Read Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón Online
Authors: Orson Scott Card
Tags: #Ciencia Ficción
Sin embargo, ella no era lo que buscaba. Los ángeles eran resplandecientemente blancos, ¿no? Así era como los representaban todos los artistas. De modo que quizás ella no era un ángel. ¿Pero por qué iba a enviar Dios a una mujer... una mujer africana? ¿No eran diablos los negros? Todo el mundo lo decía, y en España era bien sabido que los moros negros luchaban como demonios. Entre los portugueses era voz común que los salvajes negros de la costa de Guinea gustaban de la magia y la adoración al diablo y maldecían con enfermedades que mataban rápidamente a cualquier hombre blanco que se atreviera a poner un pie en costas africanas.
Por otro lado, su propósito era bautizar a las gentes que encontrara al final de su viaje, ¿no? Si podían ser bautizadas, significaba que podían ser salvadas. Si podían ser salvadas, entonces tal vez ella tuviera razón, y una vez convertidas estas gentes serían cristianas y tendrían los mismos derechos que los europeos.
Pero eran salvajes. Iban desnudos. No sabían leer ni escribir.
Podían aprender.
Si tan sólo pudiera ver el mundo a través de los ojos de su paje... El joven Pedro estaba obviamente fascinado con Chipa. Por oscura que fuera, achaparrada y fea, tenía una bonita sonrisa, y nadie podía negar que era tan lista como cualquier niña española. Estaba aprendiendo la doctrina de Cristo. Insistía en ser bautizada de inmediato. Cuando eso sucediera, ¿no debería tener la misma protección que cualquier otro cristiano?
—Capitán general —dijo Segovia—, debéis prestar atención. Las cosas se están volviendo incontrolables con los hombres. Pinzón es imposible... sólo obedece las órdenes con las que está de acuerdo, y los hombres sólo acatan las que él permite.
—¿Y qué queréis que haga? ¿Cargarlo de cadenas?
—Eso es lo que habría hecho el rey.
—El rey tiene cadenas. Las nuestras están en el fondo del mar. Y el rey tiene también miles de soldados para encargarse de que se cumplan sus órdenes. ¿Dónde están mis soldados, Segovia?
—No habéis actuado con suficiente autoridad.
—Estoy seguro de que en mi lugar lo habríais hecho mejor.
—Eso no es imposible, capitán general.
—Veo que el espíritu de la insubordinación es contagioso —dijo Cristóforo—. Pero descansad. Como dijo la mujer negra de la montaña, será una calamidad tras otra. Quizá después de la siguiente, os encontraréis al mando de esta expedición como inspector del rey.
—No podría hacerlo peor que vos.
—Sí, estoy seguro. Ese turco no habría volado la
Pinta y
vos habríais orinado sobre la
Niña
para apagar el fuego.
—Veo que olvidáis en nombre de quién hablo.
—Sólo porque vos habéis olvidado qué rango tengo. Si tenéis autoridad del rey, os recuerdo amablemente que yo tengo una autoridad mayor de la misma fuente. Si Pinzón decide alzarse sobre los últimos restos de esa autoridad, no seré el único que caiga abatido por ese viento.
Sin embargo, en cuanto Segovia se marchó Cristóforo se puso de nuevo a intentar resolver qué esperaba Dios de él. ¿Había algo que pudiera hacer para volver a unir a los hombres bajo su mando? Pinzón los había puesto a construir un navio, pero no eran los constructores de Palos, sino marineros corrientes. Domingo era buen tonelero, pero hacer un barril no era lo mismo que trazar una quilla. López era calafatero, no carpintero. Y la mayoría de los otros hombres eran bastante diestros con las manos, pero lo que ninguno de ellos tenía en la cabeza era el conocimiento, la práctica de construir un barco.
