Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón (39 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

«Así que es buena señal —se dijo Kemal—. Buena señal que Colón llegue tarde, porque eso significa que el virus está haciendo su trabajo. Ya hemos cambiado el mundo. Ya hemos tenido éxito.»

Sólo que no se lo parecía. Viviendo de raciones enlatadas, escondido en un promontorio aislado, atento a la presencia de las velas, Kemal quería conseguir algo más que ser el portador de un virus curador. Alá desea todo lo que pase, lo sabía, pero no era tan piadoso para no desear susurrarle un par de palabritas al oído. Unas cuantas sugerencias.

No vio una vela hasta el tercer día. Demasiado temprano. En la antigua versión de la historia, Colón había llegado más tarde, y por eso la
Santa María se había
hundido, al chocar en la oscuridad contra un arrecife sumergido. Esta vez no estaría oscuro. Y aunque así fuera, las corrientes y vientos no serían iguales. Kemal tendría que destruir las tres naves. Peor, sin el accidente de la
Santa María
no habría ningún motivo para que la
Niña
levara anclas. Kemal tendría que bordear la costa y esperar su oportunidad. Si la había.

«Si fracaso —pensó—, los otros todavía pueden tener éxito. Si Hunahpu consigue engañar a los tlaxcalanos y crear un imperio zapoteca que abandone o reduzca los sacrificios humanos, entonces los españoles no lo tendrán tan fácil. Si Diko está en algún lugar de las montañas, tal vez consiga crear una nueva religión protocristiana y un imperio caribe unificado que los españoles no romperán fácilmente. Después de todo, su éxito se basó casi por completo en la incapacidad de los indios para organizar una resistencia seria. Así que aunque Colón regrese a Europa, la historia seguirá siendo diferente.»

Pretendía tranquilizarse susurrando aquellas cosas, pero le sabían como cenizas en la boca. «Si fracaso, América perderá sus cincuenta años de preparación antes de que lleguen los europeos.»

Dos barcos. No tres. Eso era un alivio. ¿O no? Ya que la historia estaba cambiando, habría sido mejor que la flota de Colón permaneciera unida. Pinzón había separado la
Niña
del resto, igual que en la historia anterior. ¿Pero cómo saber si Pinzón cambiaría de opinión y regresaría a Haití para reunirse con Colón? En esta ocasión, tal vez se limitara a seguir hacia el este, llegar el primero a España y reclamar todo el crédito del descubrimiento.

«Eso está fuera de mi alcance —se dijo Kemal—. La
Pinta
vendrá o no vendrá. Tengo a la
Niña
y la
Santa María
y debo asegurarme de que al menos ellas no regresen a España.»

Kemal observó hasta comprobar que las naves viraban al sur, para rodear el Cabo de San Nicolás. ¿Tomarían la misma ruta que habían seguido en la historia previa, navegando al sur un poco más y luego virando para estudiar la costa norte de la isla de Haití? Nada era ya predecible, aunque la lógica proclamara que fueran cuales fuesen los motivos que Colón tuvo para sus acciones en la otra historia, los mismos se mantendrían también esta vez.

Kemal se abrió paso cuidadosamente hasta los árboles situados cerca del agua donde había ocultado su balsa hinchable. Contrariamente a los salvavidas, no era de color naranja brillante, sino de un azul verdoso, diseñado para ser invisible en el agua. Kemal se puso el traje submarino, también azul verdoso, y empujó el bote hasta el agua. Luego subió a bordo las suficientes cargas subacuáticas para dar buena cuenta de la
Santa María
y la
Niña,
si se presentaba la oportunidad. Entonces puso el motor en marcha y se hizo a la mar.

Tardó media hora en hallarse lo bastante lejos de la costa para sentirse razonablemente confiado en ser invisible a los avezados vigías de las carabelas españolas. Sólo entonces navegó hacia poniente lo suficiente para ver las velas. Para su alivio, habían anclado en el Cabo de San Nicolás y desembarcaban en unos pequeños bateles. Puede que fuera el nueve de diciembre en vez del seis, pero Colón estaba tomando las mismas decisiones que antes. El clima era frío, para tratarse de esta parte del mundo, y Colón tendría los mismos problemas para atravesar el canal situado entre Tortuga y Haití hasta el catorce de diciembre. Tal vez Kemal estaría más seguro si regresaba a la orilla y esperaba a que la historia se repitiera.

O tal vez no. Colón estaría ansioso por navegar hacia oriente para vencer a Pinzón en el regreso a España, y esta vez podría rodear Tortuga, aprovechando los vientos favorables y evitando por completo los traicioneros vientos contrarios que lo lanzarían contra los arrecifes. Ésta podría ser la última oportunidad de Kemal.

Pero claro, el Cabo de San Nicolás estaba lejos del lugar donde vivía la tribu de Diko... si en realidad había conseguido convertirse en habitante de la aldea que llamó por primera vez a la gente del futuro para que los salvara. ¿Por qué hacer las cosas más difíciles para ella?

