Read Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón Online
Authors: Orson Scott Card
Tags: #Ciencia Ficción
—Sólo son hombres —respondió Diko—. Algunos son muy malos, y algunos son muy buenos. Todos saben hacer cosas que nadie en Haití sabe hacer, y sin embargo hay muchas cosas que todos los niños de Haití saben y los hombres blancos no comprenden.
—¡Cuéntanos! —gritaron varios de ellos.
—Ya os he contado todas esas historias sobre la llegada de los hombres blancos —dijo Diko—. Y hoy hay trabajo que hacer.
Expresaron como niños su decepción. ¿Y por qué no iban a hacerlo? La confianza dentro de la aldea, dentro de la tribu, era tal que nadie tenía miedo de decir lo que deseaba. Los únicos sentimientos que tenían que ocultar de sus compañeros eran los verdaderamente vergonzosos, como el miedo y la malicia.
Diko llevó su percha y sus cestas de agua vacías a su casa. Una choza, en realidad. Por suerte no había nadie esperándola allí. Putukam y ella eran las únicas mujeres que tenían casas propias y, desde la primera vez que Diko alojó a una mujer cuyo marido estaba furioso y amenazó con golpearla, Putukam se había unido a ella para convertir su morada en un refugio para las mujeres. Había habido mucha tensión al principio, ya que Nugkui, el cacique, veía, no sin razón, a Diko como una rival por el poder en la aldea. La tensión sólo se tradujo en violencia una vez, cuando tres hombres surgieron de las sombras de la noche, armados con lanzas. Diko tardó unos treinta segundos en desarmarlos a todos, romper los palos de las lanzas y dejarlos marchar tambaleándose con muchos cortes y hematomas y músculos doloridos. Simplemente, no podían medirse con su fuerza y su tamaño... y su dominio de las artes marciales.
Eso no habría impedido que intentaran algo más tarde (una flecha, un dardo, un incendio), pero Diko llevó el caso a la luz. Reunió sus pertenencias y empezó a regalárselas a las otras mujeres. Esto inquietó de inmediato a toda la aldea.
—¿Adonde vas? —demandaron—. ¿Por qué te marchas?
Ella respondió con toda sinceridad:
—Vine a esta aldea porque me pareció oír una voz que me llamaba. Pero anoche tuve una visión de tres hombres que me atacaban en la oscuridad y supe que esa voz debía de estar equivocada, no era esta aldea, porque esta aldea no me quiere. Ahora debo marcharme y encontrar la aldea adecuada, la que tiene necesidad de una alta mujer negra para que les lleve el agua.
Tras muchos tira y afloja, accedió a quedarse durante tres días.
—Al final de ese periodo me marcharé, a menos que todo el mundo en Ankuash me haya pedido, uno a uno, que me quede, y hayan prometido nombrarme su tía o su hermana o su sobrina. Si una sola persona no me quiere, me marcharé.
Nugkui no era ningún tonto. Por mucho que lamentara su autoridad, sabía que tenerla en la aldea daba a Ankuash un enorme prestigio entre los tainos que vivían montaña abajo. ¿No les enviaban sus enfermos para que los curase? ¿No enviaban mensajeros para preguntar el significado de acontecimientos o para conocer qué predecía para el futuro Ve-en-la-Oscuridad? Hasta que llegó Diko, los habitantes de Ankuash eran despreciados como gente que vivía en la zona fría de la montaña. Fue Diko quien les explicó que su tribu fue la primera en vivir en Haití, que sus antepasados fueron los primeros en ser lo bastante valientes para navegar de isla en isla.
—Durante mucho tiempo, los tainos dominaron este lugar, y ahora los caribes quieren hacer lo mismo —explicó—. Pero pronto llegará el momento en que Ankuash dirija una vez más a todo el pueblo de Haití. Pues ésta es la aldea que domará a los hombres blancos.
Nugkui no estaba dispuesto a dejar escapar tan exaltado futuro.
