Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón (50 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

Cristóbal Colón regresó a España en la primavera de 1520. Nadie le buscaba ya, por supuesto. Había leyendas sobre la desaparición de las tres carabelas que navegaron hacia poniente; el nombre Colón se había convertido en sinónimo de locas aventuras. Fueron los portugueses los que consiguieron conectar con las Indias, y sus navios dominaban entonces todas las rutas del Atlántico. Empezaban a explorar la costa de una gran isla que habían bautizado con el nombre de la legendaria tierra de Hy-Brasil, y algunos decían que podría tratarse de un continente, sobre todo cuando un barco regresó con informes de que al noroeste de las tierras desérticas encontradas en primer lugar había una enorme jungla con un río tan ancho y caudaloso que el agua del océano era potable a veinte millas de su desembocadura. Los habitantes de la tierra eran salvajes pobres y débiles, fáciles de conquistar y esclavizar... mucho más fáciles que los fieros africanos, que también estaban protegidos por plagas que resultaban invariablemente fatales para los hombres blancos. Los marineros que desembarcaron en Hy-Brasil enfermaron, pero el mal era rápido y no mataba nunca. De hecho, aquellos que lo contraían informaban que después se sentían más sanos que nunca. Esta «plaga» se extendía entonces por toda Europa, sin causar ningún daño y algunos decían que cuando la plaga brasileña hubiera pasado, la viruela y la peste negra ya no regresarían. Eso hacía que Hy-Brasil pareciera mágico, y los portugueses preparaban una expedición para explorar la costa y buscar un emplazamiento donde fundar una colonia desde la que repostar. Quizás el loco Colón no estaba tan loco después de todo. Si había una costa adecuada donde reavituallarse, tal vez fuera posible alcanzar la China navegando hacia poniente.

Fue entonces cuando una flota de mil barcos apareció en la costa portuguesa, cerca de Lagos, dirigiéndose hacia España, hacia el estrecho de Gibraltar. El galeón portugués que divisó los extraños navios navegó osadamente hacia ellos. Pero luego, cuando quedó claro que aquellos extraños bajeles llenaban el mar de un extremo al otro del horizonte, el capitán dio media vuelta y corrió hacia Lisboa. Los portugueses que se encontraban en las costas del sur dijeron que la flota tardó tres días enteros en pasar. Algunos barcos se acercaron tanto que los curiosos afirmaron sin dudar que los marineros eran cobrizos, de una raza nunca vista antes. También dijeron que los barcos estaban fuertemente armados; cualquiera de ellos podría haberse enfrentado con el más fiero galeón de guerra de la flota portuguesa.

La primera de las naves puso rumbo al puerto de Palos. Si alguien se dio cuenta de que era el mismo puerto del que Colón había zarpado, la coincidencia pasó inadvertida en su momento. Los hombres cobrizos que desembarcaron de las naves sorprendieron a todo el mundo hablando un fluido español, aunque con muchas palabras nuevas y extrañas pronunciaciones. Dijeron venir del reino de Caribia, que se encontraba en una enorme isla entre Europa y China. Insistieron en hablar con los monjes de La Rábida y fue a estos hombres santos a quienes entregaron tres cofres de oro puro.

—Uno es un regalo para los reyes de España, en agradecimiento por habernos enviado tres naves, hace veintiocho años —dijo el jefe de los caribianos—. Otro es un regalo a la Santa Iglesia, para ayudar a enviar misioneros que enseñen el evangelio de Jesucristo a todos los rincones de Caribia, a todo aquel que quiera escuchar libremente. Y el último es el precio que pagaremos por un trozo de tierra, al pie de una buena bahía, donde podamos construir un palacio adecuado para que el padre de nuestra reina Beatriz Tagiri reciba la visita de los reyes de España.

Pocos de los monjes de La Rábida recordaban los días en que Colón había sido un visitante asiduo. Pero uno lo recordaba muy bien. Lo habían dejado allí de niño para ser educado mientras su padre presentaba su caso ante la corte, y más tarde cuando navegó hacia poniente en busca de un loco objetivo. Cuando su padre no regresó jamás, tomó los sagrados votos, y se había hecho famoso por su santidad. Llevó al jefe del grupo caribiano a un lado y dijo:

—Las tres naves que decís que España os envió, las gobernaba Cristóbal Colón, ¿verdad?

—Sí, así es —dijo el hombre cobrizo.

—¿Vivió? ¿Está aún vivo?

—No sólo vivió, sino que es el padre de nuestra reina Beatriz Tagiri. Para él construiremos el palacio. Y como vos lo recordáis, amigo mío, puedo deciros que en su corazón no construirá este palacio para los reyes de España, aunque los recibirá allí. Construirá este palacio para poder invitar a su hijo, Diego y saber qué ha sido de él y suplicarle perdón por no haber regresado a él en todos estos años.

—Yo soy Diego Colón —dijo el monje.

—Eso supuse —contestó el hombre cobrizo—. Os parecéis a él. Sólo que más joven. Y vuestra madre debió de ser toda una belleza, porque las diferencias son todas a mejor.

