Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón (45 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

Sin embargo, no la servían los indios. Los hombres se servían solos y los grumetes de los barcos servían a los oficiales. Habían tenido serias dificultades con eso, empezando con el momento en que Chipa se negó a traducir las órdenes de Pinzón a los indios.

—No son criados —dijo Chipa—. Son amigos.

En respuesta, Pinzón empezó a golpear a la niña. Cuando Pedro trató de intervenir, Pinzón lo derribó y le propinó también una buena paliza. Cuando el capitán general exigió que pidiera disculpas, Pinzón accedió alegremente a hacerlo ante Pedro.

—No tendría que haber tratado de detenerme, pero es vuestro paje y pido disculpas por golpearlo cuando eso debía de haber corrido por cuenta vuestra.

—A la niña también —dijo Colón.

A lo cual Pinzón respondió escupiendo y diciendo:

—La pequeña puta se negó a hacer lo que se le decía. Fue insolente. Los criados no pueden hablar así a los caballeros.

«¿Desde cuándo es Pinzón un caballero?», pensó Pedro. Pero se mordió la lengua. Era un asunto para el capitán general, no para un paje.

—Ella no es vuestra criada —dijo Colón.

Pinzón se echó a reír, insolente.

—Todos los cobrizos son criados por naturaleza.

—Si fueran criados por naturaleza —respondió Colón—, no tendríais que golpearlos para que os obedecieran. Hay que ser muy valiente para golpear a una niña pequeña. Sin duda escribirán canciones sobre vuestro valor.

Eso fue suficiente para hacer callar a Pinzón... al menos en público. Desde entonces, no había habido ningún otro intento de obligar a los indios a servirles. No obstante, Pedro sabía que Pinzón no había olvidado ni perdonado el desprecio en la voz del capitán general, ni la humillación de haber sido obligado a retractarse. Pedro incluso había instado a Chipa a marcharse.

—¿Marcharme? —dijo ella—. No hablas taino lo bastante bien para que yo me marche.

—Si algo sale mal, Pinzón te matará. Sé que lo hará.

—Ve-en-la-Oscuridad me protegerá.

—Ve-en-la-Oscuridad no está aquí —dijo Pedro.

—Entonces tú me protegerás.

—Oh, sí, ha salido muy bien esta vez.

Pedro no podía protegerla y ella no quería marcharse. Eso significaba que vivía en constante ansiedad, viendo cómo los hombres miraban a Chipa, cómo susurraban a espaldas del capitán general, cómo daban muchos signos de solidaridad a Pinzón. Pedro se daba cuenta de que se estaba cociendo un sangriento motín. Sólo aguardaban la ocasión. Cuando trataba de hablar al respecto con el capitán general, Colón se negaba a escucharlo, le decía que sabía que los hombres favorecían a Pinzón, pero que no se rebelarían contra la autoridad de la corona. Si Pedro fuera capaz de creerlo...

Así que esta noche dirigía a los grumetes para que sirvieran a los oficiales. Las frutas desconocidas se habían vuelto familiares, y toda comida era un festín. Los hombres parecían más sanos que nunca antes del viaje. Por las apariencias externas todo era perfectamente agradable entre el capitán general y Pinzón. Pero según consideraba Pedro, los únicos hombres con los que Colón podría contar en una crisis eran él mismo, Segovia, Arana, Gutiérrez, Escobedo y Torres. En otras palabras, los oficiales reales y el paje del propio capitán general. Los grumetes y algunos de los artesanos también estarían de parte de Colón en sus corazones, pero no se atreverían a alzarse contra los demás. En ese aspecto, los oficiales reales no sentían tampoco ninguna lealtad personal hacia Colón. Ésta iba dirigida solamente a la idea de orden y disciplina. No, cuando llegaran los problemas, Colón se encontraría casi sin amigos.

En cuanto a Chipa, acabarían con ella. «La mataré yo mismo —pensó Pedro— antes de permitir que Pinzón le ponga las manos encima. La mataré, y luego me mataré yo. Aún mejor, ¿por qué no matar a Pinzón? Ya que estoy pensando en asesinar, ¿por qué no golpear al que odio en vez de a los que amo?»

Ésos eran los sombríos pensamientos de Pedro mientras le tendía otro cuenco con rebanadas de melón a Martín Pinzón. El capitán le hizo un guiño y sonrió. «Sabe qué estoy pensando y se ríe de mí —advirtió Pedro—. Sabe que sé lo que está planeando. Sabe también que estoy indefenso.»

De repente un terrible estallido sacudió la noche. Casi de inmediato la tierra se agitó y una ráfaga de viento surgido del mar derribó a Pedro. Tropezó contra Pinzón, y al instante el hombre empezó a golpearlo y a maldecirlo. Pedro se zafó de él lo más rápidamente posible, y pronto quedó claro incluso para Pinzón que no era la torpeza de Pedro lo que había causado la colisión. La mayoría de los hombres se había tambaleado ante la explosión y el aire se había llenado de humo y cenizas. Más denso cerca del agua.

