Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón (44 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

—Me marcho —anunció Colón.

Se agachó y atravesó la puerta. Ella apagó la linterna y lo siguió. Todo Ankuash estaba congregado en el exterior y los españoles tenían las manos prestas sobre los pomos de las espadas. Cuando la vieron (tan alta, tan negra) se quedaron boquiabiertos, y algunas de las espadas empezaron a salir de sus vainas. Pero Cristóforo les indicó que volvieran a envainarlas.

—Nos vamos —anunció—. No hay nada para nosotros aquí.

—¡Sé dónde está el oro! —gritó Diko en español. Como esperaba, eso atrajo hacia ella toda la atención de los hombres blancos—. No procede de esta isla, sino del lejano oeste. Sé dónde está. Puedo llevaros allí. Puedo mostraros tanto oro que se contarán historias para siempre.

No fue Cristóforo, sino Segovia, el inspector real, quien le respondió.

—Entonces muéstranoslo, mujer. Llévanos allí.

—¿Llevaros allí? ¿Usando qué barco?

Los españoles guardaron silencio.

—Aunque Pinzón regrese, no podrá llevaros a España —dijo ella.

Se miraron unos a otros, consternados. ¿Cómo sabía tanto esta mujer?

—Colón —dijo—. ¿Sabes cuándo te mostraré ese oro?

Él se encontraba junto con los otros hombres, y se volvió a mirarla.

—¿Cuándo?

—Cuando ames a Cristo más que al oro.

—Ya lo hago.

—Cuando así sea, lo sabré —dijo Diko. Señaló a los aldeanos—. Será cuando mires a esta gente y la veas no como esclavos, no como siervos, no como extraños, como enemigos, sino como hermanos y hermanas, tus iguales a los ojos de Dios. Pero hasta que aprendas esa humildad, Cristóbal Colón, no encontrarás nada más que una calamidad tras otra.

—Diablo —dijo Segovia. La mayoría de los españoles se santiguaron.

—No te maldigo —dijo ella—. Te bendigo. El mal que caiga sobre ti será como castigo de Dios, porque miraste a sus hijos y sólo viste esclavos. Jesús lo advirtió: «Quien haga daño a uno de estos pequeños, será mejor que se ate al cuello una piedra de molino y se arroje al mar.»

—Incluso el diablo puede citar las escrituras —dijo Segovia. Pero su voz no sonaba muy confiada.

—Recuerda esto, Cristóforo. Cuando todo esté perdido, cuando tus enemigos te hayan sumido en las profundidades de la desesperación, ven a mí humildemente y te ayudaré a realizar la obra de Dios en este lugar.

—Dios me ayudará a realizar su obra —dijo Cristóforo—. No necesito ninguna bruja pagana cuando lo tengo a Él de mi lado.

—No estará de tu lado hasta que hayas pedido perdón a esta gente por pensar que eran salvajes.

Le dio la espalda y entró en la casa.

En el exterior, los españoles se gritaron entre sí unos instantes. Algunos de ellos querían cogerla y darle muerte en el acto. Pero Cristóforo se lo impidió. Furioso como estaba, sabía que ella había visto cosas que sólo Dios y él conocían.

Además, los españoles estaban en inferioridad numérica. Cristóforo era, sobre todo, prudente. Uno no se enzarza en batalla a menos que sepa que va a ganar... ésta era su filosofía.

Cuando se marcharon, Diko volvió a salir de la casa. Nugkui estaba pálido.

—¿Cómo te atreves a enfurecer tanto a los hombres blancos? ¡Ahora se harán amigos de Guacanagarí y nunca volverán a visitarnos!

—No los querrás como amigos hasta que aprendan a ser humanos —dijo Diko—. Guacanagarí les suplicará que sean amigos de otros antes de que esta historia se termine. Pero te digo una cosa: no importa lo que pase, que se sepa que no debe causarse ningún daño al que llaman Colón, el del pelo blanco, el cacique. Díselo a cada aldea y clan: si dañáis a Colón, la maldición de Ve-en-la-Oscuridad caerá sobre vosotros.

