Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón (23 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

—Posiblemente —dijo Diko.

—Probablemente —incidió Hunahpu—. Y está también esto: los tlaxcalanos dominaban ya Huexotzingo y Cholula... pequeñas ciudades cercanas, pero eso nos da una idea de su imperio. ¿Y qué hicieron? Interfirieron en la política interna de sus estados sometidos hasta un grado con el que nunca soñaron los mexica. No estaban obteniendo sólo tributos y víctimas para sus sacrificios, estaban estableciendo un gobierno centralizado con rígido control sobre los gobiernos de las naciones conquistadas. Un verdadero imperio políticamente unificado, en vez de una red dispersa de tributos. Ésta es la innovación que hizo tan poderosos a los asirios, y que fue copiada después por todos los imperios de éxito. Los tlaxcalanos han hecho por fin el mismo descubrimiento dos mil años más tarde. Pero piensen en lo que hizo por los asirios e imaginen ahora lo que hará para Tlaxcala.

—Muy bien —dijo Diko—. Déjeme llamar a mis padres.

—Pero no he acabado todavía.

—Atendí su presentación para ver si merecía la pena invertir tiempo con usted. Lo merece. Obviamente, estaban sucediendo muchas más cosas en Mesoamérica de lo que nadie ha pensado, porque todo el mundo estaba estudiando a los mexica y nadie buscaba estados sucesores. Su investigación es claramente productiva, y gente con mucha más autoridad que yo tendrá que ver esto.

De repente, el ánimo y el entusiasmo de Hunahpu desaparecieron, y se volvió de nuevo tranquilo y estoico. Diko pensó: eso significa que otra vez tiene miedo.

—No se preocupe —dijo—. Estarán tan interesados como yo.

Él asintió.

—¿Cuándo será, pues?

—Mañana, espero. Vaya a su habitación, duerma. El restaurante del hotel le atenderá, aunque dudo que tengan gran cosa en comida mexicana, así que espero que se contente con la cocina internacional estándar. Le llamaré por la mañana para explicarle nuestro plan de trabajo.

—¿Qué hay de Kemal?

—Creo que no querrá perdérselo.

—Porque ni siquiera he llegado al tema del transporte.

—Mañana —dijo Diko.

Los otros se marchaban ya, aunque algunos se retrasaban, esperando una oportunidad para hablar con Hunahpu cara a cara. Diko se volvió hacia ellos.

—Dejémoslo dormir. Todos estáis invitados a la presentación de mañana, ¿así que para qué hacer que diga cosas esta noche que contará mañana a todo el mundo?

Le sorprendió oír a Hunahpu reír. No lo había oído hacerlo antes, y se volvió hacia él.

—¿Qué tiene tanta gracia?

—Pensé que cuando me interrumpió fue porque no me creía y estaba siendo amable con promesas de reuniones con Tagiri y Hassan y Kemal.

—¿Por qué piensa eso, cuando le dije que consideraba que era importante? —A Diko le ofendía que él pensara que estaba mintiendo.

—Porque nunca antes he conocido a nadie que hiciera lo de usted. Detener una presentación que considerara importante.

Ella no comprendía.

—Diko —dijo él—, la mayoría de la gente sólo quiere saber algo que sus superiores no saben. Saber las cosas primero. ¿Aquí tiene la oportunidad de oírlo todo antes y lo detiene? ¿Espera? Y no sólo eso: ¿promete a otros que están por debajo de su jerarquía que pueden estar también presentes?

—Así es como funcionamos en Vigilancia del Pasado. La verdad seguirá siendo verdad mañana, y todo el mundo que necesite saberla tiene el mismo derecho.

—Así son las cosas en Juba —la corrigió Hunahpu—. O tal vez así funcionan las cosas en la casa de Tagiri. Pero en el resto del mundo, la información es una moneda, y la gente está ansiosa por adquirirla y tiene cuidado de cómo la gasta.

