Read Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón Online
Authors: Orson Scott Card
Tags: #Ciencia Ficción
Se acercó a él. Hunahpu la miró, sin que ni una sombra de expectación o de alivio en su rostro le delatara, aunque debió de reconocerla, debía de haber buscado su foto en los archivos de Vigilancia antes de ir hasta allí.
—Soy Diko —dijo ella, extendiendo ambas manos.
Él las sostuvo brevemente.
—Soy Hunahpu. Ha sido muy amable al venir a recibirme.
—No hay señales en las calles y soy mejor conductora que los taxistas. Bueno, tal vez no, pero cobro menos.
Él no sonrió. «Un tipo frío», pensó Diko.
—¿Tiene alguna maleta? —preguntó.
Él sacudió la cabeza.
—Sólo esto. —Hizo un gesto para indicar la pequeña bolsa que llevaba al hombro. ¿Era posible que sólo trajera una muda de ropa? Pero claro, viajaba de un clima tropical a otro, y no necesitaría útiles de afeitar (ser barbilampiño era parte de lo que hacía que los indios parecieran más jóvenes), y en cuanto a los papeles, habrían sido transmitidos electrónicamente. No obstante, la mayoría de la gente llevaba muchas más cosas cuando viajaba. Quizá se sabían inseguros y necesitaban rodearse de objetos familiares, o sentir que tenían muchas opciones cada día cuando se vestían, para no tener que verse tan asustados o sentirse tan faltos de poder. Obviamente, ése no era el caso de Hunahpu. Al parecer nunca sentía miedo alguno, o tal vez nunca se consideraba a sí mismo un extraño. «Qué notable sería —pensó Diko— sentirse en casa en cualquier lugar. Ojalá tuviera yo ese don.» Para su sorpresa, descubrió que lo admiraba aunque se sentía repelida por su frialdad.
Viajaron en silencio hasta el hotel. Él no hizo ningún comentario sobre su alojamiento.
—Bien —dijo ella—, supongo que querrá descansar para recuperarse del
jet lag.
El mejor consejo es dormir unas tres horas o así, y luego levantarse y comer inmediatamente.
—No tendré
jet lag
—contestó él—. Dormí en el avión. Y en el tren.
¿Durmió? ¿Camino de la entrevista más importante de su vida?
—Bueno, entonces querrá comer.
—Lo hice en el tren.
—Bueno, pues... ¿Cuánto tiempo necesitará antes de que empecemos?
—Puedo empezar ahora mismo —dijo. Se quitó la bolsa del hombro y la dejó sobre la cama. Había economía de movimientos en la forma en que lo hizo. No la arrojó con descuido ni la colocó con atención. En cambio, se movió de forma tan natural que pareció que la bolsa hubiera acudido hasta la cama por propia voluntad.
Diko se estremeció. No sabía por qué. Entonces advirtió que era por Hunahpu, por la forma en que estaba allí de pie sin nada en las manos, sin nada en el hombro, sin nada a lo que sujetarse o aferrarse. Había soltado el único accesorio que llevaba, y sin embargo parecía tan relajado y tranquilo como siempre. Eso la hizo sentir lo que experimentaba cada vez que alguien se acercaba demasiado al borde de un precipicio, una especie de horror empático. Nunca podría haber hecho eso. En un lugar extraño, sola, habría tenido que agarrarse a algo familiar. Un cuaderno. Una bolsa. Incluso un brazalete o un anillo o un reloj con los que pudiera juguetear. Pero ese hombre... parecía completamente tranquilo sin nada. Estaba segura de que podría quitarse las ropas y deambular desnudo por la vida sin mostrar signos de vulnerabilidad. Su perfecto autocontrol era irritante.
—¿Cómo lo hace? —preguntó, incapaz de detenerse.
—¿Hacer qué?
—Estar tan... tan tranquilo.
Él se lo pensó un instante.
—Porque no sé qué otra cosa hacer.