—Quiero que te quedes —dijo, a regañadientes.
—Me alegro de oír eso. ¿Has visto a Baiku para que trate esa fea magulladura de tu frente? Debes de haber chocado con un árbol cuando saliste a orinar en la oscuridad.
Él se la quedó mirando.
—Algunos dicen que haces cosas que no debería hacer una mujer.
—Pero si yo las hago, entonces deben ser cosas que creo que una mujer debería hacer.
—Algunos dicen que enseñas a las esposas a ser rebeldes y perezosas.
—Nunca enseño a nadie a ser perezoso. Trabajo más duro que ninguno y las mejores mujeres de Ankuash siguen mi ejemplo.
—Ellas trabajan duro, pero no siempre hacen lo que les dicen sus maridos.
—Pero hacen casi todo lo que sus maridos les piden que hagan —dijo Diko—. Sobre todo cuando sus maridos hacen todo lo que las esposas les piden.
Nugkui se quedó sentado durante un largo rato, masticando su ira.
—Ese corte en tu brazo tiene mal aspecto —dijo Diko—. ¿Fue alguien descuidado con la punta de su lanza en la caza de ayer?
—Lo cambias todo —dijo Nugkui.
Ése era el punto crucial de la negociación.
—Nugkui, eres un jefe valiente y sabio. Te observé durante mucho tiempo antes de venir aquí. Dondequiera que fuese, sabía que tendría que hacer cambios, porque la aldea que enseñe a los blancos a ser humanos tiene que ser diferente de todas las demás aldeas. Habrá momentos peligrosos cuando los hombres blancos no estén domados aún, cuando puede que necesites guiar a nuestros hombres a la guerra. E incluso en la paz, tú eres el cacique. Cuando viene la gente en busca de juicio, ¿no te los envío siempre? ¿No te muestro siempre respeto?
A regañadientes, él admitió que así era.
—He visto un futuro terrible, donde los hombres blancos vienen, miles y miles de ellos, y convierten a nuestro pueblo en esclavo... a aquellos que no matan en el acto. He visto un futuro donde en toda la isla de Haití no hay ni un solo taino, ni un solo caribe, ni un hombre o una mujer o un niño de Ankuash. Vine aquí para impedir ese terrible futuro. Pero no puedo hacerlo sola. Depende de ti tanto como de mí. No quiero que me obedezcas. No quiero gobernar por encima de ti. ¿Qué aldea respetaría a Ankuash, si el cacique aceptara órdenes de una mujer? Pero ¿qué cacique merece respeto, si no es capaz de aprender sabiduría sólo porque una mujer se la enseña?
Él la observó, impasible, y luego dijo:
—Ve-en-la-Oscuridad es una mujer que doma a los hombres.
—Los hombres de Ankuash no son animales. Ve-en-la-Oscuridad vino aquí porque los hombres de Ankuash ya se han domado a sí mismos. Cuando las mujeres se refugiaron en mi tienda, o en la de Putukam, los hombres de esta aldea podrían haber derribado las paredes y golpeado a sus esposas, o las podrían haber matado... y a Putukam también, e incluso a mí, porque puede que yo sea lista y fuerte, pero no soy inmortal y se me puede matar.
Nugkui parpadeó ante la declaración.
—Pero los hombres de Ankuash son verdaderamente humanos. Estaban furiosos con sus esposas, pero respetaron la puerta de mi casa y la de Putukam. Se quedaron fuera, y esperaron hasta que su ira se enfrió. Entonces sus esposas salieron, y ninguna fue golpeada, y las cosas mejoraron. Dicen que Putukam y yo ayudamos a crear la paz. Pero sólo funcionó porque los hombres y mujeres de esta aldea la querían. Sólo funcionó porque tú, como cacique, permitiste que funcionara. Si vieras a otro cacique actuar como tú has actuado, ¿no lo llamarías sabio?
—Sí —dijo Nugkui.
