Read Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón Online
Authors: Orson Scott Card
Tags: #Ciencia Ficción
Cristóforo pensó en lo que había sucedido. «Pretendían matarme. Estaban llenos de ira. Y entonces, de repente, dejaron de interesarse por hacerme daño. ¿Qué podía haber causado eso, sino el Espíritu de Dios que ablandaba sus corazones? El Señor me vigila, en efecto. No quiere que muera todavía.»
Moviéndose despacio, suavemente, para no perturbar la tela o causar mucho dolor, Cristóforo se persignó y rezó. «¿Puedo todavía cumplir la misión que me encomendasteis, Señor? ¿Incluso después de la violación de una niña? ¿Incluso después de este motín?»
Las palabras acudieron a su mente tan claramente como si estuviera oyendo la voz de la mujer: «Una calamidad tras otra. Hasta que aprendas lo que es humildad.»
¿Qué humildad era ésa? ¿Qué era lo que supuestamente tenía que aprender?
Más tarde, varios tainos de la aldea de Guacanagarí se abrieron paso a través de la empalizada (¿de verdad pensaban los blancos que un puñado de palos iban a ser una barrera para unos hombres acostumbrados a encaramarse a los árboles desde la infancia?) y pronto uno de ellos regresó para hacer su informe. Diko le esperaba junto a Guacanagarí.
—Los hombres que lo vigilan están dormidos.
—Les di un poco de veneno para que así fuera —dijo Diko.
Guacanagarí se la quedó mirando.
—No veo por qué nada de esto deba ser asunto tuyo.
Ninguno de los otros compartía la actitud del cacique hacia la mujer-hechicera negra de la aldea de Ankuash. La temían, y no dudaban de que podía envenenar a todo el que quisiera, en cualquier momento.
—Guacanagarí, comparto tu ira —dijo Diko—. Tu aldea y tú no habéis hecho más que el bien a estos hombres blancos, y mirad cómo os han tratado. Peor que a perros. Pero no todos los hombres blancos son así. El cacique blanco trató de castigar a los que violaron a Pluma de Loro. Por eso los malvados entre ellos le han quitado el poder y le han dado esa paliza.
—Así que no era un gran cacique después de todo —dijo Guacanagarí.
—Es un gran hombre. Chipa y este joven, Pedro, lo conocen mejor que nadie excepto yo.
—¿Por qué debería creer a este muchacho blanco y a esta niña mentirosa? —demandó Guacanagarí.
Para sorpresa de Diko, Pedro había aprendido suficiente taino para poder intervenir, y dijo claramente:
—Porque lo hemos visto con nuestros propios ojos, y tuno.
Todo el consejo de guerra taino, reunido en el bosque a la vista de la empalizada, se sorprendió por el hecho de que Pedro entendiera y hablara su lengua. Diko advirtió que estaban sorprendidos porque no mostraron ninguna expresión en el rostro y esperaron en silencio hasta poder hablar con calma. Su respuesta controlada y aparentemente impasible le recordó a Hunahpu, y por un momento sintió un terrible retortijón de pena por haberlo perdido. «Hace años —se dijo—. Fue hace años, y ya he llorado lo que tenía que llorar. He superado todo sentimiento de pesar.»
—El veneno se agotará —dijo—. Los malvados que hay entre ellos recordarán su furia.
—Nosotros también recordaremos la nuestra —contestó uno de los jóvenes de Guacanagarí.
—Si matáis a todos los hombres blancos, incluso aquellos que no os han hecho ningún daño, seréis tan malos como ellos. Os prometo que si matáis por matar, lo lamentaréis.
Lo dijo con tranquilidad, pero la amenaza en sus palabras era real: observó que todos lo consideraban cuidadosamente. Sabían que tenía grandes poderes, y ninguno sería lo bastante intrépido para desafiarla abiertamente.
—¿Te atreves a prohibirnos que seamos hombres? ¿Nos prohibirás proteger nuestra aldea? —preguntó Guacanagarí.
