Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón (20 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

La respuesta, por supuesto, era que ninguno de sus esposos era Cristováo. Ninguno de ellos ardía con su fuego interno. Ninguno de ellos tenía una pasión tan profunda en el corazón para atraer a una mujer, aunque ese profundo pozo interior la ahogara y de él nunca manara nada, nada que pudiera nutrirla o saciar la sed de su amor.

Y Colón, por su parte, veía en Felipa cómo los años de matrimonio la envejecían, cómo sus labios se volvían hacia abajo en una mueca permanente, cómo pasaba cada vez más tiempo en cama con enfermedades sin nombre, y sabía que de algún modo él era la causa, que la estaba lastimando, y que no había nada que pudiera hacer al respecto, no si iba a cumplir su misión en esta vida.

Casi en cuanto regresó a Lisboa, Colón encontró el libro que estaba buscando. Los trabajos de un geógrafo árabe llamado Alfragano habían sido traducidos al latín, y Colón halló en ellos la herramienta perfecta para reducir aquellos últimos 60 grados a una distancia razonable. Si los cálculos de Alfragano se consideraban en millas romanas, entonces los 60 grados de distancia entre las Canarias y Cipango se reducirían a sólo dos mil millas náuticas en las latitudes que habría que navegar.

Con vientos favorables, que Dios sin duda le proporcionaría, el viaje podría hacerse en ocho días; dos semanas como máximo.

Ya tenía sus pruebas en términos que los eruditos podrían comprender. No se plantaría ante ellos con sólo su fe en una visión de la que no podía hablarles. Ya tenía a los antiguos de su lado, y no importaba que uno de ellos fuera musulmán, podría defender el caso de su expedición.

Por fin su matrimonio con Felipa dio sus frutos. Colón utilizó todos los contactos que había hecho y consiguió una oportunidad para presentar sus ideas en la corte. Se presentó atrevidamente ante el rey Juan, sabiendo que Dios ablandaría su corazón y le haría comprender que era Su santa voluntad que organizara esa expedición con Colón a la cabeza. Extendió sus mapas, con todos sus cálculos, mostrando a Cipango fácilmente al alcance, y Cathay a un breve viaje más allá. Los eruditos escucharon; el rey escuchó. Hicieron preguntas. Mencionaron las antiguas autoridades que contradecían la visión del tamaño de la Tierra y la proporción de tierra y agua que tenía Colón, y el genovés les respondió con paciencia y confianza.

—Ésta es la verdad —dijo. Hasta que uno de ellos replicó:

—¿Cómo sabéis que Marino tiene razón y Ptolomeo está equivocado?

Colón respondió:

—Porque si Ptolomeo tuviera razón este viaje sería imposible. Pero no es imposible, tendrá éxito, y por eso sé que Ptolomeo está equivocado.

Mientras lo decía, comprendió que la respuesta no lograría persuadirlos. Supo, al ver sus corteses movimientos de cabeza, sus miradas de soslayo al rey, que su consejo sería contrario. «Bueno —pensó—, he hecho cuanto he podido. Ahora está en manos de Dios.» Agradeció al rey su amabilidad, reafirmó su certeza de que la expedición cubriría a Portugal de gloria y la convertiría en el mayor reino de Europa, y acercaría a la cristiandad a infinitas almas, y se marchó.

Interpretó como signo alentador el que, mientras esperaba la respuesta del rey, le dieran permiso para unirse a una expedición comercial a la costa africana. No era un viaje de exploración, así que no se colocó ante sus ojos ningún gran secreto de la corona portuguesa. Con todo, era un signo de confianza y favor que le permitieran navegar hasta la fortaleza de Sao Jorge en La Mina. «El rey me está preparando para dirigir una expedición dejando que me familiarice con los grandes logros de la navegación portuguesa», pensó.

A su regreso aguardó ansiosamente la respuesta del rey, con la esperanza de que cualquier día le entregaran las naves, la tripulación y los suministros que necesitaba.

El rey dijo que no.

Colón quedó desolado. Durante días apenas comió o durmió. No sabía qué pensar. ¿No era éste el plan de Dios? ¿No le decía Dios a los reyes y príncipes lo que tenían que hacer? ¿Cómo podía entonces el rey Juan haberle rechazado?

«Fue por algo que hice mal. No tendría que haber pasado tanto tiempo tratando de demostrar que el viaje era posible; tendría que haber tratado de ayudar al rey a captar la visión de por qué el viaje era deseable, necesario. Por qué Dios quería que tuviera éxito. Actué a lo loco. Me preparé de modo insuficiente. Fui indigno.» Todas las explicaciones que se le ocurrían le hundían en una espiral dé desesperación.

