Read Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón Online
Authors: Orson Scott Card
Tags: #Ciencia Ficción
—¡Insuficiente!
—Ellos sólo pensaron en la historia que querían evitar, no en la historia que crearían. Nosotros debemos hacerlo mejor.
—¿Cómo? —preguntó Diko—. En cuanto actuemos, en cuanto cambiemos algo, correremos el riesgo de borrarnos de la historia. Así que sólo podemos hacer un cambio, como ellos.
—Ellos sólo pudieron hacer un cambio —dijo Tagiri— porque enviaron un mensaje. Pero ¿y si enviáramos un mensajero?
—¿Una persona?
—Hemos descubierto, tras cuidadosos exámenes, cuál era la tecnología de los Intervencionistas. No enviaron sólo un mensaje desde su propio tiempo, porque en cuanto empezaran a enviarlo se habrían destruido a sí mismos y al mismo instrumento que enviaba el mensaje. En cambio, enviaron un objeto atrás en el tiempo. Un proyector holográfico, con el mensaje completo dentro. Sabían exactamente dónde colocarlo y cómo ponerlo en marcha. Hemos encontrado la máquina. Funcionaba perfectamente, y entonces liberó potentes ácidos que destruyeron los circuitos y, después de aproximadamente una hora, cuando no había nadie cerca, liberó una andanada de calor que lo derritió hasta convertirlo en un trozo de chatarra y luego explotó, lanzando diminutos fragmentos fundidos a varias hectáreas a la redonda.
—No nos lo habías contado —dijo Kemal.
—El equipo que trabaja en la construcción de una máquina del tiempo lo sabe desde hace meses —dijo Tagiri—. Lo publicarán pronto. Lo que importa es lo siguiente: los Intervencionistas no sólo enviaron un mensaje, sino un objeto. Eso fue suficiente para cambiar la historia, pero no lo bastante para modelarla de forma inteligente. Nosotros necesitamos enviar un mensajero que pueda responder a las circunstancias, que pueda no sólo crear un cambio, sino seguir introduciendo cambios nuevos. De esa forma podemos hacer algo más que evitar un camino terrible: podemos crear, deliberada y cuidadosamente, un nuevo camino que haga infinitamente mejor el resto de la historia. Considera que somos médicos del pasado. No es suficiente suministrar al paciente una inyección, una píldora. Debemos mantenerlo a nuestro cuidado durante un periodo extenso, adaptando nuestro tratamiento al curso de la enfermedad.
—¿De verdad pretendes enviar a alguien al pasado? —preguntó Kemal.
—A una persona, o a varias —respondió Tagiri—. Una persona podría enfermar o tener un accidente, podrían matarla. Enviar a varias personas redundaría en beneficio de nuestros esfuerzos.
—Entonces debo ser una de esas personas —dijo Kemal.
—¿Qué? —exclamó Hassan—. ¡Tú! ¡El que cree que no deberíamos intervenir!
—Nunca he dicho eso. Sólo dije que era estúpido intervenir cuando no teníamos forma de controlar las consecuencias. Si vais a enviar un equipo al pasado, quiero ser uno de sus miembros. Para poder asegurarme de que vaya bien. Para que pueda asegurarme de que merece la pena hacerlo.
—Creo que tienes una idea desproporcionada de tu propia capacidad de juicio —dijo Hassan, enfadado.
—Absolutamente —respondió Kemal—. Pero lo haré de todas formas.
—Si es que alguien va —intervino Tagiri—. Tenemos que examinar el escenario de Hunahpu y recopilar más pruebas. Entonces, sea cual fuere la imagen que obtengamos, debemos planear cuáles serán nuestros cambios. Mientras tanto, tenemos científicos trabajando con nuestra máquina... pero haciéndolo con confianza, porque hemos visto que un objeto físico puede ser enviado a través del tiempo. Cuando todos esos proyectos estén completos... cuando tengamos el poder de viajar en el tiempo, cuando sepamos exactamente qué es lo que intentamos conseguir, y cuando sepamos exactamente cómo pretendemos conseguirlo... entonces haremos público nuestro informe y la decisión de hacerlo será de todos. De todo el mundo.