Nugkui se la quedó mirando.

—No te preocupes, Nugkui. Creo que Colón regresará.

—Tal vez yo no quiera que regrese —replicó él—. ¡Tal vez sólo quiera que tú y él os marchéis!

Pero sabía que el resto de la tribu no permitiría que ella se marchara. Así que Diko no dijo nada, hasta que se volvió y se perdió en el bosque. Sólo entonces regresó a su casa, donde se sentó en su jergón y se echó a temblar. ¿No era exactamente esto lo que había planeado? ¿Enfurecer a Cristóforo pero plantar en su mente las semillas de la transformación? Sin embargo, pese a todas las veces que había imaginado el encuentro, nunca había contado con lo poderoso que era Cristóforo en persona. Le había observado, había visto el poder que tenía sobre la gente, pero nunca le había mirado a los ojos hasta ese día. Y eso la dejó tan perturbada como a cualquiera de los europeos que se habían enfrentado a él. Ni siquiera Tagiri tenía tanto fuego ardiendo en la mirada como este hombre. No era extraño que los Intervencionistas le hubieran elegido como herramienta. Pasara lo que pasase, Cristóforo prevalecería.

¿Cómo había podido imaginar que sería capaz de domar a este hombre y doblegarlo para su propio plan?

«No —se dijo en silencio—, no, no estoy tratando de domarlo. Sólo trato de enseñarle una forma mejor y más veraz de cumplir su propio sueño. Cuando comprenda eso, sus ojos me mirarán con amabilidad, no con furia.»

Fue un largo viaje montaña abajo, en especial porque algunos de los hombres parecían dispuestos a desfogar su furia con la niña, Chipa. Cristóforo estaba sumido en sus propios pensamientos cuando se dio cuenta de que Pedro hacía todo lo posible por protegerla de los empujones e imprecaciones de Arana y Gutiérrez.

—Dejadla en paz —dijo.

Pedro le miró con gratitud. Y también la niña.

—No es una esclava —dijo Cristóforo—. Ni un soldado. Nos ayuda por propia voluntad, para que le enseñemos la fe de Cristo.

—¡Es una bruja pagana, igual que la otra! —replicó Arana.

—Tened cuidado con lo que decís.

Arana inclinó hoscamente la cabeza, reconociendo el rango superior de Colón.

—Si Pinzón no regresa, necesitaremos la ayuda de los nativos para construir otra nave. Sin esta niña, tendríamos que volver a intentar hablar con ellos por medio de signos, gruñidos y gestos.

—Vuestro paje está aprendiendo su parla —dijo Arana.

—Mi paje ha aprendido una docena de palabras.

—Si le sucede algo a la niña —dijo Arana—, siempre podríamos volver aquí arriba y apresar a esa puta negra y convertirla en nuestra intérprete.

—Ella nunca os obedecería —replicó Chipa, furiosa.

Arana se echó a reír.

—¡Oh, para cuando acabemos con ella, obedecerá, tenlo por seguro! —Su risa se hizo más oscura, más fea—. Y sería bueno para ella aprender cuál es su sitio en el mundo.

Cristóforo oyó las palabras de Arana y se sintió incómodo. Una parte de él estaba completamente de acuerdo con los sentimientos de aquel hombre. Pero otra parte no podía dejar de recordar lo que había dicho Ve-en-la-Oscuridad. Hasta que viera a los nativos como iguales...

El pensamiento le hizo estremecerse. ¿Estos salvajes, sus iguales? Si Dios pretendiera que fueran sus iguales, los habría hecho nacer como cristianos. Sin embargo, no podía negarse que Chipa era tan lista y tenía tan buen corazón como cualquier niña cristiana. Quería que le enseñaran la palabra de Cristo y que la bautizaran.

