Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón (40 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

El barco se estremeció por el impacto, luego se escoró a un lado. Kemal observaba, expectante. Iba vestido de hombre-rana, dispuesto a acercarse y poner una carga explosiva bajo la carabela si Colón conseguía salvarla. Pero sería mejor que el navio se hundiera sin inexplicables incendios ni explosiones.

Juan de la Cosa salió tambaleándose de su camarote y subió al castillete, aún no despierto del todo, sintiéndose dentro de una pesadilla. ¡Su carabela había encallado! ¿Cómo podía haber sucedido algo así? Allí estaba Colón, en cubierta ya furioso. Como siempre, Juan se enrabietó ante la sola visión del cortesano genovés. Si Pinzón hubiera estado al mando, no habría habido tonterías como navegar de noche. Era todo lo que Juan podía hacer para conciliar el sueño, sabiendo que su carabela recorría una costa extraña en medio de la oscuridad. Y, como había temido, acabaron por encallar. Todos se ahogarían, si no lograban salir de la nave antes de que se hundiera.

Uno de los grumetes de la nave (Andrés, el favorecido por Niño esa semana) ofrecía patéticas excusas.

—Tenía los ojos fijos en la estrella que me señaló y mantuve el mástil en línea.

Parecía aterrorizado.

El barco se escoró enormemente.

«Nos hundiremos —pensó Juan—. Lo perderé todo.»

—¡Mi carabela! —chilló—. ¡Mi pequeña nave, qué le habéis hecho!

Colón se volvió hacia él con frialdad.

—¿Dormíais bien? —preguntó gélidamente—. Niño sin duda lo hacía.

¿Y por qué no debería dormir el dueño del barco? Juan no era piloto, ni navegante. Era sólo el propietario. ¿No le habían dejado claro que no tenía casi ninguna autoridad, excepto la que le concedía Colón? Como vizcaíno
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, Juan era tan extranjero entre esos españoles como el propio Colón, así que recibía la condescendencia del italiano, el desprecio de los oficiales reales y las burlas de los marineros españoles. Pero en ese momento, después de haber sido despojado de todo control y todo respeto, ¿era de pronto culpa suya que el barco se hundiera?

La nave se escoró aún más a babor.

Colón hablaba, pero Juan tenía problemas para concentrarse en lo que decía.

—La popa es pesada y hemos chocado con un arrecife submarino. No avanzaremos más. No tenemos más remedio que enderezar el barco.

Era la cosa más absurda que Juan había oído jamás. Estaba oscuro, el barco se hundía, ¿y Colón quería intentar una maniobra estúpida en vez de salvar vidas? Era lo que cabía esperar de un italiano, ¿qué le importaban las vidas de los españoles? Y ya puestos, ¿qué era la vida de un vizcaíno para los españoles? Colón y los oficiales llegarían primero a los botes, pero no les importaría lo que le sucediera a Juan de la Cosa. Y los hombres nunca le dejarían subir a un bote si tenían oportunidad de elegir. Lo sabía, lo había visto en sus ojos.

—Enderezar la nave —repitió Cristóforo—. Fletad el batel, llevad el ancla a estribor, lanzadla, y luego usar el impulso para sacarnos de la roca.

—Sé lo que pretendéis —respondió Juan. ¿Creía este tonto que podría enseñarle artes marineras?

—¡Entonces manos a la obra, hombre! —ordenó Cristóforo—. ¿O queréis perder vuestra carabela en estas aguas?

Bien, que Colón diera sus órdenes. No sabía nada. Juan de la Cosa era mejor cristiano que ninguno de aquellos hombres. La única manera de salvar a toda la tripulación era traer los botes de la
Niña
para que ayudasen. Que se olvidara de recoger el ancla, eso sería lento y consumiría mucho tiempo, y los hombres morirían. Juan salvaría todas las vidas de aquel barco y los hombres sabrían quién se preocupaba por ellos. No aquel fanfarrón de Pinzón, que de forma tan egoísta se había marchado por su cuenta. Y desde luego no Colón, que sólo pensaba en el éxito de su expedición, sin importarle si los hombres morían en el empeño. «Soy yo, Juan de la Cosa, el vizcaíno, el norteño, el extraño. Soy yo el que os ayudará a vivir para regresar junto a vuestras familias en España.»

