Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón (19 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

Al ver a su marido tan frustrado, Felipa empezó a presionar a su madre para que hiciera algo por su Cristováo. Ama el mar, decía Felipa. Sueña con grandes viajes. ¿No puedes hacer algo por él?

Así que Doña Moniz llevó a su yerno a la biblioteca de su difunto esposo y abrió para él las cajas de cartas y mapas, los anaqueles de preciosos libros. La gratitud de Colón fue palpable. Por primera vez se le ocurrió que quizás era sincero: que sentía poco interés por la costa africana, que era la navegación lo que le inspiraba, surcar los mares por el propio placer de hacerlo.

Colón empezó a pasar casi todo el tiempo escrutando libros y cartas. Naturalmente no había ninguna sobre el océano occidental, pues nadie que hubiera navegado más allá de las Azores, las Canarias o las islas de Cabo Verde había regresado jamás. Sin embargo, Colón aprendió que los viajeros portugueses habían rechazado aferrarse a la costa de África. En cambio, se internaban en el mar, usando vientos mejores y aguas más profundas hasta que sus instrumentos les decían que habían navegado tan al sur como el último viaje realizado. Entonces navegaban hacia tierra, hacia el este, esperando que esta vez estuvieran más al sur de la punta más meridional de África, para así encontrar una ruta que los condujera por el este hasta la India. Fue esa navegación en profundidad lo que llevó por primera vez a los marinos portugueses a Madeira y luego a las islas de Cabo Verde. Algunos aventureros de la época habían imaginado que podría haber cadenas de islas extendiéndose al oeste, y habían navegado hacia allí para verlas, pero tales viajes siempre terminaron en decepción o tragedia, y nadie creía ya que hubiera más islas al oeste o al sur.

Pero Colón no desdeñaba los registros de viejos rumores que antaño habían impulsado a los marinos a buscar esas islas occidentales. Devoró los rumores de un marinero muerto empujado a las orillas de las Azores o las Canarias o las islas de Cabo Verde, con un mapa empapado cosido en sus ropas que mostraba la existencia de islas alcanzadas antes de que su barco se hundiera, las historias de troncos flotantes de especies desconocidas de árboles, de bandadas de raras aves muy lejos al sur o al oeste, de cadáveres de hombres ahogados con caras más redondas de las vistas en Europa, oscuras y sin embargo no tan negras como las de los africanos. Todo aquello databa de una época anterior, y Colón sabía que representaban las ilusiones de una breve era. Pero sabía también lo que ninguno de ellos podía saber: que Dios pretendía que él alcanzara los grandes reinos de Oriente navegando hacia poniente, lo que significaba que tal vez esos rumores no eran meros deseos, sino la verdad.

No obstante, aunque lo fueran, no convencerían a aquellos que tendrían que decidir financiar una expedición al oeste. Persuadir al rey significaba persuadir primero a los hombres doctos de su corte, y eso requeriría pruebas de peso, no habladurías de marineros. Para ese fin el verdadero tesoro de Porto Santo eran los libros, pues a Perestrello le encantaba estudiar geografía y tenía traducciones latinas de Ptolomeo.

Para Colón, Ptolomeo no fue un gran consuelo: decía que desde la punta más occidental de Europa hasta la punta más oriental de Asia había ciento ochenta grados, la mitad de la circunferencia de la Tierra. Tal viaje a través del océano descubierto sería inútil. Ningún barco podría llevar bastantes suministros o mantenerlos frescos lo suficiente para cubrir ni siquiera una cuarta parte de esa distancia.

Sin embargo, Dios le había dicho que podría alcanzar el oriente navegando hacia poniente. Por tanto Ptolomeo debía estar equivocado, y no sólo levemente. Debía estar drástica, inequívocamente en un error. Y Colón tenía que encontrar un modo de demostrarlo, para que un rey le permitiera llevar sus naves hacia occidente para cumplir la voluntad de Dios.