Pero tenían que intentarlo. Tenían que intentarlo y si fracasaban a la primera, intentarlo otra vez. Así que no había pugna entre Cristóforo y Pinzón en lo referido a la construcción de un barco. La pugna se producía por la forma en que los hombres trataban a los indios que necesitaban para que los ayudasen. El generoso espíritu de cooperación que la gente de Guacanagarí había mostrado para ayudarlos a descargar la
Santa María
había desaparecido hacía tiempo.
Cuantas más órdenes daban los españoles, menos obedecían los indios. Cada vez se presentaban menos, lo que significaba que aquellos que sí acudían eran tratados peor. Parecían pensar que los españoles, no importaba lo bajo que fuera su rango o estado, tenían derecho a dar órdenes (y a castigar) a cualquier indio, no importaba lo joven o viejo que fuese, no importaba...
«Estos pensamientos son por causa de ella —advirtió de nuevo Colón—. Hasta que hablé con ella, no me cuestioné el derecho de los hombres blancos a dar órdenes a los cobrizos. Sólo desde que envenenó mi mente con su extraña interpretación del cristianismo empecé a ver la forma en que los indios se resisten silenciosamente a ser tratados como esclavos. Habría pensado en ellos como lo hace Pinzón, como salvajes indignos y perezosos. Pero ahora veo que son tranquilos, amables, incapaces de provocar una disputa. Soportan una paliza en silencio... pero no vuelven para ser golpeados otra vez. Excepto algunos que sí han sido golpeados y vuelven a ayudar, por propia voluntad, evitando a los españoles más crueles pero auxiliando a los demás en todo lo que pueden. ¿No es esto lo que Cristo pretendía cuando dijo que mostráramos la otra mejilla? Si un hombre te obliga a caminar una legua con él, entonces camina la segunda por elección propia... ¿no es eso el cristianismo? ¿Entonces quiénes son aquí los cristianos? ¿Los españoles bautizados o los indios sin bautizar?»
Ella le había puesto el mundo patas arriba. Los indios no sabían nada de Jesús, y no obstante vivían según la palabra del Salvador, mientras que los españoles, que habían combatido durante siglos en nombre de Cristo, se habían convertido en un pueblo brutal y sediento de sangre. Y sin embargo no eran peores que cualquier otro pueblo de Europa. No eran peores que los genoveses, con sus pugnas de sangre y sus asesinatos. ¿Era posible que Dios lo hubiera llevado allí, no para iluminar a los paganos, sino para aprender de ellos?
—Las costumbres de los tainos no son siempre mejores —dijo Chipa.
—Nosotros tenemos mejores herramientas —dijo Cristóforo—. Y mejores armas.
—¿Cómo lo sabéis? Los tainos matan a la gente para los dioses. Ve-en-la-Oscuridad dijo que cuando nos hablarais de Cristo, comprenderíamos que un hombre ya murió como único sacrificio necesario. Entonces los tainos dejarían de matar personas. Y los caribes dejarían de comérselas.
—Santa Madre de Dios —dijo Pedro—. ¿Hacen eso?
—Eso dice la gente de las tierras bajas. Los caribes son monstruos terribles. Los tainos son mejores que ellos. Y los de Ankuash somos mejores que los tainos. Pero Ve-en-la-Oscuridad dice que cuando estéis preparado para enseñarnos, veremos que sois mejor que nadie.
—¿Los españoles?—preguntó Pedro.
—No, él. Vos, Colón.
«No son nada más que adulaciones —se dijo Cristóforo—. Por eso Ve-en-la-Oscuridad ha estado enseñando a Chipa y la otra gente de Ankuash a decir cosas así. El único motivo por el que me alegra tanto oír esas cosas es porque hacen un gran contraste con los maliciosos rumores que corren entre mi tripulación. Ve-en-la-Oscuridad quiere que piense en la gente de Ankuash como si fuera mi verdadero pueblo, en vez de la tripulación española.»
¿Y si era cierto? ¿Y si todo el propósito del viaje era traerlo aquí, donde podría conocer al pueblo que Dios había preparado para recibir la palabra de Cristo?