Esperaría y observaría.

Al principio, cuando la
Pinta
empezó a separarse más y más, Cristóforo supuso que Pinzón estaba evitando algún contratiempo de las aguas. Luego, cuando la carabela casi se perdió en el horizonte, trató de creer lo que los hombres le decían: que la
Pinta
debía ser incapaz de leer las señales que Cristóforo enviaba. Era una tontería, por supuesto. La
Niña
también navegaba a babor y no tenía ningún problema para mantener el rumbo. Para cuando la
Pinta
desapareció tras el horizonte, Cristóforo supo que Pinzón lo había traicionado, que el antiguo pirata estaba decidido a navegar derecho hacia España e informar a sus majestades antes de que Colón pudiera llegar allí. No importaba que Cristóforo fuera el jefe reconocido de la expedición, o que los oficiales reales que los acompañaban informaran de la perfidia de Pinzón... sería él quien recaudaría la primera fama, su nombre el que recordaría la historia como el hombre que primero regresó a Europa tras seguir la ruta a Oriente a través de poniente.

Pinzón nunca había navegado tan al sur para saber que el firme viento del este daba paso, en latitudes inferiores, al firme viento poniente que Cristóforo había sentido cuando navegaba con los portugueses. Así que había buenas posibilidades de que si Cristóforo llegaba lo bastante al sur, consiguiera alcanzar España mucho antes que Pinzón, quien sin duda tendría problemas al cruzar el Atlántico, y lo haría a ritmo lento en el mejor de los casos. Había una firme posibilidad de que el progreso de Pinzón fuera tan lento que tuviera que renunciar y regresar a las islas para cargar de nuevas provisiones su carabela.

Una firme posibilidad, pero ninguna certeza, y Cristóforo no podía desprenderse de la sensación de urgencia (y furia apenas reprimida) que había provocado la deslealtad de Pinzón. Lo peor de todo, no había nadie en quien pudiera confiar, pues sin duda los hombres deseaban que Pinzón ganara, aunque delante de los oficiales y los agentes del rey Cristóforo no podía demostrar ninguna debilidad ni preocupación.

Así que Cristóforo sintió poco placer en cartografiar la costa desconocida de la gran isla que los nativos llamaban Haití, y que él había bautizado con el nombre de La Española. Quizás habría disfrutado más del trabajo si hubiera avanzado firmemente, pero tuvieron el viento del este en contra por toda la costa.

Tuvieron que fondear durante días en el lugar que los hombres llamaron Costa de los Mosquitos y luego otra vez en Valle del Paraíso. Los hombres apreciaron mucho estas paradas, porque allí los habitantes eran más altos y más sanos, y dos de las mujeres eran tan claras de piel que recibieron el mote de «las españolas». Como comandante cristiano, Cristóforo tenía que fingir no saber qué más sucedía entre los marineros y las mujeres que subían a las carabelas. Parte de la tensión del viaje remitió en Valle del Paraíso. Pero no para Cristóforo, que contaba el retraso de cada día como ventaja añadida para que Pinzón llegara primero a España.

Cuando por fin se pusieron en marcha, fue navegando de noche y pegados a la costa, donde la brisa de la orilla contrarrestaba los vientos de levante y los llevaba con rapidez hacia el este. Aunque las noches eran claras, resultaba peligroso navegar a oscuras por una costa desconocida, pues nadie sabía qué peligros podría haber bajo el agua. Pero Cristóforo no veía ninguna otra opción. Era navegar oeste-sur rodeando la isla, que podría ser tan grande como para requerir meses para ser explorada, o navegar de noche siguiendo las brisas de la costa. Dios protegería los barcos, porque si no lo hacía, el viaje fracasaría, o al menos la parte de Cristóforo en él. Lo que importaba entonces era regresar a España con gloriosos informes que ocultaran la decepcionante cantidad de oro y el bajo nivel de civilización, para que sus majestades aprestaran una flota real y él pudiera explorar seriamente hasta encontrar las tierras de las que había escrito Marco Polo.

Sin embargo, lo que más molestaba a Cristóforo era algo que no conseguía explicarse ni siquiera a sí mismo. Durante el día, mientras fondeaban y Cristóforo cartografiaba la costa, a veces se daba la vuelta y contemplaba el mar abierto. Era entonces cuando a veces le parecía ver algo en el agua. Sólo era visible unos instantes, y nadie más informó de haberlo visto. Pero Cristóforo sabía que lo había visto, fuera lo que fuese... un parche en el agua de un color ligeramente distinto, y varias veces una forma parecida a un hombre medio dentro y medio fuera del agua. La primera vez que vio la forma humana, inmediatamente recordó los relatos de los marinos genoveses referidos a tritones y otros monstruos de las profundidades. Pero fuera lo que fuese, siempre estaba mar adentro: nunca se acercaba. ¿Se trataba de alguna aparición espiritual, algún signo del Señor? ¿O era un signo de la enemistad de Satán, observando, esperando una oportunidad de interrumpir esta expedición cristiana?