Juan inmediatamente puso a varios hombres a arriar el bote. Mientras tanto, oyó a Colón gritando órdenes para recoger las velas y soltar el ancla. «Oh, qué excelente idea —pensó Juan—. La nave se hundirá con todas las velas plegadas. Eso significará una gran diferencia para los tiburones.»

El bote chocó con estrépito contra las aguas. De inmediato los tres remeros bajaron por las maromas y empezaron a desatar los nudos para liberar el batel de la carabela. Mientras tanto, Juan trataba de bajar por la escala de cuerda, la cual, con la inclinación del barco, colgaba en medio del aire y se bamboleaba peligrosamente. «Dejadme que viva para alcanzar el bote, Santa Madre, rezó, y entonces seré un héroe y salvaré a los demás.»

Sus pies encontraron el batel, pero no consiguió soltar los dedos de la escala.

—¡Vamos! —demandó Peña, uno de los hombres.

«Lo estoy intentando —pensó Juan—. ¿Por qué no me obedecen mis manos?»

—Vaya cobarde —murmuró Bartolomé. «Pretenden hablar en voz baja —pensó Juan—, pero como siempre se aseguran de que pueda oírlos.»

Sus dedos se abrieron. Sólo había sido un instante. No se podía esperar que nadie actuara con perfecto control cuando la muerte estaba tan cerca.

Pasó por encima de Peña para llegar a su lugar en la popa, para controlar el timón.

—Remad —dijo.

Mientras empezaban a hacerlo, Bartolomé, sentado en la proa, marcaba el ritmo. Había sido soldado en el ejército español, pero lo habían arrestado por ladrón: era uno de los que se unieron al viaje con la esperanza de conseguir el perdón. La mayoría de los delincuentes eran tratados mal por los demás, pero la experiencia militar de Bartolomé le había ganado, aunque fuera a regañadientes, el respeto de la tripulación... y la sumisión total de los otros reos.

—Bogad —dijo—. Bogad.

Mientras ellos remaban, Juan viró el timón hacia babor.

—¿Qué hacéis? —demandó Bartolomé al ver que la barca se separaba de la
Santa María
en vez de dirigirse a la popa, donde empezaba a bajar el ancla.

—¡Haced vuestro trabajo y yo haré el mío! —gritó Juan.

—¡Tenemos que colocarnos bajo el ancla! —respondió Bartolomé.

—¿Confiáis vuestra vida al genovés? ¡Vamos a la
Niña
a pedir ayuda!

Los ojos de los marineros se abrieron de par en par. Era una contravención directa de las órdenes. Bordeaba el motín contra Colón. Dejaron de bogar.

—De la Cosa —dijo Peña—, ¿no vais a tratar de salvar la carabela?

—¡Es mi nave! —chilló Juan—. ¡Y son vuestras vidas! ¡Seguid remando y podremos salvarlos a todos! ¡Remad! ¡Remad!

Bartolomé entonó la saloma, y todos remaron.

Sólo entonces se molestó Colón en advertir lo que estaban haciendo. Juan lo oyó gritar desde la cubierta.

—¡Volved! ¿Qué estáis haciendo! ¡Venid y colocaos bajo el ancla!

Pero Juan miró ferozmente a los marineros.

—Si queréis vivir para volver a ver España, entonces lo único que debéis oír es el batir de los remos.

Remaron sin decir palabra, con fuerza. La
Niña
se hizo más grande en la distancia, mientras la
Santa María
se volvía cada vez más pequeña tras ellos.