—Yo estaría aterrorizada. Llegar así a un lugar desconocido... Poner el trabajo de mi vida en manos extrañas.
—Sí —dijo él—. Yo también.
Ella le miró, sin entender lo que quería decir.
—¿Está asustado?
Él asintió. Pero su cara parecía tan plácida como antes, su cuerpo igual de relajado. De hecho, aunque reconocía estar aterrorizado, sus modales, su expresión irradiaban el mensaje opuesto: que estaba tranquilo, quizás un poco aburrido, pero no impaciente. Como si fuera un espectador que no estuviera interesado en los acontecimientos que iban a acontecer.
Y de repente los comentarios de la supervisora de Hunahpu empezaron a tener sentido. Había dicho que nunca parecía preocuparse por nada, ni siquiera por las cosas que más quería. Es imposible trabajar con él, pero buena suerte, había dicho. Sin embargo, no era como si Hunahpu fuera autista, incapaz de responder. Miraba lo que había a su alrededor y claramente registraba lo que veía. Era amable y prestaba atención cuando ella hablaba.
Bueno, no importaba. Era extraño, eso estaba claro. Pero había venido a exponer su tesis, y aquel momento era tan bueno como cualquier otro.
—¿Qué necesita? —preguntó—. ¿Para defender su caso? ¿Un TruSite?
—Y un terminal de red —respondió él.
—Entonces vamos a mi estación de trabajo.
—Pude convencer a Don Enrique de Guzmán —dijo Colón—. ¿Por qué únicamente los reyes son inmunes a mis argumentos?
El padre Antonio tan sólo sonrió y sacudió la cabeza.
—Cristóbal, todos los hombres educados son inmunes a vuestros argumentos. Son débiles, carecen de sentido. Tenéis en contra a todos los matemáticos y todos los antiguos que cuentan. Los reyes son inmunes a vuestros argumentos porque tienen acceso a hombres doctos que los hacen pedazos.
Colón se quedó estupefacto.
—Si creéis esto, padre Antonio, ¿entonces por qué me apoyáis? ¿Por qué soy bienvenido aquí? ¿Por qué me ayudasteis a persuadir a don Enrique?
—No me convencieron vuestros argumentos. Me convenció la luz de Dios que hay dentro de vos. Tenéis fuego en vuestro interior. Creo que sólo Dios puede poner tal fuego en un hombre. De modo que, aunque piense que vuestros argumentos son insensatos, también creo que Dios quiere que naveguéis hacia poniente, y por eso os ayudaré todo lo que pueda, porque también amo a Dios y también tengo una diminuta chispa de ese fuego dentro de mí.
Ante estas palabras, los ojos de Colón se inundaron de lágrimas. En todos sus años de estudio, en todas sus discusiones en Portugal, y más recientemente en la casa de don Enrique, nadie había mostrado signos de haber sido tocado por Dios en apoyo a su causa. Había empezado a pensar que Dios había renunciado a él y que ya no le estaba ayudando de ninguna forma. Pero al oír las palabras del padre Antonio (que era, después de todo, un hombre muy sabio a quien respetaban los eruditos de toda Europa), Colón confirmó que Dios estaba, en efecto, tocando los corazones de hombres buenos para hacerles creer en la misión que le había encomendado.
—Padre Antonio, si no supiera lo que sé, tampoco yo habría creído en mis argumentos —dijo Colón.
—Basta —dijo el padre Pérez—. No volváis a decir eso.
Colón lo miró, sorprendido.
—¿A qué os referís?
—Aquí en La Rábida, tras las puertas cerradas, podéis decir esas cosas y nosotros comprenderemos. Pero a partir de ahora no debéis mostrar a nadie la más leve señal de que es posible dudar de vuestros argumentos.
—Es posible dudar de ellos —dijo el padre Antonio.
