Read Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón Online
Authors: Orson Scott Card
Tags: #Ciencia Ficción
Chipa regresó junto a Pedro y Colón.
Pero Rodrigo no pudo resistir hacer una última observación.
—Así, Pedro, al parecer sois el único que tiene derecho a acostarse con las muchachas indias.
Pedro se puso pálido. Echando mano de la espada, dio un paso al frente.
—¡Jamás la he tocado!
Rodrigo se echó a reír.
—¡Mirad, trata de defender su honor! ¡Piensa que su pequeña puta cobriza es una dama!
Otros hombres empezaron a reír también.
—Retirad la espada, Pedro —dijo Colón.
Pedro obedeció y dio un paso atrás para reunirse con Chipa y el capitán general.
De nuevo los hombres empezaron a dirigirse a la empalizada, pero Rodrigo no dio el asunto por zanjado. Hizo comentarios, algunos claramente audibles.
—Tenemos una familia feliz aquí—dijo, y los otros hombres se rieron. Y entonces, el colofón—: Probablemente también labra el mismo surco.
El capitán general parecía ignorarlos. Pedro sabía que era la actitud más sabia, pero no podía dejar de pensar en la niña muerta en el claro. ¿No había justicia? ¿Podían hacer los blancos cualquier cosa a los indios, y nadie los castigaría?
Los oficiales fueron los primeros en atravesar la puerta de la empalizada. Otros hombres se habían congregado allí. Los que habían estado implicados en la violación (bien fuera participando o mirando) fueron los últimos. Cuando llegaron a la puerta y ésta se cerró tras ellos, Colón se volvió hacia Arana, el condestable de la flota, y dijo:
—Arrestad a esos hombres, señor. Acuso a Moger y Clavijo de violación y asesinato. Acuso a Triana, Vallejos y Franco de desobedecer las órdenes.
Tal vez si Arana no hubiera vacilado, la pura fuerza de la voz de Colón habría ganado el día. Pero vaciló, y luego pasó unos instantes mirando a ver qué hombres obedecerían sus órdenes.
Eso dio tiempo suficiente a Rodrigo de Triana para recuperarse.
—¡No lo hagáis! —gritó—. ¡No le obedezcáis! Pinzón ya nos ha dicho que volvamos al trabajo. ¿Vais a dejar que este genovés nos azote por un pequeño accidente? —Arrestadlos —dijo Colón.
—Tú, tú y tú —dijo Arana—. Poned a Moger y Clavijo bajo...
—¡No lo hagáis! —gritó Rodrigo de Triana.
—Si Rodrigo de Triana vuelve a invocar un motín —dijo Colón—, os ordeno que lo abatáis de un disparo.
—¡Eso sí que os gustaría, Colón! ¡Así no habría nadie para discutiros haber avistado tierra aquella noche!
—Capitán general —dijo Pinzón tranquilamente—, no hay necesidad de hablar de dispararle a la gente.
—He dado una orden para arrestar a cinco marineros —dijo Colón—. Estoy esperando que se obedezca.
—¡Entonces tendréis una larga espera! —chilló Rodrigo. Pinzón extendió una mano y tocó el brazo de Arana, instándole a retrasarse.
—Capitán general —dijo—, esperemos a que los ánimos se calmen.
Pedro se quedó boquiabierto. Comprobó que Segovia y Gutiérrez estaban tan sorprendidos como él. Pinzón acababa de amotinarse, lo pretendiera o no. Se había interpuesto entre el capitán general y el condestable y había impedido que Arana obedeciera la orden. Estaba allí, cara a cara con Colón, como desafiándole a hacer algo.
Colón simplemente lo ignoró, y se dirigó a Arana.
—Estoy esperando.
Arana se volvió hacia los tres hombres a quienes había llamado antes.