«Es sorprendente qué acontecimientos demuestran haber sido inevitables —pensó Kemal—, y cuáles pueden cambiarse. Los marineros dormían todos con mujeres distintas en Valle del Paraíso esta vez, así que aparentemente la elección de parejas de cama fue producto del capricho del azar. Pero cuando llegó el momento de desobedecer la única orden que podría haber salvado a la
Santa María,
Juan de la Cosa tomó la misma decisión, no importaba a qué precio. El amor es aleatorio; el miedo es inevitable. Lástima que nunca tenga la oportunidad de publicar este hallazgo.

»Se acabó contar historias. Sólo puedo representar el final de mi vida. ¿Quién decidirá entonces el significado de mi muerte? Yo lo haré, lo mejor que pueda. Pero entonces ya no estará en mis manos. Harán de mí lo que quieran, si es que me recuerdan. El mundo en el que descubrí un gran secreto del pasado y me hice famoso ya no existe. Ahora estoy en un mundo donde nunca nací y no tengo pasado.» ¿Un solitario saboteador musulmán, que de algún modo consiguió llegar al Nuevo Mundo? Kemal imaginó cómo serían los artículos eruditos, explicando el origen psicosocial de las leyendas del Solitario Terrorista Musulmán del viaje de Colón. Una sonrisa asomó a su rostro mientras la tripulación de la
Santa María
remaba hacia la
Niña.

Diko regresó a Ankuash con dos cestas llenas de agua colgando de la percha que llevaba al hombro. Ella misma la había fabricado, cuando quedó claro que no había nadie en la tribu que fuera tan fuerte. Los otros se avergonzaban de verla acarrear agua tan fácilmente cuando a ellos les resultaba tan duro. Así que fabricó la percha para que pudiera transportar el doble, y entonces insistió en recoger el agua sola, para que nadie pudiera compararse a ella. Hacía tres viajes al día hasta el arroyo bajo la cascada. Eso la mantenía fuerte, y apreciaba la soledad.

Los demás la estaban esperando, por supuesto: el agua de las grandes cestas sería vertida en muchos recipientes más pequeños, la mayoría en vasijas de barro. Pero advirtió desde lejos que había ansiedad en ellos. Noticias, pues.

—¡La canoa de los hombres blancos fue llevada por los espíritus del agua! —exclamó Putukam en cuanto Diko estuvo lo bastante cerca para poder oírla—. ¡El mismo día que tú dijiste!

—Tal vez ahora Guacanagarí crea la advertencia y proteja a sus muchachas jóvenes.

Guacanagarí era el cacique de la mayor parte del noroeste de Haití. A veces alardeaba de que su autoridad se extendía desde las montañas de Cibao hasta Ankuash, aunque nunca había tratado de demostrar esta teoría en batalla: no había nada allá arriba en Cibao que quisiera. Los sueños de Guacanagarí de ser dueño de todo Haití le habían llevado en la historia anterior a establecer una fatal alianza con los españoles. Si no lo hubieran tenido a él y a su pueblo para servirles de espía e incluso para pelear por ellos, los españoles tal vez no habrían vencido; otros líderes tainos quizás hubieran logrado unir a Haití en alguna especie de resistencia efectiva. Pero eso no sucedería esta vez. La ambición de Guacanagarí seguiría siendo el principio por el que se guiaba, pero no tendría el mismo efecto devastador. Pues Guacanagarí sólo era amigo de los españoles cuando parecían fuertes. En cuanto parecieron débiles, sería su más mortal enemigo. Diko sabía que no debía confiar en su palabra ni un solo instante. Pero todavía resultaba útil, porque era fácil anticipar sus actos si se comprendía su ansia de gloria.

Diko se agachó y se quitó la percha de los hombros. Los demás cogieron las cestas de agua y empezaron a vaciarlas en sus recipientes.