—Pero Colón nunca debe dar signos de que sabe que es posible hacerlo. ¿No comprendéis? Si es voluntad de Dios que este viaje se produzca, entonces debéis inspirar confianza en los demás. Eso es lo que proporcionará vuestra victoria, Colón. No la razón, no los argumentos, sino la fe, el coraje, la persistencia, la certeza. Los que estén tocados por el Espíritu de Dios creerán en vos a cualquier precio. ¿Pero cuántos habrá presentes? ¿Cuántos de esos hombres ha habido?
—Contando con vos y con el padre Antonio, dos.
—¿Veis? No conseguiréis la victoria con la fuerza de vuestros argumentos, pues son realmente débiles. Y el Espíritu de Dios no abrumará a todos los que se crucen en vuestro camino, porque Dios no actúa de esa forma. ¿Qué tenéis a vuestro favor, Cristóbal?
—Vuestra amistad —respondió de inmediato.
—Y vuestra completa y absoluta fe —dijo el padre Pérez—. ¿Tengo razón, padre Antonio?
El aludido asintió.
—Comprendo lo que quiere decir. Aquellos que son débiles de fe adoptarán la fe de aquellos que son fuertes. Vuestra confianza debe ser absoluta; entonces los otros podrán aferrarse a vuestra fe y se dejarán llevar.
—Así pues —dijo el padre Pérez—, nunca debéis mostrar duda. Nunca mostréis siquiera la posibilidad de duda.
—Muy bien —dijo Colón—. Puedo hacer eso.
—Y dejad siempre la impresión de que sabéis mucho más de lo que decís.
Colón no dijo nada, pues no podía decir al padre Pérez que su declaración era verdad.
—Eso significa que nunca, nunca digáis a nadie: «Éstos son mis argumentos, os he contado todo lo que sé.» Si os hacen preguntas directas, responded como si sólo fuerais a dejar escapar una brizna de vuestro conocimiento. Actuad como si ellos debieran saber ya tanto como vos y os decepciona que no lo hagan. Actuad como si todo el mundo debiera saber las cosas que vos sabéis y desesperáis de enseñar a los no iniciados.
—Lo que estáis describiendo suena a arrogancia —dijo Colón.
—Es más que arrogancia —rió el padre Antonio—. Es arrogancia erudita. Creedme, Cristóbal, así es exactamente cómo ellos os tratarán.
—Cierto —dijo Colón, recordando la actitud de los consejeros del rey Juan allá en Lisboa.
—Y una cosa más, Cristóbal —dijo el padre Pérez—. Sois bueno con las mujeres.
Colón alzó una ceja. No era el tipo de argumento que esperara oír de un prior franciscano.
—No hablo de seducción, aunque estoy seguro de que podríais dominar esas artes si no lo hacéis ya. Hablo de la forma en que os miran. La forma en que os prestan atención. Eso también es una herramienta, pues vivimos en una época en que Castilla está regida por una mujer. Una verdadera reina gobernante, y no sólo consorte. ¿Creéis que Dios deja esas cosas al azar? Ella os mirará como las mujeres miran a los hombres y os juzgará del mismo modo..., no por la fuerza de vuestros argumentos, ni por vuestra astucia o valor en la batalla, sino por la fuerza de vuestro carácter, la intensidad de vuestra pasión, la fuerza de vuestra alma, la compasión y... sobre todo, vuestra conversación.
—No comprendo cómo utilizaré este supuesto don —dijo Colón. Estaba pensando en su esposa, y en lo mal que la había tratado.... y sin embargo cuánto lo había amado ella a pesar de todo—. No podéis estar sugiriendo que busque algún tipo de audiencia privada con la reina Isabel.
—¡En absoluto! —exclamó el padre Pérez, horrorizado—. ¿Creéis que sugeriría traición? No, os reuniréis con ella públicamente... por eso os ha mandado llamar. Mi posición como confesor de la reina me ha permitido enviarle cartas hablando de vos, y quizás eso ayudó a picar su interés. Don Luis le escribió, ofreciendo contribuir con cuatro mil ducados a vuestra empresa. Don Enrique quería montar la empresa él mismo. Todas estas cosas han hecho que a sus ojos seáis una figura intrigante.
