Read Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón Online
Authors: Orson Scott Card
Tags: #Ciencia Ficción
—¿Y eso qué significa? —preguntó Hassan—. ¿Que si enviamos a alguien atrás en el tiempo, de pronto dejarán de recordar todo sobre el tiempo del que proceden, porque ese tiempo ya no existe?
—La persona que enviéis —dijo Manjam— es un acontecimiento discreto. Tendrá un cerebro, y ese cerebro contendrá recuerdos que le darán cierta información cuando acceda a ellos. Esta información causará que crea recordar una realidad entera, un mundo y una historia. Pero todo lo que existe en realidad es él y su cerebro. El entramado causal sólo incluirá aquellas conexiones causales que condujeron a la creación de su cuerpo físico, incluyendo su estado cerebral, pero toda parte de ese entramado causal que no sea parte de la nueva realidad no podrá considerarse como existente.
Tagiri se quedó de una pieza.
—No me importa si no comprendo la ciencia —dijo—. Sólo sé que la odio.
—Siempre da miedo tratar con algo que es contraintuitivo —dijo Manjam.
—En absoluto —respondió Tagiri, temblando—. No he dicho que estuviera asustada. No lo estoy. Estoy furiosa y... frustrada. Horrorizada.
—¿Horrorizada por las matemáticas del tiempo?
—Horrorizada por lo que estamos haciendo, por lo que hicieron los Intervencionistas. Supongo que siempre sentiré que en cierto modo ellos sobrevivieron. Que enviaron su máquina y continuaron con sus vidas, consolados en su miserable situación sabiendo que habían hecho algo para ayudar a sus antepasados.
—Pero eso nunca fue posible —dijo Manjam.
—Lo sé. Y por eso cuando realmente pienso en ello, los imagino enviando la máquina y en ese momento ellos más o menos... desaparecen. Una muerte limpia e indolora para todo el mundo. Pero al menos habían vivido hasta ese momento.
—Bueno, ¿cómo puede ser peor una no existencia limpia e indolora que una muerte limpia e indolora?
—No lo es. No es peor. Ni tampoco mejor para la gente en sí.
—¿Qué gente? —le preguntó Manjam, encogiéndose de hombros.
—Nosotros, Manjam. Estamos hablando de hacer esto a nosotros mismos.
—Si lo hacéis, entonces no habrá habido gente como nosotros. Los únicos aspectos de nuestro entramado causal que tendrán algún futuro o pasado serán los que estén conectados con la creación de los cuerpos físicos y los estados mentales de las personas que enviéis al pasado.
—Todo esto es tan tonto —dijo Diko—. ¿A quién le importa lo que es real y lo que no lo es? ¿No es lo que hemos querido siempre? ¿Actuar para que los terribles acontecimientos de nuestra historia nunca sucedieran en primer lugar? Y en cuanto a nuestra propia historia, las partes que se perderán, ¿a quién le importa si un matemático nos insulta llamándonos «irreales»? También dicen lo mismo sobre la raíz cuadrada de menos dos.
Todos se rieron, pero no Tagiri. No veían el pasado como lo veía ella. O más bien, no sentían el pasado. No comprendían que para ella al mirar a través del tempovisor y el TruSite II el pasado estaba vivo y era real. El hecho de que la gente estuviera muerta no significaba que no siguieran siendo parte del presente, porque ella podía volver atrás y recuperarlos. Verlos, oírlos. Conocerlos, al menos tan bien como cualquier ser humano llega a conocer a otro. Incluso antes del TruSite y el tempovisor, los muertos aún vivían en la memoria, algún tipo de memoria. Pero no si ellos cambiaban el pasado. Una cosa era pedirle a la humanidad de hoy que escogiera renunciar a su futuro con la esperanza de crear una nueva realidad. Eso sería ya bastante duro. Pero retroceder y matar a los muertos, descrearlos también... y no tenían derecho a voto. No se les podía preguntar.
«No debemos hacerlo—pensó—. Está mal. Será un crimen peor que los que tratamos de impedir.»
Se levantó y abandonó la reunión. Diko y Hassan trataron de seguirla, pero ella se lo impidió.
—Necesito estar sola —dijo, y por eso se quedaron atrás, regresando a una reunión que ella sabía indecisa. Por un momento sintió remordimientos por haber saludado el momento triunfal de los físicos con una respuesta tan negativa, pero mientras recorría las calles de Juba ese remordimiento fue menguando, sustituido por otro más profundo.
Los niños jugaban desnudos en la tierra, entre las hierbas. Los hombres y mujeres iban a lo suyo. Les habló a todos al corazón, diciendo: «¿Os gustaría morir? Y no sólo vosotros, también vuestros hijos y sus hijos. Y no sólo ellos, sino también vuestros padres. Volvamos a las tumbas, abrámoslas y matémoslos a todos. Todo lo bueno y todo lo malo que hicieron, toda su alegría, todo su sufrimiento, todas sus decisiones... matémoslos a todos, borrémoslos, deshagámoslos. Volvamos atrás y atrás, hasta que finalmente lleguemos al dorado momento que hayamos elegido, declarándolo digno de continuar existiendo, pero con un nuevo futuro atado al final. ¿Y por qué debéis morir vosotros y todos los vuestros? Porque a nuestro juicio no crearon un mundo lo bastante bueno. Sus errores por el camino fueron tan imperdonables que borran el valor de todo el bien que también sucedió. Todo debe ser aniquilado.
