Panteón (61 page)

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Authors: Laura Gallego García

El aterrizaje fue un poco brusco. Shail y Alexander tuvieron que aferrarse con fuerza al dragón para no caer. Jack se desplomó en el suelo y cerró los ojos un momento.

—¡No te duermas! —lo regañó Shail, bajando de su lomo de un salto. Jack gruñó, pero hizo un esfuerzo y alzó la cabeza.

Cuando vio que ambos estaban ya en tierra, se transformó en humano. Eso no hizo que se sintiera mejor: le dolían todos los huesos.

Corrieron a la entrada del Oráculo pero, antes de que alcanzaran el pórtico, un grupo de sacerdotisas les salió al paso. Las dirigía un hada que llevaba la túnica de las adeptas al culto de la diosa Wina.

—¡Saludos! —dijo—. Soy la hermana Karale, regente del Oráculo en ausencia de la Madre Venerable. Hemos visto un dragón sobrevolando nuestro techo. ¿Acaso...?

—No importa el modo en que hemos llegado —cortó Alexander—, y no hay tiempo para dar explicaciones. Estoy seguro de que disculparéis mi brusquedad y mi falta de modales en cuanto escuchéis nuestras noticias.

Le relató lo que habían visto en el mar, y solo cedió la palabra a Jack para que él hablase del desastre de Puerto Esmeralda.

—La ola se dirige hacia aquí —concluyó Alexander—. Habéis de evacuar el Oráculo cuanto antes y enviar mensajeros a las tierras bajas. En cuanto a las ciudades submarinas, será necesario un varu que descienda hasta Dagledu, pero el dragón podrá llevarlo hasta allí en poco tiempo. Si la Madre Venerable...

—La Madre Venerable no se encuentra aquí —interrumpió Karale, pálida—. Partió hace varios días al Reino Oceánico.

—¿Y la hermana Zaisei? —intervino Shail, con una nota de pánico en su voz.

—La hermana Zaisei se fue con ella, hechicero. Pero pasad al ala de huéspedes; no tiene sentido que sigamos discutiendo aquí de temas tan graves.

No discutieron mucho, en realidad. Apenas unos instantes después, Jack volvía a emprender el vuelo en dirección al Reino Oceánico. Llevaba sobre su lomo a la hermana Eblu, una sacerdotisa de Neliam. Eblu no recibió el encargo con demasiado entusiasmo: el enorme dragón la aterrorizaba y, además, la idea de volar por el aire, un elemento tan diferente al suyo propio, no mejoraba la situación. Pero era la única que podía hacerlo, puesto que ninguna de las otras tres sacerdotisas varu del Oráculo estaba disponible; la Madre Gaedalu se encontraba en Dagledu; Ludalu, la Oyente, no estaba en su sano juicio; y la tercera, la hermana Valeedu, era demasiado anciana y no se le podía pedir algo así. Jack le prometió a Eblu que volaría muy bajo, para que se sintiese más cercana al agua. Y Eblu aceptó: tenía familia en Glesu y temía Por ellos.

Karale, por su parte, mandó llamar a Igara, una joven sacerdotisa humana que honraba a la diosa Irial. Era una muchacha decidida y audaz, y los visitantes pronto supieron que se trataba de la mensajera del Oráculo. El paske más veloz de los establos era el suyo Igara aceptó sin dudar la misión de recorrer los poblados costeros de los ganti para avisar del desastre que se avecinaba. Momentos después, su paske corría a toda velocidad hacia el puente sobre el río Mailar que unía la península donde se situaba el Oráculo con el resto del continente.

Mientras tanto, Shail y Alexander discutieron acaloradamente sobre cómo salvar a las sacerdotisas. En los establos no había paskes para todas, y no habría tiempo de hacer dos viajes, si se las quería dejar lo suficientemente lejos, tierra adentro.

—Yo puedo tratar de proteger el Oráculo con mi magia —dijo entonces Shail.

Alexander lo miró.

—¿Lo crees prudente?

