Read Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón Online
Authors: Orson Scott Card
Tags: #Ciencia Ficción
—Mucha gente ha renunciado a muchas cosas —dijo Colón—. Pero ¿estarás ahora dispuesta a servirnos de intérprete? Necesito la ayuda de Guacanagarí para construir refugios para mis hombres, ahora que nuestras naves se han quemado. Y necesito que envíe un mensajero con una carta para el capitán de mi tercera nave, pidiéndole que venga aquí a recogernos y llevarnos a casa. ¿Vendrás a España con nosotros?
Ve-en-la-Oscuridad no había dicho nada de ir a España. De hecho, había dicho que los hombres blancos nunca abandonarían Haití. Pero decidió que éste no era un buen momento para mencionar esta profecía concreta.
—Si vos vais allí, yo os acompañaré.
Pedro de Salcedo tenía diecisiete años. Podía ser paje del capitán general de la flota, pero esto nunca le hizo sentirse superior a los marineros ni a los grumetes. No, lo que le hacía sentirse superior era la forma en que estos hombres y grumetes deseaban a las feas mujeres indias. Podía oírlos hablar a veces, aunque habían aprendido a no tratar de enzarzarlo en aquellas conversaciones. Al parecer, no podían superar el hecho de que las mujeres indias iban desnudas.
Pero la nueva no. Chipa. Ella llevaba ropas y hablaba español. Todos los demás se sorprendían por esto, pero no Pedro de Salcedo. Era lo que cabía esperar de la gente civilizada. Y ella lo era, en efecto, aunque no fuera todavía cristiana.
De hecho, a juicio de Pedro no era cristiana en absoluto. Había oído todo lo que ella le había dicho al capitán general, naturalmente, pero cuando le encargaron de que le buscara alojamiento seguro, aprovechó la oportunidad para hablar con ella. Rápidamente descubrió que no tenía la menor idea de quién era Cristo, y sus conocimientos de la doctrina cristiana eran patéticos en el mejor de los casos. Pero claro, había dicho que aquella mística Ve-en-la-Oscuridad había prometido que Colón le enseñaría quién era Cristo.
Ve-en-la-Oscuridad. ¿Qué clase de nombre era ése? ¿Y cómo era posible que una mujer india hubiera recibido una profecía que hablaba de Colón y Cristo? Una visión semejante debía proceder de Dios... ¿pero a una mujer? Y ni siquiera una mujer cristiana.
Pero, si bien lo pensaba, Dios le habló también a Moisés, y éste era judío. Fue cuando los judíos eran aún el pueblo elegido en vez de la sucia escoria asesina de la Tierra, pero con todo, era algo que le hacía pensar.
Pedro pensaba en muchas cosas, para no tener que pensar en Chipa. Porque esos pensamientos eran los que le preocupaban. A veces se preguntaba si no era tan bajo y vulgar como los marineros y los grumetes, tan ansioso de carne que incluso las mujeres indias podían parecerle atractivas. Pero no era eso, no en realidad. No sentía lujuria hacia Chipa. Todavía no se le escapaba que era fea, y por el amor de Dios, ni siquiera tenía aún forma de mujer, era una niña, ¿qué clase de pervertido tenía que ser para sentir lujuria por ella? Sin embargo, también veía algo en su voz, su rostro, que la volvía hermosa.
¿Qué era? ¿Su timidez? ¿El claro orgullo que sentía cuando decía frases difíciles en español? ¿Sus ansiosas preguntas sobre las ropas, las armas, los otros miembros de la expedición? ¿Aquellos dulces gestos que hacía cuando se avergonzaba por haber cometido un error? ¿La pura transparencia de su cara, como si la luz brillara a través de su piel? No, eso era imposible, no brillaba de verdad. Era una ilusión. Había pasado demasiado tiempo solo.