—Haced lo que se os ha ordenado —dijo. Pero ellos no se movieron. Miraron a Pinzón, esperando. Pedro se dio cuenta de que Pinzón dudaba. Probablemente no sabía lo que quería. Enseguida quedó claro, si no lo estaba de antes, que por lo que se refería a los hombres, Pinzón era el comandante de la expedición. Sin embargo, era un buen comandante, y sabía que la disciplina era vital para la supervivencia. También sabía que si pretendía regresar alguna vez a España, no podría hacerlo con un motín en su historial. Al mismo tiempo, si obedecía a Colón, entonces perdería el apoyo de los hombres. Se sentirían traicionados. A sus ojos, se vería disminuido.
Así pues... ¿qué era lo más importante para él? ¿La devoción de los hombres de Palos o la ley del mar?
No hubo forma de saber qué habría elegido Pinzón. Pues Colón no esperó a que se decidiera. En cambio, se volvió hacia Arana.
—Al parecer, Pinzón piensa que es cosa suya decidir si se obedecen o no las órdenes del capitán general. Arana, arrestad a Pinzón por insubordinación y amotinamiento.
Mientras Pinzón vacilaba en cruzar la línea, Colón había reconocido el simple hecho de que ya la había franqueado. Tenía la ley y la justicia de su lado. Pinzón, sin embargo, tenía la simpatía de casi todos los hombres. En cuanto el capitán general dio la orden los hombres rugieron expresando su rechazo, y casi de inmediato se convirtieron en una turba que agarró a Colón y los otros oficiales y los arrastraron hasta el centro de la empalizada.
Por un instante, Pedro y Chipa fueron olvidados. Al parecer, los hombres llevaban tiempo suficiente pensando en amotinarse para saber a quién tenían que reducir. Al propio Colón, por supuesto, y a los oficiales reales. También a Jácome el Rico, el agente financiero; a Juan de la Cosa, porque era vizcaíno, no un hombre de Palos, y por tanto no era de fiar; a Alonso el físico, Lequeitio el artillero y Domingo el tonelero. Pedro se movió sin llamar la atención hacia la puerta de la empalizada. Estaba a unos treinta metros del lugar donde retenían a los oficiales y los hombres leales, pero alguien se daría cuenta cuando abriera la puerta. Cogió a Chipa de la mano y le dijo, en vacilante taino:
—Correremos. Cuando puerta abierta.
Ella le apretó la mano para indicar que comprendía.
Pinzón advirtió de que no le resultaba ventajoso no haber sido retenido con los otros oficiales. A menos que mataran a todos los agentes del rey, alguien testificaría contra él en España.
—Me opongo a esto —dijo en voz alta—. Debéis soltarlos de inmediato.
—Vamos, Martín —gritó Rodrigo—. Os estaba acusando de amotinamiento.
—Pero Rodrigo, no soy culpable de ello —dijo Pinzón, hablando muy claramente, para que todos pudieran oírle—. Me opongo a esta acción. No os permitiré continuar. Tendréis que detenerme también.
Tras un instante, Rodrigo finalmente comprendió.
—Vosotros —dijo, dando órdenes con tanta naturalidad que parecía haber nacido para hacerlo—. Será mejor que apreséis al capitán Pinzón y sus hermanos.
Desde donde estaba, Pedro no pudo ver si Rodrigo hacía un guiño mientras hablaba. Pero no necesitaba hacerlo. Todo el mundo sabía que los Pinzones habían sido apresados porque Martín lo había pedido. Para protegerlo de la acusación de amotinamiento.
—No dañéis a nadie —dijo Pinzón—. Si tenéis alguna esperanza de volver a ver España, no dañéis a nadie.
—¡Iba a azotarme, el mentiroso hijo de puta! —chilló Rodrigo—. ¡Veamos si le gusta el látigo!
Pedro advirtió que si se atrevían a flagelar a Colón, no habría ninguna esperanza para Chipa. Acabaría como Pluma de Loro, a menos que consiguiera sacarla del fuerte y llevarla a la seguridad del bosque.
—Ve-en-la-Oscuridad sabrá qué hacer —susurró Chipa en taino.
—Silencio —dijo Pedro. Entonces renunció a continuar en taino y lo hizo en español—. En cuanto abra la puerta, corre y dirígete a los árboles más cercanos.
