Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón (36 page)

Read Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón Online

Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

—Eso es porque nunca antes habéis estado en las Indias —dijo Colón.

—Ni en la luna tampoco —murmuró Sánchez.

—¿No habéis leído a Marco Polo? No son chinos porque sus ojos no son oblicuos y rasgados. No hay amarillo en su tez, ni negrura, sino más bien un tono oscuro que nos indica que son de la India.

—¿Así que no es Cipango después de todo? —dijo Don Pedro.

—Una isla exterior. Quizás hemos llegado demasiado al norte. Cipango está al sur de aquí, o al suroeste. No podemos estar seguros de la precisión de las observaciones de Polo. No era navegante.

—¿Y vos lo sois? —preguntó Sánchez secamente.

Cristóforo ni siquiera se molestó en mirarlo con el desdén que le merecía.

—Dije que llegaríamos al Oriente navegando hacia poniente, señor, y aquí estamos.

—Estamos en alguna parte —dijo Sánchez—. Pero dónde se halla este lugar perdido de la mano de Dios, nadie puede decirlo.

—Por las sagradas heridas del Señor, os digo que estamos en el Oriente.

—Admiro la seguridad del almirante.

Aquí estaba otra vez, ese título: almirante.

Las palabras de Sánchez parecían expresar duda, y sin embargo le daba el título que sólo podía dársele si su expedición tenía éxito. ¿O lo usaba irónicamente? ¿Se estaba burlando de Cristóforo?

El timonel se le acercó.

—¿Nos dirigimos a tierra, señor?

—El mar se halla aún demasiado encrespado —dijo Cristóforo—. Ya veis las olas rompiendo en las rocas. Tenemos que rodear la isla y encontrar una abertura. Navegad dos puntos a poniente por el sur hasta que rodeemos el extremo meridional del arrecife, y luego a poniente.

Se señaló la misma orden a las otras dos carabelas. Los indios de la costa los saludaron, gritando algo incomprensible. Ignorantes y desnudos... no era adecuado que el emisario de unos reyes cristianos diera sus primeros pasos con la gente más pobre de esta nueva tierra. Los misioneros jesuitas habían viajado hasta los rincones más lejanos del Oriente. Alguien que supiera latín sin duda sería enviado para saludarlos, una vez que habían sido avistados.

Hacia mediodía, cuando navegaban hacia el norte por la costa occidental de la isla, encontraron una bahía que permitía una buena entrada. Ya estaba claro que se trataba de una isla tan pequeña como para ser considerada insignificante. Ni siquiera los jesuitas se molestarían con un lugar tan pequeño, así que Cristóforo decidió no esperar otro día o dos antes de encontrar a alguien digno de recibir a los emisarios del rey y la reina.

El cielo se había despejado y el sol brillaba caluroso y resplandeciente cuando Colón descendió al batel. Tras él bajaron la escala Sánchez, Don Pedro y, tembloroso como siempre, el pobre Rodrigo de Escobedo, el notario encargado de llevar el registro oficial de todo lo que se hiciera en nombre de sus majestades. Tenía buena reputación en la corte, donde era considerado un joven funcionario prometedor, pero a bordo pronto se había visto reducido a una sombra vomitante que corría de su camarote a la borda y regresaba tambaleándose... cuando tenía fuerzas para levantarse de la cama. Con el paso del tiempo, claro, se había acostumbrado un poco al mar, e incluso comía y no acababa manchando el suelo de la carabela. Pero la tormenta del día anterior lo había debilitado de nuevo, y por eso era un acto de puro coraje que lograra bajar a la costa y ejecutar el deber para el que había sido enviado. Cristóforo lo admiraba tanto por su silenciosa fuerza que había decidido que ningún cuaderno de a bordo suyo registraría el mareo de Escobedo. Que conservara su dignidad en la historia.

