Read Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón Online
Authors: Orson Scott Card
Tags: #Ciencia Ficción
—Entonces enviaremos a otro —dijo Hassan.
—¿Y si yo soy demasiado vieja para ir? —preguntó Diko.
—No lo serás —dijo Manjam—. Prepárate. Y cuando tengamos la emergencia encima, cuando la gente vea que sus hijos tienen hambre, que la gente se muere, entonces darán permiso a lo que vayáis a hacer. Porque finalmente tendrán la perspectiva.
—¿Qué perspectiva? —preguntó Kemal.
—Primero tenemos que preservarnos a nosotros mismos, hasta que veamos que no podemos. Luego trataremos de preservar a nuestros hijos, hasta que veamos que no podemos. Luego actuaremos para preservar a nuestros familiares, y luego nuestra aldea o nuestra tribu, y cuando veamos que tampoco podemos preservarlos, actuaremos para preservar nuestra memoria. Y si no podemos hacer eso, ¿qué nos queda? Finalmente tenemos la perspectiva de tratar de actuar por el bien de la humanidad como conjunto.
—O desesperar —dijo Tagiri.
—Sí, bueno, ésa es la otra opción —respondió Manjam—. Pero no lo veo ya como tal. Y cuando ofrezcamos esta oportunidad a la gente que ve cómo el mundo se desploma a su alrededor, creo que elegirán dejaros hacer el intento.
—Si no están de acuerdo, entonces no lo haremos —dijo Tagiri ferozmente.
Diko no dijo nada, pero también sabía que la decisión ya no estaba en manos de su madre. ¿Por qué debería la gente de una generación tener el derecho de vetar la única oportunidad de salvar el futuro de la raza humana? Pero no importaba. Como decía Manjam, la gente estaría de acuerdo en cuanto viera la muerte y el horror mirándolos cara a cara. Después de todo, ¿para qué habían rezado aquel anciano y aquella mujer en la aldea de Haití, cuando lo hicieron? No por la liberación, no. En su desesperación habían pedido una muerte rápida y piadosa. El Proyecto Colón, al menos, podría proporcionarles eso.
Cristóforo se acomodó y dejó que el padre Pérez y el padre Antonio continuaran su análisis del mensaje de la corte. Lo único que realmente le importó fue cuando el primero le dijo:
—Naturalmente, esto procede de la reina. ¿Pensáis, después de todos estos años, que dejaría que os enviaran un mensaje sin asegurarse de aprobar los términos? El mensaje habla de la posibilidad de un nuevo examen en «un momento más conveniente». Esas cosas no se dicen a la ligera. Los monarcas no tienen tiempo para molestarse por asuntos que ya han cerrado. Ella os invita a molestarla. Por tanto, el asunto no está cerrado.
El asunto no estaba cerrado. Casi deseaba que lo estuviera. Casi deseaba que Dios hubiera elegido a otra persona.
Entonces descartó la idea y dejó que su mente vagara mientras los franciscanos discutían las posibilidades. Daba igual ya cuáles eran los argumentos. Lo único que realmente le importaba a Cristóforo era que Dios y Cristo y la paloma del Espíritu Santo se le aparecieron en la playa y le ordenaron que navegara hacia poniente. Todo lo demás... debía ser cierto, por supuesto, o Dios no le habría dicho que hiciera tal cosa. Pero no tenía nada que ver con él. Estaba obligado a navegar hacia poniente por... por Dios, sí. ¿Y por qué por Dios? ¿Por qué se había vuelto Cristo tan importante en su vida? Otros hombres (incluso miembros de la Iglesia) no dedicaban sus vidas como lo había hecho él. Perseguían sus ambiciones privadas. Tenían carreras, planeaban sus futuros. Y, extrañamente, parecía que Dios era mucho más amable con aquellos que se preocupaban poco por él, o al menos se preocupaban menos que Cristóforo.
«¿Por qué me preocupo tanto?»