—Pero lo que recibiréis es una audiencia real —dijo el padre Antonio—. En presencia de la reina de Castilla y su esposo, el rey de Aragón.
—Sin embargo, os digo que debéis pensar en que se trata de una audiencia con la reina sola —replicó el padre Pérez—, y debéis hablarle como a una mujer, como se habla con las mujeres, y no con los hombres. Será tentador para vos hacer como hacen la mayoría de los cortesanos y embajadores y dirigiros al rey. Ella odia eso, Cristóbal. No traiciono el secreto de confesión cuando os lo digo. La tratan como si no estuviera allí, y sin embargo su reino es el doble de grande que el del rey. Aun más, es su reino el que es una nación marinera que asoma al oeste, al Atlántico. Así que cuando habléis, dirigios a ambos, por supuesto, no os atreváis a ofender al rey. Pero en todo lo que digáis, mirad primero a la reina. Habladle a ella. Explicadle. Persuadidla. Recordad que la cantidad que estáis pidiendo no es grande. ¿Unos pocos navios? Eso no arruinará el tesoro. En su poder está el daros esos barcos aunque su marido os desprecie. Y como es una mujer, está en su poder creer en vos y confiar en vos y garantizaros vuestra Petición aunque todos los hombres sabios de España estén en contra. ¿Me comprendéis?
—Sólo tengo a una persona a quien persuadir —dijo Colón—, y es la reina.
—Lo único que tenéis que hacer con los eruditos es ignorarlos. Lo único que tenéis que hacer es no decirles nunca, nunca: «Esto es todo lo que tengo, éstas son todas mis pruebas.» Si admitís eso, harán pedazos vuestros argumentos y ni siquiera la reina Isabel podrá contra su certeza. Pero si no lo hacéis, su informe parecerá mucho más débil. Dejará espacio para la interpretación.
»Ellos se enfurecerán con vos, por supuesto, y tratarán de destruiros, pero son hombres honrados y tendrán que dejar abierta una pequeña puerta a la duda, unas cuantas frases molestas que admitan la posibilidad de que, aunque crean que estáis equivocado, no pueden estar absolutamente seguros.
—¿Y eso será suficiente?
—¿Quién sabe? —dijo el padre Pérez—. Puede que sí.
«Cuando Dios me encomendó esta tarea —pensó Colón—, creí que me abriría el camino. En cambio, encuentro que esta débil oportunidad es lo único que puedo esperar.»
—Persuadid a la reina —dijo el padre Pérez.
—Si puedo —contestó Colón.
—Es buena cosa que seáis viudo. Sé que es una crueldad decirlo, pero si la reina supiera que estáis casado, su interés en vos se reduciría.
—Ella está casada —dijo Colón—. ¿Qué queréis decir con eso?
—Quiero decir que cuando un hombre está casado, ya no es tan fascinante para las mujeres. Ni siquiera para las mujeres casadas. ¡Sobre todo para las mujeres casadas, ya que consideran que saben cómo son los maridos!
—Los hombres, por otro lado, no se dejan preocupar por esta aberración —añadió el padre Antonio—. Juzgando por mis confesiones, al menos, diría que a los hombres les fascinan más las mujeres casadas que las solteras.
—Entonces la reina y yo estamos destinados a fascinarnos mutuamente —dijo Colón secamente.
—Eso creo —respondió el padre Pérez con una sonrisa— pero vuestra amistad será pura, y los hijos de vuestra unión serán carabelas con el viento del este en la popa.
—Fe para las mujeres, pruebas para los hombres —dijo el padre Antonio—. ¿Significa eso que el cristianismo es para las mujeres?
—Digamos más bien que el cristianismo es para los fieles, y por eso hay más cristianos verdaderos entre las mujeres que entre los hombres.