—Bueno, supongo que entonces nos hemos sorprendido mutuamente.

—¿La he sorprendido yo?

—Es bastante hablador —dijo ella.

—Con mis amigos.

Ella aceptó el cumplido con una sonrisa. La que él devolvió fue cálida y aún más valiosa, por ser tan rara.

Santángel supo desde el momento en que Colón empezó a hablar que no iba a tratarse del típico cortesano que suplicaba unas prebendas. Para empezar, no había ningún atisbo de fanfarronería, de jactancia en el hombre. Su cara parecía más joven de lo que sugerían sus ondulantes cabellos blancos, lo que le proporcionaba un aspecto sin edad, como de duende. Sin embargo, lo que cautivaban eran sus modales. Hablaba en voz baja, de forma que la corte entera tuvo que guardar silencio para permitir que los reyes lo escucharan. Y aunque miraba por igual a Fernando e Isabel, Santángel advirtió de inmediato que este hombre sabía quién era a quien tenía que contentar, y no era Fernando.

Fernando no albergaba ningún sueño de cruzada; trabajaba para conquistar Granada porque era suelo español, y su sueño era una España única y unida. Sabía que no se conseguiría en un momento. Trazaba sus planes con paciencia. No tenía que abrumar a Castilla; era suficiente haberse casado con Isabel, sabiendo que en sus hijos las coronas se unirían para siempre. Mientras tanto le daba a ella mayor libertad de acción en su reino con tal de que los movimientos militares quedaran bajo su sola dirección. Mostraba la misma paciencia en la guerra con Granada, sin arriesgar jamás sus ejércitos en batallas a todo o nada. Prefería asediar, amagar, maniobrar, subvertir, confundir al enemigo, que sabía que pretendía destruirlos pero nunca encontraba el momento para plantar sus tropas y detenerlo. Expulsaría a los moros de España, pero lo haría sin destruir a España en el proceso.

Isabel, sin embargo, era más cristiana que española. Se unió a la guerra contra Granada porque quería que el territorio quedara bajo la ley cristiana. Hacía tiempo que presionaba para conseguir la purificación de España expulsando a todos los no cristianos; la impacientaba el hecho de que Fernando no la dejara expulsar a los judíos hasta que los moros fueran derrotados.

—Un infiel cada vez —decía él, y ella consentía, pero se impacientaba con la espera, sentía la presencia de los no cristianos en España como una piedra en su zapato.

Así que cuando este Colón empezó a hablar de grandes reinos e imperios al este, donde el nombre de Cristo nunca había sido pronunciado en voz alta, sino que vivía solamente como un sueño en los corazones de aquellos que ansiaban el bien, Santángel supo que esas palabras quemarían como una llama el corazón de Isabel aunque dejaran dormido a Fernando. Cuando Colón empezó a decir que aquellas naciones paganas eran responsabilidad especial de España, «pues estamos más cercanos a ellos que cualquier otra nación cristiana excepto Portugal, y los portugueses se han propuesto el viaje más largo posible en vez del más corto, rodeando África en vez de internarse al oeste por el estrecho océano que nos separa de millones de almas que se unirán bajo los estandartes de la España cristiana», la reina empezó a mirarlo con embeleso, sin parpadear.

Santángel no se sorprendió cuando Fernando se excusó y dejó que su esposa continuara sola la entrevista. Sabía que el rey asignaría inmediatamente consejeros para que examinaran a Colón por él, y el proceso no sería sencillo. Pero este Colón... Al oírlo, Santángel no podía sino creer que si alguien podía tener éxito en esa loca empresa, era ese hombre. Era un mal momento para tratar de montar una expedición exploradora. España estaba en guerra; todos los recursos del reino iban dirigidos a expulsar a los moros de Andalucía. ¿Cómo podía la reina financiar un viaje semejante? Santángel recordaba bien la furia en los ojos del rey cuando escuchó las cartas de Don Enrique, el duque de Sidonia, y de Don Luis de la Cerda, el duque de Medina.