No, no podría ser eso. El Señor habló de oro, de grandes naciones, de cruzadas. No de una oscura aldea de montaña.
Ella le había dicho que cuando estuviera preparado le mostraría el oro.
«Tenemos que construir una nave. Tengo que mantener a los hombres unidos el tiempo suficiente para construir un barco, regresar a España y volver con más fuerzas. Un grupo con más disciplina. Sin Martín Pinzón. Pero también traeré sacerdotes, muchos de ellos, para que enseñen a los indios. Eso satisfará a Ve-en-la-Oscuridad. Todavía puedo hacerlo todo, si consigo mantener la unidad lo suficiente para construir el barco.»
Putukam chasqueó la lengua.
—Chipa dice que las cosas están muy mal.
—¿Cómo de mal?—preguntó Diko.
—Chipa dice que su joven, Pedro, está suplicando siempre a Colón que se marche. Dice que algunos de los muchachos han intentado advertir a Pedro, para que él pueda advertir al cacique. Planean matarlo.
—¿Quiénes?
—No recuerdo los nombres, Ve-en-la-Oscuridad. Putukam rió—. ¿Crees que soy tan lista como tú?
Diko suspiró.
—¿Por qué no es capaz de ver que tiene que marcharse, que tiene que venir aquí?
—Puede que sea blanco, pero sigue siendo un hombre. Los hombres siempre piensan que saben lo que es correcto, por eso no escuchan.
—Si dejo la aldea para bajar de la montaña y vigilar a Colón, ¿quién traerá el agua? —preguntó Diko.
—Nosotros traíamos el agua antes de que tú vinieras. Las muchachas ahora se han vuelto gordas y perezosas.
—Si dejo la aldea para vigilar a Colón y traerlo aquí a salvo, ¿quién cuidará de mi casa para que Nugkui no la haga ocupar por otro y regale todas mis herramientas?
—Baiku y yo vigilaremos por turnos.
—Entonces iré —dijo Diko—. Pero no lo obligaré a venir. Él tiene que hacerlo por su propia voluntad.
Putukam la miró, impasible.
—No obligo a la gente a hacer nada en contra de su voluntad —dijo Diko.
Putukam sonrió.
—No, Ve-en-la-Oscuridad. Sólo te niegas a dejarlos en paz hasta que cambian de opinión. Por propia voluntad.
El motín finalmente estalló a causa de Rodrigo de Triana, quizá porque tenía más motivos que ninguno para odiar a Colón, pues le había quitado su premio por haber sido el primero en avistar tierra. Sin embargo, a Pedro le pareció que no sucedió de acuerdo con ningún plan. La primera noticia la trajo el taino llamado Pez Muerto que llegó corriendo. Hablaba tan rápido que Pedro no logró comprenderlo, aunque había estado haciendo progresos con el lenguaje. Pero Chipa sí lo entendió, y parecía furiosa.
—Están violando a Pluma de Loro —dijo—. Ni siquiera es una mujer. Es más joven que yo.
De inmediato Pedro llamó a Caro, el platero, para que fuera a buscar a los oficiales. Entonces corrió junto con Chipa, siguiendo a Pez Muerto fuera de la empalizada.
Pluma de Loro parecía muerta. Flaccida como un trapo. Fueron Moger y Clavijo, dos de los reos que se habían enrolado en la expedición para conseguir el perdón. Eran ellos quienes obviamente habían hecho la violación... pero Rodrigo de Triana y un par de marineros de la
Pinta
estaban mirando, riendo.
—¡Basta! —gritó Pedro.
Los hombres le miraron como a un piojo que hay que apartar de un manotazo.
—¡Es una niña!
—Ahora es una mujer —dijo Moger.
Entonces todos estallaron en risas.
Chipa corría ya hacia la niña. Pedro trató de detenerla.
—No, Chipa.
Pero Chipa parecía ajena a su propio peligro. Trató de sortear a uno de los hombres para llegar hasta Pluma de Loro. Él la quitó de en medio de un empujón... y fue a caer a los brazos de Rodrigo de Triana.