Al ver sufrir a Colón, Felipa comprendió que en la única ocasión en que le había proporcionado a su marido lo que él deseaba le había fallado. Necesitaba un contacto en la corte y la influencia del nombre de su familia no era suficiente. ¿Para qué, entonces, estaba casado con ella? Era una intolerable carga para él. No tenía nada que pudiera desear, necesitar o amar. Cuando le llevó a Diego para intentar animarlo, él rechazó al niño de cinco años tan bruscamente que el chiquillo lloró durante una hora y se negó a acercarse de nuevo a su padre. Fue el final. Felipa supo entonces que Colón la odiaba y que merecía su odio, pues no le había dado nada de lo que quería.

Se metió en la cama, volvió el rostro hacia la pared y pronto estuvo efectivamente tan enferma como decía.

En sus últimos días, Colón se volvió más solícito hacia ella de lo que Felipa jamás hubiera deseado. Pero ella sabía en el fondo de su corazón que esto no significaba que la amara. Más bien estaba cumpliendo con su deber, y cuando le habló de cuánto lamentaba su largo descuido, ella supo que lo decía no porque deseara que viviera para poder hacerlo mejor en el futuro, sino porque quería su perdón para que su conciencia pudiera ser libre cuando por fin su muerte lo liberara también en todos los otros sentidos.

—Conseguirás la grandeza Cristovao, de un modo u otro —dijo ella.

—Y tú estarás a mi lado para verlo, mi Felipa.

Ella quiso creerlo, o más bien quiso creer que él en efecto lo deseaba, pero no se engañó a sí misma.

—Sólo te pido esta promesa: Diego lo heredará todo de ti.

—Todo —dijo Colón.

—Ningún otro hijo. Ningún otro heredero.

—Lo prometo.

Poco después, murió. Colón sostuvo la mano de Diego durante el cortejo fúnebre hasta la tumba familiar, y mientras caminaban, uno al lado del otro, cogió de pronto a su hijo en brazos y dijo:

—Eres todo lo que me queda de ella. Traté a tu madre injustamente, Diego, y también a ti, y no puedo prometer hacerlo mejor en el futuro. Pero le hice una promesa y te la hago a ti. Todo lo que posea jamás, todo lo que consiga, cada título, cada propiedad, cada honor, cada fragmento de fama, serán tuyos.

Diego escuchó esto y recordó. Su padre le amaba después de todo. Y su padre había amado a su madre también. Y algún día, si su padre se convertía en un gran hombre, Diego sería grande como él. Se preguntó si eso significaba que algún día poseerían una isla, como la abuela. Se preguntó si eso significaba que algún día navegaría en un barco. Se preguntó si eso significaba que algún día se presentaría ante reyes. Se preguntó si eso significaba que su padre le dejaría entonces y nunca volvería a verlo.

La primavera siguiente, Colón abandonó Portugal y cruzó la frontera española. Llevó a Diego al monasterio franciscano de La Rábida, cerca de Palos.

—Unos padres franciscanos me enseñaron en Genova —le dijo a su hijo—. Aprende bien, hazte sabio, cristiano y caballero. Y yo entre tanto me encargaré de servir a Dios y labrar una fortuna.

Colón lo dejó allí, pero lo visitaba de vez en cuando, y en sus cartas al prior, el padre Juan Pérez, nunca dejaba de mencionar a Diego y preguntar por él. Diego sabía que era más de lo que muchos hijos tenían de sus padres. Y una pequeña parte de su gran padre era muchísimo más que el amor y la atención de muchos hombres menores. O eso se decía a sí mismo para ahorrarse la humillación de las lágrimas durante la soledad de aquellos primeros meses.

Colón se dirigió a la corte de España, donde presentaría una versión mucho más cuidadosamente refinada de los mismos cálculos improbables que habían fracasado en Portugal. Esta vez, sin embargo, insistiría. Todo lo que Felipa había sufrido, todo lo que Diego estaba sufriendo entonces, privado de su familia y a cargo de extraños en un lugar desconocido, quedaría justificado. Pues al final Colón tendría éxito, y el triunfo merecería el precio. No fracasaría, estaba seguro de ello. Porque aunque no tenía ninguna prueba, sabía que tenía razón.

—No tengo ninguna prueba —dijo Hunahpu—, pero sé que tengo razón.

La mujer al otro lado de la línea parecía joven. Demasiado joven para ser influyente, sin duda, y sin embargo era la única que había respondido a su mensaje, y por eso tendría que hablarle como si contara, pues ¿qué otra opción tenía?

—¿Cómo sabe que tiene razón sin pruebas?— preguntó ella amablemente.

—No he dicho que no tuviera pruebas. Sólo que jamás podrá verificarse lo que habría sucedido.

—Bastante cierto.

—Lo único que pido es una oportunidad de presentar mis pruebas a Kemal.

—No puedo garantizarle eso. Pero puede venir a Juba y presentármelas a mí.

¡Ir a Juba! Como si tuviera un presupuesto ilimitado para viajar, él, que estaba a punto de ser despedido de Vigilancia del Pasado.

—Me temo que tal viaje estaría muy por encima de mis posibilidades.