Sin embargo, descubrió que la única parte de sus deberes que anhelaba hacer cada día era atender a Chipa, vigilarla, conversar con ella. Estaba con ella el mayor tiempo posible, y a veces abandonaba sus otras tareas. No es que pretendiera hacerlo; simplemente, se olvidaba de todo cuando estaba con ella. Y le resultaba útil estar con ella, ¿no? Le estaba enseñando el lenguaje taino. Si lo aprendía bien, habría dos intérpretes, no sólo uno. Eso sería bueno, ¿verdad?
Él le estaba enseñando también el alfabeto. A ella parecía gustarle más que nada, y era muy lista. Pedro no era capaz de imaginar por qué, ya que no había nada en la vida de las mujeres que lo hiciera necesario. Pero si la divertía y la ayudaba a aprender español mejor, ¿por qué no?
Así, Pedro estaba trazando letras en la arena, y Chipa las nombraba, cuando Diego Bermúdez fue a buscarlo.
—El jefe quiere verte —dijo. A los doce años, el grumete no tenía sentido de la educación—. Y a la niña. Va a salir de expedición.
—¿Adónde? —preguntó Pedro.
—A la luna —dijo Diego—. Hemos estado en todos los demás sitios.
—Va a ir a la montaña —dijo Chipa—. A conocer a Ve-en-la-Oscuridad.
Pedro la miró, consternado.
—¿Cómo sabes eso?
—Porque Ve-en-la-Oscuridad dijo que él iría a verla.
Más cháchara mística. ¿Qué era Ve-en-la-oscuridad, una bruja? Pedro se moría de ganas de conocerla. Pero llevaría su rosario enroscado con tres vueltas alrededor del cuello y sujetaría la cruz todo el tiempo. No tenía sentido correr riesgos.
Chipa debía de haberlo hecho bien, decidió Diko, pues habían venido mensajeros durante toda la mañana, avisando de la llegada de los hombres blancos. La mayoría de los mensajes molestos procedían de Guacanagarí, llenos de amenazas semiveladas sobre cualquier intento por parte de una oscura aldea montañosa como Ankuash por interferir en los planes del gran cacique. Pobre Guacanagarí... en la versión anterior de la historia, también tenía la ilusión de que controlaba las relaciones con los españoles. El resultado fue que acabó siendo un chaquetero, traicionando a los otros líderes indios hasta que también él fue destruido. No es que fuera más estúpido que los otros que se habían engañado pensando que tenían el tigre bajo control sólo porque se aferraban a su cola.
Era media tarde cuando Cristóforo en persona llegó al claro. Pero Diko no estaba fuera para recibirlo. Escuchaba desde dentro de su casa, esperando.
Nugkui hizo un gran despliegue de saludos al gran cacique blanco, y Cristóforo por su parte fue amable. Diko escuchaba con placer la confianza en la voz de Chipa. Había aceptado su papel y lo desempeñaba bien. Diko tenía claros recuerdos de la muerte de Chipa en la otra historia. Entonces tenía algo más de veinte años y sus hijos fueron asesinados delante de ella antes de que la violaran y la mataran. Ahora nunca conocería ese horror. Eso le dio a Diko confianza.
Terminados los preliminares, Cristóforo preguntó por Ve-en-la-Oscuridad. Nugkui naturalmente le advirtió que era una pérdida de tiempo hablar con la gigante negra, pero esto sólo intrigó aún más a Colón, como Diko esperaba. Pronto se plantó ante su puerta, y Chipa entró en la casa.
—¿Puede pasar? —preguntó en taino.
—Lo estás haciendo bien, sobrina mía —dijo Diko. Chipa y ella habían hablado solamente español durante tanto tiempo que se le hacía raro pasar al lenguaje local. Pero era necesario, al menos por el momento, si querían que Cristóforo no entendiera lo que se decían.
Chipa le sonrió y agachó la cabeza.
—Ha traído a su paje con él. Es muy alto y agradable y le gusto.
—Será mejor que no le gustes demasiado —dijo Diko—. Todavía no eres una mujer.