—Yo también te llamo sabio —dijo Diko—. Pero no me quedaré a menos que pueda llamarte también tío mío.
Él sacudió la cabeza.
—Eso no estaría bien. No soy tío tuyo, Ve-en-la-Oscuridad. Nadie lo creería. Sabrían que sólo finges ser mi sobrina.
—Entonces no puedo quedarme —dijo ella, poniéndose en pie.
—Siéntate. No puedo ser tu tío y no seré tu sobrino, pero puedo ser tu hermano.
Diko cayó entonces de rodillas ante él, y lo abrazó, todavía sentado en el suelo como estaba.
—Oh, Nugkui, eres el hombre que esperaba.
—Eres mi hermana —repitió él—, pero agradezco a todos los
pasuk
que viven en el bosque que no seas mi esposa.
Con esto se levantó y salió de la casa. A partir de entonces fueron aliados: una vez que Nugkui dio su palabra, no la rompió y ninguno de los hombres airados la rompió tampoco. Él resultado fue inevitable. Los hombres aprendieron que era mejor controlar su furia que sufrir la humillación pública de ver cómo sus esposas se refugiaban en casa de Diko o de Putukam y ninguna mujer de Ankuash había sido golpeada desde hacía más de un año. Ahora era más normal que las mujeres acudieran a la casa de Diko para quejarse de un marido que había dejado de desearlas, o para pedirle magia o profecías. Ella no daba nada de eso, pero ofrecía consuelo y sentido común.
Sola en su casa, Diko cogió el calendario que llevaba y revisó en su mente los acontecimientos que se producirían en los próximos días. Allá en la costa, los españoles acudirían a Guacanagarí en busca de ayuda. Mientras tanto, Kemal (al que los indios llamaban el Hombre Silencioso) destruiría los otros barcos españoles. Si fracasaba, o si los españoles conseguían construir nuevos barcos y regresaban a casa, entonces su tarea sería unificar a los indios para prepararlos para expulsar a los españoles. Pero si los españoles quedaban atrapados allí, entonces su tarea sería difundir historias que hicieran que Colón se acercara a ella. Cuando el orden social se rompiera en la expedición (lo que sin duda ocurriría una vez que estuvieran aislados) Colón necesitaría refugio. Y lo encontraría en Ankuash. La misión de ella sería aceptarlo junto con todos los que tuviera bajo su control. Si había montado un número para que los indios llegaran a aceptarla, que esperaran a ver lo que hacía con los hombres blancos.
Ah, Kemal. Ella le había preparado el terreno diciendo que vendría una persona de poder, un hombre silencioso, que haría cosas maravillosas pero las guardaría para sí. Dejadlo en paz, decía en todos sus relatos. Mientras tanto, no sabía si Kemal vendría o no: por lo que podía decir, era la única que había llegado con éxito a su destino. Fue un alivio enorme cuando se enteró de que el Hombre Silencioso estaba viviendo en el bosque cerca de la costa. Durante varios días jugueteó con la idea de ir a verlo. Él tenía que sentirse aún más solo que ella, desconectada de su propio tiempo, de toda la gente que había amado. Pero no. Cuando culminara satisfactoriamente su trabajo, los españoles lo percibirían como enemigo; no podían relacionarla con él, ni siquiera en las leyendas indias, pues muy pronto esas historias llegarían a oídos de los españoles. Así que hizo correr la voz de que quería saberlo todo sobre los movimientos de él, y que pensaba que sería sabio dejarlo en paz. Su autoridad no era absoluta, pero Ve-en-la-Oscuridad era considerada con el suficiente respeto, incluso por la gente de fuera de la aldea que jamás había hablado con ella, para que su consejo referido a aquel extraño hombre barbudo fuera tomado en serio.
Alguien batió las palmas ante la casa.
—Sé bienvenido —dijo ella.
La puerta de juncos tejidos se alzó y Chipa entró en la choza. Era una niña, quizá de unos diez años, pero muy lista, y Diko la había elegido para que fuera su mensajera ante Cristóforo.
