Le hice un gesto severo con las cejas para que se callara. En la cocina, nuestra madre sacó una cucharilla del cajón y lo cerró con un golpe de cadera.

—Hace años que habíamos tomado una decisión sobre esto. Años. No vamos a volver sobre ello solo porque tu padre esté un poco…

—¡Le ha dado una embolia!

Mi madre tiró la cucharilla dentro de la taza.

—¡Eso no cambia absolutamente nada! ¡Absolutamente nada! ¿Tú de parte de quién estás?

—No quiero estar de parte de nadie, Jane. Ya no. Somos una familia.

—Eso díselo a tu… —empezó mi madre, pero justo en ese instante Dot me mordió en el dedo y se soltó y no hubo absolutamente nada que yo pudiera hacer al respecto. Salió corriendo todo lo rápido que pudo. Hizo dos volteretas laterales en la hierba y se le vieron las bragas porque el vestido se le cayó hasta los hombros, luego dio un salto y acabó en el suelo. Como nuestros padres se habían asomado a la ventana, Dot cogió un diente de león. Era el único que estaba blanco. Pomposo. Lleno de esas cositas tenues que parecen hadas muertas. El sol desapareció detrás de una nube mientras Dot soplaba con todas sus fuerzas y el diente de león se volatilizaba, y voy a parar de escribir, señor Harris, porque aparte de que estoy cansada se me ha dormido la pierna izquierda.

Se despide,

Zoe

Calle Ficticia, 1

Bath

2 de septiembre

Querido señor Harris:

Está claro que lo mejor que tiene este cobertizo es que no hay ojos. No hay ojos por ninguna parte quitando los ocho de la araña, y esos no me están mirando. La araña está en la telaraña del alféizar, contemplando a través del cristal la silueta del árbol y la nube y la media luna, que se refleja plateada en sus ojos mientras ella piensa en moscas o en lo que sea.

Mañana será distinto. Volverá a haber ojos. Ojos tristes y ojos interrogantes, ojos que me contemplarán, y otros que intentarán no levantar la vista pero no pararán de mirarme de reojo cuando llegue al instituto para empezar el nuevo trimestre. Allí no tendré dónde esconderme, ni en los lavabos siquiera si es eso lo que está pensando, porque el trimestre pasado unas chicas se quedaron esperándome a la puerta para echárseme encima, queriendo saberlo todo: el qué y el cuándo y el dónde y el cómo, pero no el quién, porque todas habían estado en el funeral.

Preguntas preguntas preguntas preguntas que de pronto resonaban cada vez con más fuerza, y yo no sabía qué responder. Estaba empezando a parecer sospechosa, así que resultaba esencial encontrar algo que decir, pero tenía seco el aparato fonador. Me empezó a sudar la espalda, como si tuviera el espinazo al rojo vivo abrasándome desde el culo hasta el cerebro. Abrí el grifo al máximo. El agua me cayó a chorros en las manos en un intento de lavar mis culpas. Empecé a frotármelas cada vez más fuerte a medida que la respiración se me iba acelerando y las chicas se iban acercando cada vez más, y no pude seguir soportándolo ni un instante, así que me escapé corriendo. Abrí la puerta de un empujón y me choqué con mi profesora de Lengua, que me miró la cara y me llevó a su oficina.

En la pared había un retrato de lady Macbeth y al pie la frase: «Fuera, mancha maldita» y, señor Harris, no sé qué tal anda usted de Shakespeare, pero por si le cabe la duda, le diré que no es que lady Macbeth se pusiera histérica por un grano en la barbilla. Me quedé mirando las manos ensangrentadas de lady Macbeth mientras las mías propias me temblaban violentamente. La señora Macklin cacareaba:

—Ya está ya está no te preocupes no hay prisa tómate el tiempo que necesites.

Y yo me pregunté si lo decía de verdad, si le parecería bien que me quedara sentada a su mesa junto a su pila de ejercicios por corregir hasta el fin de los tiempos. Me resultó insoportable que fuera amable, que me diese palmaditas en el brazo y me aconsejara que respirase hondo, que me dijera que lo estaba haciendo muy bien y siendo muy valiente y que ella lo sentía muchísimo, ni más ni menos que como si hubiera sido culpa suya, y no mía, que el cuerpo de él estuviera en un ataúd.

Eso es lo más duro de todo: saber que él está bajo tierra. Con los ojos bien abiertos. Esos ojos castaños que yo conozco tan bien, alzándose hacia un mundo que ya no pueden alcanzar. La boca abierta también, como si estuviera gritando la verdad pero nadie le oyese. A veces le veo hasta las uñas, rotas y llenas de sangre porque ha estado escribiendo con ellas en la tapa del ataúd una larga explicación de lo que ocurrió el 1 de mayo, enterrada a dos metros de profundidad de forma que nadie la va a leer jamás.

Pero puede que estas cartas sirvan de algo, señor Harris. Puede que a medida que le voy contando a usted la historia se vaya borrando cada vez más del ataúd hasta que no quede nada. A él se le curarán las uñas y cruzará las manos sobre el pecho y al final de los finales cerrará los ojos, y cuando vengan los gusanos a comerse su carne le supondrá un alivio y su esqueleto sonreirá.

Segunda parte

En cualquier caso, mejor le sigo contando lo que ocurrió el año pasado después de que mis padres discutieran por lo del abuelo. Estaban intentando comportarse de un modo normal después de la pelea, pero había una tensión que habría podido cortarla con un cuchillo, y probablemente con menos esfuerzo que el filete que tenía en el plato. Mi madre por lo general nunca se cargaba un guiso, pero todo lo hacía demasiado. Tampoco quiero que suene como si yo fuera una desagradecida. Usted debe de estar harto de la comida de la cárcel, que me imagino que será algún tipo de gachas, como en el musical
Oliver
. Apuesto a que los guardias comen pizza justo delante de su celda, tan cerca de usted que le llega el olor y si no fuera porque se le está cayendo la baba, se arrancaría a cantar
Food Glorious Food
con acento del Londres de los bajos fondos.

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