Sería más simple, decía en sus oraciones silenciosas a la Santísima Trinidad, si enviarais un ángel para decírselo al rey de Portugal. ¿Por qué me elegisteis? Nadie me escuchará.

Pero Dios no le respondía. Por eso Colón seguía pensando y estudiando y tratando de calcular cómo demostrar lo que sabía debía ser verdad y sin embargo nadie había imaginado: que el mundo era mucho, mucho más pequeño, y el oeste y el este debían estar mucho más cerca de lo que los antiguos creían. Y como las únicas autoridades que los eruditos aceptarían eran los libros escritos por los antiguos, Colón tendría que encontrar, en alguna parte, escritores clásicos que hubieran descubierto lo que sabía que tenía que ser la verdad sobre el tamaño del mundo. Halló algunas ideas útiles en el
Imago Mundi
del cardenal d'Ailly, un compendio de obras de escritores antiguos, donde aprendió que Marino de Tiro había estimado que la gran masa de tierra del mundo no era de 180 grados, sino de 225, dejando que el océano ocupara solamente los 135 grados restantes. Eso seguía siendo demasiado lejos, pero resultaba prometedor. No importaba que Ptolomeo hubiera vivido y escrito después de Marino de Tiro, que hubiera examinado sus cálculos y los hubiera refutado. Marino ofrecía una imagen del mundo que le ayudaba a construir su caso para navegar hacia poniente y por eso era la mejor autoridad. También había algunas referencias valiosas de Aristóteles, Séneca y Plinio.

Entonces advirtió que esos escritores antiguos no conocían los descubrimientos realizados por Marco Polo en su viaje a Cathay. Añadir 28 grados de tierra para sus hallazgos, y luego otros 30 grados para compensar la distancia entre Cathay y la isla-nación de Cipango, y sólo quedaban
77
grados de océano por cruzar. Luego restar otros 9 grados al empezar su viaje en las Canarias, las islas suroccidentales que parecían el punto de partida más propicio para el tipo de viaje que Dios le había encomendado, y la flota de Colón sólo tendría que cruzar 68 grados de océano.

Seguía estando demasiado lejos. Pero sin duda había errores en las medidas de Marco Polo, en los cálculos de los antiguos. ¡Resta otros 8 grados, redúcelos sólo a 60! Sin embargo, seguía estando a una distancia imposible. Un sexto de l
a
circunferencia de la Tierra entre las Canarias y Cipango, y sin embargo eso continuaba significando un viaje de más de tres mil millas sin un puerto donde recalar. Por mucho que los interpretara o retorciera, Colón no podía hacer que los escritos de los antiguos apoyaran lo que sabía era verdad: que era cuestión de días o como máximo de semanas navegar desde Europa a los grandes reinos de Oriente. Tenía que haber más información. Otro escritor, tal vez. O algún hecho que hubiera pasado por alto. Algo que persuadiera a los eruditos de Lisboa para que respetaran su petición y recomendaran al rey Juan que diera a Colón el mando de una expedición.

Mientras tanto, Felipa se sentía obviamente ignorada y frustrada. Colón era vagamente consciente de que quería más de su tiempo y pensamientos, pero no podía concentrarse en las nimiedades que a ella le interesaban, no cuando Dios le había encargado una tarea de tan hercúleas dimensiones. No se había casado con ella para jugar a las casitas, y así se lo dijo. Tenía grandes obras que realizar. Pero no pudo explicar qué era esa gran obra, ni quién se la había encomendado, porque tenía prohibido decirlo. Así que vio cómo Felipa se sentía cada vez más herida mientras él se iba impacientando más y más ante su obvio deseo de compañía.

A Felipa la habían advertido innumerables veces de que los hombres eran exigentes e infieles, y estaba preparada para eso. ¿Pero qué ocurría con su esposo? Era la única dama disponible, y Diego debería tener un hermano o una hermana, pero Colón apenas parecía desearla.