»¿Cómo me atrevo? ¿Cómo nos atrevemos? Aunque consigamos el consenso unánime de toda la gente de nuestro tiempo, ¿cómo consultaremos con los muertos?»
Caminó hasta la ribera del río. Con la llegada del atardecer, el calor del día empezaba por fin a remitir. En la distancia, los hipopótamos se bañaban, comían o dormían. Los pájaros llamaban, preparándose para su frenético festín de insectos nocturnos. «¿Qué pasa por vuestras mentes, pájaros, hipopótamos, insectos de las últimas horas de la tarde? ¿Os gusta estar vivos? ¿Teméis la muerte? Matáis para vivir; morís para que otros puedan vivir; es el sendero ordenado por la evolución, por la vida misma. Pero si tuvierais el poder, ¿no os salvaríais?» Todavía estaba junto al río cuando oscureció, cuando salieron las estrellas. Por un momento, al contemplar la antigua luz de los astros, pensó: «¿Por qué debería preocuparme descrear tanta historia humana? ¿Por qué debería importarme que sea peor que olvidada, que sea desconocida? ¿Por qué debería eso parecerme un crimen, cuando toda la historia humana es un parpadeo comparada con los miles de millones de años que han brillado las estrellas? Todos seremos olvidados con el último suspiro de nuestra historia; ¿qué importa, pues, si algunos son olvidados más pronto que otros, o si se causa que algunos nunca hayan existido?
»Oh, es una sabia perspectiva, comparar las vidas humanas con las vidas de las estrellas. El único problema es que corta por los dos lados. Si a la larga no importa que anulemos miles de millones de vidas para salvar a nuestros antepasados, entonces a la larga salvar a nuestros antepasados no importará tampoco, ¿así que por qué molestarnos en cambiar el pasado?
»La única perspectiva que cuenta es la humana —Tagiri lo sabía—. Somos los únicos que cuentan; somos los actores y también el público, todos nosotros. Y los críticos. También somos los críticos.»
La luz de una linterna eléctrica asomó a la vista mientras oía que alguien se acercaba a través de la hierba.
—Esa linterna sólo atraerá a animales que no queremos —dijo.
—Ven a casa —contestó Diko—. Aquí no se está seguro, y papá y yo estamos preocupados.
—¿Por qué debería estar preocupado? Mi vida no existe. Nunca viví.
—Estás viva ahora, y yo también, igual que los cocodrilos.
—Si las vidas individuales no cuentan, ¿entonces por qué molestarnos en volver atrás para mejorarlas? Y si en efecto cuentan, ¿cómo nos atrevemos a potenciar unas por encima de otras?
—Las vidas individuales cuentan —contestó Diko—. Pero la vida también. La vida como conjunto. Eso es lo que has olvidado hoy. Eso es lo que Manjam y los otros científicos olvidaron también. Hablan de todos esos momentos, separados, sin tocarse, y dicen que son la única realidad. Igual que la única realidad de la vida humana son los individuos, aislados y sin conocerse, sin tocarse en ningún punto. No importa lo cerca que estés, siempre estás separado.
Tagiri sacudió la
cabeza..
—Esto no tiene nada que ver con lo que me molesta.
—Tiene todo que ver —dijo Diko—. Porque sabes que es mentira. Sabes que los matemáticos se equivocan también respecto a los momentos. Se tocan. Aunque no podamos realmente tocar la causalidad, las conexiones entre los momentos, eso no significa que no sean reales. Y sólo porque cada vez que miras de cerca a la raza humana, a la comunidad, a la familia, lo único que puedes encontrar son individuos separados, eso no significa que la familia no sea también real. Después de todo, cuando miras de cerca una molécula, lo único que ves son átomos. No hay ninguna conexión física entre ellos. Y, sin embargo, la molécula sigue siendo real por la forma en que los átomos se afectan unos a otros.
—Eres tan mala como ellos —dijo Tagiri—, respondiendo a la angustia con analogías.
—Las analogías son todo lo que tengo. La verdad es todo lo que tengo, y nunca es un consuelo. Pero comprender la verdad, eso es lo que tú me enseñaste a hacer. Así que aquí está la verdad. Lo que es la vida humana, para qué sirve, lo que nosotros hacemos es crear comunidades. Algunas son buenas, otras son malas, o algo intermedio. Tú me enseñaste esto, ¿no? Y hay comunidades de comunidades, grupos de grupos y...
—¿Y qué los hace buenos o malos? —demandó Tagiri—. La calidad de las vidas individuales. Las que vamos a eliminar.
—No —dijo Diko—. Lo que vamos a hacer es volver atrás y revisar la comunidad de comunidades definitiva, la raza humana como conjunto, la historia como un todo aquí en este planeta. Vamos a crear una nueva versión de ella, una que dará a los nuevos individuos que la habiten una oportunidad mucho mejor de ser felices, de tener una buena vida. Eso es real, y es bueno, madre. Merece la pena hacerlo.