—Nunca os prohibiría hacer nada. Sólo os pido que esperéis y observéis un poco más. Pronto los hombres blancos empezarán a dejar la empalizada. Creo que primero habrá hombres leales tratando de salvar a su cacique. Luego los otros hombres buenos que no quieren dañar a tu pueblo. Debes dejarlos que encuentren el camino de la montaña que conduce hasta mí. Te pido que no les hagas daño. Si vienen a mí, por favor deja que lleguen.
—¿Aunque te busquen para matarte? —preguntó Guacanagarí. Era una pregunta capciosa, que le dejaba abierta la posibilidad de matar a quien se le antojara, con la excusa de que lo hacía para proteger a Ve-en-la-Oscuridad.
—Puedo protegerme sola —dijo Ve-en-la-Oscuridad—. Si suben la montaña, te pido que no los ataques ni los lastimes de ninguna forma. Sabréis cuándo los únicos que queden son los malvados. Todos lo tendréis claro, no sólo uno o dos. Cuando llegue ese día, podréis actuar como actúan los hombres. Pero incluso así, si alguno de ellos escapa y se dirige a la montaña, te pido que los dejes ir.
—A los que violaron a Pluma de Loro no —dijo de inmediato Pez Muerto—. A ellos nunca, no importa hacia dónde corran.
—Estoy de acuerdo —concedió Diko—. No hay refugio para ellos.
Cristóforo despertó en la oscuridad. Había voces ante su tienda. No entendía las palabras, pero tampoco le importaba. Por fin comprendía. Todo se le había aclarado mientras dormitaba. En vez de soñar con su propio sufrimiento, había soñado con la muchacha que habían violado y asesinado. En su sueño vio las caras de Moger y Clavijo como ella debió verlas, llenas de lujuria, burla y odio. En su sueño, les suplicaba que no le hicieran daño. En su sueño, les decía que era sólo una niña. Pero nada los detenía. No tenían piedad.
«Ésos son los hombres que he traído a este lugar —pensó Cristóforo—. Y sin embargo los consideré cristianos. Y a los amables indios los llamé salvajes. Ve-en-la-Oscuridad no dijo más que la pura verdad. Estas gentes son los hijos de Dios, esperando sólo que se les enseñe y se les bautice para ser cristianos. Algunos de mis hombres son dignos de ser cristianos junto con ellos. Pedro ha sido mi ejemplo todo este tiempo. Aprendió a ver el corazón de Chipa cuando todo lo que yo o los demás podíamos ver era su piel, la fealdad de su rostro, sus extrañas costumbres. Si yo hubiera sido como Pedro en mi corazón, habría creído a Ve-en-la-Oscuridad, y por eso no habría tenido que sufrir todas estas últimas calamidades: la pérdida de la
Pinta,
el motín, esta flagelación. Y la peor calamidad de todas: mi vergüenza por haber negado la palabra de Dios porque no me envió el tipo de mensajero que esperaba.»
La puerta se abrió y luego volvió a cerrarse rápidamente. Unos pasos sigiliosos se acercaron a él.
—Si venís a matarme —dijo Cristóforo—, sed lo bastante hombre para permitirme ver el rostro de mi asesino.
—Silencio, por favor, mi señor —dijo la voz—. Algunos de nosotros hemos tenido una reunión. Os liberaremos y os sacaremos de la empalizada. Y luego combatiremos a esos malditos amotinados y...
—No. Nada de luchas, nada de derramamiento de sangre.
—¿Qué, entonces? ¿Dejar que esos hombres nos gobiernen?
—La aldea de Ankuash, montaña arriba —dijo Cristóforo—. Iré allí. Lo mismo deben hacer todos los hombres leales. Escapad en silencio, sin pelea. Seguid arroyo arriba hasta la montaña... hasta Ankuash. Ése es el lugar que Dios ha preparado para nosotros.
—Pero los amotinados construirán la nave...
—¿Creéis que serán capaces alguna vez? —preguntó Colón, despectivo—. Se mirarán a los ojos, y luego desviarán la mirada, porque sabrán que no pueden confiar uno en otro.