Se encaminó hacia la puerta, alzó la pesada barra y la arrojó a un lado.
De inmediato se alzó un grito entre los amotinados.
—¡La puerta! ¡Pedro! ¡Detenedlo! ¡Coged a la niña! ¡No la dejéis llegar a la aldea!
La puerta era pesada y difícil de mover. A Pedro le pareció que transcurría mucho tiempo antes de conseguirlo, aunque sólo fueron segundos. Oyó la descarga de un mosquete, pero ninguna bala impactó cerca: a esa distancia, los mosquetes no eran muy precisos. En cuanto Chipa pudo pasar, lo hizo, y un momento después Pedro la siguió. Pero había hombres persiguiéndolos, y Pedro estaba demasiado asustado para volverse a mirar a qué distancia se encontraban.
Chipa trotó ligera como un corzo y se internó entre los matorrales de la periferia del bosque sin perturbar siquiera las hojas. En comparación, Pedro se sentía como un buey, dando zancadas, las botas resonando, el sudor corriendo bajo sus gruesos ropajes. La espada le chocaba contra el muslo y la pantorrilla. Le pareció oír pasos detrás, cada vez más y más cerca. Finalmente, con un último acelerón, se zambulló entre los matorrales, y las lianas se enredaron en su cara, se aferraron a su cuello, como para obligarle a salir al descubierto.
—Silencio —dijo Chipa—. Quédate quieto y no podrán verte.
Su voz lo calmó. Dejó de debatirse contra las hojas. Entonces descubrió que al moverse despacio era fácil atravesar las enredaderas y finas ramas que le habían estado conteniendo. Siguió a Chipa hasta un árbol que tenía una rama baja en forma de horquilla. Ella se subió con facilidad.
—Regresan a la empalizada —dijo.
—¿No nos sigue nadie? —Pedro se sentía un poco decepcionado—. No deben considerar que importamos.
—Tenemos que encontrar a Ve-en-la-Oscuridad —dijo Chipa.
—No hace falta —dijo una voz de mujer.
Pedro miró frenéticamente a su alrededor, pero no vio nada. Fue Chipa quien la localizó.
—¡Ve-en-la-Oscuridad! —exclamó—. ¡Ya estás aquí!
Entonces Pedro la vio, oscura en las sombras.
—Venid conmigo —dijo—. Este es un momento muy peligroso para Colón.
—¿Podéis detenerlos? —preguntó Pedro.
—Guardad silencio y seguidme —respondió ella.
Pero él sólo pudo seguir a Chipa, pues perdió de vista a Ve-en-la-Oscuridad en el momento en que ésta se movió. Pronto se encontró al pie de un alto árbol. Al mirar hacia arriba, descubrió a Chipa y Ve-en-la-Oscuridad encaramadas en las ramas superiores. Ve-en-la-Oscuridad tenía una especie de extraño mosquete. Pero ¿qué utilidad tenía un arma desde esa distancia?
Diko observó a través de la mirilla de la escopeta tranquilizante. Mientras estuvo ocupada alcanzando a Pedro y Chipa, los amotinados habían desnudado a Cristóforo hasta la cintura y lo habían atado al poste de la esquina de una de las cabañas. Moger se preparaba a descargar el látigo.
¿Quiénes eran los que dirigían en su furia a la multitud? Rodrigo de Triana, naturalmente, y Moger y Clavijo. ¿Alguien más?
Tras ella, agarrada a otra rama, Chipa habló en voz baja:
—Si estabas aquí, Ve-en-la-Oscuridad, ¿por qué no ayudaste a Pluma de Loro?
—Estaba vigilando la empalizada —dijo Diko—. No supe que pasaba algo malo hasta que vi a Pez Muerto entrar corriendo. Pero te equivocaste. Pluma de Loro no está muerta.
—No se oía su corazón.
—Era muy débil. Pero después de que todos los hombres blancos se marcharan, le di algo que la ayudará. Y envié a Pez Muerto en busca de las mujeres de la aldea.
