Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón (18 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

—¿Le habéis preguntado a mi supervisora por mí? —dijo Hunahpu. No estaba seguro de si se sentía molesto p
Or
la intrusión o agradecido de que sus hermanos se hubieran preocupado lo suficiente como para preguntar por él.

—Bueno, la verdad es que nos llamó ella —contestó el policía, que siempre decía la verdad aunque fuera un poco embarazosa—. Quería ver si podíamos animarte a abandonar tu loca obsesión con el futuro perdido de los indios. Hunahpu los miró con tristeza.

—No puedo.

—Eso pensábamos —dijo el sacerdote—. Pero cuando te echen de Vigilancia del Pasado, ¿qué harás? ¿Para qué estás cualificado?

—No creas que ninguno de nosotros tiene dinero para ayudarte —dijo el policía apesadumbrado—. O darte de comer más que unas pocas veces a la semana, aunque lo haremos, por nuestra madre.

—Gracias —contestó Hunahpu—. Me habéis ayudado a clarificar mis ideas.

Se levantaron para marcharse. El policía, que era mayor y no le había pegado tanto de niño como el cura, se detuvo en la puerta. Su cara estaba tiznada de pesar.

—No vas a cambiar nada, ¿verdad?

—Sí —dijo Hunahpu—. Voy a darme prisa y a terminar más pronto. Antes de que me echen de Vigilancia.

El policía sacudió la cabeza.

—¿Por qué tienes que ser tan... indio?

Durante un instante, Hunahpu no entendió la pregunta.

—Porque lo soy.

—Y nosotros también, Hunahpu.

—¿Vosotros? ¿José María y Pedro?

—Nuestros nombres son españoles, sí.

—Y vuestras venas están rebajadas con sangre española, y vivís con trabajos españoles en ciudades españolas.

—¿Rebajadas? —preguntó el policía—. Nuestras venas son...

—Fuera quien fuese mi padre —dijo Hunahpu—, era maya, como mamá.

El rostro del policía se ensombreció.

—Veo que no deseas ser mi hermano.

—Estoy orgulloso de ser tu hermano —dijo Hunahpu, consternado por cómo habían sido interpretadas sus paladas—. No tengo nada contra vosotros. Pero tengo que saber qué habría sido de mi pueblo, nuestro pueblo, sin los españoles.

El sacerdote volvió a aparecer en la puerta, detrás del policía.

—Habrían torturado, se habrían automutilado y habrían ofrecido sangrientos sacrificios humanos, y jamás habrían oído el nombre de Cristo.

—Gracias por preocuparos lo suficiente para venir a verme —dijo Hunahpu—. Estaré bien.

—Ven a mi casa a cenar —invitó el policía.

—Gracias. Cualquier día lo haré.

Cuando sus hermanos se marcharon, Hunahpu se volvió hacia su ordenador y dirigió un mensaje a Kemal. No había ninguna oportunidad de que éste lo leyera: había demasiados miles de personas en la red de Vigilancia para que un hombre como Kemal prestara atención a lo que acabaría siendo el mensaje de tercera fila de un gris recopilador de datos del Proyecto Zapoteca. Sin embargo tenía que establecer contacto, de algún modo, o su trabajo quedaría en nada. Así que escribió el mensaje más provocativo que se le ocurrió y lo envió a todo el mundo relacionado con el Proyecto Colón, esperando que alguno de ellos le echara una mirada a un
e-mail
de tercera fila y se sintiera lo suficientemente intrigado para llevar sus palabras hasta Kemal.

Éste fue su mensaje:

Kemal: Colón fue elegido porque era el hombre más grande de su época, el hombre que acabó con el Islam. Fue enviado al oeste para impedir la peor calamidad de la historia de la humanidad: la conquista tlaxcalana de Europa. Puedo demostrarlo. Mis estudios han sido enviados e ignorados, igual que lo habrían sido los suyos si no hubiera encontrado evidencias de la Atlántida en las viejas grabaciones meteorológicas del
TruSite I
. NO HAY grabaciones de la conquista tlaxcalana de Europa, pero la prueba sigue allí. Hable conmigo y ahórrese años de trabajo. Ignóreme y me marcharé.

