Read Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón Online
Authors: Orson Scott Card
Tags: #Ciencia Ficción
Y esta niña, Chipa, sería su primera lección y su primera prueba. ¿Cómo la trataría? ¿La escucharía siquiera?
—Tienes razón al tener miedo —le dijo Diko en español—. Los hombres blancos son peligrosos y traicioneros. Sus promesas no significan nada. Si no quieres ir, no te obligaré.
—¿Pero para qué si no aprendí español?
—Para que tú y yo pudiéramos compartir secretos —le sonrió Diko.
—Iré —dijo Chipa—. Quiero verlos.
Diko asintió, aceptando su decisión. Chipa era demasiado joven e ignorante del verdadero peligro que suponía que los españoles la maltrataran; pero claro, la mayoría de los adultos tomaba casi todas sus decisiones sin una clara comprensión de las posibles consecuencias. Chipa era lista y tenía buen corazón. La combinación probablemente le serviría bien.
Una hora más tarde, Chipa estaba en el centro de la aldea, tirándose del vestido de hierba tejida que Diko había hecho para ella.
—Es horrible —dijo Chipa en taino—. ¿Por qué debo llevar una cosa así?
—Porque en el país de los hombres blancos es vergonzoso que la gente vaya desnuda.
Todos se rieron.
—¿Por qué? ¿Tan feos son?
—Allí hace frío a veces, pero incluso en verano mantienen sus cuerpos cubiertos. Su Dios les ordenó que llevaran cosas como ésta.
—Es mejor sacrificar sangre a los dioses unas cuantas veces al año, como hacen los tainos —dijo Baiku—, que tener que llevar esas feas casitas en el cuerpo todo el tiempo.
—Dicen que los hombres blancos llevan concha, como las tortugas —dijo el muchacho, Goala.
—Esas conchas son fuertes y las lanzas no las atraviesan fácilmente —informó Diko.
Los aldeanos guardaron entonces silencio, pensando en lo que podría significar esto si entraban alguna vez en combate.
—¿Por qué envías a Chipa a esos hombres-tortuga? —preguntó Nugkui.
—Esos hombres-tortuga son peligrosos, pero también poderosos, y algunos de ellos tendrán buen corazón si podemos enseñarles a ser humanos. Chipa traerá aquí a los hombres blancos, y cuando estén preparados para aprender de mí, les enseñaré. Y el resto de vosotros les enseñará también.
—¿Qué podemos enseñarles nosotros a unos hombres que construyen canoas tan grandes como un centenar de las nuestras? —preguntó Nugkui.
—Ellos también nos enseñarán a nosotros. Pero no hasta que estén preparados.
Nugkui dejó de parecer escéptico.
—Nugkui —dijo Diko—. Sé lo que estás pensando.
Él esperó a ver qué tenía que decir.
—No quieres que envíe a Chipa como regalo a Guacanagarí, porque entonces él pensará que eso significa que gobierna sobre Ankuash.
Nugkui se encogió de hombros.
—Ya lo piensa. ¿Por qué debo hacer que esté seguro?
—Porque tendrá que darle a Chipa a los hombres blancos. Y cuando esté con ellos, Chipa servirá a Ankuash.
—Servirá a Ve-en-la-Oscuridad, quieres decir.
Era una voz de hombre, a su espalda.
—Tu nombre puede que sea Yacha —dijo Diko, sin volverse—, pero no eres siempre sabio, primo mío. Pero si no soy parte de Ankuash decídmelo ahora, y me iré a otra aldea y les dejaré ser los maestros de los hombres blancos.
El clamor entre los aldeanos fue inmediato. Unos instantes después, Baiku y Putukam conducían a Chipa montaña abajo, fuera de Ankuash, fuera de Ciboa, para que comenzara su momento de peligro y grandeza.
Kemal nadó bajo la quilla de la
Niña.
Le quedaban más de dos horas de aire en los tanques, es decir, cinco veces más de lo que necesitaría si todo salía según lo previsto. Hizo falta un poco más de lo calculado para desprender las lapas de un trozo de quilla cerca de la línea de flotación: no había que apresurarse cuando se manejaba un cincel bajo el agua. Pero el trabajo terminó lo bastante pronto. Entonces sacó de la bolsita que llevaba al cinto el grupo de bombas incendiarias. Colocó la superficie caliente de cada una de ellas contra el casco de la carabela, y luego puso en marcha las grapas que las mantendrían pegadas a la madera. Cuando todo estuvo en su sitio, tiró del cordón. De inmediato sintió el agua calentándose. A pesar de que habían sido fabricadas para que dirigieran la mayor parte de su energía contra la madera, todavía desprendían tanto calor en el agua que pronto ésta empezaría a hervir. Kemal se marchó nadando velozmente, de regreso a su bote.
Al cabo de cinco minutos, la madera del interior del casco estallaría en feroces llamas. Y el calor de las bombas incendiarias continuaría, ayudando a que el fuego se extendiera rápidamente.
