Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón (28 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

Hasta entonces, las respuestas habían sido bastante claras. El rey no pretendía gastar ni un céntimo en nada más que la guerra contra los moros, mientras que la reina quería apoyar la expedición de Colón. Eso significaba que cualquier decisión sería dividida. En el delicado equilibrio entre el rey y la reina, entre Aragón y Castilla, cualquier decisión sobre la expedición de Colón haría que uno de ellos pensara que el poder había pasado peligrosamente al otro, y los recelos y la envidia aumentarían.

Por tanto, a pesar de todos los argumentos, Talavera estaba decidido a que no se alcanzara ningún veredicto hasta que la situación cambiara. Al principio fue bastante sencillo, pero a medida que pasaban los años y quedaba claro que Colón no tenía nada nuevo que ofrecer, se hacía más y más difícil mantener viva la cuestión. Por fortuna, Colón era la otra única persona implicada en el proceso que parecía comprenderlo. O, si no lo comprendía, al menos cooperaba con Talavera hasta este punto: seguía dando a entender que sabía más de lo que decía. Veladas referencias a informaciones aprendidas mientras estuvo en Lisboa o Madeira, menciones a pruebas que aún no habían sido presentadas, esto era lo que permitía a Talavera mantener la investigación abierta.

Cuando Maldonado (y Deza, por motivos opuestos) quería que obligara a Colón a colocar esos grandes secretos sobre la mesa, a zanjar el asunto de una vez por todas, Talavera siempre reconocía que sería de gran ayuda que Colón así lo hiciera, pero había que comprender que todo lo que hubiera aprendido en Portugal debía de haber sido bajo sagrado juramento. Si era sólo cuestión de miedo a las represalias portuguesas, entonces sin duda hablaría, pues era un hombre valiente y no temería nada de lo que el rey Juan pudiera hacer. Pero si era un asunto de honor, ¿cómo podían insistir en que rompiera su juramento y hablara? Eso sería lo mismo que pedir a Colón que se condenara por toda la eternidad, sólo por satisfacer su curiosidad. Por tanto, debían escuchar con atención cuanto Colón decía, con la esperanza de que, sabios eruditos como eran, acertaran a decidir qué era lo que no podía decirles abiertamente.

Y, por la gracia de Dios, Colón siguió el juego. Sin duda los otros lo habían llevado aparte, en algún momento u otro, tratando de sacarle los secretos que no quería contar. Y en todos estos largos años, Colón nunca había dado un indicio de cuál era su información secreta. Igual de importante, tampoco había dado ningún indicio de que no hubiera ninguna información secreta.

Durante mucho tiempo Talavera no había estudiado los argumentos: los había atendido al principio y no se había añadido nada importante durante años. No, lo que Talavera estudiaba era al mismísimo Colón. Al principio había asumido que era otro cortesano buscavidas, pero esa impresión desapareció rápidamente. Colón estaba decidido absoluta, fanáticamente a navegar hacia poniente, y no se le podía distraer con ninguna otra idea. Gradualmente, Talavera había comprendido que este viaje al oeste no era un fin en sí mismo. Colón tenía sueños. Colón quería conseguir algo, y este viaje al oeste era el cimiento. Pero ¿qué era lo que pretendía hacer?

Talavera se había devanado los sesos durante meses, durante años.

Por fin, la respuesta había llegado. Apartándose de su habitual cháchara erudita, Maldonado había recalcado, con cierta saña, que era egoísta por parte de Colón tratar de distraer a los monarcas de su guerra con los moros, y Colón súbitamente se dejó llevar por la furia.

—¿Una guerra con los moros? ¿Para qué, para expulsarlos de Granada, de un pequeño rincón de esta seca península? ¡Con las riquezas de Oriente podríamos expulsar al turco de Constantinopla, y de ahí sólo habría un corto paso para el Armageddon y la liberación de Tierra Santa! ¿Y vos me decís que no debo hacer esto, porque podría interferir en la guerra contra Granada? ¡Bien podríais decirle a un matador que no estoquee al toro porque podría interferir en su esfuerzo por aplastar a un ratón!