Hunahpu Matamoros

Colón no estaba orgulloso del motivo por el que se había casado con Felipa. Desde el momento en que llegó supo que como mercader extranjero en Lisboa no tendría ninguna posibilidad de conseguir su objetivo. Había una colonia de mercaderes genoveses en la capital portuguesa, y Colón inmediatamente se relacionó con sus negocios. En el invierno de 1476 se unió a un convoy con destino a Flandes, a Inglaterra y, luego, a Islandia. Había pasado menos de un año desde que zarpara en un viaje similar lleno de esperanzas y expectativas; cuando por fin se hallaba en aquellos puertos, apenas lograba concentrarse en los negocios que lo llevaron allí. ¿Qué bien obtendría de participar en el comercio entre las ciudades de Europa? Dios tenía un trabajo superior para él. El resultado fue que, aunque ganó un poco de dinero en esos viajes, no se hizo notar. Sólo en Islandia, donde oyó las historias de los marineros que hablaban de tierras no muy al oeste que antiguamente habían albergado florecientes colonias de los hombres del norte, aprendió algo que le pareció útil, pero incluso así no pudo dejar de recordar que Dios le había dicho que empleara una ruta por el sur para navegar hacia poniente y que regresara por el norte. Esas tierras que los islandeses conocían no eran los grandes reinos de Oriente, eso estaba claro.

De algún modo tenía que organizar una expedición para explorar el océano hacia el oeste. Varios de sus viajes comerciales lo llevaron a las Azores y Madeira; los portugueses nunca dejarían que un extranjero llegara más allá de ese punto, internándose en aguas africanas, pero sí les permitían llegar a Madeira y comprar oro y marfil, o a las Azores para comprar víveres a precios enormemente inflados. Colón sabía por sus contactos en aquellos lugares que las grandes expediciones atravesaban Madeira cada pocos meses, con destino a África. Y que África no conducía a ningún sitio útil, pero ansiaba las flotas. De algún modo tenía que hacerse con el mando de una de ellas, dirigiéndose al oeste en vez de al sur. Sin embargo, ¿qué esperanza tenía de conseguirlo?

Al menos en Genova su padre tenía lazos de lealtad con los Fieschi, que habían resultado una conexión explotable. En Portugal, toda navegación, toda expedición estaba bajo el control directo del rey. La única forma de conseguir navios, marinos y dinero para un viaje de exploración era atrayendo al rey, y como genovés y como plebeyo había escasas posibilidades de eso.

Como no había nacido con ningún lazo de sangre en Portugal, sólo restaba un modo de conseguirlo. Y el matrimonio con una familia bien relacionada, cuando no tenía fortuna ni perspectiva de ello, era en efecto un proyecto difícil. Necesitaba una familia que rozara la nobleza y que no estuviera en ascenso. Una familia en ascenso buscaría mejorar su situación casándose con nobles; una familia hundida, sobre todo una rama menor con hijas poco agraciadas y pequeña fortuna, podría mirar a un aventurero extranjero como Colón con... bueno, no favor exactamente, pero al menos con tolerancia. O quizá con resignación.

Bien fuera porque había estado a punto de morir en el océano o porque Dios deseaba que tuviera un aspecto más distinguido, el pelo rojo de Colón rápidamente se fue volviendo blanco. Como aún era joven de rostro y vigoroso de cuerpo, el cabello canoso hacía que muchas cabezas se volvieran a su paso. Cada vez que no estaba en viaje de negocios, intentando progresar en un comercio que siempre se inclinaba en favor de los nativos portugueses, tenía el detalle de asistir a la iglesia de Todos los Santos, donde acudían, fuertemente custodiadas, para oír misa, tomar la comunión y confesarse, las damas casaderas de las familias que no eran lo suficientemente ricas para tener sacerdote en casa.