—No se preocupa más que por las cartas y los mapas y los libros antiguos —se quejaba a su madre—. Eso y reunirse con pilotos y navegantes que hayan tenido o puedan tener acceso al rey.

Al principio Doña Moniz le aconsejó ser paciente, pues la insaciable lujuria de los hombres acabaría por derrotar la aparente indiferencia de Colón. Pero cuando eso no sucedió, tuvo que dar su consentimiento para que se mudaran del aislado Porto Santo a una casa que la familia poseía en Funchal, la ciudad más grande de la isla mayor de las Madeira. La teoría era que si Colón lograba satisfacer su ansia de mar, podría entonces volcar su atención hacia Felipa.

En cambio, se volvió aún más devotamente al mar, hasta que se convirtió en uno de los hombres más conocidos del puerto de Funchal. Ningún barco arribaba sin que Colón encontrara pronto acceso a bordo. Se hacía amigo de capitanes y navegantes, se fijaba en las cantidades de suministros cargadas y cuánto esperaban durar. De hecho, lo observaba todo.

—Si es un espía —le dijo a Doña Moniz uno de los capitanes que había sido amigo de su difunto esposo Perestrello— es bastante torpe, pues reúne información de manera abierta y ansiosa. Creo que simplemente ama el mar y desearía haber nacido portugués para poder unirse a las grandes expediciones.

—Pero no nació portugués, y por tanto no puede —respondió Doña Moniz—. ¿Por qué no se contenta? Tiene una buena vida con mi hija, o la tendría a poco que le prestara atención.

El viejo marino se echó a reír.

—Cuando a un hombre se le mete el mar en la sangre, ¿qué tiene una mujer que ofrecerle? ¿Qué es un niño? El viento es su mujer, los pájaros sus hijos. ¿Por qué lo mantenéis aquí en estas islas? Está rodeado por el mar constantemente, y sin embargo no puede navegar con libertad. Es genovés y por eso no podrá navegar a las nuevas aguas africanas. ¿Pero por qué no dejarle... no ayudarle a unirse a los viajes mercantes a otros lugares?

—Veo que en efecto os gusta este hombre de pelo blanco que hace que mi hija se sienta como una viuda.

—¿Una viuda? Medio viuda, tal vez. Pues hay tres tipos de hombres en el mundo: los vivos, los muertos y los marinos. Tendríais que recordarlo. Vuestro marido fue uno de ellos.

—Pero renunció al mar y se quedó en casa.

—Y murió —dijo el caballero, con brutal candor—. Vuestra Felipa tiene un hijo, ¿no? Pues entonces dejad que su marido vaya a ganarse la fortuna que transmitirá algún día a ese nieto vuestro. Está claro que al retenerlo aquí lo estáis matando.

Y así, dos años después de llegar a las islas de Madeira, Doña Moniz sugirió por fin que era hora de regresar a Lisboa. Colón empaquetó los libros y cartas de su suegro y se preparó ansiosamente para el viaje. Sin embargo, sabía mientras lo hacía que para Felipa había mucha menos esperanza. El viaje hasta Porto Santo había sido terrible para ella, incluso lleno de ilusión por su nuevo matrimonio como lo fue entonces. En esta ocasión no estaría embarazada... pero también había desesperado de hallar la felicidad con Colón. Lo que lo hacía todo más insoportable era que cuanto más se distanciaba él, más lo amaba ella. Lo oía hablar con otros hombres y su voz, su pasión, sus modales la cautivaban; lo veía estudiando libros que ella apenas podía comprender y se maravillaba por la brillantez de su mente. Escribía en los márgenes de los libros: ¡se atrevía a añadir sus palabras a las palabras de los antiguos! Habitaba en un mundo en el que ella nunca podría entrar, y sin embargo lo deseaba. Llévame contigo a esos extraños lugares, le decía en silencio. Pero el silencio con el que él le contestaba no estaba lleno de ansiedad, y si lo estaba era una ansiedad que no la incluía a ella ni al pequeño Diego. Así que sabía que el viaje de regreso a Lisboa no la acercaría a su marido, ni la alejaría. Nunca lo alcanzaría, en realidad. Tenía su hijo, pero cuanto más anhelaba al hombre, más se le escapaba, más se apartaba; y sin embargo, si no intentaba alcanzarlo, la ignoraría por completo; no había ningún camino que pudiera llevarla a la felicidad.