Sus ojos miraban la pared al otro lado de la mesa, pero no veían el crucifijo que allí había. En cambio, un recuerdo cruzó su mente. Su madre acurrucada tras una mesa. Murmurándole, mientras alguien gritaba en la distancia. ¿Era eso un recuerdo? ¿Por qué acudía a él ahora?
«Tuve una madre; el pobre Diego no tuvo ninguna. Y tampoco un padre, en realidad. Me escribe que está cansado de La Rábida. Pero ¿qué puedo hacer? Si tengo éxito en mi misión, entonces su fortuna estará labrada, será hijo de un gran hombre y por tanto será también un gran hombre. Y si fracaso, al menos tendrá una buena educación, cosa que nadie puede hacer mejor que los buenos sacerdotes franciscanos. Nada de lo que viera o escuchara conmigo en Salamanca (o adondequiera que vaya a continuación en persecución de reyes o reinas) le prepararía para nada en la vida que probablemente llevará.»
Gradualmente, a medida que los pensamientos de Colón se convertían en sopor, se dio cuenta de que debajo del crucifijo había una muchacha de piel oscura, vestida de forma sencilla pero alegre, que le observaba atentamente. Sabía que ella no estaba realmente allí, porque aún veía el crucifijo en la pared tras ella. Debía ser muy alta, pues el crucifijo estaba colgado muy arriba. «¿Por qué sueño con mujeres de piel negra? —pensó Colón—. Sólo que no estoy soñando, porque no estoy dormido. Aún puedo oír al padre Pérez y al padre Antonio discutiendo sobre algo. Que el padre Pérez acuda a ver a la reina. Bueno, es una idea. ¿Por qué me está observando esa muchacha?
»¿Es esto una visión? —se preguntó, aturdido—. No es tan clara como la de la playa. Y desde luego no es Dios. ¿Podría proceder de Satán la visión de una mujer negra? ¿Es eso lo que estoy viendo? ¿La perra de Satán?
»No con un crucifijo visible detrás. Esta mujer es como cristal, cristal negro. Puedo ver dentro de ella. Hay un crucifijo dentro de su cabeza. ¿Significa eso que sueña con volver a crucificar a Cristo? ¿O que el Hijo de María habita también en su mente? No soy bueno con las visiones y sueños. Necesito más claridad en esto.
»Así que si habéis enviado esto, Dios, y si pretendéis algo con ello, no lo comprendo bien y tendréis que aclararme mucho más las cosas.»
Como por respuesta, la muchacha negra se desvaneció y Cristóforo se dio cuenta de que alguien más se movía en un rincón de la sala. Alguien que no era transparente; alguien sólido y real. Un joven, alto y guapo, pero con ojos dubitativos e inseguros. Se parecía a Felipa. Mucho. Como si ella habitara en él, un continuo reproche a Cristóforo, una continua súplica. «Te amé, Felipa. Pero amé más a Cristo. Eso no puede ser pecado, ¿no? Háblame, Diego. Di mi nombre. Exige lo que es tuyo por derecho: mi atención, mi respeto por ti. No te quedes ahí esperando débilmente. Esperando una migaja de mi mesa. ¿No sabes que los hijos deben ser más fuertes que sus padres, o el mundo morirá?»
Él no dijo nada.
«No todos los hombres tienen que ser fuertes —pensó Cristóforo—. Ya es bastante con que algunos sean sencillamente buenos. Es suficiente que yo ame a mi hijo, que él sea bueno. Yo seré fuerte por los dos. Tengo suficiente fuerza para sostenerte también.»
—Diego, hijo mío —dijo Cristóforo.
Entonces el niño pudo hablar.
—Oí voces.
—No quería despertarte.
—Pensé que era otro sueño.
—Sueña a menudo con vos —susurró el padre Pérez.
—Yo sueño contigo, hijo mío —dijo Cristóforo—. ¿También tú sueñas conmigo?
Diego asintió, sin que sus ojos se apartaran jamás del rostro de su padre.
—¿Crees que el Espíritu Santo nos da esos sueños, para que no olvidemos el gran amor que sentimos el uno por el otro?
