Authors: Laura Gallego García
—Los szish no son así —dijo.
Victoria alzó la cabeza para mirarlo.
—Christian —susurró—. ¿Por qué?
Pero él no respondió.
Uno a uno, los unicornios dieron media vuelta y se internaron de nuevo en el bosque. Y Victoria percibió su tristeza. No había miedo ni ira en ellos. Solo tristeza, una tristeza resignada, como si hubiesen estado esperando aquello.
—¿Qué está pasando? —se preguntó Victoria.
Christian movió la cabeza.
—Los szish no son así —repitió.
Y volvieron a encontrarse otra vez en la biblioteca de Limbhad. Victoria todavía seguía en brazos de Christian, temblando, cuando la esfera del Alma se desvaneció, y el libro de los unicornios se cerró de golpe.
Los dos permanecieron en silencio un largo rato. Victoria miró a Christian, pero él seguía reflexionando, sin que ninguna emoción asomase a su rostro.
—¿Tiene algún significado para ti? —le preguntó.
Christian volvió a la realidad, y la miró como si se acabara de percatar de su presencia.
—Tal vez —dijo, lentamente—. Pero no estoy seguro.
—Supongo que no vas a compartir conmigo tus teorías.
El shek negó con la cabeza.
—Sería prematuro. Primero he de averiguar... tengo que averiguar...
—¿El qué?
Christian clavó su mirada en ella. Sus ojos azules parecían más fríos que nunca.
—Voy a volver a Idhún —le dijo, muy serio—. Con Gerde.
La leyenda de Uno
Una leve sacudida sacó a Zaisei de su ensoñamiento. Llevaban mucho tiempo de viaje, y el aire de la burbuja empezaba a ser difícil de respirar, por lo que no había podido evitar adormecerse. Por fortuna, Bluganu ya se había percatado de ello. Acababa de traerle una nueva burbuja de marpalsa, y la empujaba contra la de Zaisei, con suavidad.
«Únelas», le dijo el varu.
Zaisei no las tenía todas consigo, pero trató de abrir su burbuja en el punto en el que se unía con la otra. Enseguida, las dos burbujas fueron una sola, y Zaisei respiró hondo. Poco a poco se le fueron aclarando las ideas.
Se dio cuenta entonces de que una extraña inquietud se había adueñado de su corazón. Miró al viejo Bluganu, que se había puesto en marcha de nuevo, empujando la burbuja, y notó que él tampoco parecía sentirse cómodo, si bien sus sentimientos al respecto eran menos intensos que los de la propia Zaisei. Comprendió que aquella intranquilidad no se la transmitía el anciano varu, sino que era algo que estaba en el ambiente, y que ambos percibían.
—Esto no me gusta —murmuró, pero Bluganu no la oyó.
Según avanzaban, la sensación se hacía cada vez más intensa. Zaisei estuvo a punto de pedirle a Bluganu que diera media vuelta y la llevara de regreso a Dagledu, pero recordó que iban al encuentro de la Madre Venerable, y que ella podía muy bien encontrarse en el mismo foco de la perturbación.
Pronto se arrepintió de su decisión. Los movimientos de Bluganu bajo el agua se hicieron más torpes y pesados: estaba claro que le costaba seguir avanzando, porque no deseaba hacerlo. Y el malestar que había preocupado a Zaisei seguía acongojándola, cada vez con más fuerza. Tardó un poco en entender de qué se trataba. Era como si estuviera cerca de alguien que acumulaba en su corazón tanto odio, maldad y rencor que le resultaba difícil soportarlo.
Nunca había experimentado nada igual, aunque no hacía mucho sí había conocido a alguien cuyos sentimientos negativos la habían afectado casi de igual modo: Victoria, durante aquel tiempo en que creyó que había perdido a Jack para siempre.
Pero cuando se acercaron más, Zaisei rectificó aquella primera impresión. No tenía nada que ver con Victoria. Lo que quiera que estuviese emitiendo aquella oleada de malos sentimientos era inmensamente más grande que una joven, aunque esa joven fuese también un unicornio. Cuando las formas irregulares de la Roca Maldita aparecieron ante ellos, Zaisei se contuvo para no gritar.
En realidad no era una roca, sino dos. Inmensas, ciclópeas, aquellas dos piedras negras, irregulares yacían semienterradas en el fondo oceánico, pero ninguna criatura viva había medrado sobre ellas. La roca seguía tan desnuda como cuando había caído al mar, muchos milenios atrás. Solo una figura se atrevía a desafiar a la maldad que emanaba de ella: provista de un afilado cuchillo, la Venerable Gaedalu nadaba por entre los salientes de la Piedra de Erea, hundiendo la hoja en ella y arrancando pequeños pedazos de roca que iba guardando en una bolsa enganchada a su correa. Sus acompañantes se habían quedado a una prudente distancia, y la observaban, nerviosos, sin osar acercarse, pero sin decidirse tampoco a abandonarla.
Zaisei quiso ponerse en pie en el interior de la burbuja, pero el horror que le producía aquella roca era tan intenso que cayó de nuevo; enterró la cabeza entre los brazos y se puso a gritar.