—No me voy a mover de aquí hasta que Jack regrese con Zaisei. Trataré de formar un globo de protección en torno a una habitación lo bastante grande. Si hay suerte, la ola podrá pasarnos por encima, pero no nos dañará.

—¿Y podrás resistir?

—Si he de resistir, resistiré —dijo el mago, decidido—. Tú llévate a tantas sacerdotisas como te sea posible. Carga a las niñas en los paskes, y si sobra espacio, llévate a las ancianas, o a las mujeres embarazadas, si es que hay alguna. Yo haré lo posible por proteger a las demás.

Alexander podría haber discutido. Podría haberle dicho que no quería dejarlo atrás. Pero era un líder y sabía que en momentos de crisis hay que tomar decisiones rápidas.

—Muy bien —asintió.

Muchas ancianas no quisieron marcharse. Preferían ceder su lugar a las más jóvenes porque, según decían, ellas ya habían vivido bastante. Alexander no insistió. Las ancianas que optaron por quedarse, se quedaron. Las que prefirieron marcharse, lo hicieron. No había tiempo para discutir.

Momentos más tarde, una docena de paskes partían en dirección al puente del Mailar. Seguían la misma ruta que había tomado Igara, pero ellos continuarían hacia el noroeste, alejándose del mar y de los ríos, mientras que la joven mensajera había ido por el camino del sur. Alexander iba en cabeza, acicateando a su montura, y procurando no prestar atención a los gemidos de una de las niñas, una limyati, que no paraba de sollozar:

—-¡Ya viene, ya viene, ya viene...!

Nadie tuvo valor para hacerla callar.

La hermana Karale cerró la puerta del Oráculo, como si eso pudiera proteger de todo mal a las sacerdotisas que se quedaban. Ella tampoco había querido marcharse.

Alzó la cabeza hacia Shail.

—Bien, mago —dijo—. Estamos en tus manos.

Shail asintió. Sabía lo que tenía que hacer. El hechizo era sencillo, pero debía imprimirle mucha fuerza si quería que resistiese al embate de la gran ola. En condiciones normales, esto habría resultado difícil; estando su magia bajo mínimos, como ahora, era casi imposible.

Pero era la única posibilidad de las sacerdotisas del Oráculo, y, además, no quería dejar atrás a Zaisei.

Recorrió el edificio con la hermana Karale, en busca del lugar más apropiado. Se detuvo ante una puerta sellada.

—¿Qué hay ahí detrás?

—La Sala de los Oyentes —explicó el hada, sacudiendo sus rizos verdosos, semejantes a brotes de hojas tiernas—. La clausuramos hace tiempo porque...

—Lo sé —interrumpió Shail—. Es un lugar rebosante de energía, pero comprendo que pueda ser peligroso entrar. De todas formas, me gustaría ver las habitaciones contiguas. Puede que el conjuro pueda beneficiarse de esa energía, aunque no lo realicemos en la misma sala.

Eligió por fin un cuarto que estaba justo junto a la Sala de los Oyentes. Una de las paredes había sido recubierta con colchones y gruesas alfombras, sin duda para que las voces atronadoras que provenían de la habitación de al lado no traspasaran sus muros. Las demás estaban forradas de estanterías repletas de manuscritos.

—Las notas de los Oyentes —susurró Karale.

Shail no preguntó si allí se incluían las profecías o, sencillamente, eran anotaciones desechadas. La estancia emitía una leve vibración, que solo Shail, como mago, podía percibir.

—Nos quedaremos aquí —dijo.

No permitió que las sacerdotisas entraran aún, sin embargo. De modo que todas ellas se reunieron en las salas cuyas ventanas se abrían al mar y contemplaron el horizonte, con el corazón encogido. Nada parecía amenazarlas, por el momento, y algunas de ellas empezaron a abrigar la esperanza de que fuera una falsa alarma.