Colón llegó a casa después de oscurecer, helado y extenuado... no por el trayecto, pues no vivía lejos, sino por las interminables preguntas y cuestiones y argumentos. Había ocasiones en que simplemente anhelaba decir: «Padre Talavera, os he dicho todo lo que se me ocurre. No tengo más respuestas. Haced vuestro informe.» Pero como le habían advertido los franciscanos de La Rábida, eso significaría el final de sus posibilidades. El informe de Talavera sería devastador y concienzudo, y no quedaría ninguna rendija por la que pudiera escapar con navios y tripulación y suministros para un viaje.
Incluso había ocasiones en que Colón quería agarrar al paciente, metódico e inteligente sacerdote y decirle: «¿No sabéis que veo exactamente lo imposible que os parece? ¡Pero el propio Dios me dijo que debo navegar hacia poniente para alcanzar los grandes reinos de Oriente! ¡Así que mi razonamiento debe ser cierto, no porque tenga pruebas, sino porque tengo la palabra de Dios!»
Naturalmente, nunca sucumbió a esa tentación. Aunque esperaba que si le acusaban de herejía Dios intervendría y detendría a los sacerdotes antes de que lo quemaran, no quería poner a Dios a prueba en esto. Después de todo, le había dicho que no se lo contara a nadie, y por eso apenas podía esperar una intervención milagrosa si su propia impaciencia lo ponía en peligro de ir a la hoguera.
Así, los días y las semanas y los meses iban quedando atrás, y parecía que el camino que tenía por delante tendría muchos días y semanas y meses (¿por qué no años?) antes de que por fin Talavera dijera: «Parece que Colón sabe más de lo que dice, pero debemos hacer nuestro informe y acabar.» ¿Cuántos años? Colón se cansaba sólo de pensarlo. ¿Seré como Moisés? ¿Conseguiré la aprobación para dirigir la flota cuando sea tan viejo que sólo podré quedarme en la costa y verla zarpar? ¿No veré nunca la tierra prometida?
En cuanto colocó la mano sobre la puerta, ésta se abrió de golpe y Beatriz lo recibió con un abrazo sólo levemente entorpecido por su grueso vientre.
—¿Estás loca? —preguntó Colón—. Podría haber sido cualquiera, y abres la puerta sin preguntar siquiera quién es.
—Pero eras tú, ¿no? —dijo ella, besándolo.
Él extendió la mano, cerró la puerta, y luego consiguió zafarse del abrazo lo suficiente para correr el cerrojo.
—No haces ningún bien a tu propia reputación dejando que toda la calle vea que me esperas en mis aposentos y recibiéndome a besos.
—¿Crees que toda la calle no lo sabe ya? ¿Sabes que incluso los niños de dos años saben ya que Beatriz lleva en su vientre al hijo de Cristóbal?
—Entonces deja que me case contigo.
—Lo dices, Cristóbal, sólo porque sabes que diré que no.
Él protestó, pero en su corazón sabía que ella tenía razón.
Había prometido a Felipa que Diego sería su único heredero, y por eso difícilmente podría casarse con Beatriz y legitimar a su hijo. Aparte de eso, estaba el razonamiento que ella usaba, y era correcto.
Lo recitó también entonces.
—No puedes echarte encima la carga de una esposa y un hijo cuando la corte se traslade a Salamanca en primavera. Además, ahora te presentas en la corte como un caballero emparentado con la nobleza y la realeza de Portugal. Eres viudo de una mujer de alta cuna. Pero cásate conmigo, ¿y qué serás? El marido de una prima de mercaderes genoveses. Eso no te convertirá en caballero. Creo que la marquesa de Moya tampoco querrá nada contigo.