Gritó y gritó, de una forma similar a como lo habían hecho los Oyentes al escuchar directamente la voz de los dioses. Le parecía que gritando expulsaba la maldad de su propio corazón, y por eso lo hacía, ante la alarma del viejo Bluganu, que no sabía qué hacer.
Los demás varu se percataron de su presencia y acudieron a su encuentro. Pero Zaisei seguía hecha un ovillo, sumida en el horror del caos y el odio más absolutos; algo difícilmente tolerable para un varu, o para un humano, y completamente insoportable para cualquier celeste.
Gaedalu se acercó a toda prisa; sin embargo, Zaisei no dio cuenta. Aquella garra oscura seguía oprimiendo su alma, al igual que oprimía las de los varu que se arremolinaban, nerviosos, en torno a su burbuja. La diferencia era que ellos no se percataban de esta circunstancia, y Zaisei, en cambio, era espantosamente consciente de ella. De modo que seguía gritando y pataleando, luchando por librarse de la maldad que acechaba su espíritu; y los varu temiendo que acabase por romper la burbuja, se apresuraron a empujarla lejos de allí.
Gaedalu los siguió, preocupada por el estado de Zaisei.
Sin embargo, los fragmentos que había arrancado de la Piedra de Erea, la Roca Maldita, seguían en su bolsa, a salvo.
Las ruinas de la Torre de Awinor presidían el horizonte, y Kimara las contempló con nostalgia. La última vez que había estado allí, había sido con Jack y Victoria. Se habían enfrentado a un shek, y Kimara había estado a punto de no contarlo. Victoria le había salvado la vida, concediéndole la magia de paso. Se acordó de ellos, y deseó que estuvieran bien.
Estaba sentada sobre una roca, afilando su daga, mientras, a su alrededor, el campamento de los rebeldes exhibía su habitual actividad frenética y desordenada. Con todo, a pesar de la forma precipitada en que parecían hacer todas las cosas, era un momento de paz para ellos. Allí, en aquella base, se sentían a salvo. Estaba en las montañas que separaban el desierto de Awinor, la tierra de los dragones. Ni los yan ni los sheks se atrevían a ir más al sur. Los yan, porque habían venerado a los dragones, y para ellos Awinor era territorio sagrado. Los sheks, porque respetaban el inmenso cementerio en que se había convertido la tierra de sus enemigos ancestrales, o quizá porque temían que sus espíritus se vengasen de ellos (esta era la creencia más arraigada entre los yan); pero Kimara sabía que las serpientes aladas no eran supersticiosas: ella pensaba, más bien, que la visión de los restos de sus enemigos les causaba una honda tristeza, y eso las turbaba y las irritaba lo bastante como para decidir que no era bueno pasar por allí.
Goser, el líder de los rebeldes, era un yan y, por tanto, no osaba penetrar en Awinor; pero también era inteligente y sabía que aquel era un lugar privilegiado.
Había establecido que Awinor comenzaba en el primer esqueleto de dragón, que yacía al pie de una colina cercana, un poco más al sur. Sus seguidores se habían mostrado reticentes al principio, pero habían acabado por aceptarlo como norma general. Eso les dejaba una amplia franja de terreno montañoso en los límites de Awinor, lo bastante cerca como para que los sheks no los molestaran, y lo bastante lejos como para que los rebeldes más escrupulosos se quedasen tranquilos.
Ahora estaban todavía más sosegados, porque a las afueras del campamento reposaban nueve dragones artificiales. Los rebeldes los habían visto volar, y sabían que parecían reales. El hecho de que aquellos dragones hubiesen ido a parar tan cerca de Awinor solo podía considerarse como una buena señal.
Kimara suspiró para sus adentros. Le gustaban los dragones artificiales, aunque no llegaba a adorarlos como lo había hecho Kestra. Pero eso era normal: Kestra no había visto ningún dragón de verdad; Kimara había volado a lomos de uno.
Desde su atalaya vio que los centinelas daban el alto a un individuo desharrapado que acababa de llegar corriendo por entre los riscos. Parecía que traía malas noticias, porque se produjo un pequeño revuelo en el campamento. Kimara esperó, pensando que estaba bien donde estaba. No quería interferir con la autoridad de Goser, que era el auténtico líder del grupo. Los Nuevos Dragones estaban allí solo como apoyo.
Miró a Rando, que hasta hacía unos instantes había estado jugando al
kam
con un grupo de yan. El
kam,
un juego de azar en el que se lanzaban pequeñas piedras pintadas, era muy apreciado por la gente del desierto, y casi lo que más le había gustado al semibárbaro de aquel lugar. Lo cierto es que perdía muy a menudo, aunque nunca se enfadaba por ello. Se echaba a reír, de buen humor, y se lo pasaba bien tanto si ganaba como si no le sonreía la suerte. En aquellos momentos el grupo de jugadores de
kam
se había disuelto. Se habían reunido todos en torno al recién llegado, y escuchaban sus nuevas con gravedad.