Fue allí donde vio a Felipa, o más bien se aseguró de que ella le viera a él. Había hecho discretas averiguaciones sobre varias damas jóvenes, y se había enterado de muchas cosas prometedoras acerca de ella. Su padre, el gobernador Perestrello, había sido un hombre de cierta distinción e influencia con una leve reclamación de nobleza que nadie le rebatió en vida porque fue uno de los jóvenes marinos entrenados por el príncipe Enrique el Navegante que había destacado en la conquista de Madeira. Como recompensa, le hicieron gobernador de la pequeña isla de Porto Santo, un lugar casi carente de agua y de escaso valor excepto por el prestigio que daba en Lisboa. Había muerto, pero no había sido olvidado, y el hombre que se casara con su hija tendría ocasión de conocer a marinos y entablar contactos en la corte que podrían acabar conduciéndole a presencia del rey.

El hermano de Felipa era aún gobernador de la isla, y la madre, Doña Moniz, regía en la familia (incluyendo al hermano) con mano de hierro. Era a ella, y no a Felipa, a quien Colón tenía que impresionar; pero primero tenía que llamar la atención de la muchacha. No fue difícil. La historia de cómo Colón llegó nadando a la costa después de la famosa batalla entre los mercaderes genoveses y el pirata francés Coullon se contaba a menudo. Colón se aseguró de negar cualquier heroísmo por su parte.

—Todo lo que hice fue lanzar vasijas e incendiar las naves, incluyendo la mía propia. Hombres más valientes y mejores que yo combatieron y murieron. Y luego... me puse a nadar. Si los tiburones hubieran considerado que yo era un bocado apetecible no estaría aquí. ¿Es esto ser un héroe?

Pero sabía que ese tipo de desprecio de sí mismo en una sociedad tan dada a los alardes era exactamente la pose que debía adoptar. A la gente le encantaba oír los fanfarroneos de los muchachos locales, porque quería que fueran grandes; pero el extranjero debía negar que tenía una virtud destacada... eso era lo que le ganaría el aprecio de los lugareños.

Funcionó bastante bien. Felipa había oído hablar de él, y en la iglesia la pilló mirándole y la saludó con una inclinación de cabeza. Ella se ruborizó y se dio la vuelta. Una chica bastante simple. Su padre era guerrero y su madre tenía la constitución de una fortaleza: la hija tenía la fiereza del padre y el formidable grosor de la madre. Sin embargo, había en su sonrisa un destello de gracia y humor cuando volvió a mirarlo, una vez pasado el sonrojo obligatorio. Sabía que estaban jugando, y no le importaba. Después de todo, no era mala perspectiva, y si el hombre que la cortejaba era un genovés ambicioso que quería utilizar las conexiones de su familia, ¿qué diferencia había con las hijas de familias más afortunadas que eran cortejadas por señores ambiciosos que querían usar su dinero? Una mujer de rango difícilmente podía esperar casarse por sus propias virtudes: eso sólo tenía un efecto menor en el precio de pedida, mientras fuera virgen, y ese haber familiar, al menos, había sido bien protegido.

Las miradas en la iglesia llevaron a una invitación a la casa Perestrello, donde Doña Moniz le recibió cinco veces antes de acceder a permitirle ver a Felipa, y aun así sólo después de que el matrimonio hubiera sido acordado. Se estableció que Colón tendría que renunciar a la práctica mercantil: sus viajes ya no podrían ser tan obviamente comerciales, y su hermano Bartolomé, que había venido desde Genova, se convertiría en propietario de la tienda de cartas de navegación que Colón había abierto. Cristóbal sólo sería un caballero que ocasionalmente se pasaría a aconsejar a su hermano mercader. Eso le vino bien tanto a Colón como a Bartolomé.