El hombre cobrizo no sonrió, pero Diego vio por fin el centelleo de sus ojos.

—Decidle a mi padre que muchos hombres han sido separados de su familia por la fortuna o el destino, y sólo un hijo indigno le pediría a su padre que se disculpara por regresar a casa.

La tierra se compró, y siete mil caribianos empezaron a comerciar y comprar por todo el sur de España. Provocaron muchos comentarios y no poco miedo, pero todos decían ser cristianos, gastaban el oro a manos llenas como si lo hubieran encontrado en el suelo, y sus soldados estaban muy bien armados y conservaban una altísima disciplina.

Tardaron un año en construir el palacio para el padre de la reina Beatriz Tagiri. Cuando se terminó quedó claro que era más una ciudad que un palacio. Se contrataron arquitectos españoles para diseñar una catedral, un monasterio, una abadía y una universidad; se pagó bien a los obreros españoles para que se encargaran de buena parte de la labor, codo a codo con los extraños hombres cobrizos de Caribia. Gradualmente, las mujeres que vinieron con la flota empezaron a aventurarse a salir en público; llevando sus livianas sayas de vivos colores durante todo el verano y luego aprendieron a vestir las más cálidas ropas españolas cuando llegó el invierno. Para cuando la construcción de la ciudad de los caribianos quedó concluida, y los reyes de España fueron invitados a ella, la ciudad estaba poblada por tantos españoles como caribianos; todos trabajaban y rezaban juntos.

Eruditos españoles enseñaban a los estudiantes caribianos y españoles de la universidad; sacerdotes españoles enseñaban a los caribianos a hablar latín y decir la misa; mercaderes españoles llegaban a la ciudad para vender alimentos y otras mercancías, y se marchaban con extrañas piezas de arte hechas de oro y plata, cobre y hierro, lino y piedra. Sólo gradualmente descubrieron que muchos de los caribianos no eran cristianos, después de todo, pero que entre ellos no importaba si una persona era cristiana o no. Todos eran ciudadanos iguales, libres de elegir lo que querían creer. Era una idea realmente extraña que a ninguna de las autoridades españolas se le ocurrió adoptar, pero mientras los paganos de entre los caribianos no trataran de hacer proselitismo en la España cristiana, su presencia se toleraría. Después de todo, los caribianos tenían muchísimo oro. Y barcos muy rápidos. Y también cañones excelentes.

Cuando llegaron los reyes de España (haciendo patéticos esfuerzos por causar impresión entre la opulencia de la ciudad caribiana), fueron conducidos al salón del trono en un magnífico edificio. Se les invitó a sentarse en un par de tronos. Sólo entonces se presentó el padre de la reina de los caribianos, y cuando entró, se arrodilló ante ellos.

—Reina Juana —dijo—. Lamento que vuestros padres no vivieran para verme regresar de la expedición a la que me enviaron en 1492.

—Así que Cristóbal Colón no era un loco —dijo ella—. Ni fue una locura de Isabel enviarlo.

—Cristóbal Colón fue un auténtico servidor de los reyes. Pero me equivoqué respecto a la distancia hasta China. Lo que encontré fue una tierra que ningún europeo había visto antes.

Colocó sobre una mesa un pequeño cofre, y sacó de él cuatro libros.

—Los cuadernos de mi viaje y todas mis actas desde entonces. Mis naves fueron destruidas y no pude regresar, pero como me encomendó la reina Isabel, hice todo lo posible por llevar a tanta gente como pudiera al servicio de Cristo. Mi hija se ha convertido en la reina Beatriz Tagiri de Caribia y su marido es el rey Ya-Hunahpu. Igual que vuestros padres unieron Aragón y Castilla con su matrimonio, así mi hija y su esposo han unificado dos grandes reinos en una sola nación.

Ojalá sus hijos sean tan buenos y sabios gobernadores de Caribia como vos lo habéis sido de España.

Escuchó atentamente mientras la reina Juana y el rey Enrique hacían corteses discursos agradeciendo los diarios y cuadernos. Mientras hablaban, Colón pensó en lo que le había dicho Diko: que en otra historia, aquella en la que sus naves no habían sido destruidas y había regresado a casa con la
Pinta
y la
Niña,
su descubrimiento volvió tan rica a España que Juana fue ofrecida en matrimonio a otro hombre distinto, quien había muerto joven. Eso la había vuelto loca, y primero su padre y luego su hijo gobernaron en su lugar. Qué extraño que entre todos los cambios que Dios había realizado a través de él, uno de ellos fuera salvar a esa bella reina de la locura. Nunca lo sabría, pues ni Diko ni él se lo dirían jamás.

Terminaron sus discursos, y a cambio le ofrecieron muchos hermosos regalos (según las costumbres españolas) para que los llevara al rey Ya-Hunahpu y la reina Beatriz Tagiri. Él los aceptó todos.