—Si tienen dinero que pueden arriesgarse a hundir en el Atlántico con viajes inútiles, ¿por qué no nos lo han dado ya a nosotros para expulsar al moro de su propia puerta? —preguntó.

Isabel era también una soberana práctica, que nunca dejaba que los deseos personales interfirieran en las necesidades de su reino ni lastraran sus recursos. Sin embargo, veía el asunto de forma diferente. Veía que aquellos dos nobles creían en ese genovés que había fracasado ya en la corte del rey de Portugal. Había recibido la carta del padre Juan Pérez, su confesor, asegurando que Colón era un hombre honrado que no pedía más que la oportunidad de demostrar sus creencias, con su propia vida si era necesario. Así que le había invitado a Córdoba, una decisión que Fernando soportó con paciencia, y ahora le escuchaba.

Santángel observaba, actuando como agente del rey, para informarle de todo cuanto dijera Colón. Conocía ya la mitad de su informe: no podemos permitirnos costear tal expedición en este momento. Como tesorero del rey Fernando y principal recaudador de impuestos, Santángel sabía que era su deber ser absolutamente honesto y preciso, para que el rey supiera exactamente lo que España podía permitirse y lo que no. Santángel era el que había explicado al rey por qué no debería enfadarse con los duques de Medina y Sidonia.

—Están pagando todos los impuestos que pueden año sí y año también. Esta expedición sólo se produciría una vez, y sería un gran sacrificio para ellos. Debemos considerarlo no una prueba de que están engañando a la corona, sino como una prueba de que en efecto creen en este Colón. Ya destinan a los gastos de guerra tanto como cualquier otro noble, y usar este asunto como pretexto para extraer más de ellos sólo los convertiría en nuestros enemigos e incomodaría también a los otros nobles.

El rey Fernando olvidó la idea, naturalmente, porque confiaba en el juicio de Santángel en cuestiones fiscales.

En ese momento Santángel observaba y escuchaba mientras Colón exponía a la reina sus sueños y esperanzas. ¿Qué es lo que pide en realidad?, se preguntó en silencio. Hasta que transcurrieron tres horas de audiencia, Colón no tocó por fin ese punto.

—No más de tres o cuatro naves... podrían ser carabelas, a fin de cuentas —dijo—. No se trata de una expedición militar. Sólo vamos a marcar el camino. Cuando regresemos con el oro, las joyas y las especias de Oriente, entonces los sacerdotes podrán ir en grandes flotas, con soldados para protegerlos de los celosos infieles. Podrán extenderse por Cipango y Cathay, las islas de las especias y la India, donde millones de seres oirán el dulce nombre de Jesucristo y suplicarán el bautismo. Se convertirán en vuestros súbditos, y os mirarán siempre como aquella que les llevó la alegre nueva de la Resurrección, que les reveló sus pecados para que pudieran arrepentirse. Y con el oro y la plata, con las riquezas del Oriente a vuestra disposición, no habrá más problemas para financiar una pequeña guerra contra los moros de España. Podréis reunir grandes ejércitos y liberar Constantinopla. Podréis convertir de nuevo al Mediterráneo en un mar cristiano. Podréis visitar la tumba donde yació el cuerpo del Salvador, podréis arrodillaros y rezar en los jardines de Getsemaní, podréis alzar una vez más la cruz sobre la ciudad santa de Jerusalén, sobre Belén, la ciudad de David, sobre Nazaret, donde Jesús creció al cuidado del carpintero y la Santísima Virgen.