Los españoles no tendrían ni idea de cómo podía haberse iniciado un incendio en la sentina. Mucho antes de que consiguieran volver a acercarse a la
Niña,
la madera a la que estaban pegadas las incendiarias sería cenizas y las conchas de metal de las cargas caerían al fondo del mar. Desprenderían un leve pulso de sonar durante varios días, lo que permitiría a Kemal regresar nadando y retirarlas más tarde. Los españoles supondrían que el incendio de la
Niña
había sido un terrible accidente. Igual que todo el que investigara el lugar del naufragio en los siglos futuros.
Ya todo dependía de que Pinzón permaneciera fiel a su personalidad y regresara con la
Pinta
a Haití. Si lo hacía, Kemal haría volar la carabela en pedazos. No habría forma de creer que se trataba de un accidente. Todo el mundo miraría el barco y diría: un enemigo es el causante.
11
ENCUENTROS
C
hipa estaba asustada cuando las mujeres de Guacanagarí la hicieron avanzar. Oír hablar de los barbudos hombres blancos era muy distinto a hallarse en su presencia. Eran grandes y vestían ropajes formidables. En efecto, era como si cada uno de ellos llevara una casa sobre los hombros... ¡y un tejado sobre la cabeza! El metal de los cascos resplandecía a la luz del sol. Y los colores de sus estandartes eran como loros cautivos.
«Si yo pudiera tejer una tela así —pensó Chipa—, vestiría sus estandartes y viviría bajo un techo hecho del metal que se ponen en la cabeza.»
Guacanagarí estaba ocupado dándole instrucciones y advertencias de última hora. Ella tenía que fingir que escuchaba, pero ya tenía instrucciones de Ve-en-la-Oscuridad, y cuando se pusiera a hablar en español con los hombres blancos los posibles planes de Guacanagarí ya no importarían nada.
—Dime exactamente lo que ellos dicen de verdad —dijo Guacanagarí—. Y no añadas ni una sola palabra de más a lo que yo les diga. ¿Me comprendes, pequeño caracol de las montañas?
—Gran cacique, haré todo lo que dices.
—¿Estás segura de que puedes hablar su horrible lengua?
—Si no puedo, pronto lo verás por sus rostros —respondió Chipa.
—Entonces diles esto: el gran Guacanagarí, cacique de todo Haití desde Cibao al mar, está orgulloso de haber encontrado una intérprete.
¿Encontrado una intérprete? A Chipa no le sorprendía su intento de ignorar a Ve-en-la-Oscuridad, pero le repugnaba. De todas formas, se volvió hacia el hombre blanco más magníficamente ataviado y empezó a hablar. Apenas había emitido un sonido cuando Guacanagarí la empujó con el pie por detrás, arrojándola de boca al suelo.
—¡Muestra respeto, babosa de las montañas! —gritó—. Y ése no es el jefe, muchacha idiota. Es ese hombre, el del pelo blanco.
Tendría que haberlo sabido: no era por el volumen de sus ropas, sino por su edad, por el respeto que habían ganado sus años, por lo que podría reconocer al que Ve-en-la-Oscuridad llamaba Colón.
Tendida en el suelo, comenzó otra vez, tartamudeando un poco al principio, pero pronunciando muy claramente las palabras en español.
—Mi señor Cristóbal Colón, he venido aquí a ser vuestra intérprete.
Le contestó el silencio. Alzó la cabeza para ver a los hombres blancos, asombrados y con los ojos desorbitados, que consultaban entre sí. Se esforzó por oír lo que decían, pero hablaban demasiado rápido.
—¿Qué están diciendo? —preguntó Guacanagarí.
—¿Cómo voy a oír si tú estás hablando? —respondió Chipa. Sabía que estaba siendo atrevida, pero si Diko tenía razón, Guacanagarí pronto no tendría ningún poder sobre ella.
Colón finalmente dio un paso hacia adelante y le habló.
—¿Cómo aprendiste español, hija mía?
Hablaba muy rápido y su acento era distinto al de Ve-en-la-Oscuridad, pero era exactamente la pregunta que le había dicho que le haría.
—Aprendí este lenguaje para poder así conocer a Cristo.
Si se habían sentido anonadados antes por su dominio del español, estas palabras provocaron gran consternación entre los hombres blancos. Una vez más, conversaron en susurros.
—¿Qué les has dicho? —exigió Guacanagarí.
—Me ha preguntado cómo sé hablar su lenguaje, y se lo he dicho.
—¡Te dije que no mencionaras a Ve-en-la-Oscuridad! —dijo Guacanagarí, airado.
—No lo he hecho. Hablé del Dios que adoran.
—Creo que me estás traicionando.
—No.
Cuando Colón dio un paso al frente, el hombre del traje voluminoso le acompañaba.