Volvió a asentir. Entonces se acercó a su padre, inseguro al principio; pero luego, cuando Cristóforo se puso en pie y extendió los brazos, las zancadas del niño se hicieron más seguras. Y cuando se abrazaron, Cristóforo se sorprendió de lo alto que se había vuelto, de lo largos que eran sus brazos, de lo fuerte que era. Lo
abrazó,
durante largo rato.
—Me han dicho que eres bueno dibujando, Diego.
—Sí, lo soy.
—Muéstramelo.
Mientras se dirigían a la habitación de Diego, Cristóforo le habló.
—Yo también vuelvo a dibujar. Quintanilla me dejó sin fondos hace un par de años, pero le engañé. No me marché. Dibujo mapas para la gente. ¿Has dibujado alguna vez un mapa?
—El tío Bartolomé vino y me enseñó a hacerlo. He hecho un mapa del monasterio. ¡Hasta con las ratoneras!
Se rieron juntos mientras subían las escaleras.
—Esperamos y esperamos —dijo Diko—. Y no nos hacemos más jóvenes.
—Kemal sí —dijo Hunahpu—. Hace ejercicio constantemente. Olvidando sus otros estudios.
—Tiene que ser lo bastante fuerte para nadar bajo los barcos y colocar las cargas.
—Creo que deberíamos contar con un hombre más joven.
Diko sacudió la cabeza.
—¿Y si tiene un ataque al corazón, lo has pensado? Lo enviamos atrás en el tiempo para detener a Colón y se muere en el agua. ¿De qué nos sirve? Yo estaré entre los zapotecas. ¿Pondrás tú las cargas y mantendrás a Colón allí? ¿O regresará a Europa y hará que todos nuestros esfuerzos sean en balde?
—Sólo con ir conseguiremos algo. Estaremos infectados con los virus, recuérdalo.
—Para que el Nuevo Mundo sea inmune a la viruela y el sarampión. Y eso significa que más gente sobrevivirá para disfrutar de muchos años de esclavitud.
—Los españoles no estaban tan adelantados, tecnológicamente hablando. Y sin las plagas para hacerlos creer que los dioses han llegado, la gente no perderá valor. Hunahpu, no podemos evitar que las cosas mejoren un poco, al menos hasta cierto grado. Pero Kemal no fracasará.
—No —dijo Hunahpu—. Es como tu madre. Nunca menciona la muerte.
Diko se rió con amargura.
—Nunca la menciona, pero la planea todo el tiempo.
—¿Planea el qué?
—No ha hablado de ello durante años. Sólo se lo oí decir como un pensamiento a medio formar, y luego simplemente decidió hacerlo.
—¿Qué?
—Morir.
—¿Qué quieres decir?
—Estuvo hablando allá por... oh, hace una eternidad. Sobre cómo el hundimiento de un barco es una desgracia. Dos barcos es una tragedia. Tres barcos es un castigo de Dios. ¿Qué pasará si Colón piensa que Dios está contra él?
—Bueno, eso es un problema. Pero los barcos tienen que desaparecer.
—Escucha, Hunahpu. Él continuó. Dijo: «Si supieran que fue un turco quien voló los barcos. El infiel. El enemigo de Cristo.» Luego se echó a reír. Y después dejó de hacerlo.
—¿Por qué no lo mencionaste antes?
—Porque él decidió no hacerlo. Pero pensé que deberías comprender por qué no se toma en serio todos los otros aprendizajes. No espera vivir lo bastante para necesitarlos. Lo único que necesita es habilidad atlética, conocimiento de explosivos y suficiente español, latín o lo que sea que hablen los hombres de Colón para decirles que fue él quien voló los barcos, y que lo hizo en nombre de Alá.
—¿Y entonces se matará?
—¿Bromeas? Por supuesto que no. Dejará que los cristianos lo hagan.
—No será agradable.
—Pero irá derecho al cielo. Muerto por el Islam.
—¿De verdad es creyente? —preguntó Hunahpu.