—Naturalmente, lo pagaremos —dijo ella—, y podrá quedarse aquí como invitado nuestro.

Eso le sorprendió. ¿Cómo podía alguien tan joven tener autoridad para prometerle eso?

—¿Quién me dijo que era?

—Diko.

Entonces recordó el nombre; ¿por qué no había hecho antes la conexión? Aunque estaba decidido a contribuir al proyecto de Kemal, no era éste quien habían descubierto la Intervención.

—¿Es la Diko que...?

—Sí.

—¿Ha leído mis trabajos? ¿Los que he estado enviando y...?

—¿Y a los que nadie ha prestado la menor atención? Sí.

—¿Y me cree?

—Tengo preguntas que hacerle.

—¿Y si le satisfacen mis respuestas?

—Entonces me sorprenderé mucho —dijo ella—. Todo el mundo sabe que el imperio azteca estaba al borde del colapso cuando Cortés llegó en 1519. Todo el mundo sabe también que no había ninguna posibilidad de que la tecnología mesoamericana rivalizara con la europea. Sus especulaciones sobre una conquista mesoamericana de Europa son irresponsables y absurdas.

—Y sin embargo, me ha llamado usted.

—Creo que no hay que dejar ninguna piedra sin remover. Usted es una piedra sin mover y por eso...

—Me está removiendo.

—¿Vendrá?

—Sí —contestó él. Una leve esperanza era mejor que ninguna esperanza en absoluto.

—Envíe copias de todos los archivos pertinentes de antemano, para que pueda examinarlos en mi propio ordenador.

—La mayoría está ya dentro del sistema de Vigilancia.

—Entonces envíeme la bibliografía. ¿Cuándo puede venir? Necesito solicitar un permiso de ausencia en su nombre para que pueda consultar con nosotros.

—¿Puede hacer eso?

—Puedo solicitarlo.

—Mañana.

—No puedo tenerlo todo leído para mañana. La semana que viene. El martes. Pero envíeme todos los archivos y las listas que necesito inmediatamente.

—¿Y usted solicitará mi permiso... cuando envíe los archivos?

—No, lo solicitaré en los próximos quince minutos. Me alegro de haber hablado con usted. Espero que no sea un lunático.

—No lo soy. También me alegro de haber hablado con usted.

Ella cortó la comunicación.

Una hora más tarde, su supervisora fue a verlo.

—¿Qué has estado haciendo? —demandó.

—Lo de siempre.

—Estaba escribiendo una recomendación para que te enviaran a otra línea de trabajo —dijo ella—. Entonces llega esto. Una petición del Proyecto Colón para que te presentes allí la semana próxima. He de concederte un permiso de ausencia.

—Sería más barato que me despidiera —contestó él—, pero me resultará más difícil ayudarlos en Juba si pierdo mi acceso al sistema informático de Vigilancia del Pasado.

Ella le miró con consternación apenas velada.

—¿Me estás diciendo que después de todo no eres un loco testarudo y engreído que pierde el tiempo?

—No garantizo nada. Puede que ésa acabe siendo la lista de epítetos en la que todos estén de acuerdo.

—Sin duda. Pero tienes tu permiso y podrás quedarte con nosotros hasta que esto se acabe.

—Espero que merezca la pena.

—Seguro —dijo ella—. Tu salario durante el permiso saldrá del presupuesto de ellos. —Le sonrió—. Me gustas, ¿sabes? Pero creo que no tienes clara la visión de lo que es Vigilancia del Pasado.

—No la tengo —dijo Hunahpu—. Quiero cambiarla.

—Buena suerte. Si resulta que eres un genio después de todo, recuerda que ni por un momento creí en ti.

—No se preocupe —dijo él con una sonrisa—. No lo olvidaré.

7. LO QUE PODRÍA HABER SIDO

7

LO QUE PODRÍA HABER SIDO

D
iko se encontró con Hunahpu en la estación de Juba. Fue fácil de reconocer, ya que era pequeño, de piel marrón clara y rasgos mayas. Se le veía plácido, allí de pie en el andén, tranquilo, mientras contemplaba lentamente la multitud. A Diko le sorprendió lo joven que parecía, aunque era consciente de que los indios de piel suave a menudo parecían jóvenes a ojos acostumbrados al físico de otras razas. Y, sobre todo en alguien de aspecto tan juvenil, resultaba sorprendente que no hubiera ningún atisbo de tensión en su rostro. Como si hubiera venido a este lugar un millar de veces antes. Como si estuviese observando un viejo panorama familiar, para ver cómo había cambiado, o no lo había hecho, en los años transcurridos desde su marcha. ¿Quién podría imaginar, al mirarlo, que su carrera estaba en juego, que nunca había viajado en toda su vida más allá de Ciudad de México, que estaba a punto de hacer una presentación que podría cambiar el curso de la historia? Diko le envidió aquella paz interior que le permitía tratar con la vida tan... tan firmemente.

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