Kimara siguió esperando. Al cabo de un rato, cuando cada uno volvió a lo que estaba haciendo, y el mensajero estaba ya siendo atendido, la semiyan vio una figura trepando por los riscos, hacia ella. Cuando la alcanzó, Kimara vio que se trataba de Goser. Lo saludó, con una sonrisa, y él se sentó a su lado. Por un momento, ninguno de los dos habló.
—¿Malasnoticias? —preguntó ella.
—Muymalas —susurró Goser—. Ninhacaído.
Kimara entornó los ojos. Nin era la «otra base» de los rebeldes. El grupo de Goser actuaba siempre desde las montañas, pero en la ciudad de Nin tenían simpatizantes, gente que se encargaba de hacerles llegar información importante y, lo que era aún más crucial, víveres, agua y distintos utensilios básicos. Hasta el momento, Nin había esquivado los frecuentes registros de los szish. Pero si se habían decidido a lanzar contra ellos un ataque directo, eso solo podía significar que a Sussh se le estaba agotando la paciencia.
Y los sheks eran criaturas muy, muy pacientes.
—Estamosenunasituacióndelicada —murmuró Kimara, hablando deprisa sin darse cuenta—. ¿Quépiensashacerahora?
—Reconquistarlaciudad.
—NoestásenposicióndehaceralgoasíGoser —replicó ella—. Inclusoaunquelarecuperases... ¿cómoibasamantenerla? Lasserpientespodríanvolveratomarlacuandoquisieran. Notienesbastantegenteparadefenderla.
—Tenemosdragones.
Kimara no respondió.
—Demomento —añadió Goser— nosacercaremosparaverquéhapasado.
—Puedequeseaunatrampa.
—Sí —asintió Goser—. Peroyopiensoirdetodasformas.
—Teacompañaré —decidió Kimara.
Goser le sonrió desde detrás del paño que cubría parte de su rostro. Kimara sostuvo la mirada de sus profundos ojos candentes.
—¿Esaestudaga? —preguntó entonces el yan. Tomó la mano de Kimara y la alzó para observar el puñal de cerca.
—Noparecegrancosa —comentó—. Teconseguiréunamejor. HacepococapturamosunacaravanaqueveníadeNandeltytraíabuenasarmas.
—Teloagradezco —repuso Kimara.
Goser le dirigió una nueva mirada. No había retirado la mano, y Kimara no pudo decidir si aquello le gustaba o prefería que se apartase.
Ya se había dado cuenta de que Goser estaba interesado en ella. No tenía muy claro si iba en serio o simplemente estaba jugando, pero no le preocupaba, de momento, porque consideraba más urgente averiguar primero qué sentía ella al respecto. El líder de los rebeldes no le disgustaba, pero todavía no estaba segura de que le atrajese hasta ese punto.
—¿CuándovasapartirhaciaNin?
—Encuantoestemoslistos.
—Yaestácayendoelsegundosol —hizo notar ella—. ¿Piensassalirdenoche?
Goser le dirigió una de sus largas sonrisas.
—¿Paraquéesperar?
Kimara sonrió también. Le gustaba aquella actitud, tan diferente de la de Qaydar, y de la de Jack, en los últimos tiempos. Goser soltó su mano y se puso en pie. Desde allí, lanzó el grito de guerra de los yan, y todo el campamento lo coreó.
Los ojos de Kimara se volvieron involuntariamente hacia Rando que también había levantado la mirada hacia ellos, como el resto de los rebeldes. Le pareció que sonreía, o tal vez fueran imaginaciones suyas.
Por alguna razón, eso le molestó.
Era de noche cuando divisaron por fin las cúpulas del Oráculo, y Jack estaba agotado y hambriento.
No se habían detenido ni un solo instante en todo el viaje. No había tiempo que perder, porque estaban en juego muchas vidas. El día anterior habían sobrevolado una extraña perturbación en el mar, una gran onda que parecía ir avanzando lentamente hacia el sur, lanzando enormes olas a su derecha y a su izquierda, como Jack había relatado a Glasdur. Shail le había pedido que descendiera para verlo de cerca, y Jack lo había hecho, acercándose todo lo posible.
Pero no había nada que se moviera debajo de las aguas. Lo que se desplazaba era el mismo océano.
Jack se apresuró a levantar el vuelo y ascender todo lo que pudo. Lo ponía nervioso aquella presencia, y trató de disimularlo; aunque enseguida se dio cuenta de que el silencio de Shail y Alexander se debía a que estaban temblando de puro terror.
Por fortuna, la diosa Neliam, si es que se trataba de ella, avanzaba con mucha lentitud. Terminaron por sobrepasarla y, para cuando alcanzaron el Oráculo, la habían dejado atrás.
—¡Por fin! —exclamó Shail.
Jack no dijo nada. No tenía fuerzas. Sabía que lo peor estaba por llegar, que tendrían que proteger el Oráculo y enviar mensajeros al Reino Oceánico y a las tierras de los ganti, y todo ello antes de que Neliam llegase. No podían entretenerse, aunque él lo hubiera dado todo por una buena siesta.
Dio un par de vueltas sobre el Oráculo, buscando un sitio donde aterrizar; cuando por fin encontró un espacio suficientemente amplio, no lejos de la entrada del templo, descendió, aliviado.