—¡La
Pintal
—exclamó Pinzón. De inmediato todos comprendieron el grito y corrieron a través del denso humo hacia la orilla.

La
Pinta
no estaba ardiendo. Simplemente, no estaba ya allí.

La brisa de la noche despejaba gradualmente el humo cuando finalmente encontraron a los dos hombres que se suponía estaban de guardia. Pinzón ya los estaba golpeando con el plano de la espada antes de que Colón pudiera encontrar un par de hombres para que lo sujetaran.

—¡Mi nave! —chilló Pinzón—. ¿Qué le habéis hecho a mi nave?

—Si dejáis de gritarles y golpearlos, quizá podamos enterarnos de qué ha sucedido —dijo Colón.

—¡Mi barco ha desaparecido y ellos tenían que vigilarlo! —chilló Pinzón, luchando por librarse de los hombres que lo sujetaban.

—Era mi nave, concedida por el rey y la reina —dijo Colón—. ¿Os comportaréis como un caballero, señor?

Pinzón asintió furioso, y los hombres lo soltaron.

Uno de los hombres encargados de la guadia era Rascón, copropietario de la
Pinta.

—Martín, lo siento, ¿qué podíamos hacer? Nos hizo subir al bote y remar hasta la orilla. Y luego nos obligó a agazaparnos tras esa roca. Y entonces la nave... voló.

—¿Quién? —le preguntó Colón, ignorando el hecho de que Rascón había informado a Pinzón en vez de al capitán general.

—El hombre que lo hizo.

—¿Dónde está ahora?

—No puede hallarse lejos.

—Se fue por allí—dijo Gil Pérez, el otro guardián.

—Señor Pinzón, ¿seríais tan amable de organizar una partida?

Pinzón, ya con su furia enfocada adecuadamente, dividió de inmediato a los hombres en partidas de búsqueda, sin olvidarse de dejar un buen contingente detrás para proteger la empalizada contra robos o sabotajes. Pedro no pudo dejar de reconocer que Pinzón era un buen líder, de mente rápida y capaz de hacerse comprender y obedecer al punto. En lo referido a Pedro, eso sólo lo hacía más peligroso aún.

Cuando los hombres se dispersaron, Colón se acercó a la orilla y contempló los muchos trozos de madera que flotaban sobre las olas.

—Ni siquiera si toda la pólvora de la
Pinta
explotara a la vez se habría destruido la nave tan completamente.

—¿Qué puede haberlo hecho, señor? —preguntó Pedro.

—Dios —dijo el capitán general—. O quizás el diablo. Los indios no conocen la pólvora. Si encuentran a ese hombre que supuestamente lo hizo, ¿piensas que podría ser un moro?

Así que el capitán general recordaba la maldición de la bruja de la montaña. Una calamidad tras otra. ¿Qué podía ser peor que esto, perder el último navio?

Pero cuando lo encontraron, resultó que el hombre no era moro. Ni tampoco indio. Era blanco y barbudo, un hombre grande, fuerte. Sus ropas habían sido obviamente extrañas antes de que los marineros se la arrancaran. Lo sostenían, con un garrote alrededor del cuello, y lo obligaron a arrodillarse delante del capitán general.

—Fue todo lo que pude hacer para mantenerle vivo lo suficiente para que hablarais con él, señor —dijo Pinzón.

—¿Por qué habéis hecho esto? —preguntó Colón.

El hombre respondió en español. Cargado de acento, pero comprensible.

—Cuando me enteré de vuestra expedición juré que si teníais éxito, nunca regresaríais a España.

—¿Por qué? —demandó el capitán general.

—Mi nombre es Kemal —dijo el hombre—. Soy turco. No hay más Dios que Alá, y Mahoma es su Profeta.

Los hombres murmuraron airados. Infiel. Pagano. Diablo.

—Pero regresaré a España —dijo Colón—. No me habéis detenido.

—Loco —contestó Kemal—. ¿Cómo regresaréis a España cuando estáis rodeado de enemigos?

Pinzón rugió de inmediato.

—¡Tú eres el único enemigo, infiel!

—¿Cómo creéis que llegué aquí, sin la ayuda de alguno de ésos?

Con la cabeza, indicó a los hombres que lo rodeaban. Entonces miró a Pinzón a los ojos y le hizo un guiño.

—¡Mentiroso! —chilló Pinzón—. ¡Matadlo! ¡Matadlo!