Ah, sí, su otro «asunto del corazón», la buena amiga de la reina Isabel, la marquesa. En vano le había explicado a Beatriz que Isabel era tan pía que no toleraría ninguna insinuación de que Colón tenía relaciones con su amiga. Beatriz estaba convencida de que Colón se acostaba regularmente con ella; fingía con mucho esfuerzo que no le importaba.
—La marquesa de Moya es para mí una amiga y una ayuda, porque está cerca de la reina y cree en mi causa —dijo Colón—. Pero lo único que encuentro hermoso en ella es su nombre.
—¿De Moya? —se burló Beatriz.
—Su nombre de pila —dijo Colón—. Beatriz, igual que tú. Cuando oigo pronunciar ese nombre, me llena de amor, pero sólo hacia ti. —Colocó la mano sobre su vientre—. Lamento haberte cargado con esto.
—Tu hijo no es ninguna carga para mí, Cristóbal.
—Nunca podré legitimarlo. Si gano títulos y fortuna, pertenecerán al hijo de Felipa, Diego.
—Tendrá como herencia la sangre de Colón, y mi amor y el amor que tú me diste.
—¿Y si fracaso, Beatriz? ¿Y si no hay viaje, y por tanto no hay fortuna ni títulos? ¿Qué será tu hijo entonces? El bastardo de un aventurero genovés que trató de implicar a las cabezas coronadas de Europa en un loco plan para navegar a los extremos desconocidos del mar.
—Pero no fracasarás —dijo ella, acurrucándose junto a él—. Dios está contigo.
«¿Lo está? —pensó Colón—. ¿O cuando sucumbí a tu pasión y me uní a ti en la cama me privó del favor de Dios ese pecado que ni siquiera ahora tengo la fuerza de evitar? ¿Debería repudiarte y arrepentirme de haberte amado, para recuperar su favor? ¿O debo olvidar mi juramento a Felipa y seguir el peligroso camino de casarme contigo?»
—Dios está contigo —repitió ella—. Dios te entregó a mí. Debes olvidar el matrimonio por el bien de tu gran misión, pero sin duda Dios no pretendía que fueras sacerdote, célibe y sin amor.
Ella siempre había hablado de esta forma, incluso al principio, así que entonces Colón se preguntó si Dios le había dado por fin a alguien con quien poder hablar sobre su visión en la playa cercana a Lagos. Pero no, ella no sabía nada de eso. Sin embargo, su fe en el origen divino de su misión era fuerte, y le apoyaba cuando se sentía más desanimado.
—Debes comer —pidió—. Tienes que recuperar fuerzas para tu justa con los sacerdotes.
Tenía razón, él estaba hambriento. Pero primero la besó, porque sabía que ella necesitaba creer que le importaba más que nada, más que la comida, más que su causa. Y mientras la besaba pensó: «Si tan sólo hubiera tenido este cuidado con Felipa. Si hubiera pasado el poco tiempo necesario para tranquilizarla, no habría desesperado y habría muerto tan joven, o si hubiera muerto de todas formas, su vida habría sido más feliz hasta ese día. Habría sido tan fácil, pero yo no lo sabía.
»¿Es esto lo que es Beatriz? ¿Mi oportunidad para enmendar mis errores con Felipa? ¿O simplemente un modo de cometer errores nuevos?»
No importaba. Si Dios quería castigar a Colón por su unión ilícita con Beatriz, que así fuera. Pero si aún quería que cumpliera la misión encomendada, a pesar de sus pecados y sus debilidades, entonces Colón seguiría intentando conseguirlo con todas sus fuerzas. Sus pecados no eran peores que los del rey Salomón, y mucho más livianos que los del rey David, y Dios les dio fortaleza a ambos.
La cena fue deliciosa, y después jugaron juntos en la cama y luego durmieron. Era la única felicidad de aquellos días oscuros y fríos, y se alegraba de ello, lo aprobara Dios o no.