—Eso es cierto, mi señor. Algunos de ellos murmuran ya que a Pinzón le interesaba sólo asegurarse de que supierais que no se había amotinado. Algunos de ellos recordaron cómo el turco lo acusó de haberle ayudado.
—Una acusación estúpida.
—Pinzón escucha cuando Moger y Clavijo hablan de asesinaros, pero no dice nada. Y Rodrigo va por ahí maldiciendo y jurando porque no os mató esta tarde. Tenemos que sacaros de aquí.
—Ayudadme a ponerme en pie.
El dolor fue fuerte, y pudo sentir que las frágiles cicatrices de una de las heridas se abrían. La sangre le corría por la espalda. Pero era algo que no podía evitarse.
—¿Cuántos de vosotros hay? —preguntó Cristóforo.
—La mayoría de los grumetes están con vos. Todos se sintieron avergonzados por Pinzón. Algunos de los oficiales hablan de renegociar con los amotinados, y Segovia parlamentó con Pinzón durante largo rato, así que tal vez está intentando llegar a algún tipo de compromiso. Probablemente quiere poner a Pinzón al mando...
—Basta —dijo Cristóforo—. Todo el mundo está asustado, todo el mundo está haciendo lo que cree mejor. Decidle esto a vuestros amigos: yo sabré quiénes son los hombres leales, porque ellos llegarán montaña arriba hasta Ankuash. Estaré allí, con la mujer Ve-en-la-Oscuridad.
—¿La bruja negra?
—Hay más de Dios en ella que en la mitad de los supuestos cristianos de este lugar. Decidles a todos ellos... si algún hombre desea regresar a España conmigo como testigo de su lealtad, que escape de aquí y se reúna conmigo en Ankuash.
Cristóforo se había levantado, y se había puesto sus calzas y una camisa ancha sobre la espalda. No podía soportar más ropas, y en la cálida noche no sufriría por ir tan ligeramente vestido.
—Mi espada—dijo.
—¿Podéis llevarla?
—Soy capitán general de esta expedición. Tendré mi espada. Y que se sepa: quien me traiga mis cuadernos de a bordo y mis cartas será recompensado más allá de sus sueños cuando regresemos a España.
El hombre abrió la puerta y los dos se asomaron con cuidado para ver si había alguien vigilando. Finalmente vieron a un hombre (Andrés Yévenes, por su esbelto cuerpo juvenil) que les hacía señas para que avanzaran. Sólo entonces tuvo Cristóforo una oportunidad para ver quién había venido a por él. Era el vizcaíno, Juan de la Cosa. El hombre cuya cobarde desobediencia había conducido a la pérdida de la
Santa Marta.
—Os habéis redimido esta noche, Juan.
De la Cosa se encogió de hombros.
—Nosotros los vizcaínos... nunca se sabe qué vamos a hacer.
Apoyado en De la Cosa, Cristóforo se movió lo más rápido que pudo para cruzar la zona despejada hasta la pared de la empalizada. En la distancia, pudo oír los cánticos y risotadas de los marineros borrachos. Por eso le habían vigilado tan mal.
Andrés y Juan estaban acompañados por varias personas más, todos grumetes menos Escobedo, el oficial, que llevaba un cofre pequeño.
—Mi diario —dijo Cristóforo.
—Y vuestras cartas.
De la Cosa le sonrió.
—¿Debo contarle lo de la recompensa que prometisteis, o lo haréis vos, mi señor?
—¿Quiénes de vosotros vais a venir conmigo? —preguntó Cristóforo.
Ellos se miraron unos a otros, sorprendidos.
—Pensábamos ayudaros a franquear la muralla —dijo De la Cosa—. Aparte de eso...
—Sabrán que no pude hacerlo solo. La mayoría de vosotros debería acompañarme ahora. De esa forma no empezarán a hacer indagaciones y a acusar a la gente de haberme ayudado. Pensarán que todos mis amigos se marcharon conmigo.