Los hombres que retenían al turco obedecieron al instante, aunque Colón alzó la voz y gritó para que se detuvieran. Era posible que en el clamor de furia no le oyeran. Y el turco no tardó mucho en morir. En vez de estrangularlo, tensaron tanto el garrote y lo retorcieron con tanta fuerza que éste le rompió el cuello y con sólo una o dos sacudidas murió.

Por fin el tumulto cesó. En medio del silencio, el capitán general tomó la palabra.

—Locos. Lo habéis matado demasiado rápido. No nos ha dicho nada.

—¿Qué podría habernos dicho, excepto mentiras? —dijo Pinzón.

Colón le dirigió una mirada larga y medida.

—Nunca lo sabremos, ¿verdad? Por lo que puedo decir, los únicos que se alegrarían de eso serían aquellos a quienes podría haber nombrado como conspiradores.

—¿De qué me estáis acusando? —demandó Pinzón.

—No os he acusado de nada.

Sólo entonces pareció advertir Pinzón que sus propias acciones habían apuntado hacia él el dedo de la sospecha. Empezó a asentir, y luego sonrió.

—Ya veo, capitán general. Finalmente habéis encontrado un modo de desacreditarme, aunque haya hecho falta volar mi carabela para ello.

—Cuidado con lo que le decís al capitán general —se alzó la voz de Segovia entre la multitud.

—Que tenga cuidado con lo que me dice él a mí. No tenía por qué traer la
Pinta
hasta aquí. He demostrado mi lealtad. Todos me conocen. No soy el extranjero. ¿Cómo sabemos que este Colón es cristiano siquiera, mucho menos genovés? Después de todo, esa bruja negra y la pequeña puta intérprete conocían su lengua materna, cuando ningún español honrado podría hacerlo.

Pinzón no estaba presente en esa ocasión, advirtió Pedro. Obviamente, se había hablado mucho sobre quién hablaba qué lenguaje con quién.

Colón lo miró con firmeza.

—No habría habido ninguna expedición si yo no me hubiera pasado media vida luchando por ella. ¿La destruiría ahora, cuando el éxito estaba tan cerca?

—¡Nunca nos habríais llevado de regreso a casa de todas formas, loco engreído! —gritó Pinzón—. Por eso regresé, porque vi lo difícil que era navegar hacia el este contra el viento. Sabía que no sois lo bastante marinero para devolver a casa a mi hermano y mis amigos.

Colón se permitió un atisbo de sonrisa.

—Si fuerais tan buen marinero, sabríais que al norte el viento que prevalece sopla de poniente.

—¿Y cómo lo sabéis? —El desprecio de la voz de Pinzón era clamoroso.

—Estáis hablando al comandante de la flota de sus majestades —advirtió Segovia.

Pinzón guardó silencio; quizás había hablado más abiertamente de lo que pretendía, al menos por el momento.

—Cuando vos erais pirata —dijo Colón tranquilamente—, recorrí las costas de África con los portugueses.

Por el gruñido de los hombres, Pedro supo que el capitán general acababa de cometer un grave error. La rivalidad entre los hombres de Palos y los marineros de la costa portuguesa era intensa, tanto más cuando los portugueses eran tan claramente mejores marinos, pues llegaban a lugares más remotos. Y lanzarle a Pinzón a la cara sus días de piratería... bueno, eso era un delito del que todo Palos era culpable, durante los durísimos días de la guerra contra los moros, cuando el comercio normal era imposible. Colón podría haber reforzado sus credenciales como marino, pero lo hizo al coste inmediato de perder los pocos vestigios de lealtad que pudiera tener entre los hombres.

—Retirad el cadáver —dijo el capitán general. Entonces les dio la espalda y regresó al campamento.

El mensajero de Guacanagarí no podía dejar de reír mientras contaba la historia de la muerte del Hombre Silencioso.

—¡Los hombres blancos son tan estúpidos que lo mataron primero y lo torturaron después!

Diko sintió alivio al oír la noticia. Kemal había muerto rápidamente. Y la
Pinta
había sido destruida.

—Debemos vigilar la aldea de los hombres blancos —dijo—. Los hombres blancos se volverán pronto contra su cacique. Debemos asegurarnos de que venga a Ankuash y no a cualquier otro poblado.

12. REFUGIO

12

REFUGIO

L
a mujer de la montaña lo había maldecido, pero Cristóforo sabía que no era ningún tipo de brujería. La maldición era que no podía pensar más que en ella, más que en lo que ella había dicho. Cada tema lo devolvía a los desafíos que había planteado.

¿Podría haberla enviado Dios? ¿Era ella, por fin, la primera confirmación que recibía desde aquella visión en la playa? Sabía demasiado: las palabras que le había dicho el Salvador. El lenguaje de su juventud en Genova. Su sensación de culpabilidad respecto a su hijo, dejado al cuidado de los monjes de La Rábida.

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