De inmediato Colón lamentó su observación, y fue rápido en afirmar a todos que no sentía sino el mayor entusiasmo por la gran guerra contra Granada.

—Perdonadme por dejar que mi pasión gobierne mi boca —dijo—. Ni por un momento he deseado más que la victoria de los ejércitos cristianos sobre el infiel granadino.

Talavera le había perdonado inmediatamente y prohibió que se repitieran las observaciones de Colón.

—Sabemos que lo que dijisteis fue debido al celo por la causa de Cristo, deseando que pudiéramos conseguir incluso más que la victoria contra Granada, no menos.

Colón pareció realmente aliviado de oír sus palabras. Si sus observaciones hubieran sido interpretadas como deslealtad, podrían haber significado la muerte en el acto de su petición... y las consecuencias personales habrían sido igual de severas. Los demás habían asentido sabiamente. No tenían ningún deseo de denunciarlo. ¡Para empezar, no redundaría en beneficio de nadie que hubieran tardado tantos años en descubrir que Colón era un traidor!

Lo que Colón no sabía, lo que no sabía ninguno de ellos, era lo profundamente que sus palabras habían tocado el alma de Talavera. ¡Una cruzada para liberar Constantinopla! ¡Romper el poderío del turco! ¡Clavar un cuchillo en el corazón del Islam! En unas cuantas frases Colón había obligado a Talavera a ver la vida desde una nueva luz. Todos estos años los había dedicado a la causa de España por bien de Cristo, y de pronto se daba cuenta de que, comparada con la de Colón, su fe era infantil. «Colón tiene razón: si servimos a Cristo, ¿por qué perseguimos ratones cuando el gran toro de Satán corre suelto por la más grande ciudad cristiana?»

Por primera vez en años, Talavera advirtió que servir al rey y a la reina podría no ser lo mismo que servir a la causa de Cristo. Advirtió que por primera vez en su vida estaba en presencia de alguien cuya devoción por Cristo bien podría igualarse a la suya propia. «Tan grande fue mi orgullo —pensó Talavera—, que tardé todos estos años en verlo.

»Y en estos años, ¿qué he hecho? He mantenido a Colón atrapado aquí, dándole esperanzas, manteniendo abierto el debate año tras año, todo porque tomar una decisión podría debilitar la relación entre Aragón y Castilla. Sin embargo, ¿y si es Colón, y no Fernando e Isabel, quien comprende lo que servirá mejor a la causa de Cristo? ¿Cómo se compara la purificación de España con la liberación de todas las antiguas tierras cristianas? Y con el poder del Islam roto, ¿qué impediría entonces que la Cristiandad se extendiera para cubrir el mundo?»

Si tan sólo Colón hubiera acudido a ellos con un plan de cruzada en vez de ese extraño viaje al oeste... El hombre era elocuente, enérgico, y había algo en él que impulsaba a estar de su lado. Talavera lo imaginó yendo de rey en rey, de corte en corte. Bien podría haber convencido a los monarcas de Europa para unirse en una causa común contra el turco.

En cambio, Colón parecía seguro de que la única manera de provocar tal cruzada era establecer una conexión rápida y directa con los grandes reinos de Oriente. Bien, ¿y si tenía razón? ¿Y si Dios había puesto esta visión en su mente? Sin duda, no era algo que un hombre inteligente hubiera pensado por su cuenta... el plan más racional era navegar rodeando África, como hacían los portugueses. ¿Pero no era también eso una especie de locura? ¿No eran los antiguos escritores quienes habían asumido que África se extendía hasta el polo sur, y que no había modo de rodearla? Sin embargo, los portugueses habían perseverado, bajando más y más no importaba cuan al sur navegaran, y África estaba siempre allí, extendiéndose aún más allá de lo que habían imaginado. Sin embargo, hacía un año que Dias había regresado por fin con la buena nueva: habían rodeado un cabo y encontrado que la costa se extendía al este, no al sur; y luego, después de cientos de millas, decididamente se extendía al noreste y luego al norte. Habían rodeado África. Y de pronto la irracional persistencia de los portugueses era ampliamente reconocida como racional, después de todo.