—Yo me quedaré —dijo De la Cosa—, para contarle a la gente las cosas que me dijisteis. Los demás, marchad.
Ayudaron a Cristóforo a subir la empalizada. Él soportó el dolor y aterrizó en el otro lado.
Casi de inmediato se encontró cara a cara con uno de los tainos. Pez Muerto, si sabía distinguir a un indio de otro a la luz de la luna. Pez Muerto cubrió con su mano la boca de Colón. «Silencio, decía.»
Los otros rebasaron la muralla con más facilidad que Cristóforo. El único problema lo planteó el cofre que contenía los diarios y cartas, pero al final acabaron por lanzarlo por lo alto, y después llegó Escobedo.
—Estamos todos —dijo—. El vizcaíno ya ha vuelto a la fiesta antes de que lo echen en falta.
—Temo por su vida —dijo Cristóforo.
—Él temía mucho más por la vuestra.
Todos los tainos llevaban armas, pero no las blandían ni parecían amenazadores. Y cuando Pez Muerto cogió a Colón de la mano, el capitán general le siguió hacia el bosque.
Diko retiró con mucho cuidado los vendajes. La cura iba bien.
Pensó con tristeza en las pequeñas cantidades de antibiótico que le quedaban. Oh, bueno. Había tenido suficiente para esto, y con suerte no necesitaría más.
Los ojos de Cristóforo se movieron.
—Así que no vas a dormir eternamente después de todo —dijo Diko.
Los ojos se abrieron, y Colón trató de levantarse. Cayó de inmediato.
—Todavía estás débil. Los azotes fueron bastante malos, pero el viaje montaña arriba tampoco te hizo ningún bien. Ya no eres joven.
Él asintió débilmente.
—Vuelve a dormir. Mañana te sentirás mucho mejor.
Él sacudió la cabeza.
—Ve-en-la-Oscuridad...
—Puedes decírmelo mañana.
—Lo siento.
—Mañana.
—Eres una hija de Dios —dijo él. Le resultaba difícil hablar, encontrar aire, formar las palabras. Pero las formó—. Eres mi hermana. Eres cristiana.
—Mañana.
—No me importa el oro.
—Lo sé.
—Creo que has venido a mí enviada por Dios.
—He venido a ayudarte a hacer verdaderos cristianos de esta gente. Empezando por mí. Mañana empezarás a enseñarme la doctrina de Cristo, para que yo pueda ser la primera en ser bautizada en esta tierra.
—Entonces, por eso estoy aquí —murmuró él.
Ella le acarició el pelo, los hombros, la mejilla. Cuando volvía a hundirse en el sueño, le respondió con las mismas palabras.
—Por eso estoy aquí.
Pocos días después, los oficiales reales y varios hombres leales más encontraron el camino hasta Ankuash. Cristóforo, que ya era capaz de mantenerse en pie y caminar un poco cada día, puso a sus hombres a trabajar de inmediato, ayudando a los aldeanos con su labor, enseñándoles español y aprendiendo taino mientras lo hacían. Los grumetes aceptaron con bastante naturalidad este humilde trabajo. A los oficiales reales les resultó mucho más difícil tragarse su orgullo y trabajar junto con los aldeanos. Pero no había ninguna obligación. Cuando se negaban a ayudar, simplemente eran ignorados, hasta que por fin advirtieron que en Ankuash las viejas reglas jerárquicas ya no se aplicaban. Si no ayudabas, no importabas. Todos eran hombres que estaban decididos a importar. Escobedo fue el primero en olvidar su rango, y Segovia el último, pero eso era de esperar. Cuando más pesada era la carga del oficio, más difícil era soltarla.
Los mensajeros del valle traían noticias. Tras la marcha de los oficiales reales, Pinzón había aceptado el mando de la empalizada, pero el trabajo en la nueva nave pronto se detuvo, y se hablaba de que había peleas entre los españoles. Más hombres escaparon y llegaron a la montaña. Finalmente, estalló una refriega. Los disparos se oyeron desde Ankuash.