Una vez, sólo una vez, Cristóforo atisbo un destello de luz como si aquello tuviera un catalejo propio y lo observara igual que lo estaba observando él.

No escribió nada de esto en su cuaderno de bitácora. De hecho, trató de descartarlo como signo de alguna leve enajenación provocada por las latitudes tropicales y las preocupaciones producidas por Pinzón. Hasta que el desastre los golpeó a primeras horas de la mañana de Navidad.

Cristóforo estaba despierto en su camarote. Le resultaba difícil dormir cuando el barco navegaba tan peligrosamente cerca de la costa, y por eso permanecía despierto la mayoría de las noches, estudiando sus cartas o escribiendo en su cuaderno o en su diario privado. Esa noche, sin embargo, no había hecho nada más que tumbarse en la cama, pensando en todo lo que había acontecido en su vida hasta entonces, maravillándose de cómo habían salido las cosas a pesar de la adversidad, y finalmente rezó, dando gracias a Dios por lo que en su momento había parecido olvido divino, pero que entonces parecía una milagrosa atención. «Perdonadme por no comprenderos, por esperar que midierais el tiempo según los cortos momentos de la vida de un hombre. Perdonadme por mis temores y dudas por el camino, pues ahora veo que siempre estuvisteis a mi lado, vigilándome y protegiéndome y ayudándome a cumplir Vuestra voluntad.»

Una sacudida recorrió el barco, y desde cubierta llegó un grito.

Kemal observaba a través de su visor nocturno, sin atreverse a creer en su buena suerte. ¿Por qué se había preocupado? El clima había sido la causa del retraso de Colón en la historia anterior, y el mismo clima determinaba en esta ocasión su avance. Esperar vientos favorables le había traído a aquel lugar el día de Nochebuena, quince minutos después de lo que lo había hecho en el antiguo pasado de Kemal. Las mismas corrientes y vientos similares habían hecho que la
Santa María
encallara en un arrecife, como antes. Todavía era posible que todo saliera bien.

Naturalmente, siempre era el factor humano, no el clima, lo que podía cambiar. Pese a tanta cháchara sobre cómo el ala de una mariposa en Beijing podía causar un huracán en el Caribe, Manjam le había explicado a Kemal que los sistemas pseudocaóticos como el clima eran en realidad bastante estables en sus pautas subyacentes y engullían diminutas fluctuaciones aleatorias.

El verdadero problema radicaba en las decisiones tomadas por los hombres del viaje. ¿Harían lo que habían hecho antes? Kemal había visto el hundimiento de la
Santa María
un centenar de veces o más, ya que tantas cosas dependían de ello. La nave se hundía a causa de varios factores y cualquiera de ellos podía cambiar por capricho. Primero, Colón tenía que estar navegando de noche y, para alivio de Kemal, seguía haciéndolo para combatir los vientos contrarios. Luego, tanto Colón como Juan de la Cosa, dueño y maestre del barco, tenían que estar bajo cubierta, dejando el pilotaje de la nave en manos de Peralonso Niño... cosa bastante adecuada, puesto que era el piloto. Pero Niño se fue a dar una cabezada, dejando el timón en manos de uno de los grumetes, indicándole una estrella para que se guiase, lo que habría estado bien para un viaje por el océano pero que apenas servía de ayuda cuando se navegaba por una costa traicionera y desconocida.

En todo caso, la única diferencia era que no se trataba del mismo grumete: por su altura y sus modales, Kemal advirtió incluso desde la distancia que esta vez era Andrés Yévenes, un poco mayor. Pero la experiencia que Andrés tuviera apenas le ayudaría: nadie había trazado mapas de esa costa, así que ni siquiera el piloto más experimentado habría sabido que los arrecifes de coral estarían tan cerca de tierra sin crear ningún cambio visible en el mar.

Incluso esto podría haberse recuperado en la historia anterior, pues Colón inmediatamente dio órdenes que, de haber sido obedecidas, habrían salvado el barco. Lo que realmente hundió a la
Santa María
fue su dueño, Juan de la Cosa, que se dejó llevar por el pánico y no sólo desobedeció las órdenes de Colón, sino que hizo imposible que los demás las cumplieran. A partir de ese punto, la carabela quedó condenada.

Kemal, tras estudiar a De la Cosa desde el principio de su vida hasta el final, fue incapaz de descubrir por qué hizo aquella acción inexplicable. La única conclusión que sacó fue que De la Cosa se había aterrado ante la perspectiva del hundimiento del barco y simplemente se quitó de enmedio de la forma más rápida y efectiva posible. Para cuando quedó claro que había tiempo de sobra para sacar de allí a todos los hombres sin serio peligro, era demasiado tarde para salvar la nave. En ese punto, De la Cosa difícilmente admitiría su cobardía... o el motivo que fuese.

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