¿No podría suceder lo mismo con los irracionales planes de Colón? Sólo que en vez de un viaje de largos años, su ruta al Oriente produciría riquezas mucho más rápido. ¡Y su plan, en vez de enriquecer a un país diminuto e inútil como Portugal, acabaría consiguiendo que la Iglesia de Cristo llenara el mundo entero!

Así que ahora, en vez de pensar cómo estirar el examen a Colón, esperando a que los deseos de los monarcas se resolvieran, Talavera permanecía sentado en su austera cámara tratando de pensar cómo forzar el tema. Lo que sin duda no podía hacer era anunciar de repente, después de tantos años, sin nuevos argumentos significativos, que el comité decidía a favor de Colón. Maldonado y sus seguidores protestarían directamente a los hombres del rey y se produciría una lucha por el poder. La reina, casi con toda certeza, perdería en una pugna abierta, ya que su apoyo por parte de los señores del reino se debía en gran parte al hecho de que éstos consideraban que «pensaba como un hombre». Estar en franco desacuerdo con el rey contradiría esa idea. Así, el apoyo abierto a Colón provocaría divisiones y probablemente cancelaría el viaje.

«No —pensó Talavera—, lo único que no puedo hacer es apoyar a Colón. ¿Entonces qué puedo hacer?

»Puedo liberarlo. Puedo terminar el proceso y dejar que se marche a ver a otro rey, a otra corte.» Talavera sabía bien que los amigos de Colón habían hecho discretas averiguaciones en las cortes de Francia e Inglaterra. Una vez que los portugueses habían conseguido su hazaña de hallar una ruta africana al Oriente, podrían permitirse una pequeña expedición al oeste. Sin duda la ventaja portuguesa para comerciar con Oriente sería envidiada por otros reyes. Colón podría tener éxito en cualquier parte. Así que pasara lo que pasara, debía poner fin al examen inmediatamente.

¿Pero no podía haber también un medio de acabar con el examen y sin embargo volver las cosas para ventaja de los partidarios de Colón?

Con un plan a medio formar en la mente, Talavera envió a la reina una nota solicitando una audiencia secreta con ella para tratar del tema de Colón.

Tagiri no comprendía su propia reacción ante la noticia del éxito de los científicos que trabajaban en el viaje en el tiempo. Debería estar contenta. Debería estar alegrándose de que su gran obra pudiera ser conseguida, físicamente. Sin embargo, desde la reunión con el equipo de físicos, matemáticos e ingenieros que trabajaban en el proyecto, se había sentido molesta, enfadada, asustada. Lo opuesto de lo que esperaba.

Sí, decían, podemos enviar al pasado a una persona. Pero si lo hacemos no hay ninguna posibilidad, absolutamente ninguna, de que nuestro presente sobreviva en ninguna forma. Enviar a alguien al pasado es el fin de nosotros mismos.

Fueron muy pacientes, tratando de explicar física temporal a unos historiadores.

—Si nuestro tiempo es destruido —preguntó Hassan—, ¿entonces no destruirá eso también a la misma gente que enviemos atrás? Si ninguno de nosotros llega a nacer jamás, entonces la gente que enviemos no habrá nacido tampoco, y por tanto nunca podrán haber sido enviados.

No, explicaron los físicos, estás confundiendo causalidad con tiempo. El tiempo en sí, como fenómeno, es completamente lineal y unidireccional. Cada momento sucede sólo una vez, y pasa al siguiente momento. Nuestras memorias agarran esta forma de fluir del tiempo y en nuestras mentes las relacionamos con la causalidad. Sabemos que si A causa B, entonces A debe venir antes de B. Pero no hay nada en la física del tiempo que lo requiera. Piensa en lo que hicieron vuestros predecesores. La máquina que enviaron atrás en el tiempo fue el producto de un largo entramado causal. Esas causas eran todas reales y la máquina existió de verdad. Enviarla atrás en el tiempo no deshizo ninguno de los acontecimientos que llevaron a la creación de esa máquina. Pero en el momento en que la máquina causó que Colón tuviera su visión en la playa de Portugal, empezó a transformar el entramado causal de modo que ya no condujo al mismo lugar. Todas esas causas y efectos existieron realmente... las que llevaron a la creación de la máquina, y las que siguieron a la introducción de la máquina en el siglo quince.