—Permitidme ver si está viva —insistió Chipa.
—Dejadla en paz —dijo Pedro. Pero ya no gritaba.
—Parece que tenemos otra voluntaria —dijo Clavijo, pasando los dedos por la mejilla de Chipa.
Pedro echó mano a la espada, sabiendo que no había ninguna esperanza de que prevaleciera contra ninguno de aquellos hombres, pero sabiendo también que tenía que intentarlo.
—Envainad la espada —dijo Pinzón tras él.
Pedro se volvió. Pinzón venía a la cabeza de un grupo de oficiales. El capitán general lo hacía no muy lejos, detrás.
—Soltad a la niña, Rodrigo —dijo Pinzón.
El hombre obedeció. Pero en vez de volver a lugar seguro, Chipa se dirigió a la otra niña, aún inmóvil en el suelo, y acercó la cabeza a su pecho para ver si su corazón latía.
—Ahora volvamos a la empalizada y pongámonos a trabajar —dijo Pinzón.
—¿Quién es responsable de esto? —demandó Colón.
—Ya me he encargado de ello —dijo Pinzón.
—¿De veras? La muchacha es sólo una niña. Esto es un crimen monstruoso. Y una estupidez también. ¿Qué ayuda creéis que nos ofrecerán ahora los indios?
—Si no nos ayudan voluntariamente —dijo Rodrigo de Triana—, entonces los obligaremos.
—Y ya puestos a ello, tomaréis a sus mujeres y las violaréis a todas, ¿es ése el plan, Rodrigo? ¿Es eso lo que pensáis que es ser cristiano? —preguntó Colón.
—¿Sois capitán general u obispo? —repuso Rodrigo. Los otros hombres se rieron.
—He dicho que me he encargado de ello, capitán general —dijo Pinzón.
—¿Diciéndoles que vuelvan al trabajo? ¿Qué clase de trabajo lograremos hacer si tenemos que defendernos contra los tainos?
—Estos indios no son guerreros —dijo Moger—. Podría vencer a todos los hombres de la aldea con una mano sin dejar de cagar y silbar al mismo tiempo.
—Está muerta —dijo Chipa. Se apartó del cuerpo de la niña y se dirigió hacia Pedro, pero Rodrigo de Triana la cogió por el hombro.
—Lo que sucedió aquí no debería haber sucedido —le dijo Rodrigo a Colón—. Pero no es importante. Como ha dicho Pinzón, volvamos al trabajo.
Durante unos instantes, Pedro pensó que el capitán general iba a dejarlo correr, como había hecho con muchos otros deslices y actos despectivos. Pedro comprendía que había que mantener la paz. Pero esto era distinto. Los hombres empezaron a dispersarse, regresando al fuerte.
—¡Habéis matado a una niña! —gritó Pedro.
Chipa se encaminaba hacia él, pero una vez más Rodrigo extendió la mano para cogerla. «Tendría que haber esperado un poco más —pensó Pedro—. Tendría que haber contenido mi lengua.»
—Basta—dijo Pinzón—. Es suficiente.
Pero Rodrigo no pudo dejar la acusación sin respuesta.
—Nadie pretendía que muriera.
—Si fuera una muchacha de Palos, mataríais al hombre que lo hizo —dijo Pedro—. ¡La ley lo exigiría!
—Las muchachas de Palos no van por ahí desnudas.
—¡No sois civilizado! —gritó Pedro—. ¡Incluso ahora, al sujetar así a Chipa, amenazáis con volver a asesinar!
Pedro sintió la mano del capitán general sobre su hombro.
—Ven aquí, Chipa —dijo Colón—. Necesitaré tu ayuda para que me ayudes a explicarle esto a Guacanagarí.
Chipa trató inmediatamente de obedecerlo. Por un momento, Rodrigo se lo impidió. Pero al ver que no había nadie apoyándolo la soltó.