Tagiri introdujo a Hunahpu en el Proyecto Colón, poniéndolo junto con Diko a cargo de desarrollar un plan de acción para intervenir en el pasado. Durante una hora o dos, Hunahpu se sintió reivindicado; ansiaba regresar a su antiguo puesto el tiempo suficiente para decir adiós y ver las caras de envidia de la gente que había despreciado su proyecto privado... un proyecto que ahora sería la base para la propia obra del gran Kemal. Pero la sonrisa de triunfo desapareció pronto, y luego se convirtió en temor: tendría que trabajar entre personas que estaban acostumbradas a un altísimo nivel de pensamiento, de análisis. Tendría que supervisar a gente... él, que siempre había sido imposible de supervisar. ¿Cómo podría estar a la altura? Todos le encontrarían defectos, los de arriba y los de abajo.
Diko fue quien le ayudó en aquellos primeros días, cuidando de no asumir el mando, pero asegurándose en cambio de que todas las decisiones fueran conjuntas; de que cada vez que él necesitaba su consejo incluso para saber cuáles eran las opciones darle indicaciones sólo en privado, donde nadie pudiera verlos, para que los demás no la consideraran la verdadera «cabeza» del equipo de intervención. Muy pronto Hunahpu empezó a sentir más confianza, y luego los dos lideraron juntos, a menudo discutiendo diferentes puntos de vista pero sin tomar nunca una decisión hasta que ambos estuvieran de acuerdo. A nadie más que a los propios Hunahpu y Diko les sorprendió que, después de varios meses juntos, se dieran cuenta de que su interdependencia profesional se había convertido en algo mucho más intenso y mucho más personal.
Para Hunahpu era enloquecedor trabajar con Diko todos los días, estar cada vez más seguro de que ella le amaba tanto como la amaba él, y sin embargo ella rechazaba cualquier insinuación, cualquier propuesta, cualquier súplica de que extendieran su amistad más allá de los pasillos de Vigilancia del Pasado y pasaran a una de las chozas de paja de Juba.
—¿Por qué no? —decía él—. ¿Por qué no?
—Estoy cansada. Tenemos mucho que hacer.
Normalmente él dejaba que este tipo de respuesta le detuviera, pero no ese día, no esta vez.
—Todo va como la seda en nuestro proyecto —aseguró—. Trabajamos perfectamente juntos, y el equipo que hemos creado es eficaz y digno de confianza. Nos vamos a casa cada noche a una hora prudencial. Hay tiempo, si quieres tomarlo, para que nosotros.... comamos juntos. Para que nos sentemos y hablemos como un hombre y una mujer.
—No hay tiempo para eso —respondió ella.
—¿Por qué? —demandó Hunahpu—. Estamos casi preparados, nuestro proyecto lo está. Kemal sigue trabajando en su informe sobre futuros probables, y la máquina no existe aún. Tenemos tiempo de sobra.
La tensión en el rostro de ella normalmente habría sido suficiente para hacerle callar, pero no en esta ocasión.
—Esto no tiene que hacerte infeliz. Tus padres trabajan juntos igual que nosotros, y sin embargo se casaron y tuvieron una hija.
—Sí. Pero nosotros no.
—¿Por qué no? ¿Qué pasa, soy más bajito que tú? No puedo evitar que los mayas sean más pequeños que los turcodongotonas.
—Eres tonto, Hunahpu —dijo ella—. Mi padre es también más bajo que mi madre. ¿Qué clase de idiota crees que soy?
—Tan idiota que estás enamorada de mí como yo de ti y sólo por alguna loca razón te niegas a admitirlo, rechazas incluso la posibilidad de ser felices juntos.
Para su sorpresa, sus ojos se nublaron de lágrimas.
—No quiero hablar de esto.
—Pero yo sí.
—Crees que me quieres —dijo ella.
—Sé que te quiero.
—Y crees que yo te quiero.
—Eso espero.
—Y tal vez tengas razón. Pero hay algo que los dos amamos aún más.