—Pero él es un hombre —rió Chipa—. ¿Lo dejo entrar?
—¿Quién está con Cristóforo?
—Toda la gente de la casa grande. Segovia, Arana, Gutiérrez, Escobedo. Incluso Torres —volvió a reírse—. ¿Sabías que trajeron consigo un intérprete? No habla ni una palabra de taino.
Tampoco hablaba mandarín, ni japonés, cantones, hindi, malayo o ninguna de las otras lenguas que habría necesitado si Colón hubiera llegado de verdad al Lejano Oriente como pretendía. Los pobres europeos habían enviado a Torres porque sabía leer hebreo y arameo, que consideraban las raíces de todos los demás idiomas.
—Que entre el capitán general —dijo Diko—. Y tú puedes traer también a tu paje. ¿Pedro de Salcedo?
Chipa no pareció sorprenderse de que Diko conociera su nombre.
—Gracias —dijo, y salió para traer a los invitados.
Diko no pudo evitar sentirse nerviosa. No, ¿por qué engañarse? Estaba aterrada. Conocer por fin al hombre que había consumido su vida. Y la escena que representarían nunca había existido antes en ninguna historia. Estaba acostumbrada a saber lo que él diría antes de que lo dijera. ¿Cómo sería ahora que tenía la capacidad de sorprenderla?
No importaba. Ella tenía muchísima más capacidad para sorprenderlo a él, y la utilizó inmediatamente, hablándole en genovés.
—He esperado mucho tiempo para conocerte, Cristóforo.
Incluso en la oscuridad de la casa, Diko advirtió que el rostro de él se ruborizaba por la falta de respeto. Sin embargo, tuvo el detalle de no insistir en que se dirigiera a él por sus títulos. En cambio, se concentró en la pregunta.
—¿Cómo es que hablas el lenguaje de mi familia?
Ella respondió en portugués.
—¿Sería éste el lenguaje de tu familia? Así es como hablaba tu esposa, antes de morir, y tu hijo mayor aún piensa en portugués. ¿Lo sabías? ¿O no has hablado con él lo suficiente para saber qué piensa en general?
Cristóforo estaba furioso y asustado. Justo lo que ella esperaba.
—Sabes cosas que nadie sabe.
No se refería a los detalles familiares, por supuesto.
—Reinos caerán a tus pies —dijo ella, imitando en lo posible incluso la entonación de la voz de los Intervencionistas de la visión de Colón—. Y millones cuyas vidas se hayan salvado te llamarán bendito.
—No necesitamos un intérprete, ¿verdad? —dijo Cristóforo.
—¿Dejamos marchar a los muchachos?
Cristóforo murmuró algo a Chipa y Pedro. El paje se levantó de inmediato y se dirigió a la puerta, pero la niña no se movió.
—Chipa no es tu criada —señaló Diko—. Pero le pediré que se marche.
En taino, añadió:
—Quiero que el capitán general hable de cosas que no querrá que oiga nadie más. ¿Te importa salir?
Chipa se levantó de inmediato y se dirigió a la puerta. Diko advirtió con placer que Pedro mantenía la lona abierta para ella. El muchacho pensaba en la niña no sólo como en un ser humano, sino como en una dama. Era un logro, aunque nadie fuera consciente de ello.
Se quedaron solos.
—¿Cómo es que sabes esas cosas? —preguntó Cristóforo—. Esas promesas, que los reinos caerían a mis pies, que...
—Las conozco, porque vine aquí gracias al mismo poder que primero te dirigió esas palabras.
Que lo interpretara como quisiera. Más tarde, cuando entendiera más, ella le recordaría que no le había mentido.
Sacó una pequeña linterna de batería solar de una de sus bolsas y la colocó entre ambos. Cuando la conectó, Colón se protegió los ojos. Sus dedos también formaron una cruz.
—No es brujería —dijo ella—. Es una herramienta hecha por mi gente, de otro lugar, adonde nunca podrías ir en todos tus viajes. Pero como cualquier herramienta, algún día se agotará, y yo no sabré cómo hacer otra.