Colón lo veía en ella. No estaba tan ciego a sus necesidades como ella suponía. Simplemente, no tenía tiempo para hacerla feliz. Si se contentara con compartir su cama y con estar con él cada vez que se cansaba de estudiar, podría haberle dado algo. Pero demandaba mucho más: ¡que estuviera interesado (no, encantado) en todas las tonterías infantiles que hacía el incomprensible Diego! Que se preocupara por el chismorreo de las mujeres, que admirara su costura, que le importaran los tejidos que había elegido para su nueva túnica, que actuara contra un sirviente que se comportaba de forma perezosa e impertinente. Él sabía que si se interesaba por todas esas cosas la haría feliz..., pero también la animaría a distraerlo aún más con esas tonterías, y Colón simplemente no tenía tiempo para ello. Así que se apartaba, sin intención de herirla y al mismo tiempo haciéndolo, porque tenía que encontrar un medio de conseguir lo que Dios le había encargado.

Durante el viaje de regreso a Portugal, Felipa no se mareó tanto, pero permaneció en cama de todas formas, mirando absorta las paredes de su diminuto camarote. Ya nunca se recuperaría de esta enfermedad del corazón. Incluso en Lisboa, donde Doña Moniz esperaba que sus viejas amigas la alegraran, Felipa sólo consentía en salir de vez en cuando. En cambio, se dedicaba al pequeño Diego y pasaba el resto de su tiempo deambulando como un fantasma por su propia casa. Cuando Colón estaba de viaje o haciendo negocios en la ciudad, recorría las estancias como buscándolo; cuando estaba allí, se pasaba días acumulando valor para tratar de enzarzarlo en una conversación. Si él escuchaba amablemente o le pedía con cortesía que lo dejara solo para poder concentrarse en su trabajo, el final era el mismo. Felipa se iba a la cama y lloraba, pues no formaba parte de su vida en absoluto, y no conocía ningún medio para entrar en ella, y por eso lo amaba tanto más desesperadamente, y sabía con más seguridad que era algún defecto en ella lo que hacía que su marido no pudiera amarla.

La peor agonía era cuando la llevaba a alguna representación musical o a misa, o a cenar en la corte, pues Felipa sabía que el único motivo por el que él era aceptado entre los aristócratas de Lisboa era porque estaba casado con ella. La necesitaba en aquellas ocasiones y los dos teman que actuar como si fueran marido y mujer. Mientras tanto ella apenas podía evitar las lágrimas y gritarle a todo el mundo que su esposo no la amaba, que dormía con ella quizás una vez a la semana, dos veces al mes, y que incluso eso era sin genuino afecto. Si se hubiera permitido un estallido semejante, se habría sorprendido por la reacción de las otras mujeres: no de que tuviera tal relación con su marido, sino de que se extrañara de ello. Era casi la misma situación que la mayoría de ellas sufrían con sus esposos. Hombres y mujeres vivían en mundos separados; sólo se encontraban en la cama para engendrar herederos y en ocasiones públicas para aumentar su estatus en el mundo. ¿Por qué estaba tan molesta con eso? ¿Por qué no se limitaba a vivir como ellas lo hacían, una vida agradable de tranquilidad entre otras mujeres, atendiendo ocasionalmente a sus hijos y confiando siempre en los criados para que las cosas fueran más fáciles?

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