—¿Guacanagarí escucha a una mujer de Ankuash? —dijo Baiku, escéptico. Recogía el agua en tres vasijas. El pequeño Inoxtla se había hecho un corte que tenía mal aspecto en una caída, y Baiku preparaba una pócima, té y vapor para él.

Una de las mujeres más jóvenes corrió inmediatamente en defensa de Diko.

—¡Debe creer a Ve-en-la-Oscuridad! Todas sus palabras se vuelven verdad.

Como siempre, Diko negaba sus supuestos dones proféticos, aunque había sido su íntimo conocimiento del futuro lo que impidió que se convirtiera en esclava o en quinta esposa del cacique.

—Es Putukam quien ve visiones verdaderas, y Baiku quien sana. Yo traigo agua.

Los otros guardaron silencio, pues ninguno de ellos había comprendido jamás por qué Diko decía algo que era tan claramente falso. ¿Quién había oído hablar de alguien que se negara a admitir que hacía algo bien? Sin embargo, era la persona más fuerte, más alta, más sabia y más santa que habían visto o conocido, y si ella decía esto, debía ser cierto, aunque sus palabras no debían ser consideradas en su totalidad, por supuesto.

«Pensad lo que queráis —dijo Diko en silencio—. Pero yo sé que llegará el día en que no tendré más conocimiento del futuro que vosotros, porque no será el futuro que yo recordaba.»

—¿Y qué hay del Hombre Silencioso? —preguntó.

—Oh, dicen que aún está en su barca hecha de agua y aire, observando.

—Y dicen que los blancos no pueden verlo —añadió otro—. ¿Son ciegos?

—No saben cómo ver las cosas —dijo Diko—. No saben ver nada más que lo que esperan ver. Los tainos de la costa saben ver esta barca hecha de agua y aire, porque lo vieron hacerla y echarla al agua. Ellos esperan verla. Pero los hombres blancos no la han visto nunca antes, así que sus ojos no saben cómo encontrarla.

—Siguen siendo estúpidos al no verla —dijo Goala, un adolescente recién salido de la pubertad.

—Eres muy valiente —dijo Diko—. Yo tendría miedo de ser tu enemigo.

Goala se pavoneó.

—Pero tendría aún más miedo de ser tu amigo en la batalla. Estás muy seguro de que tu enemigo es estúpido porque no ve las cosas como tú las verías. Eso te volverá descuidado, y tu enemigo te sorprenderá y tu amigo morirá.

Goala guardó silencio mientras los demás se reían.

—No has visto la barca hecha de agua y aire —dijo Diko—. Así que no sabes si es fácil o difícil verla.

—Quiero verla —dijo Goala en voz baja.

—No te servirá de nada, porque nadie en el mundo tiene poder para hacer una igual y nadie tendrá ese poder hasta dentro de más de cuatrocientos años.

A menos que la tecnología evolucionara aún más rápido en esta nueva historia. Con suerte, la tecnología de este tiempo no anularía la habilidad de los seres humanos para comprenderla, para controlarla, para no ensuciar con ella.

—Lo que dices no tiene sentido ninguno —repuso Goala.

Los demás se quedaron boquiabiertos: sólo un hombre tan joven sería capaz de hablar con tanta falta de respeto a Ve-en-la- Oscuridad.

—Goala está pensando —dijo Diko— que un hombre debe ir a ver esa cosa que sólo se verá dentro de quinientos años. Pero yo os diré que lo que merece la pena verse es aquello de lo que un hombre puede aprender para ayudar a la tribu y la familia. El hombre que ve la barca hecha de agua y aire tiene una historia que sus hijos no creerán. Pero el hombre que aprende cómo hacer una gran canoa de madera como las que usan los españoles, puede cruzar los océanos con grandes cargamentos y muchos pasajeros. Son las canoas de los españoles lo que queréis ver, no la barca hecha de agua y aire.

—No quiero ver para nada a los hombres blancos —dijo Putukam con un escalofrío.

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