Instruidla, bautizadla, ponedle una hermosa saya y seguiría siendo oscura de piel y fea. Igual se podría poner un vestido a un mono. Ve-en-la-oscuridad negaba la naturaleza al pensar que podía ser de otra forma. Obviamente, era el último esfuerzo del diablo por detenerle, por distraerlo de su misión. Igual que había hecho que Pinzón se marchara con la
Pinta.

Casi había oscurecido cuando regresó a la empalizada donde los españoles estaban acampados. Al oír los sonidos de las risas y la jarana, estuvo a punto de dejarse llevar por la furia ante la falta de disciplina, hasta que advirtió a qué era debido. Allí, de pie ante una gran fogata, obsequiando a los marineros congregados con algún relato inventado, estaba Martín Alonso Pinzón. Había vuelto.

Mientras Cristóforo cruzaba la zona despejada entre la puerta del fuerte y la hoguera, los hombres que rodeaban a Pinzón repararon en su presencia y guardaron silencio, expectantes. También Pinzón observó a Colón aproximarse. Cuando estaba lo bastante cerca para no tener que gritar, Pinzón dio comienzo a sus excusas.

—Capitán general, no podéis imaginar mi desazón cuando os perdí en la niebla cuando veníamos de Colba.

«Vaya mentira —pensó Cristóforo—. La
Pinta
era aún claramente visible después de que las brumas de la costa desaparecieran.»

—Pero pensé: ¿por qué no explorar por separado? Nos detuvimos en la isla de Babeque, donde los colbanos dijeron que encontraríamos oro, pero no había ni una onza. Pero al este de allí, a lo largo de la costa de esa isla, había enormes cantidades. ¡Por un trocito de lazo me dieron piezas de oro del tamaño de dos dedos y a veces tan grandes como mi mano!

Extendió la manaza, enorme y callosa.

Cristóforo siguió sin contestar, aunque se hallaba a menos de cinco pasos del capitán de la
Niña.
Fue Segovia quien dijo:

—Naturalmente, haréis una descripción completa de este oro y lo añadiréis al tesoro común.

Pinzón se puso rojo.

—¿De qué me acusáis, Segovia? —demandó.

«Podría acusaros de traición —pensó Cristóforo—. Sin duda, de motín. ¿Por qué habéis vuelto? ¿Por que no podíais avanzar contra el viento de levante como yo? ¿O porque os disteis cuenta de que cuando regreséis a España sin mí habrá preguntas que no podréis responder? Así que no sólo sois desleal e indigno de confianza, sino que también sois demasiado cobarde para completar vuestra traición.»

Sin embargo, no dijo nada de esto. La furia de Cristóforo contra Pinzón, aunque estaba tan justificada como su ira hacia Ve-en-la-Oscuridad, no tenía nada que ver con el motivo por el que Dios le había enviado allí. Aunque los oficiales reales compartieran su desprecio hacia Pinzón, todos los marineros lo miraban como si fuera Carlomagno o el Cid. Si Cristóforo lo convertía en su enemigo, perdería el control sobre la tripulación. Segovia, Gutiérrez y Arana no comprendían esto. Creían que la autoridad dimanaba del rey. Pero Cristóforo sabía que la autoridad surgía de la obediencia. En aquel lugar, entre aquellos hombres, Pinzón tenía mucha más autoridad que el rey. Así que se tragaría su ira para poder utilizar a Pinzón para cumplir la obra de Dios.

—No os acusa de nada —dijo Cristóforo—. ¿Cómo puede nadie pensar en acusaros? El que se perdió ha sido hallado. Si tuviéramos un carnero cebado, lo haría sacrificar ahora mismo en vuestro honor. En nombre de sus majestades, os doy la bienvenida, capitán Pinzón.

Pinzón se mostró visiblemente aliviado, pero en sus ojos asomó también una expresión taimada. «Cree que tiene una mano mejor —pensó Cristóforo—. Piensa que puede salirse con la suya en todo. Pero cuando regresemos a España, Segovia apoyará mi visión de los acontecimientos. Veremos entonces quién tiene mejor mano.»