Mientras, Shail trabajaba en la habitación que iba a servirle de refugio. Trazó símbolos arcanos en las paredes, el suelo y el techo, y dibujó sobre las baldosas un hexágono tan grande como las dimensiones del cuarto le permitieron. Después, con paciencia, comenzó a pintar signos de protección por todo su perímetro.

Cuando los varu llegaron a Dagledu, Zaisei ya se sentía un poco mejor. Por eso no tardó en advertir que una enorme inquietud se apoderaba de los corazones de Gaedalu y sus acompañantes.

—¿Qué... sucede? —murmuró, pero nadie la oyó.

Se incorporó un poco en su burbuja y miró a su alrededor.

La ciudad parecía presa del caos. Todos huían de sus casas y nadaban, con todas sus fuerzas, en una dirección. Gaedalu y Bluganu cruzaron una mirada preocupada. Zaisei golpeó la burbuja, con suavidad, y la Madre Venerable se volvió hacia ella.

«Algo se acerca», dijo. «Los varu van a ocultarse en los refugios dispuestos bajo el lecho del mar».

«¿Refugios?», pensó ella.

«El cementerio de enkoras. La enkora desarrolla a lo largo de su vida una enorme concha que entierra en la arena antes de morir. Los varu primitivos utilizaban esas conchas como viviendas, hasta que empezaron a construir sus propias casas. Cada ciudad varu fue levantada cerca de un cementerio de enkoras. Cuando el mar se agita o somos víctimas de algún tipo de ataque, los varu se refugian en las conchas enterradas bajo la arena. Pero tú, niña, no respiras agua; no tienes ninguna oportunidad. La corriente romperá tu burbuja y te ahogarás».

«Yo la llevaré a la superficie, Madre Venerable», dijo Bluganu. «Me aseguraré de que regrese al Oráculo sana y salva».

Gaedalu meditó.

«No», dijo por fin. «Yo he de cuidar de ella. Vosotros id a los refugios».

Los varu cruzaron una mirada.

«Puede que no alcancéis el Oráculo a tiempo. Puede que el Oráculo también resulte dañado...»

«Por eso he de volver», zanjó Gaedalu.

Zaisei estaba demasiado mareada como para entender del todo qué estaba pasando. Solo vio que los varu se alejaban de ellas, y que Gaedalu empezaba a empujar su burbuja hacia la superficie. La ascensión se les hizo eterna. Cuando ya veían a lo lejos el brillo de las tres lunas, una sombra cruzó sobre ellas y acudió a su encuentro.

«¡Eblu!», dijo Gaedalu.

Zaisei no la había reconocido sin su túnica de sacerdotisa; además, no esperaba encontrársela allí.

«Madre... Zaisei», dijo ella, aliviada. «Menos mal que estáis a salvo. Dicen que viene...»

«... Una gran ola; sí, lo sé», dijo Gaedalu. «Los guardianes lo han advertido. Ya han dado aviso a todas las ciudades, y todos han ido a buscar cobijo en los refugios».

Eblu se mostró más aliviada.

«Hemos venido a traeros de vuelta al Oráculo. El dragón nos espera arriba, en el puerto».

«¿Dragón?», repitió Gaedalu.

—¡Jack! —dijo Zaisei; se preguntó si Shail estaría con él. Después pensó que, de ser así, Eblu lo habría mencionado.

«Deprisa, deprisa», dijo la varu, y ayudó a Gaedalu a empujar la burbuja de Zaisei.

Momentos más tarde salían a la superficie. Eblu y Gaedalu abrieron la burbuja por arriba, como si fuese un huevo, y ayudaron a Zaisei a salir del interior. Se mojó de pies a cabeza, pero no le importó.

Jack las sobrevolaba, impaciente.

—¡Ya veo la ola! —dijo—. ¡Se dirige hacia aquí!

Las dos varu sostuvieron a Zaisei, que boqueaba, porque acababa de engullir un buen trago de agua de mar; Jack volvió a pasar sobre ellas y les tendió una garra. Eblu, decidida, se aferró a ella.