Cristóforo advirtió que el batel se despegaba de la carabela de Pinzón antes de que todos los oficiales reales hubieran llegado a la suya. «Que tenga cuidado, si piensa que va a ser el primero en poner el pie en esta tierra. Piense lo que piense de mí como marino, soy todavía el emisario del rey de Aragón y la reina de Castilla, y sería traición por su parte engañarme en una misión como ésta.»

Pinzón debió de darse cuenta a medio camino de la playa, porque su batel flotaba inmóvil en el agua cuando el de Cristóforo lo adelantó y llegó a la orilla. Antes de que su barca se detuviera, Colón saltó por la borda y avanzó entre las olas, empapado hasta la cintura y arrastrando la espada que llevaba colgada al cinto. Mantenía el estandarte real bien alto sobre su cabeza cuando salió del agua y caminó por la arena húmeda de la playa. Caminó hasta rebasar la línea de la marea, y en la arena seca se arrodilló y besó el suelo. Entonces se puso en pie y se volvió hacia quienes le seguían, que también se arrodillaron y besaron el suelo como él había hecho.

—Esta pequeña isla llevará ahora el nombre del santo Salvador que nos guió hasta aquí.

Escobedo escribió en el papel que guardaba en la cajita que había traído de la carabela: «San Salvador.»

—Esta tierra es ahora propiedad de sus majestades los reyes Fernando e Isabel, nuestros soberanos y servidores de Cristo.

Esperaron a que Escobedo terminara de escribir lo que había dicho Colón. Entonces Cristóforo firmó y también lo hicieron todos los presentes. Ninguno tuvo la temeridad de atreverse a firmar encima de él, ni a rebasar la mitad del tamaño de su osada rúbrica.

Sólo entonces empezaron los nativos a surgir del bosque. Había gran número de ellos, todos desnudos, ninguno armado, oscuros como la corteza de un árbol. Contra el vivido verde de los árboles y matorrales, su piel parecía casi roja. Caminaban tímidamente, deferentes, con el asombro claramente marcado en el rostro.

—¿Son todos niños? —preguntó Escobedo.

—¿Niños? —dijo Don Pedro.

—No tienen barba.

—Nuestro capitán también se afeita —dijo Don Pedro.

—No tienen pelo ninguno —repuso Escobedo.

Sánchez, al oírlos, se rió en voz alta.

—¿Están completamente desnudos y les miráis la cara para ver si son hombres?

Pinzón escuchó el chiste y se rió todavía con más fuerza, transmitiendo la anécdota. Los nativos, al oír la risa, la imitaron. Pero no pudieron dejar de extender las manos y tocar las barbas de los españoles que tenían más cerca. Estaba tan claro que no tenían mala intención que los españoles permitieron su contacto, riendo y bromeando. Sin embargo, aunque Colón no tenía barba que les atrajera, no dudaron reconocerlo como el jefe, y fue a él a quien se dirigió el más viejo de los nativos. Cristóforo probó varios idiomas con él, incluyendo el latín, el portugués y el genovés, sin conseguir nada. Escobedo probó con el griego y el hermano de Pinzón, Vicente Yáñez, con las nociones de moro que había adquirido durante sus años de contrabando en la costa.

—No tienen lenguaje ninguno —dijo Cristóforo. Entonces extendió la mano hacia el adorno de oro que el jefe llevaba en la oreja.

Sin decir palabra, el hombre sonrió, se lo quitó de la oreja y lo depositó en la mano de Cristóforo.

Los españoles suspiraron aliviados. Así que los nativos comprendían bien las cosas, con lenguaje o sin él. El oro que tuviesen pertenecía a los españoles.

—Más de esto —dijo Cristóforo—. ¿Dónde caváis para sacarlo del suelo?

Frente a la incomprensión del nativo, Colón hizo la pantomima de cavar en la arena y «encontrar» allí el adorno de oro. Entonces señaló hacia el interior de la isla.

El anciano sacudió vigorosamente la cabeza y señaló hacia el mar.

Hacia el suroeste.