—Caribia es una tierra grande —dijo—, y hay muchos lugares donde el nombre de Cristo no se ha oído todavía. También, la tierra es rica en muchas cosas y nos agradaría comerciar con España. Os pedimos que enviéis sacerdotes que enseñen a nuestra gente. Pero ya que Caribia es una tierra pacífica, donde un hombre desarmado puede caminar de un extremo a otro del reino sin sufrir ningún daño, no habrá ninguna necesidad de que enviéis soldados. De hecho, mi hija y su esposo os piden que les hagáis el gran favor de decir a todos los otros soberanos de Europa que, aunque se les invita a enviar sacerdotes y comerciantes, todo navio que entre en aguas caribianas portando armas de cualquier tipo será enviado al fondo del mar.

La advertencia era lo bastante clara: así había sido desde el momento en que las mil naves de la flota caribiana fueron vistas por primera vez en la costa de Portugal. Ya había noticias de que los planes del rey de Portugal para explorar Hy-Brasil habían sido abandonados, y Cristóforo confiaba en que otros monarcas serían igualmente prudentes.

Se prepararon y firmaron documentos donde se afirmaba la eterna paz y especial amistad que existía entre los monarcas de España y Caribia. Entonces llegó el momento de que la audiencia terminara.

—Tengo un último favor que pedir a vuestras majestades —dijo Cristóforo—. Esta ciudad es conocida por todos como la Ciudad de los Caribianos. Es así porque preferí no darle nombre hasta que pudiera pediros, en persona, permiso para ponerle el de vuestra graciosa madre, la reina Isabel de Castilla. Esta ciudad se construyó gracias a su fe en Cristo y su confianza en mí. ¿Me daréis vuestro consentimiento?

Así se hizo, y Juana y Enrique se quedaron otra semana para presidir las ceremonias de bautizar Ciudad Isabel.

Cuando se marcharon, comenzó el trabajo serio. La mayor parte de la flota regresaría pronto a Caribia, pero sólo las tripulaciones serían caribianas. Los pasajeros serían españoles: sacerdotes y comerciantes. El hijo de Colón, Diego, había rechazado el oro que su padre le había ofrecido, y en cambio pidió que se le permitiera ser uno de los franciscanos enviados como misioneros. Discretas investigaciones localizaron al otro hijo de Colón, Fernando. Éste había sido educado para tomar parte en el negocio de su abuelo, un mercader de Córdoba. Cristóforo lo invitó a Ciudad Isabel, donde lo reconoció como hijo y le dio una de las naves caribianas para que comerciara con ella. Juntos, decidieron bautizar a la nave
Beatriz de Córdoba,
en honor a la madre de Fernando. El joven se alegró de saber que su padre había dado también ese nombre a la hija que se había convertido en reina de Caribia. Es dudoso que Cristóforo le hiciera saber que podría haber cierta ambigüedad respecto a en honor a qué Beatriz había recibido su nombre la reina.

Desde su palacio, Cristóforo contempló partir a ochocientas naves caribianas hacia el nuevo mundo, llevando a sus dos hijos mayores en diferentes misiones. Vio a otras ciento cincuenta naves zarpar en grupos de tres o cuatro para llevar embajadores y comerciantes a cada puerto de Europa y a cada ciudad musulmana. Vio a embajadores y príncipes, grandes comerciantes y eruditos y hombres de iglesia que venían a Ciudad Isabel para enseñar a los caribianos y aprender de ellos.

Sin duda Dios había cumplido las promesas que le hizo en aquella playa cerca de Lagos. Gracias a Cristóforo la palabra de Dios estaba siendo llevada a millones de personas. A sus pies habían caído reinos, y las riquezas que habían pasado por sus manos, bajo su control, estaban más allá de nada que pudiera haber concebido cuando era un niño en Genova. El hijo del tejedor que una vez se había aterrorizado ante las crueles acciones de los grandes hombres se había convertido en uno de los más grandes de todos, y lo había hecho sin crueldad. De rodillas, Cristóforo dio muchas veces gracias a Dios por Su bondad para con él.

Pero en el silencio de la noche, en el balcón que daba al mar, pensó de nuevo en su desatendida esposa, Felipa; en su paciente amante, Beatriz de Córdoba; en Doña Beatriz de Bobadilla, que había fallecido antes de que él pudiera regresar triunfal a Gomera. Recordó a sus hermanos y hermanas en Genova, que habían muerto todos antes de que su fama pudiera alcanzarlos. Pensó en los años que podría haber pasado con Diego, con Fernando, si no hubiera salido nunca de España. ¿No hay triunfo sin pérdida, sin dolor, sin lamento?

Pensó entonces en Diko. Nunca podría haber sido la mujer de sus sueños; había veces en que sospechaba que ella también había amado a otro hombre y que había sufrido una pérdida tan grande como las dos Beatrices para él. Diko había sido su maestra, su compañera, su amante, su amiga, la madre de muchos hijos, su verdadera reina cuando dieron forma a un gran reino a partir de mil aldeas en cincuenta islas y dos continentes. La amaba. Le estaba agradecido. Ella había sido un regalo de Dios.

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