Por fin Colón conoció a Felipa, y poco después se casaron. Doña Moniz sabía perfectamente bien lo que era este aventurero genovés, después de todo, o eso pensaba, y estaba segura de que en cuanto hubiera ganado acceso a la sociedad de la corte empezaría inmediatamente a establecer relaciones con damas más hermosas y más ricas, apuntando a conexiones cada vez más ventajosas. Había visto este tipo de hombre mil veces antes, y lo tenía muy claro.

Por eso, justo antes de la boda, sorprendió a todo el mundo anunciando que su hijo, el gobernador de Porto Santo, había invitado a Felipa y su flamante marido a irse a vivir con ellos a la isla. Y la misma Doña Moniz los acompañaría, por supuesto, ya que no había motivos para que se quedara en Lisboa cuando su querida hija Felipa y su precioso hijo el gobernador (toda su familia, no importaban las otras hijas casadas) estaban a cientos de millas de distancia en el Océano Atlántico. Además, las islas de Madeira tenían un clima más cálido y sano.

Felipa pensó que era una idea maravillosa, por supuesto (siempre le había gustado la isla), pero para sorpresa de Doña Moniz, Colón también aceptó la invitación con entusiasmo. Consiguió ocultar la gracia que le causaba la obvia incomodidad de su suegra. Si él quería ir, entonces el plan debía tener algún error... Colón sabía que eso era lo que ella pensaba. Pero era porque Doña Moniz no tenía idea de lo que Colón deseaba. Estaba al servicio de Dios, y aunque con el tiempo tendría que acabar presentándose en la corte para conseguir la aprobación para su viaje al oeste, pasarían años antes de que estuviera preparado para presentar su caso. Necesitaba experiencia; necesitaba mapas y libros; necesitaba tiempo para pensar y planear. La pobre Doña Moniz no advertía que Porto Santo le había puesto directamente en la ruta de navegación de las expediciones portuguesas a lo largo de la costa africana. Todas recalaban en Madeira, y allí Colón podría aprender mucho sobre cómo liderar expediciones, cómo cartografiar territorios inexplorados, cómo navegar largas distancias en mares desconocidos.

El viejo Perestrello, el difunto padre de Felipa, había conservado una pequeña pero interesante biblioteca en Porto Santo, y Colón tendría acceso a ella. Así, si conseguía aprender algunas de las habilidades portuguesas en las artes de navegación, si Dios le conducía a información oculta en sus estudios sobre las viejas escrituras, podría aprender algo esperanzador para su futuro viaje al oeste.

Para Felipa el viaje fue brutal. Nunca se había mareado antes, y para cuando llegaron a Porto Santo, Doña Moniz estaba segura de que ella y Colón habían concebido ya un hijo. En efecto, nueve meses más tarde nació Diego. Felipa tardó mucho tiempo en recuperarse del embarazo y el parto, pero en cuanto se sintió lo bastante fuerte se dedicó al niño. Su madre observaba todo esto con cierto disgusto, ya que había criadas para ese tipo de cosas, pero no podía quejarse, pues pronto quedó claro que Diego era todo cuanto Felipa tenía: su marido no parecía querer su compañía. De hecho, parecía ansioso por marcharse de la isla a la menor ocasión, aunque no para ir a la corte. En cambio, no dejaba de suplicar oportunidades para embarcar en ruta hacia la costa africana.

Cuando más suplicaba, menos probable parecía que consiguiera una oportunidad. Después de todo, era genovés, y a más de un capitán se le ocurrió pensar que Colón podría haberse casado con una familia marinera como parte de un plan para conocer la costa africana y luego regresar a Genova y hacer que navios italianos entraran en competencia con los portugueses. Eso sería intolerable, por supuesto. Así que nunca se cuestionó que Colón consiguiera lo que realmente quería.

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