Cristóforo sonrió y abrazó al mentiroso hijo de puta.

Hunahpu vio a tres forjadores taráscanos que manejaban la barra de hierro que les había enseñado a fundir, usando el carbón que les había enseñado a fabricar. Los vio probarla contra espadas de bronce y puntas de flecha. Los vio probarla otra vez contra piedra. Y cuando acabaron, los tres se postraron en el suelo ante él.

Hunahpu esperó pacientemente hasta que su muestra de obediencia terminó: era el respeto debido a un héroe de Xibalba, les impresionara el hierro o no. Entonces les dijo que se levantaran del suelo y se alzaran como hombres.

—Los señores de Xibalba os han observado durante años. Vieron cómo trabajabais el bronce. Os vieron a los tres trabajando el hierro. Y discutieron entre sí. Algunos querían destruiros. Pero otros dijeron: «No, los taráscanos no están sedientos de sangre como los mexica o los tlaxcalanos. No usarán este metal negro para matar a miles de hombres para que los campos estériles ardan bajo el sol, sin nadie para plantar maíz.»

No, no, reconocieron los taráscanos.

—Así que ahora os ofrezco la misma alianza que ofrecí a los zapotecas. Habéis oído la historia una docena de veces ya.

Sí, así era.

—Si juráis que nunca más tomaréis una vida humana como sacrificio a ningún dios y que sólo iréis a la guerra para defenderos o para proteger a otros pueblos amantes de la paz, os enseñaré aún más secretos. Os enseñaré cómo hacer este metal negro aún más duro, hasta que brille como la plata.

Haríamos cualquier cosa por conocer estos secretos. Sí, hacemos este juramento. Obedeceremos al gran Un-Hunahpu en todas las cosas.

—No estoy aquí para ser vuestro rey. Ya lo tenéis. Os pido solamente que mantengáis esta alianza. Y luego dejad que vuestro propio rey sea como un hermano para Na-Yaxhal, el rey de los zapotecas, y dejad que los taráscanos sean hermanos de los zapotecas. Ellos son amos de las grandes canoas que surcan la mar abierta, y vosotros sois los amos del fuego que convierte la piedra en metal. Les enseñaréis todos los secretos del metal y ellos os enseñarán todos los secretos de la construcción de barcos y la navegación. ¡O regresaré a Xibalba y le diré a los señores que desagradecéis el don del conocimiento!

Ellos escuchaban con los ojos muy abiertos, prometiéndolo todo. Sus palabras serían transmitidas muy pronto al rey, pero cuando le mostraran lo que podía hacer el hierro, y le advirtieran de que Un-Hunahpu sabía cómo hacer un metal aún más duro, estaría de acuerdo con la alianza.

El plan de Hunahpu quedaría entonces completado. Los mexica y los tlaxcalanos estarían rodeados por un enemigo con armas de hierro y navios grandes y rápidos. «Huitzilopochtli, viejo tramposo, tus días como bebedor de sangre humana están contados.»

«Lo he conseguido —pensó Hunahpu—, y antes de lo planeado. Aunque Kemal y Diko fracasaran, yo habré suprimido la práctica del sacrificio humano, unido a los pueblos de Mesoamérica y les habré dado la suficiente tecnología para poder resistir a los europeos cuando vengan.»

Sin embargo, mientras se felicitaba, Hunahpu sintió una oleada de nostalgia. «Que Diko esté viva —rezó en silencio—. Que haga su trabajo con Colón y lo convierta en un puente entre Europa y América, para que nunca se produzca una fatídica guerra.»

Era la hora de la cena en el campamento español. Todos los hombres y oficiales se habían reunido a comer, a excepción de los cuatro marinos que montaban guardia en la empalizada y los dos que vigilaban el barco. Cristóforo y los otros oficiales comían separados del resto, pero la misma comida: la mayor parte había sido proporcionada por los indios.

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