—Parece que el oro no procede de esta isla —dijo Cristóforo—, Pero difícilmente podíamos esperar que un sitio tan pequeño y pobre como éste contara con una mina de oro, o habría aquí oficiales reales de Cipango para supervisar las labores de excavación.

Depositó el adorno de oro en la mano del anciano.

—Pronto veremos oro en tales cantidades que esto nos parecerá una bagatela —dijo a los otros españoles.

Pero el anciano rehusó aceptar el adorno. Volvió a dárselo a Cristóforo. Era el claro signo que éste andaba buscando. El oro de este lugar se lo entregaba Dios. Ningún hombre daría libremente algo tan precioso si Dios no lo impulsara. El sueño de Colón de lanzar una cruzada que liberara Constantinopla y luego Tierra Santa sería financiado por los adornos de los salvajes.

—Tomo esto, pues, en nombre de mis soberanos el rey y la reina de España —dijo—. Ahora iremos en busca del lugar donde nace este oro.

No era el grupo de zapotecas más seguro para encontrárselos en el bosque. Una partida de guerra, decidida a hallar un cautivo para sacrificarlo al principio de la estación de las lluvias. Su primer pensamiento sería que Hunahpu supondría una víctima espléndida. Era más alto y más fuerte que ningún hombre que hubieran visto antes, muy adecuado para un ofrecimiento de excepcional valor.

Tenía que tomar la iniciativa, aparecerse ante ellos como alguien que ya pertenecía a los dioses. Al final, virtualmente tuvo que capturarlos. Allá en Juba se sentía plenamente seguro de que su plan funcionaría. Sin embargo, rodeado de las llamadas de los pájaros y el zumbido de los insectos de las pantanosas tierras de Chiapas, el plan parecía ridículo, embarazoso y doloroso.

Tendría que imitar el sacrificio real más salvaje existente que no acabara con la muerte del rey. ¿Por qué tenían que ser los mayas tan inventivamente masoquistas?

Todo lo demás estaba preparado. Había escondido la biblioteca del futuro perdido en su lugar de descanso permanente y sellado la abertura. Había guardado todos los artículos que necesitaría más tarde en sus contenedores impermeables y memorizado los indicadores naturales permanentes que le permitirían volver a encontrarlos. Y los artículos que necesitaría durante el primer año estaban guardados en sacos que no parecerían demasiado extraños a los ojos de los zapotecas. Él mismo iba desnudo, el cuerpo pintado, el cabello cubierto de plumas y con joyas y abalorios para parecer un rey maya después de una gran victoria. Y, lo más importante, sobre su cabeza y por su espalda colgaban la cabeza y la piel del jaguar que había matado.

Tenía treinta minutos antes de que la partida de guerra de la aldea de Atetulka llegara al claro en que se encontraba. Si quería que su sangre fuera fresca tendría que esperar hasta el último minuto, y el último minuto había llegado. Suspiró, se arrodilló en la suave tierra del claro en sombras y buscó el anestésico tópico. Los mayas hacían esto sin anestesia, se recordó mientras lo aplicaba copiosamente sobre su pene y luego esperaba unos minutos a que éste perdiera la sensibilidad. Entonces, con una pistola hipodérmica, durmió toda la zona genital, con la esperanza de tener alguna oportunidad de volver a aplicar la anestesia al cabo de unas cuatro horas, cuando el efecto desapareciera.

Una auténtica aguja de manta raya y cinco de imitación compuestas de diferentes metales. Las cogió una por una y las introdujo en la piel suelta de la parte superior de su pene. La sangre chorreó copiosamente por sus piernas. La aguja de manta raya, luego las de plata, oro, cobre, bronce y hierro. Aunque no sentía dolor, al final se notó mareado. ¿Por la pérdida de sangre? Lo dudaba. Era casi con toda seguridad el efecto psicológico de perforar su propio pene. Ser rey entre los mayas era asunto serio. ¿Podría haberlo hecho sin anestesia? Hunahpu lo dudaba y alabó a sus antepasados, aunque se estremecía por su barbarie.