—Si yo no hubiera dicho que estaba muerta, entonces todo esto no...
—Iba a suceder, de un modo u otro. Por eso estaba yo aquí, esperando.
Incluso sin la mirilla, Chipa pudo ver que estaban flagelando a Colón.
—Lo están azotando.
—Calla.
Diko apuntó con cuidado a Rodrigo y apretó el gatillo. Hubo un chasquidito. Rodrigo se encogió de hombros. Diko volvió a apuntar, esta vez a Clavijo. Otro chasquido. Clavijo se rascó la cabeza. Apuntar a Moger fue más difícil, porque se movía mucho mientras descargaba el látigo. Pero cuando Diko disparó, acertó también. Moger se detuvo y se rascó el cuello.
Disparar aquellos diminutos misiles guiados por láser que golpeaban y desaparecían inmediatamente, dejando un dardo tan pequeño como una aguijón de abeja, era para ella un arma de último recurso. La droga sólo tardaba segundos en llegar al cerebro, disminuyendo rápidamente la agresividad, volviéndolos pasivos e indiferentes. No mataría a nadie pero con la súbita pérdida de interés de los líderes, el resto de la turba se enfriaría.
Cristóforo nunca había sido azotado así antes, ni siquiera cuando era niño. Dolía más que ningún otro dolor físico que hubiera experimentado jamás. Y sin embargo el dolor era mucho menor de lo que había temido, porque descubrió que podía soportarlo. Gruñía involuntariamente con cada golpe, pero el dolor no era suficiente para domeñar su orgullo. No verían al capitán general suplicar piedad o llorar bajo el látigo. Recordarían cómo soportó su traición.
Para su sorpresa, los azotes terminaron después de sólo media docena de latigazos.
—Oh, ya es suficiente —dijo Moger.
Era casi increíble. Su ira era inmensa momentos antes, y gritaba sobre cómo Colón le había llamado asesino y que vería cómo era cuando Moger intentaba de verdad lastimar a alguien.
—Soltadlo —dijo Rodrigo. También él parecía más tranquilo. Casi aburrido. Era como si el odio en ellos se hubiera agotado de repente.
—Lo siento, mi señor —susurró Andrés Yévenes mientras desataba los nudos de sus manos—. Tenían las armas. ¿Qué podríamos haber hecho los grumetes?
—Sé quiénes son los hombres leales —susurró Cristóforo.
—¿Qué haces, Yévenes, decirle lo buen chico que eres? —demandó Clavijo.
—Sí —respondió Yévenes, desafiante—. No estoy con vosotros.
—Como si le importara a alguien —dijo Rodrigo.
Cristóforo no podía creer cómo había cambiado el de Triana. Parecía desinteresado. En ese aspecto, también Moger y Clavijo tenían la misma expresión aturdida en el rostro. Clavijo no paraba de rascarse la cabeza.
—Moger, vigílalo —dijo Rodrigo—. Tú también, Clavijo. Sois quienes más tenéis que perder si se escapa. Y vosotros, meted al resto en la cabaña de Segovia.
Obedecieron, pero todo el mundo se movía más despacio, y la mayoría de los hombres parecían hoscos o pensativos. Sin el fuego de la ira de Rodrigo para impulsarlos, muchos de ellos se lo estaban pensando mejor. ¿Qué les sucedería cuando regresaran a Palos?
Sólo en ese momento advirtió Colón cuánto le había lastimado la flagelación. Cuando trató de dar un paso, descubrió que estaba mareado por la pérdida de sangre. Se tambaleó. Oyó a varios hombres jadear y algunos murmullos. «Soy demasiado viejo para esto —pensó—. Si tenían que azotarme, debería haber sido cuando era más joven.»
Dentro de la cabaña, Cristóforo soportó el dolor mientras el maestre Juan le ponía una desagradable pócima, y luego le cubría la espalda con una tela liviana.
—Tratad de no moveros mucho —dijo Juan, como si hiciera falta—. La tela mantendrá alejadas a las moscas, así que dejadla ahí.