Instantes después, las tres viajaban a lomos del dragón, de regreso al Oráculo.

—Ya se ve la cresta de la ola —informó Karale.

Shail alzó la cabeza y la miró, con la frente perlada de sudor.

—Hermana —confesó—, no sé si el hechizo resistirá.

Para su sorpresa, la feérica sonrió.

—Imaginaba que dirías algo así, hechicero. Si tu hechizo fuera a garantizarnos seguridad, no le habrías dicho a tu amigo que se llevase a las niñas.

Shail sonrió a su vez.

—Me gustaría que las cosas fuesen de otra manera —dijo—. Me gustaría poder deciros que soy capaz de protegeros a todas. Pero solo puedo decir que lo intentaré.

—Con eso nos basta —lo tranquilizó ella—. Te has quedado aquí pudiendo salir volando con tu amigo el dragón. No podemos pedirte más.

El mago sacudió la cabeza.

—Llama a las sacerdotisas —dijo—. Traed agua y provisiones también. Si el mar derriba el techo sobre nuestras cabezas, debemos ser capaces de resistir hasta que nos rescaten.

La hermana Karale asintió.

Poco después, un numeroso grupo de sacerdotisas entró en la sala. Shail maldijo para sus adentros: no había imaginado que fueran tantas. Recordó entonces que Idhún había atravesado una larga época de terror bajo el reinado de Ashran. Era lógico que muchos padres hubiesen enviado a sus hijas al Oráculo, para protegerlas. Se obligó a sí mismo a sonreír.

—Estaremos un poco apretados aquí dentro. Espero que no os moleste.

Las sacerdotisas no dijeron nada. Todas estaban pálidas y asustadas. Obedeciendo la señal de Shail, se apiñaron en el hexágono que había pintado en el suelo. El mago estaba empezando a pensar que había espacio para todos cuando una enorme figura se inclinó para pasar por debajo del dintel de la puerta. Shail se quedó lívido.

—Hermanas —dijo Karale—, hacedle un sitio a la hermana Ylar.

Con un poco de esfuerzo y buena voluntad, las sacerdotisas encontraron hueco para la giganta. Pero una sacerdotisa yan, pequeña y enjuta, y otra celeste, tan liviana como todos los de su raza, tuvieron que subirse a hombros de Ylar.

—Bien —dijo Shail—, vamos a hacer una prueba. Quedaos quietas, por favor.

Alzó las manos y se concentró en la barrera protectora. Un fino haz de luz dorada emergió del hexágono, rodeándolos. Se cerró sobre ellos, pero se topó con la cabeza de la giganta.

—No pasa nada —murmuró Shail—. Lo haré más alto.

Lo intentó de nuevo, pero en esta ocasión tampoco funcionó. Una de las sacerdotisas había sacado el pie fuera del hexágono.

Alzó la barrera por tercera vez. En esta ocasión, los cubrió por completo. Shail se aseguró de que no tuviera fisuras, y entonces la deshizo.

—Esperaremos hasta el último momento —les dijo—. Cuanto más tiempo permanezca activa, antes se debilitará.

—¿Y cómo sabremos cuál es el último momento?

Shail sonrió.

—Lo sabremos.

Jack divisó la cúpula del Oráculo en lo alto del acantilado.

«¡Más deprisa, más deprisa, dragón!», lo urgió Gaedalu.

Pero Jack echó un vistazo atrás, por encima de su hombro. La ola estaba justo detrás de ellos. Batió las alas para elevarse más en el aire.

—¿Qué haces? —gritó Zaisei—. ¡Tenemos que bajar!

—¡Ya es demasiado tarde! —respondió él—. No se trata solo de llegar al Oráculo: hemos de entrar y localizar el lugar donde Shail está efectuando su conjuro de protección. No llegaremos a tiempo, y si lo hacemos, puede que nuestra llegada lo desconcentre y haga que falle su magia. Lo mejor que podemos hacer es aguardar a que pase la ola, y después bajar para rescatarlos en cuanto podamos.

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