Él estaba escuchando, pero a medida que sus ojos se ajustaban, también la observaba.
—Eres oscura como una mora.
—Soy africana. No mora, sino de más al sur.
—¿Cómo viniste, pues?
—¿Crees que eres el único viajero? ¿Crees que eres el único que puede ser enviado a tierras lejanas para salvar las almas de los paganos?
Él se puso en pie.
—Veo que después de todos mis esfuerzos, sólo he empezado a encontrar oposición. ¿Me envió Dios a las Indias sólo para mostrarme a una negra con una lámpara mágica?
—Esto no es la India —dijo Diko—. Ni Cathay, ni Cipango. Ésas se extienden muy, muy lejos, al oeste. Esto es otra tierra.
—Citas las palabras que me dijo el propio Dios ¿y luego me dices que Dios estaba equivocado?
—Si lo piensas bien, recordarás que nunca dijo Cathay, Cipango, la India ni ningún otro nombre.
—¿Cómo sabes eso?
—Te vi arrodillado en la playa, y te oí hacer tu juramento en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
—¿Entonces por qué no te vi yo? Si vi a la Santísima Trinidad, ¿por qué fuiste tú invisible?
—Sueñas con una gran victoria para la cristiandad —dijo Diko, ignorando su pregunta porque no se le ocurría ninguna respuesta que él pudiera comprender—. La liberación de Constantinopla.
—Sólo como un paso en el camino para liberar Jerusalén —dijo Cristóforo.
—Pero te digo que aquí, en este lugar, hay millones de almas que aceptarían el cristianismo si tan sólo se lo ofrecieras pacíficamente, con amor.
—¿Cómo si no podría ofrecérselo?
—¿Cómo? Ya has escrito en tus diarios que podría hacerse trabajar a esta gente. Ya hablas de esclavizarlos.
Él le dirigió una mirada penetrante.
—¿Quién te enseñó mis diarios?
—Todavía no eres adecuado para enseñar a esta gente el cristianismo, Cristóforo, porque todavía no eres cristiano.
Él alzó la mano para golpearla. Eso la sorprendió, porque no era un hombre violento.
—Oh, ¿golpearme demostrará que lo eres? Sí, recuerdo todas esas historias de cómo Jesús azotó a María Magdalena. Y las palizas que les daba a Marta y María.
—No te he golpeado —dijo él.
—Pero fue tu primer deseo, ¿no? ¿Por qué? Eres el más paciente de los hombres. Dejaste que esos sacerdotes te acosaran y te atormentaran durante años, y nunca perdiste los nervios con ellos. Sin embargo, conmigo te sientes libre para golpearme. ¿Por qué es eso, Cristóforo?
Él la miró, sin contestar.
—Te diré por qué. Porque para ti no soy un ser humano. Soy un perro, menos que un perro, porque no golpearías a un perro, ¿verdad? Igual que los portugueses, cuando miras a una mujer negra ves a una esclava. Y esa gente cobriza... puedes enseñarles el evangelio de Cristo y bautizarlos, pero eso no te impide querer convertirlos en esclavos y robarles el oro.
—Se puede enseñar a un perro a caminar sobre las patas traseras, pero eso no lo convierte en un hombre.
—¡Oh, cuánta sabiduría! Es justo el tipo de argumento que los ricos hacen sobre hombres como tu padre. Oh, puede vestirse con bellos ropajes, pero sigue siendo un patán campesino, indigno de ser tratado con respeto.
—¡Cómo te atreves a hablar así de mi padre! —gritó Cristóforo, lleno de ira.
—Te digo que mientras trates a esta gente aún peor que los ricos de Genova trataron a tu padre, nunca serás agradable a Dios.
La puerta de la casa se abrió, y Pedro y Escobedo asomaron la cabeza.
—¡Habéis gritado, mi señor! —dijo Escobedo.