—Eso piensa mi padre. Dice que cuanto más viejo te haces, más crees en Dios, no importa el rostro que tenga.
El doctor entró en la habitación, sonriendo.
—Todo muy excelente, como os dije. Vuestras cabezas están llenas de cosas interesantes. ¡Nadie en toda la historia ha contenido tanto conocimiento en su cabeza como vosotros y Kemal!
—Conocimiento y bombas de tiempo electromagnéticas —dijo Hunahpu.
—Sí, bueno, es cierto que cuando se dispare el mecanismo señalizador podría causar cáncer después de varias décadas de exposición. Pero no señalizará hasta dentro de cien años, así que pienso que sólo seréis huesos en la tierra y el cáncer no os resultará un gran problema.
Se echó a reír.
—Creo que es un morboso —dijo Hunahpu.
—Todos lo son —contestó Diko—. Es una de las asignaturas de la facultad de medicina.
—Salvad el mundo, jóvenes. Haced que sea un mundo nuevo y muy bueno para mis hijos.
Durante un horrible instante Diko pensó que el doctor no comprendía que, cuando se marcharan, sus hijos serían borrados, como todo el mundo en este tiempo condenado. Si tan sólo los chinos hicieran un esfuerzo por enseñar inglés a la gente para que así comprendieran lo que decía el resto del mundo...
Al ver la consternación en sus rostros, el médico volvió a echarse a reír.
—¿Creéis que soy tan listo que puedo poner huesos falsos en vuestros cráneos, pero tan tonto que no comprendo? ¿No sabéis que los chinos eran listos cuando todos los demás pueblos eran estúpidos? Cuando vayáis al pasado, jóvenes, decidle a toda la gente del nuevo futuro que son mis hijos. Y cuando oigan vuestros huesos falsos hablarles, entonces encontrarán los registros, sabrán de mí y de toda la otra gente. Así nos recordarán. Sabrán que somos sus antepasados. Es muy importante. Sabrán que somos sus antepasados, y nos recordarán.
Hizo una inclinación de cabeza y salió de la habitación.
—Me duele la cabeza —dijo Diko—. ¿No te parece que podrían darnos más drogas?
Santángel desvió la mirada de la reina y se fijó en sus libros, tratando de adivinar qué querían los monarcas de él.
—¿Puede permitirse el reino este viaje? ¿Tres carabelas, provisiones, una tripulación? La guerra con Granada ha terminado. Sí, el tesoro puede permitírselo.
—¿Fácilmente? —preguntó el rey Fernando.
Así que realmente esperaba detener el asunto por motivos financieros. Todo lo que Santángel tenía que decir era: «No, no fácilmente, ahora sería un sacrificio», y entonces el rey diría: «Esperemos pues a una ocasión mejor», y el tema nunca volvería a tocarse.
Santángel ni siquiera miró a la reina, pues un cortesano sabio nunca permitía que pareciera que, antes de poder contestar a uno de los monarcas, tenía que mirar al otro en busca de algún tipo de señal. Sin embargo, vio por el rabillo del ojo que ella se aferraba a los brazos del trono. «Le preocupa esto, —pensó—. Le concierne. Al rey no le importa. Le molesta, pero tampoco siente pasión por ello.»
—Majestad —dijo Santángel—, si tenéis alguna duda sobre la capacidad del tesoro para sufragar el viaje, me alegraré de subvencionarlo yo mismo.
Un susurro recorrió la corte, y luego se alzó un bajo murmullo. De un solo golpe, Santángel había cambiado todo el ambiente. Si había una cosa de lo que la gente estuviera segura era de que Luis de Santángel sabía cómo ganar dinero. Era uno de los motivos por los que el rey Fernando confiaba completamente en él en asuntos financieros. No tenía que engañar al tesoro para ser rico: era extravagantemente adinerado cuando llegó al cargo y tenía la habilidad de ganar aún más fácilmente sin tener que convertirse en un parásito de la corte real. Así que si se sentía tan entusiasmado por el viaje como para ofrecerse a sufragarlo él mismo...