Escucharlo era como música. Y cada vez que Santángel empezaba a pensar que no eran más que adulaciones, que este hombre, como la mayoría de los hombres, sólo buscaba su propio beneficio, recordaba: Colón pretendía poner en peligro su vida, navegando con la flota. Colón no pedía ningún título, ninguna preferencia, ninguna riqueza hasta y a menos que regresara con éxito de su viaje. Eso daba a sus apasionados argumentos un soniquete de sinceridad desconocido en la corte. «Puede que esté loco —pensó Santángel—, pero es honrado. Honrado y listo. Nunca alza la voz. Nunca pontifica, nunca arenga. En cambio, habla como si esto fuera una conversación entre un hermano y una hermana. Siempre es respetuoso, pero también íntimo. Habla con fuerza masculina, pero nunca como si pensara que ella es su inferior en cuestiones de pensamiento o comprensión... un error fatal en el que muchos hombres han caído a lo largo de los años al hablar con Isabel.»

Por fin la audiencia terminó. Isabel, siempre cuidadosa, no prometió nada, pero Santángel notó que sus ojos brillaban.

—Hablaremos de nuevo —dijo ella. «Creo que no —pensó Santángel—. Creo que Fernando querrá reducir al mínimo el contacto directo entre su esposa y este genovés. Pero ella no le olvidará, y aunque en este momento el tesoro no pueda permitirse nada aparte de la guerra, si Colón es lo suficientemente paciente y no hace ninguna estupidez, creo que Isabel encontrará un medio de darle una oportunidad.»

¿Una oportunidad para qué? ¿Para morir en el mar, perdido con tres carabelas y todas sus tripulaciones, de hambre o de sed o hecho pedazos por alguna tormenta o engullido en un remolino?

Colón fue despedido. Isabel, cansada pero feliz, se acomodó en su trono, luego llamó a Quintanilla y al cardenal Mendoza, que habían esperado también a lo largo de toda la audiencia.

Para sorpresa de Santángel, también lo llamó a él.

—¿Qué pensáis de este nombre?

Quintanilla, siempre el primero en hablar y el último en tener algo valioso que decir, simplemente se encogió de hombros.

—¿Quién puede decir si su plan tiene algún mérito? El cardenal Mendoza, el hombre al que algunos llamaban «el tercer rey», sonrió.

—Habla bien, majestad, y ha navegado con los portugueses y ha sido recibido por su rey —dijo—. Pero harán falta muchos exámenes antes de que sepamos si sus ideas tienen algún mérito. Creo que su idea de la distancia entre España y Cathay, navegando hacia poniente, es un craso error.

Entonces ella miró a Santángel. Esto lo aterrorizó. No había ganado su puesto de confianza por hablar en presencia de otros. No era un orador. Más bien actuaba. El rey confiaba en él porque cuando prometía que podría recaudar una suma de dinero, lo hacía; cuando prometía que podían permitirse llevar a cabo una campaña, los fondos aparecían.

—¿Qué sé yo de tales asuntos, majestad? —preguntó—. Navegar hacia poniente... ¿qué sé de eso?

—¿Qué le diréis a mi esposo? —preguntó ella, con cierta burla, pues por supuesto él era un claro observador, no un espía.

—Que el plan de Colón no es tan caro como un asedio, pero más caro que nada que podamos permitirnos en este momento.

Ella se volvió hacia Quintanilla.

—¿Y Castilla tampoco puede permitírselo?

—En este momento, majestad, sería difícil. No imposible, pero si fracasara Castilla quedaría en ridículo a los ojos de los otros.

No hacía falta decir que por «los otros» se refería a Fernando y sus consejeros. Santángel sabía que Isabel tenía siempre cuidado de mantener el respeto hacia su marido y los hombres a quien éste escuchaba, pues si se ganaba reputación de alocada, para él sería cosa fácil intervenir y quitarle el poder en Castilla, con poca resistencia por parte de los nobles castellanos. Sólo su reputación de sabiduría «masculina» le permitía a Isabel seguir siendo un fuerte punto de unión para los castellanos, que a su vez le daban a ella una medida de independencia respecto a su esposo.

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