—Nunca he conocido ningún grupo. Sólo personas. Sólo personas individuales. ¿Por qué debería hacer pagar a esa gente para que esta cosa imaginaria llamada «historia humana» pueda ser mejor? ¿Mejor para quién?
—Pero madre, las personas individuales siempre se sacrifican por el bien de la comunidad. Cuando cuenta lo suficiente, la gente a veces incluso muere, voluntariamente, por el bien de la comunidad de la que se considera parte. ¿Y por qué? ¿Por qué renunciamos a nuestros deseos individuales, dejándolos sin cumplir, o trabajamos duro en tareas que odiamos o tememos porque otros necesitan que las hagamos? ¿Por qué experimentaste tanto dolor para parirme a mí y a Acho? ¿Por qué renunciaste a todo el tiempo que hizo falta para cuidar de nosotros?
Tagiri miró a su hija.
—No lo sé, pero al escucharte, empiezo a pensar que tal vez mereció la pena. Porque tú sabes cosas que yo no sé. Quería crear a alguien distinto de mí, mejor que yo, y voluntariamente renuncié a parte de mi vida para hacerlo. Y aquí estás. Y estás diciendo que eso es lo que la gente de nuestro tiempo hará a la gente de la nueva historia que creemos. Que nos sacrificaremos para crear su historia, como los padres se sacrifican para crear hijos sanos y felices.
—Sí, madre —dijo Diko—. Manjam está equivocado. La gente que envió esa visión a Colón existió. Fueron los padres de nuestra época; nosotros somos sus hijos. Y ahora nosotros seremos los padres de otra era.
—Lo que sólo demuestra que siempre pueden encontrarse las palabras adecuadas para que las cosas más terribles parezcan nobles y hermosas, para poder sobrevivir a hacerlas.
Diko miró a Tagiri en silencio durante un largo instante. Luego arrojó la linterna eléctrica a los pies de su madre y se perdió en la noche.
Isabel temía el encuentro con Talavera. Iban a tratar de Cristóbal Colón, por supuesto. Eso debía significar que habían llegado a una conclusión.
—Es una tontería por mi parte, ¿no os parece? —le dijo a Doña Felicia—. Sin embargo, me preocupa tanto este veredicto como si yo fuera la juzgada.
Doña Felicia murmuró algo intrascendente.
—Quizás estoy siendo juzgada.
—¿Qué corte en la Tierra puede juzgar a una reina, majestad? —preguntó Doña Felicia.
—Ése es mi argumento —dijo Isabel—. Sentí, cuando Cristóbal habló aquel primer día en la corte, hace tantos años que la Santa Madre me estaba ofreciendo algo dulce y muy hermoso, un fruto de su propio jardín, una baya de su propia enredadera.
—Es un hombre fascinante, majestad.
—No me refiero a él, aunque lo considero un hombre amable y fervoroso. —Lo que Isabel nunca haría era dar la impresión de que miraba a otro hombre que no fuera su esposo con algo que se pareciera al deseo—. No, quiero decir que la Reina del Cielo me estaba dando la oportunidad de abrir una enorme puerta que llevaba mucho tiempo cerrada.
Suspiró.
—Pero ni siquiera el poder de las reinas es infinito. No tenía barcos que ofrecer y el coste de decir que sí al instante habría sido demasiado grande. Ahora Talavera ha decidido, y me temo que esté a punto de cerrar una puerta cuya llave sólo se me habrá dado en esa ocasión. Ahora pasará a otra mano y yo lo lamentaré para siempre.
—El cielo no puede condenar a vuestra majestad por no hacer lo que no estaba en su mano —dijo Doña Felicia.
—No me preocupa en este momento la condenación del cielo. Eso es algo entre mis confesores y yo.
—Oh, majestad, no quise decir que os enfrentarais a ningún tipo de condena del...
—No, no, Doña Felicia, no os preocupéis. No considero vuestra observación más que como una amabilísima muestra de confianza.
Felicia, aún agitada, se levantó para atender a la puerta. Era el padre Talavera.
—¿Queréis esperar junto a la puerta, Doña Felicia? —preguntó Isabel.
Talavera hizo un reverencia sobre su mano.
—Majestad, estoy a punto de pedir al padre Maldonado que escriba el veredicto.
El peor resultado posible. Isabel oyó la puerta del cielo cerrarse con fuerza a sus espaldas.
—¿Por qué hoy precisamente? —le preguntó—. ¿Lleváis todos estos años examinando a ese Colón y de repente hoy es una emergencia que debe ser decidida de inmediato?
—Creo que sí.
—¿Y por qué es eso?
—Porque la victoria en Granada se acerca.
—Oh, ¿os ha hablado Dios de eso?
—Vos también lo sentís. No Dios, naturalmente, sino su majestad el rey. Hay nueva energía en él. Está haciendo el esfuerzo final y sabe que tendrá éxito. El verano próximo. A finales de 1491, toda España estará libre del moro.
—¿Y eso significa que debéis resolver el asunto del viaje de Colón ahora?