—¿Estás pronta?—le preguntó Diko.
—Pronta, mas estoy con miedo.
El español de Chipa era correcto. Diko llevaba dos años enseñándoselo: las dos no hablaban entre sí ningún otro idioma. Y por supuesto Chipa dominaba fluidamente el taino que era la lengua franca de Haití, aunque los habitantes de Ankuash hablaran a menudo un lenguaje distinto y mucho más antiguo, sobre todo en ocasiones solemnes o sagradas. Chipa era buena con los idiomas. Sería una magnífica intérprete.
Intérpretes fue lo único que Cristóforo no tuvo en su primer viaje. Lo que se podía comunicar con gestos, señales y expresiones faciales no era mucho. La falta de un lenguaje común había obligado tanto a los europeos como a los indios a depender de suposiciones sobre lo que el otro lado quería decir realmente. Eso llevó a ridículos malentendidos. Toda sílaba que sonaba a «khan» hacía que Cristóforo pensara que estaba en Cathay. Y en este momento, en la aldea principal de Guacanagarí, Cristóforo estaba sin duda preguntando dónde podía hallarse más oro; cuando Guacanagarí señalara la montaña y dijera «Cibao», Colón lo entendería como una versión de «Cipango». Si realmente hubiera sido Cipango, los samurais habrían acabado con él y con sus hombres. Pero lo más preocupante era que en la historia anterior a Cristóforo no se le hubiera pasado ni una sola vez por la mente que no tuviera derecho a ir a la mina de oro que pudiera encontrar en Haití y tomar posesión de ella.
Diko recordaba lo que Cristóforo escribió en su cuaderno de navegación cuando la gente de Guacanagarí trabajó para ayudarle a rescatar todo su equipo y provisiones del naufragio de la
Santa María:
«Aman a su prójimo como a sí mismos.» Era capaz de considerar que tenían ejemplares virtudes cristianas... y luego dar la vuelta al razonamiento y asumir que él tenía derecho a quitarles todo lo que poseían. Minas de oro, comida, incluso su libertad y sus vidas: era incapaz de pensar que tenían derechos. Después de todo, eran extraños. Oscuros de piel. Incapaces de hablar ningún idioma reconocible. Y por tanto no eran personas.
Para los novicios de Vigilancia, una de las cosas más duras a la hora de estudiar el pasado era la forma en que la mayoría de la gente de la mayoría de las épocas podía hablar a gente de otras naciones, tratar con ellos, hacerles promesas y luego dar marcha atrás y actuar como si esas mismas gentes fueran bestias. ¿Qué significaban unas promesas hechas a bestias? ¿Qué respeto se debía a la propiedad reclamada por unos animales? Pero Diko había aprendido, como hacía la mayoría en Vigilancia del Pasado, que para la mayor parte de la historia humana, la virtud de la empatia estaba limitada al propio grupo o tribu. Las personas que no eran miembros de la tribu no eran personas. Eran animales, peligrosos depredadores, presas útiles o bestias de carga. Sólo de vez en cuando unos pocos grandes profetas declaraban que la gente de otras tribus, incluso de otras lenguas o razas, eran también humanos. Gradualmente los derechos de soberanía y pernada evolucionaron. Incluso en tiempos modernos, cuando ideas tan atractivas como la igualdad y fraternidad fundamentales de la humanidad se predicaban en todos los rincones del mundo, la idea de que el extranjero no era una persona permanecía latente bajo la superficie.
«¿Qué espero en realidad de Cristóforo? —se preguntaba Diko—. Le estoy pidiendo que aprenda un grado de empatia hacia otras razas, algo que no se convirtió en una fuerza de peso en la vida humana hasta casi quinientos años después de su gran viaje y no prevaleció en todo el mundo hasta superar muchas guerras sangrientas y hambres y plagas. Le estoy pidiendo que se alce sobre su propia época y se convierta en algo nuevo.»