Cuando la partida de caza llegó silenciosa al calvero, Hunahpu se encontraba en medio de un claro de luz. La lámpara de alta intensidad que apuntaba hacia arriba entre sus piernas hacía que las espinas de metal resplandecieran y titilaran con el temblor de su cuerpo. Como Hunahpu esperaba, sus ojos fueron directos al lugar donde la sangre aún corría por sus muslos y goteaba desde la punta de su pene. También contemplaron la pintura de su cuerpo y, tal como suponía, parecieron reconocer de inmediato el significado de su aspecto. Se postraron.

—Soy Un-Hunahpu —dijo en maya. Luego lo repitió en zapoteca—. Soy Un-Hunahpu. Vengo de Xibalba ante vosotros, perros de Atetulka. He decidido que ya no seréis perros, sino hombres. Si me obedecéis, vosotros y todos los que hablan el lenguaje zapoteca seréis dueños de esta tierra. Vuestros hijos ya no subirán al altar de Huitzilopochtli, pues acabaré con el poder de los mexica, arrancaré el corazón de los tlaxcalanos y vuestros barcos tocarán las costas de todas las islas del mundo.

Los hombres tendidos en el suelo empezaron a temblar y a gemir.

—¡Os ordeno que me digáis por qué tenéis miedo, perros idiotas!

—¡Huitzilopochtli es un dios terrible! —exclamó uno de ellos. Se llamaba Yax. Hunahpu los conocía a todos, desde luego, había estudiado durante años su aldea y los individuos clave en las otras aldeas zapotecas.

—Huitzilopocthli es casi tan terrible como la Gorda Niña Jaguar —dijo Hunahpu.

Yax alzó la cabeza ante la mención de su esposa, y varios de los otros hombres se rieron.

—La Gorda Niña Jaguar te golpea con un palo cuando piensa que has plantado maíz en el campo equivocado —dijo Hunahpu—, pero tú sigues plantando donde quieres.

—¡Un-Hunahpu! —chilló Yax—. ¿Quién te habló de la Gorda Niña Jaguar?

—En Xibalba os observé a todos. Me reí de ti cuando lloraste bajo el palo de la Gorda Niña Jaguar. Y tú, Mono-come-Flor, ¿crees que no te vi orinar en las gachas del viejo Gran-Cráneo-Cero y luego hacerle tortitas con ellas? Me reí cuando se las comió.

Los otros hombres también se rieron y Mono-come-Flor alzó la cabeza con una sonrisa.

—¿Te gustó mi pequeña venganza?

—Conté tus trucos de mono a los señores de Xibalba y se rieron hasta llorar. Y cuando los ojos de Huitzilipocthli se llenaron de lágrimas, le metí los pulgares y se los saqué de las cuencas.

Con esto, Hunahpu rebuscó en la bolsa que colgaba del cordón de su cintura y sacó los dos ojos acrílicos que había traído consigo.

—Ahora Huitzilopochtli necesita a un niño que le guía por Xibalba y le cuenta qué ve. Los otros señores de Xibalba ponen obstáculos en su camino y se ríen cuando cae. Y ahora he venido aquí a la superficie de la Tierra para convertiros en personas.

—¡Construiremos un templo y te sacrificaremos a cada hombre de los mexica, oh, Un-Hunahpu! —exclamó Yax.

Exactamente la reacción que esperaba. De inmediato le lanzó uno de los ojos de Huitzilopochtli a Yax, quien soltó un alarido y se frotó el hombro allá donde lo había golpeado. Hunahpu había sido un
pitcher
bastante aceptable de la Pequeña Liga con una decente bola rápida.

Other books

The Defector by Daniel Silva
Rent A Husband by Mason, Sally
The Summer of the Falcon by Jean Craighead George
Where the Moon Isn't by Nathan Filer
Fixation by Inara LaVey
Raja, Story of a Racehorse by Anne Hambleton