—Este hombre es Rodrigo Sánchez de Segovia, el inspector real de la flota —dijo Colón—. Le gustaría hacerte una pregunta.
Los títulos no significaban nada para Chipa. Le habían dicho que hablara con Colón.
—¿Cómo conoces a Cristo? —preguntó Segovia.
—Ve-en-la-Oscuridad nos habló de la llegada de un hombre que nos enseñaría la fe de Cristo.
Segovia sonrió.
—Yo soy ese hombre.
—No, señor —dijo Chipa—. El hombre es Colón.
Fue fácil leer las expresiones de los rostros de los hombres blancos: mostraban todo lo que sentían. Segovia estaba muy furioso. Pero dio un paso atrás, dejando a Colón solo delante de los otros hombres.
—¿Quién es Ve-en-la-Oscuridad? —preguntó Colón.
—Mi maestra —respondió Chipa—. Me envió como regalo a Guacanagarí, para que él me pudiera traer a vosotros. Pero él no es mi dueño.
—¿Ve-en-la-Oscuridad es tu ama?
—Nadie es mi amo sino Cristo —dijo ella, exactamente la declaración que Ve-en-la-Oscuridad le había dicho que era lo más importante de todo.
Y entonces, con Colón mirándola, sin habla, dijo una frase que no entendía, pues era en otro idioma. El idioma era genovés, y por tanto sólo Cristóforo comprendió lo que decía, palabras que ya había oído antes, en una playa cerca de Lagos.
—Te salvé la vida para que pudieras llevar la cruz.
Él se arrodilló. Dijo algo que parecía el mismo extraño idioma.
—No hablo esa lengua, señor —dijo ella.
—¿Qué sucede? —demandó Guacanagarí.
—El cacique está furioso conmigo —dijo Chipa—. Me golpeará por no decir lo que me dijo que dijera.
—Nunca —respondió Colón—. Si te ofreces a Cristo, entonces estás bajo mi protección.
—Señor, no provoquéis a Guacanagarí por mí. Con vuestras dos naves destruidas, necesitáis conservar su amistad.
—La niña tiene razón —dijo Segovia—. No será la primera vez que la golpean.
«Pero lo será —pensó Chipa—. ¿En la tierra de los hombres blancos están acostumbrados a pegar a los niños?»
—Podéis pedirme como regalo —dijo Chipa.
—¿Entonces eres una esclava?
—Eso cree Guacanagarí, pero nunca lo he sido. No me convertiréis en esclava, ¿verdad? —Ve-en-la-oscuridad le había dicho que era muy importante que le dijera esto a Colón.
—Nunca serás una esclava —contestó Colón—. Dile que estamos muy contentos y que le damos las gracias por su regalo.
Chipa había esperado que fuera a pedirla como ofrenda, pero vio de inmediato que de esta forma era mucho mejor: si él asumía que el regalo ya había sido dado, difícilmente podría Guacanagarí retirarlo. Así que se volvió hacia el cacique y se arrodilló ante él como había hecho el día anterior, cuando se presentó ante el jefe de las tierras de la costa.
—El gran cacique blanco, Colón, está muy contento conmigo. Te da las gracias por hacerle un regalo tan útil.
El rostro de Guacanagarí no mostró nada, pero ella sabía que estaba furioso. A Chipa no le importó: no le caía bien.
—Dile que le regalo mi sombrero —dijo Colón—, que nunca daría a ningún hombre más que a un gran rey.
Ella tradujo sus palabras al taino. Los ojos de Guacanagarí se abrieron desmesuradamente. Extendió una mano.
Colón se quitó el sombrero de la cabeza y, en vez de ponerlo en la mano del cacique, lo colocó sobre su cabeza. Guacanagarí sonrió. Chipa pensó que parecía aún más estúpido que los hombres blancos, llevando un techo así en la cabeza. Pero observó que los otros tainos que rodeaban a Guacanagarí estaban impresionados. Era un buen intercambio. Un poderoso sombrero talismán a cambio de una problemática y desobediente muchacha de las montañas.
—Ponte en pie, niña —dijo Colón. Le tendió la mano para ayudarla a incorporarse. Sus dedos eran largos y suaves. Ella nunca había tocado una piel tan suave, excepto en los bebés. ¿Acaso Colón no trabajaba nunca?—. ¿Cómo te llamas?
—Chipa. Pero Ve-en-la-oscuridad dijo que me darías un nuevo nombre cuando me bautizaras.
—Un nuevo nombre —dijo Colón—. Una nueva vida.
Y entonces, en voz baja, de forma que sólo ella pudo oírla, añadió:
—Esa mujer que llamas Ve-en-la-Oscuridad... ¿puedes conducirme hasta ella?
—Sí —dijo Chipa. Entonces añadió algo que Ve-en-la-Oscuridad no había pretendido que dijera—: Ella me dijo una vez que había renunciado a su familia y al hombre que amaba para poder conoceros.