—Pero entonces están diciendo que su futuro todavía existe —protestó Hunahpu.

Eso depende de cómo definas la existencia, explicaron ellos. Como parte del entramado causal que lleva al momento presente, sí, continúan existiendo en el sentido en que toda parte de su entramado causal que condujo a la existencia de su máquina en nuestro tiempo sigue teniendo efectos en el mundo presente. Pero todo lo periférico o irrelevante a eso carece ahora por completo de efecto en nuestra corriente temporal. Y todo lo de su historia que la introducción de la máquina en la nuestra causó que no sucediera está completa e irrevocablemente perdido. No podemos volver a nuestro pasado y verlo porque no sucedió.

—Pero sucedió, porque su máquina existe. No, repitieron ellos. La causalidad puede ser recursiva, pero el tiempo no. Todo lo que la introducción de su máquina causó que no sucediera, no sucedió en el tiempo. No hay ningún momento del tiempo en que existieran esos acontecimientos. Por tanto no pueden verse o visitarse porque el
loa
temporal que ocuparon está ahora ocupado por diferentes momentos. Dos conjuntos contradictorios de acontecimientos no pueden ocupar el mismo momento: estáis confundidos porque no podéis separar causalidad de tiempo. Y es perfectamente natural, porque el tiempo es racional. La causalidad es irracional. Hemos estado jugando juegos especulativos con las matemáticas del tiempo durante siglos, pero nunca habríamos visto esta distinción entre causalidad y tiempo si no tuviéramos la máquina del futuro.

—Entonces, lo que estáis diciendo —ofreció Diko— es que la otra historia todavía existe, pero no podemos verla con nuestras máquinas.

Eso no es lo que estamos diciendo, replicaron ellos con infinita paciencia. Todo lo que no estaba causalmente conectado con la creación de esa máquina no puede decirse que haya existido jamás. Y todo lo que llevó a la creación de esa máquina y su introducción en nuestro tiempo existe sólo en el sentido en que existen los números irreales.

—Pero ellos existieron —dijo Tagiri, más apasionadamente de lo que esperaba—. Existieron.

—No —dijo el viejo Manjam, que hasta entonces había dejado que sus colegas más jóvenes tomaran la palabra—. Los matemáticos nos sentimos muy cómodos con esto: nunca hemos habitado el reino de la realidad. Pero naturalmente tu mente se rebela contra ello porque tu mente existe en el tiempo. Lo que debes comprender es que la causalidad no es real. No existe en el tiempo. El Momento A no causa realmente el Momento B en la realidad. El Momento A existe y el Momento B existe, y entre ellos están los Momentos A.a hasta A.z, y entre A.a y A.b hay desde A.aa hasta A.az. Ninguno de esos momentos toca realmente ningún otro momento. Eso es la realidad: un conjunto infinito de momentos discretos desconectados de cualquier otro momento porque cada momento en el tiempo no tiene una dimensión lineal. Cuando la máquina fue introducida en nuestra historia, desde ese punto en adelante un nuevo conjunto infinito de momentos sustituyó por completo al antiguo conjunto infinito de momentos. No quedaron lugares-momentos de sobra para que los antiguos momentos sobrevivieran. Y como no había tiempo para ellos, no sucedieron. Pero la causalidad no es afectada por esto. No es geométrica. Tiene unas matemáticas completamente distintas, unas matemáticas que no encajan bien con conceptos como espacio y tiempo y que desde luego no encajan con nada que podamos llamar «real». No hay ningún espacio ni tiempo donde sucedieran esos acontecimientos.

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